Colombia: Estado social de derecha
A principios de la década del 2000 descendían tantos muertos por los ríos de Colombia como consecuencia de las masacres paramilitares, que algunos cadáveres terminaban en las orillas de los desahuciados puertos fluviales. Eran tantos y tan continuo su inerte peregrinar, que muchos habitantes de los pueblos ribereños enfermaron, sobre todo los niños. El cuadro involucraba fiebre, dolor de cabeza y nauseas; y en norte de Santander los habitantes de uno de esos puertos bautizaron al extraño contagio como cadaveritis.
Entre los años 1998 y 2005 se estableció en Colombia la paramilitarización de la sociedad y las instituciones. El infierno se instaló en las zonas rurales, las plazas de los pueblos fueron convertidos en centros de tortura y muerte contra sus moradores, acusados de ser colaboradores, simpatizantes o integrantes de la guerrilla, y sus cuerpos lanzados a los caimanes, a los ríos, o calcinados en hornos crematorios.
Los medios silenciaban los hechos, eludían los motivos y exculpaban a los autores. De esa manera encubrían la danza macabra paramilitar y el tormento en el campo colombiano. Al igual que hoy, las únicas fuentes periodísticas de RCN y Caracol, eran la Casa de Nariño y las autoridades civiles o militares de las regiones afectadas, muchos de ellos vinculadas a las masacres mismas.
El terror de Estado se conformó a partir de relaciones y pactos entre paramilitares, políticos, empresarios, terratenientes, industriales, comerciantes, comunicadores, organismos de seguridad del Estado, militares y narcotraficantes.
El paramilitarismo invadió los tres poderes públicos, instituciones financieras, alcaldías y gobernaciones. Al tiempo que formaban a sus huestes en escuelas de descuartizamiento, donde se les instruía -como consta en el expediente del paramilitar Francisco Villalva- con “personas de edad que llevaban en camiones, vivas, amarradas (…) Se repartían entre grupos de a cinco (…) las instrucciones eran quitarles el brazo, la cabeza… descuartizarlas vivas”.
Llevando la Doctrina de Seguridad Nacional al grado más extremo, la ola de terror paramilitar se extendió por todo el país; masacres como las de San José de Urabá, Segovia, Remedios, La Gabarra, Trujillo, Dabeiba, Ituango, Barrancabermeja, El Tigre, Curumaní, Tierra Alta, Tibú, El Tarra, Buenaventura, Naya, Chengué y las más de 1.200 que ejecutaron los paramilitares, se realizaron en su gran mayoría auspiciadas por el poder político con la participación y confabulación de las fuerzas militares.
El recorrido de la muerte arribó también a Mapiripán (Meta) entre el 15 y el 20 de julio de 1997. Paramilitares venidos de Antioquia y San José del Guaviare, en complicidad con la Brigada Móvil 2, lista en mano asesinaron a más de 50 de sus habitantes, en un suplicio que duró seis días. Algunas de las víctimas fueron degolladas, otras desmembradas, las mujeres violadas antes de matarlas y los cuerpos arrojados a las aguas del río Guaviare.
En el corregimiento del Salado, en febrero de 2000, los paramilitares asesinaron a 60 habitantes indefensos, y desplazaron 4.000, tras dos días de tortura y muerte selectiva, reunieron a la población en la plaza principal y mientras los verdugos tocaban gaitas, tamboras y acordeones, asesinaron a 28 personas más. Pocos días después de la masacre Carlos Castaño sería entrevistado como gran señor de la guerra contrainsurgente, en horario estelar por Darío Arizmendi de Caracol Radio.
Sería hasta el año 2006 que explotaría el escándalo de la Parapolítica; la alianza entre sectores del poder económico y político del país con el paramilitarismo. Todos los partidos de la coalición con los que gobernó Uribe Vélez estuvieron involucrados en dichas alianzas. El Congreso en su gran mayoría parapolítico, legislaba para el control territorial y de economías ilegales por parte de los paramilitares de las AUC. Estas a su vez garantizaban en la regiones el triunfo de sus socios políticos.
Con las masacres desarrollaban su papel en la guerra contrainsurgente y “despejaban” las regiones colombianas para que poderosas empresas extranjeras o nacionales usurparan las tierras para producir palma o desarrollar megaminería.
Partidos como el antiguo PIN (Partido de Integración Nacional), que en razón a la parapolítica tuvo a la mitad de sus congresistas en la cárcel, lo que los obligó a cambiar su nombre al de Opción Ciudadana, contaba entre sus filas con Miguel de la Espriella, quien confesó el llamado Pacto de Ralito, un acuerdo para “refundar” la patria que firmaron varios congresistas con jefes paramilitares.
A ese mismo partido perteneció el exsenador Álvaro el gordo García Romero, a quien la justicia señaló de determinador de la masacre de Macayepo, perpetrada por paramilitares el 14 de octubre de 2000, donde con piedras y garrotes un grupo de 80 paramilitares del grupo “Héroes de Montes de María” asesinó a 15 pobladores.
Hoy, en el ocaso de la segunda década del siglo XXI, las regiones dejadas por Farc, tras el acuerdo de paz, sí vienen siendo copadas por el Estado, pero por uno de sus instrumentos más atroces: el paramilitarismo, en un nuevo y acelerado proceso de control social territorial, a la par que los parapolíticos y sus herederos continúan haciendo política.
De la misma forma como Turbay Ayala, declaró en los años 80, que en Colombia no habían presos políticos, y que el único era él, mientras los calabozos de las brigadas militares se abarrotaban de prisioneros torturados; o como veinte años después, cuando más arreciaba la guerra en el marco del “Plan Patriota”, el por ese entonces presidente Uribe Vélez aseguraba que en Colombia no existía conflicto armado; hoy los organismos de control soslayan la expansión paramilitar y reducen a “líos de faldas” o vendettas, el más que evidente plan de exterminio de líderes sociales y excombatientes de Farc en toda Colombia.
Pero no basta ocultar la soga para que desaparezca el ahorcado; los líderes sociales que protegen y defienden el territorio, que proponen límites y controles ambientales para la explotación industrial, que subordinan los intereses particulares de las empresas al patrimonio ambiental, los líderes campesinos que luchan por recuperar la tierra despojada por paramilitares, gamonales y políticos delincuentes, los dirigentes que defienden los derechos humanos, que movilizan a la sociedad en defensa de los derechos sociales, económicos y políticos de los colombianos; continúan siendo asesinados, día tras día.
Pero el actual Gobierno, ovacionado por los grandes empresarios, no logra ocultar su desprecio hacia el pueblo colombiano y son solo los intereses de las empresas transnacionales los que al parecer está decidido a defender con firmeza. No importan variables ambientales, derechos humanos, si son obstáculo para el crecimiento frenético de la economía de la élite a la cual solo la impulsa un credo, la catalaxia y un dios: el mercado autorregulado, como centro de una sociedad controlada por la ocupación militar y paramilitar, y que gradualmente recompone su templo, el autoritario Estado social de derecha.