Chile intenta desatar los nudos del Estado neoliberal
Un Estado basado en el principio de subsidiariedad, o Estado subsidiario, es aquel que interviene en las actividades económicas solo cuando el mercado y los privados son incapaces de hacerlo --ya sea por limitaciones propias o porque no les es rentable-- fomentando la participación privada en todas las esferas de la vida social. Esta forma de Estado ha sido parte de las críticas que diversos actores han planteado contra el «modelo chileno», por considerar que ha privatizado áreas de bienestar social como la educación, la salud y la vivienda, profundizando las desigualdades de acceso y calidad. La propuesta de nueva Constitución cambia esta forma de Estado y propone una nueva.
El primer capítulo del apartado sobre principios constitucionales señala explícitamente que «Chile es un Estado social y democrático de derecho». Pero un Estado social --entendido como un Estado que procura asegurar condiciones básicas de vida de las personas-- puede tomar muchas formas, algunas de ellas compatibles con el principio de subsidiariedad. El Estado social está explícitamente consagrado en constituciones de países tan disímiles como España, Colombia, Venezuela y Alemania. Lo que hizo la Convención Constitucional fue más específico: por una parte, desnudó una serie de disposiciones sociales, políticas y constitucionales en las que descansaba el principio de subsidiariedad; por otra, aunó fuerzas (dispersas, frágiles y a veces antagónicas, dentro de un espectro amplio de colectivos de izquierda y centroizquierda) que abren la posibilidad de repensar el carácter mismo del Estado.
El texto: tres nudos
El primer nudo para el amarre de las disposiciones del Estado subsidiario es el que más explícitamente se vincula con la definición subsidiariedad en su sentido económico, esto es, la limitación que tendría el Estado para participar activamente en la economía. En la Constitución de 1980 esta restricción se expresaba en el quórum supramayoritario que debía obtenerse para habilitar una participación del Estado en los procesos económicos.
El texto propuesto no solo elimina este requisito, sino que establece explícitamente un rol activo el Estado: «El Estado participa en la economía para cumplir con los objetivos establecidos en esta Constitución. El rol económico del Estado se fundará, de manera coordinada y coherente, en los principios y objetivos económicos de solidaridad, diversificación productiva, economía social y solidaria y pluralismo económico». Y «El Estado regula, fiscaliza, fomenta y desarrolla actividades económicas, disponiendo de sus potestades públicas, en el marco de sus atribuciones y competencias, en conformidad a lo establecido en esta Constitución y la ley».
Ni el texto de 1980 ni sus sucesivas versiones definían un rol económico activo para el Estado, porque de lo que se trataba era precisamente de que el Estado tuviera una función limitada, subsidiaria respecto del rol de los privados en esta materia.
Segundo nudo: se suele afirmar correctamente que el Estado subsidiario no está explícitamente establecido en la Constitución del 80 y que, por tanto, su existencia en el texto estaría implícita. Ya que el ejercicio del poder constituyente que se expresa en la elaboración de una constitución implica la invocación de un sujeto «pueblo», la pregunta por el sujeto da pistas sobre los presupuestos del principio de subsidiariedad. ¿Quién es el sujeto de la constitución del 80? Constitucionalistas y expertos han apuntado a los grupos intermedios, los privados, y a una visión conservadora de familia. En la práctica, la primacía de los grupos intermedios del texto del 80 fue una forma de aumentar el poder del empresariado y de las organizaciones funcionales al proyecto de la dictadura, por una parte, y de restarle poder al Estado y a formas de organización colectivas que pudieran contrarrestar el poder de dichos grupos, por otra.
En la propuesta de nueva Constitución, el sujeto, en cambio, se vuelve plural: «Los pueblos de chile, las naciones», «las chilenas y chilenos», «los pueblos y naciones indígenas», «la naturaleza». Esto implica no tanto la restitución de los poderes del Estado como la reaparición del pueblo y, más todavía, una idea de sociedad diversa cuyo bien común no se funda en el intercambio entre privados en el mercado, como presupone el concepto de Estado subsidiario.
