Compartir el cielo
Durante mi primera visita a la reserva de los cheyenes del norte, se planteó con frecuencia la cuestión de cómo financiar la economía saludable por la que los activistas anticarbón estaban luchando. Lynette Two Bulls (Dos Toros), que dirige una organización que enseña a los jóvenes cheyenes la historia de su tribu, me comentó que había oído hablar de algo realmente interesante que estaban haciendo en Ecuador. Se refería al llamamiento que habían hecho desde allí a la comunidad internacional pidiéndole que pagara una compensación al país a cambio de no extraer el petróleo del subsuelo de la selva de Yasuní para que el dinero así obtenido financiase programas sociales y una transición hacia energías limpias. Aquello parecía ser justamente lo que se necesitaba en su reserva y ella quería conocer más sobre aquella iniciativa. Si Ecuador podía recibir una compensación por mantener su petróleo en el subsuelo, entonces ¿por qué no podían ser compensados los cheyenes del norte por actuar igualmente como conservadores del carbono impidiendo la explotación de sus reservas de carbón?
Aquella era una muy buena pregunta y el paralelismo entre ambas situaciones era ciertamente llamativo. El parque nacional de Yasuní es una extraordinaria extensión de selva ecuatoriana en la que viven varias tribus indígenas y un número incalculable de animales raros y exóticos (basta con pensar que alberga casi tantas especies distintas de árboles en una hectárea como el total de especies arbóreas nativas del conjunto de América del Norte). Y bajo esa profusión de vida, yacen un total estimado de 850 millones de barriles de crudo, valorados en unos 7.000 millones de dólares. Consumir todo ese petróleo —y talar la parte correspondiente de selva para extraerlo— añadiría unos 547 millones de toneladas adicionales de dióxido de carbono a la atmósfera. Pero, claro está, las grandes petroleras quieren su parte de ese pastel.más información
Por eso, en 2006, la organización Acción Ecológica (la misma que había formado anteriormente una alianza con el movimiento contrario a la extracción petrolera en Nigeria) presentó una contrapropuesta: el Gobierno ecuatoriano debía acceder a no vender el petróleo, pero debía con- tar también para ello con el apoyo de la comunidad internacional, pues todos nos beneficiaríamos colectivamente de una medida que permitiría conservar la biodiversidad y evitar que se liberasen a la atmósfera que todos compartimos gases que calientan el planeta. En definitiva, Ecuador debía ser compensado parcialmente por los ingresos perdidos por no extraer ese petróleo. Tal como explicó entonces Esperanza Martínez, presidenta de Acción Ecológica, la "propuesta establece un precedente al basarse en el argumento de que los países deberían ser recompensados por no explotar su petróleo. [...] Los fondos así reunidos serían usados para fomentar la transición energética [hacia las renovables] y podrían ser concebidos también como pagos por la deuda ecológica que el norte tiene contraída con el sur, y distribuidos democráticamente en los niveles local y global". Además, según ella misma escribió, seguramente "la manera más directa de reducir emisiones de dióxido de carbono es dejando los combustibles fósiles en el subsuelo, donde ya están".
El plan para Yasuní se fundamentaba en la premisa de que Ecuador, como todos los países en vías de desarrollo, no ha cobrado aún la deuda que le corresponde por la gran injusticia inherente al cambio climático; es decir, por el hecho de que los países ricos hayan usado ya para sí la mayor parte de la capacidad de la atmósfera para absorber CO2 dentro de unos niveles mínimamente seguros antes de que los países en desarrollo tuvieran la oportunidad de industrializarse. Y puesto que el mundo entero se beneficiaría de mantener ese carbono en el subsuelo (ya que esa medida contribuiría a estabilizar el clima global), no es justo esperar que Ecuador, un país pobre cuya población ha contribuido muy poco a crear la crisis climática actual, soporte la carga económica que le supone renunciar a esos petrodólares potenciales. Esa carga debería ser compartida con Ecuador por los países más industrializados, que son también los que más responsabilidad tienen por la escalada histórica en las concentraciones de carbono atmosférico. Por lo tanto, no se trata de un acto de beneficencia. Si los países ricos no quieren que otros, más pobres, salgan de la pobreza siguiendo el mismo camino "sucio" que siguieron ellos, corresponde a los Gobiernos del norte correr con buena parte de los gastos que eso supone.
