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Mundo :: 19/03/2021

Catástrofe ecológica (¡Y no cambio climático!), un problema político

Marcelo Colussi
El desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo surgido en Europa se ha instalado con una soberbia aterradora

«No entiendo por qué nos matan a nosotros, destruyen nuestros bosques y sacan petróleo para alimentar automóviles y más automóviles en una ciudad ya atestada de automóviles como Nueva York». (Dirigente indígena ecuatoriano.)

I

La «Flor de las Indias», como las llamara en el siglo XIV el incansable viajero y mercader italiano Marco Polo (las mil doscientas islas e islotes de coral desperdigadas por el Océano Índico conocidas hoy como Islas Maldivas), con sus 500.000 habitantes (actualmente un paraíso turístico), están condenadas a desaparecer bajo las aguas oceánicas en un lapso no mayor de 30 años si continúa el calentamiento global y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares. Lo tragicómico es que sus habitantes no han vertido prácticamente un gramo de agentes contaminantes.

La globalización es un proceso no sólo económico; es un fenómeno político-social y cultural. Más aún: es un hecho civilizatorio. Extremando el concepto, donde más podemos verla (sufrirla) es en la perspectiva ecológica que trae el nuevo modelo de producción industrial surgido hace doscientos años con el capitalismo que tuvo lugar en Europa, hoy difundido por todo el orbe. La globalización, en un sentido, es la mundialización de los problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse. Por eso el ejemplo con que se abre el texto: un habitante «subdesarrollado» de la Polinesia sufre las consecuencias de un desaforado consumo de combustibles fósiles en otra parte del planeta, en ciudades «desarrolladas» plagadas de automóviles. Es evidente que el planeta es uno solo, la casa común de la especie humana.

La solución a esa degradación de nuestra casa común, que desde hace algunos años se viene dando con velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico: es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial -hasta en la más remota aldea del mundo puede encontrarse un afiche de Coca-Cola o de Shell-, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación o a la falta de agua potable. En ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología (del griego: oikos: casa, logos: estudio). De igual modo, en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más globalizadas que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un habitante de las Maldivas, consumiendo 100 veces menos que un estadounidense o un europeo-occidental, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo depredadores que envuelven a toda la humanidad. O nos salvamos todos, o no se salva nadie.

Podríamos considerar el desastre ecológico como consecuencia de factores exclusivamente técnicos, solucionables también en términos puramente tecnológicos: se reemplazan los vehículos de combustión interna que queman combustibles fósiles por agrocombustibles, o por energías eléctricas. Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si en vez de petróleo se utiliza etanol extraído de palma aceitera, o caña de azúcar, o se usan baterías de litio, siempre quedan problemas políticos en los marcos del capitalismo: para producir agrocombustibles se quitan tierras de cultivo de alimentos a los campesinos, o se invade Bolivia para buscar el litio de sus ricos yacimientos. Mientras la forma de concebir la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante. Si, como dice el epígrafe, para tener automóviles circulando en Nueva York es preciso aniquilar humanos y selva en otras latitudes, ahí hay un tremendo problema con la noción de desarrollo.

II

La industria moderna ha transformado profundamente la historia humana. En el corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -dos siglos, desde la máquina de vapor del británico James Watt en adelante- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya dilatada existencia de dos millones y medio de años. Puede saludarse ese salto como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo, con una visión matematizable del mundo aplicada a la resolución práctica de problemas, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, haciéndose más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza.

Pero esa modificación en la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado.

Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Lo que la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro, el cual se concreta en el circuito de la comercialización («realización de la plusvalía» dirá el materialismo histórico). Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. Por eso se produce cantidades gigantescas de productos realmente no necesarios, pero que se van imponiendo como imprescindibles a partir del modelo de desarrollo imperante. Es desde esta clave esencial como puede entenderse la historia que transcurrió en este corto tiempo desde la máquina de vapor de mediados del siglo XVIII a nuestros días; la historia del capitalismo (europeo primero, norteamericano luego, igualmente el japonés o el de cualquier latitud) no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma inmisericorde el medio natural -esa es la única lógica que mueve al capital-, todo ello no cuenta. La sed de ganancias no mide consecuencias.

Actualmente, dos siglos después de puesto en marcha ese modelo, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias. ¿Merecen los habitantes de las Islas Maldivas desaparecer bajo las aguas porque en la ciudad de Los Ángeles, EEUU, hay un promedio de un automóvil de combustión interna por persona arrojando dióxido de carbono, o porque los ciudadanos estadounidenses económicamente más privilegiados consumen más de 100 litros diarios de agua, 70 más de lo necesario (contra un litro de un habitante del África sub-sahariana)? ¿Se merece cualquier habitante del planeta tener 13 veces más riesgo de contraer cáncer de piel a partir del adelgazamiento de la capa de ozono que lo que ocurría 100 años atrás por el hecho de tener cerveza fría en la refrigeradora? ¿Es éticamente aceptable que un perrito de un hogar del «civilizado» Primer Mundo consuma un promedio anual de carne roja superior al de un habitante del Sur global o que tenga servicios psicológicos (¡sí: hay psicólogos caninos!) mientras en otros países faltan vacunas básicas, madres que no pueden amamantar a sus hijos por su desnutrición crónica o gente que muere de diarrea por falta de agua potable?

Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables (45% más de lo necesario para nutrir bien a toda la humanidad), viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etc., etc., la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. Si realmente hubiera interés en lo humano, en el otro de carne y hueso que es mi igual, nadie debería pasar hambre, ni faltarle agua, ni sufrir con enfermedades que las tecnologías vigentes están en condiciones de vencer. En definitiva, se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Para que 15% de la humanidad (básicamente del Norte global y de algunas islas de esplendor en el Sur) consuma sin miramientos, un 85 % ve agotarse sus recursos. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente.

Consecuencia: el mundo se va tornando invivible. Peligroso, sumamente peligroso incluso. ¿Habrá que pensar en una irremediable pulsión de muerte, como concluyó Freud, una tendencia a la autodestrucción que nos guía? ¿Será que en una sociedad nueva, un mundo de «productores libres asociados«, como decía Marx, esas contradicciones se superarán?

La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos, las montañas de basura que flotan en los océanos, son problemas de magnitud global a los que ningún habitante de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un problema político y no solo técnico. Y es en la arena política -las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos, entre las diferentes clases sociales– donde puede encontrar soluciones. Si se consume en forma voraz, demencial, sin medir las consecuencias, es porque quienes dirigen el mundo -los grandes megacapitales globales- han ideado esta increíble obsolescencia programada donde hay que botar todo muy rápidamente para seguir consumiendo.

La gente común, el ciudadano de a pie, no es el irresponsable; solo sigue mansamente los dictados impuestos. «¡Hay que consumir!» es la consigna establecida. Y el consumo no para (ni tampoco las ganancias de los productores).

En el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente reunido en la ciudad de Malmoe, Suecia, en mayo del 2000 en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se reconoció en la llamada Declaración de Malmoe que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres. Por eso, es engañoso hablar de «cambio climático«, como si se tratara de una mutación natural de las condiciones climatológicas; lo que existe es una catástrofe generalizada provocada por el modelo capitalista en curso.

III

Se ve así que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo y con la ciencia occidental moderna, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (comparable a la conquista del fuego, a la aparición de la agricultura, o de la rueda, o de la escritura) generó también problemas de magnitud descomunal, porque el afán de riqueza que lo alienta no repara en otra cosa que en el billete de banco: se perdió de vista lo humano, y la idea de que los humanos somos parte de la naturaleza. El ensoberbecimiento de los «ganadores» (si es que al capitalismo se le puede decir «ganador») llevó a esquemas agresivos inimaginables.

El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes (¿pulsión de muerte entonces?). El militarismo capitalista -respondido por el socialismo real en forma simétrica- llevó a un callejón sin salida, donde la sobrevivencia de toda especie viva sobre el planeta está en entredicho. Valga agregar que la totalidad del poder atómico con fines militares generado en la actualidad -alrededor de 13.000 ojivas nucleares, repartidas fundamentalmente entre las dos superpotencias atómicas, la Federación Rusa -heredera de la ex Unión Soviética- y EEUU, cada una de ellas equivalente a no menos de 20 bombas de las arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945- posibilitaría generar una explosión de tal magnitud cuyos efectos destructivos llegarían hasta la órbita de Plutón. Proeza técnica, sin dudas, pero que no sirve para terminar con el hambre, con la falta de agua para muchos, con la ignorancia y el pensamiento mágico-animista aún presente en las religiones.

En otros términos: el desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo surgido en Europa se ha instalado con una soberbia aterradora. Lo cual reafirma que el llamado Occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó están en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas prehispánicas, africanas) en relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido entre ser humano y medio natural. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, no es desarrollo. Si se puede destruir el lejano Plutón, pero no se puede asegurar la vida de los habitantes de las Maldivas porque la idea de desarrollo no los contempla, entonces hay que cambiar ese modelo, por inservible. Es una pura cuestión de sobrevivencia como especie.

A no ser que haya sectores sociales -detentadores de omnímodos poderes, por cierto- que ya estén apostando por una vida fuera de este planeta, contaminado, lleno de «pobres», sin solución, en definitiva. Pero los que no hacemos voto por ello, los mortales de a pie, los que creemos que es más importante un habitante de las Maldivas que cambiar el automóvil cada año, los que no queremos morir de un evitable cáncer de piel, o sumergidos por el derretimiento de los hielos polares, tenemos mucho por seguir luchando aún. El problema de nuestra casa común nos toca a todos. Todos, entonces, podemos -tenemos- que hacer algo. Y es importantísimo remarcar que en esa lucha no se trata de cambiar hábitos de consumo personal, como si fuéramos los habitantes del mundo los responsables de la catástrofe en curso por una cuestión de ignorancia o de desidia.

De algún modo, cierta preocupación ecologista que se ha instalado, con la figura de la joven activista sueca Greta Thunberg a la cabeza, no termina de resolver la cuestión. El problema no estriba en que cada ciudadano «responsablemente» consuma menos, recicle, no use bolsas de plástico sino de arpillera, cierre bien el grifo de agua y use la bicicleta en vez del vehículo con motor de combustión interna. Eso es loable, pero no alcanza. Lo que hay que cambiar es el modo de producción en su conjunto, el capitalismo. Como dijera Marx en 1950: «No se trata de mejorar la sociedad existente, sino de establecer una nueva«.

mcolussi.blogspot.com

 

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