El tercer nudo se vincula indirectamente con la posibilidad de disolver el principio de subsidiariedad en las políticas sociales al incorporar derechos económicos, sociales y culturales. Uno de los rasgos de las constituciones de América Latina fue haber establecido desde muy temprano derechos económicos y sociales. La Constitución mexicana de 1917, por ejemplo, consagra ya el derecho a la salud, a la educación pública, a huelga y a la no discriminación. Si bien la constitucionalización de los derechos sociales es uno de los rasgos del constitucionalismo latinoamericano, Chile no participaba de esta tradición.
Nuevamente, la consagración de derechos sociales por sí sola no asegura el fin de la lógica del Estado subsidiario. El derecho a huelga, por ejemplo, ya estaba presente en la Constitución del 80, y el derecho a la educación es uno de los derechos sociales con mayor presencia en las constituciones de otros países del mundo. Es la forma específica en que se establecen dichos derechos, en su relación con otros derechos y con los principios constitucionales (el de un Estado social, en este caso) lo que hace de este nudo un aspecto importante.
En el borrador de la nueva Constitución no solo hay más derechos sociales explícitamente reconocidos (a la vivienda digna, al agua, al trabajo digno, a la educación pública) en comparación al texto del 80, sino que aparece la obligación del Estado de garantizarlos, de «eliminar todos los obstáculos que pudieran limitar o entorpecer su realización», y la obligación de tomar las medidas para «lograr de manera progresiva la plena satisfacción» de esos derechos, incluido su financiamiento. En consecuencia, basta considerar solo tres artículos en el apartado de los derechos fundamentales --principio de progresividad, financiamiento y titularidad-- para confirmar que, aunque no se excluye a los privados de la provisión de servicios sociales, éstos pierden la primacía que implícitamente (en virtud de los dos nudos anteriores) tenían en la Constitución del 80.
Existen otros nudos que juegan un rol importante en el amarre de las disposiciones del Estado subsidiario. Los cambios propuestos al sistema político en el borrador de nueva Constitución, por ejemplo, al desconcentrar el poder podrían eventualmente servir para desmontar la «sala de máquinas» de la que se servía el Estado subsidiario. En un nivel más general, donde el Estado subsidiario no solo se relaciona con su rol en la economía y en las políticas sociales, sino con una idea de sociedad que incluye la pregunta por cómo vivir juntos, instituciones que crea la nueva constitución como el Sistema Nacional de Cuidados, o derechos como los derechos de la naturaleza o el derecho al ejercicio del placer, podrían --al menos en teoría-- dificultar que la lógica del Estado subsidiario, su normatividad y su visión de mundo sobrevivan en el largo plazo.
Pero el borrador es solo una parte de la historia. Las palabras que se escriben en el texto constitucional pueden ser similares a otros textos constitucionales y significar cosas muy distintas; al aspecto pragmático y coyuntural de un proceso constituyente, el hecho que el cambio constitucional comienza como forma de darle espacio a problemas específicos de cada comunidad política, es igual de importante. Asimismo, el modo en que el lenguaje constitucional es invocado y disputado en la práctica es específico a cada contexto local, y en el caso chileno revela aspectos clave en el intento por deshacer la lógica del Estado subsidiario.
El proceso
La revuelta de octubre implicó entre otras cosas el ejercicio de lo que el sociólogo Charles Wright Mills llamó «imaginación sociológica». La imaginación sociológica permite que problemas que son vividos como privados y forman parte de la biografía de las personas se perciban como asuntos públicos, lo que puede conllevar un aumento en el nivel de generalidad con que se perciben esos problemas e injusticias: la falta de agua en una escuela se vincula con la escasez hídrica de una comunidad y una región, y éstas con la forma en que funciona la economía y un modelo de desarrollo; la incapacidad de continuar estudiando por motivos económicos se conecta a la crisis del sistema educacional y a la mercantilización de la educación, los treinta pesos se transforman en treinta años.
La demanda por un cambio constitucional no figuraba como una preocupación de las chilenas y chilenos en las encuestas de opinión previo al estallido de octubre. Incluso después de semanas de protestas masivas en todo Chile, las demandas por mejores sustantivas en las condiciones de vida, por una vida digna y sin abusos, la crítica a la desigualdad y la incapacidad del sistema político para procesar las demandas sociales no tomaron la forma de una demanda masiva por una nueva constitución. La demanda por una nueva constitución se constituyó políticamente durante las movilizaciones. No se trataba de una demanda nueva: antecedentes como el proceso llevado a cabo durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, discusiones en la academia y al interior de los partidos políticos de izquierda constituían un acervo para pensar la necesidad y posibilidades de una solución constitucional. Pero no se trataba de una demanda masiva.