Esta, desde luego, es la lógica fundamental en la que se basan quienes defienden la existencia de una "deuda climática", que es el mismo argumento que la negociadora boliviana Angélica Navarro Llanos me había expuesto en Ginebra en 2009, y con el que me había ayudado a ver que el cambio climático podía ser un factor catalizador para atacar la desigualdad en su raíz misma: la base para un Plan Marshall para la Tierra. El cálculo matemático que justifica ese argumento es bastante simple. Como ya se ha comentado aquí, el cambio climático es el resultado de unas emisiones acumuladas: el dióxido de carbono que emitimos se queda en la atmósfera durante un tiempo aproximado de entre uno y dos siglos, y una parte del mismo permanece en el aire durante un milenio o incluso más tiempo. Y dado que el clima está cambiando como consecuencia de doscientos y pico años de emisiones acumuladas de ese tipo, los países que han estado propulsando sus economías a base de combustibles fósiles desde la Revolución Industrial han contribuido mucho más a que las temperaturas aumenten que aquellas otras naciones que se han incorporado al juego de la globalización desde hace apenas un par de décadas. Los países desarrollados, que representan menos del 20% de la población mundial, han emitido casi el 70% de toda la contaminación por gases de efecto invernadero que está desestabilizando actualmente el clima. (Estados Unidos, con menos del 5% de la población global, contribuye actualmente en torno al 14% del total mundial de emisiones carbónicas).
Y aunque algunos países en vías de desarrollo como China y la India arrojan grandes cantidades de dióxido de carbono a la atmósfera (cantidades que van rápidamente en aumento, además), no se los puede responsabilizar por igual del coste de la operación de limpieza pendiente, según el argumento de la deuda climática, porque han aportado solo una pequeña parte de la polución que, acumulada a lo largo de doscientos años, ha causado la crisis. Además, no todo el mundo necesita quemar carbono para la misma clase de fines. En la India, por ejemplo, unos 300 millones de habitantes no tienen aún acceso a la red eléctrica. ¿Le corresponde a ese país, entonces, el mismo grado de responsabilidad a la hora de recortar sus emisiones que, por ejemplo, a Gran Bretaña, que lleva acumulando riqueza y emitiendo niveles industriales de dióxido de carbono desde que James Watt presentó su exitosa máquina de vapor en 1776?
Desde luego que no. Por eso 195 países (incluido Estados Unidos) han ratificado desde 1992 la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, un documento en el que se consagra el principio de la existencia de unas "responsabilidades comunes pero diferenciadas. Eso significa básicamente que todo el mundo tiene la responsabilidad de participar en la solución al problema del clima, pero que los países que hayan emitido más a lo largo del pasado siglo deben ser los primeros en reducir sus emisiones y deben ayudar también a financiar el cambio hacia modelos de desarrollo limpio en otros países más pobres.
Pocos discuten que el de la deuda climática es un argumento que tiene la justicia y el derecho internacional de su parte. Aun así, la iniciativa lanzada desde Ecuador para poner ese principio en práctica en su selva ha topado con tremendas dificultades que muy posiblemente la condenarán al fracaso. Una vez más, tener la razón y tener el derecho no bastarán para cambiar la actitud de los ricos y los poderosos.
En 2007, el Gobierno de centro-izquierda de Rafael Correa hizo suya la propuesta sobre Yasuní y la defendió (aunque brevemente) en la escena internacional. Dentro de Ecuador, la iniciativa Yasuní-ITT, como se conoce allí ese plan (por las iniciales de los codiciados yacimientos de Ish- pingo, Tambococha y Tiputini, situados dentro del parque), se convirtió en una llamada a la movilización popular en torno a una idea de desarrollo económico real que no obligaría a sacrificar una de las partes más queridas y valoradas del país. Según un sondeo de opinión de 2011, un 83% de los ecuatorianos estaba a favor de que no se extrajera el petróleo del subsuelo de Yasuní, cuando en 2008 quienes opinaban así representaban solo un 41% de la población, lo cual indica con qué rapidez un proyecto transformador puede cautivar la imaginación popular. Pero las contribuciones procedentes de los países desarrollados para ese fin se hicieron esperar demasiado (solo 13 millones de dólares recaudados de un objetivo total estipulado en torno a los 3.600 millones) y, en 2013, Correa anunció que iba a autorizar el inicio de las perforaciones petrolíferas en la zona.