El lenguaje político del estallido, con reivindicaciones diversas expresadas a diversas escalas por actores igualmente diversos (desde volantineros a barrabravas), comenzó poco a poco a cuajar en un lenguaje político por mayores derechos y, eventualmente, en un lenguaje constitucional. La figura de una asamblea constituyente cristalizó el ánimo movimentista y asambleario de la revuelta y abrió conversaciones sobre cómo construir un mundo que incluyera otros mundos.
El fin del Estado subsidiario (la frase, la idea) fue invocada por los sectores con mayores recursos educacionales y políticos; pero el repertorio semántico de la revuelta ya incluía a esas alturas demandas que apuntaban a terminar con «la Constitución de Pinochet». El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, firmado por buena parte de los actores del sistema político el 15 de noviembre del 2019, posibilitó una traducción institucional y constitucional de la crisis y planteó un dilema a los grupos organizados del estallido (ya sea formalmente como movimientos sociales o informalmente en la política callejera) sobre su participación en el proceso. Muchas de estas organizaciones decidieron sumarse reconociendo de antemano sus límites y oportunidades.
Varios partidos políticos de izquierda y centroizquierda (el Partido Comunista, partidos del Frente Amplio y sectores del Partido Socialista) y movimientos sociales venían hace un tiempo apuntando a la Constitución vigente como la piedra de tope para emprender transformaciones que permitieran ir más allá de un sistema político desconectado de la sociedad y de una sociedad fragmentada por las desigualdades. Aunque no había en ese momento --y no lo hubo meses después en la Convención-- acuerdo pleno sobre cuál tendría que ser ese otro modelo, el fin del Estado subsidiario se convirtió, en la práctica, en un piso mínimo común.
Un análisis de las votaciones en el pleno sobre aspectos de los tres nudos mencionados anteriormente muestra que a la larga (después de ser en algunos casos rechazados, devueltos a sus comisiones y reformulados) los grupos y partidos de centroizquierda e izquierda votaron mayoritariamente a favor de derechos que sirvieran a disolver la lógica del Estado subsidiario (y algunos convencionales de derecha votaron a favor de derechos sociales --como el derecho a la vivienda-- pero rechazaron aquellos artículos que permitían una participación activa del Estado en el diseño y ejecución de políticas de vivienda, como lo es la creación y administración estatal de un banco de suelos, por ejemplo).
En la visión clásica del constitucionalismo liberal (todo constitucionalismo hasta cierto punto lo es) la constitución sirve para limitar el poder del Estado sobre los individuos. Pero desde Arendt en adelante es posible pensar la constitución como una herramienta para crear poder estatal allí donde la capacidad del Estado para regular y administrar procesos e instituciones socioeconómicas ha sido reducida. El proceso constituyente chileno y la discusión constitucional dentro de la Convención abrieron esta posibilidad para el caso chileno. Crear poder para un cambio sustantivo en el carácter del Estado --de uno subsidiario a uno social y democrático-- no equivale necesariamente a una regresión estatista. El Estado social y democrático puede permitir la construcción de autonomía para distintas comunidades e individuos mientras sirva a la protección, el bienestar y el cuidado de esa unidad simbólica llamada pueblo en toda su diversidad.
Hacia un país «menos neoliberal»
Un nudo es un «lazo que se estrecha y cierra de modo que con dificultad se pueda soltar por sí solo, y que cuanto más se tira de cualquiera de los dos cabos, más se aprieta». El proceso constituyente y la Convención Constitucional han desatado los nudos del Estado subsidiario. Ello no implica el fin del neoliberalismo (varios aspectos funcionales al proyecto del neoliberalismo se mantienen en la nueva Constitución) y no se puede descartar ni obviar el poder que los populismos de derecha puedan ejercer para volver a amarrar los nudos del Estado subsidiario.
La nueva Constitución no asegura que Chile será un país posneoliberal, pero sí uno «menos neoliberal», y en esa brecha entre la radicalidad de unos derechos sociales mercantilizados y un Estado que puede funcionar con otro principio de bienestar (que asegure progresivamente condiciones básicas de vida) radica la posibilidad de construir las bases para vivir un poco mejor, juntos.
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