De todos modos, los partidarios locales del plan no se han rendido todavía y la marcha atrás dada por Correa ha abierto un nuevo frente para Blockadia. Los manifestantes y activistas que se oponen a las perforaciones han sufrido ya arrestos y los impactos de los proyectiles de goma, y es probable que, si no se llega a una solución política, los miembros de los grupos indígenas terminen resistiéndose con sus propios cuerpos a la extracción en sus tierras. Mientras tanto, en abril de 2014, una coalición de diversas ONG y asociaciones de ciudadanos recogió más de 750.000 firmas solicitando que la cuestión se sometiera a un referéndum nacional (en el momento de la publicación del presente libro, parecía que Correa estaba decidido a bloquear esa votación y a que prosiguieran las perforaciones). Tal como Kevin Koenig, director del programa de Amazon Watch para Ecuador, escribió en el New York Times, "aunque al Gobierno habrá que pedirle también responsabilidades", la culpa de todo esto no es únicamente de Correa. "Que la iniciativa Yasuní-ITT naciera ya muerta es un fracaso compartido".
Este revés es, además, una especie de microcosmos del fracaso en general de las negociaciones internacionales sobre el clima, que se han estancado una y otra vez en torno a la cuestión central de si la acción climática debería reflejar de algún modo la historia del qué y quiénes han creado la crisis. ¿La consecuencia de todo ello? Las emisiones continúan disparándose muy por encima de niveles mínimamente seguros y todo el mundo sale perdiendo, pero los más pobres son quienes primero (y más) pierden.
Ya no podemos, pues, darnos más por vencidos a la hora de buscar y aplicar soluciones reales como la primera (y ciertamente imaginativa) que se propuso para salvar Yasuní. Como con el caso de los derechos indígenas sobre sus tierras, si los Gobiernos no están dispuestos a estar a la altura de sus responsabilidades nacionales e internacionales, entonces tendrán que ser los movimientos populares quienes intervengan para llenar ese vacío de liderazgo y para dar con métodos e ideas que cambien la actual ecuación de poder.
Como de costumbre, la derecha entiende mejor esto que la izquierda y, por ello, la tropa del negacionismo climático se dedica sistemáticamente a denunciar que lo del calentamiento global es una conspiración socialista para redistribuir riqueza (a Chris Horner, socio principal del Compe- titive Enterprise Institute, le gusta decir que los países ricos están siendo "extorsionados" por los pobres). La deuda climática no es ninguna extorsión, pero el cambio climático, si se afronta de lleno y verdaderamente en serio, suscita temas ciertamente espinosos en referencia a lo que los habitantes del mundo rico debemos a los países situados actualmente en los frentes de batalla de una crisis que ellos bien poco contribuyeron a crear. Al mismo tiempo, a medida que las élites de países como China y la India se van volviendo cada vez más derrochadoras, tanto en su consumo como en sus emisiones, las categorías tradicionales de diferenciación entre norte y sur van perdiendo su anterior estanquidad y empiezan a plantearse interrogantes igualmente peliagudos a propósito de las responsabilidades de los ricos y de los derechos de los pobres sea cual sea el país o el lugar del mundo en el que vivan esos ricos y esos pobres. Y es que si no afrontamos todas estas cuestiones, no podremos albergar ninguna esperanza de poner esas emisiones bajo control allí donde más trascendental será que lo estén.
Como ya hemos visto, las emisiones en América del Norte y Europa tienen todavía que reducirse considerablemente, pero, gracias en gran medida a la externalización y la deslocalización de la producción industrial que la actual era de liberalización comercial ha hecho posible, han dejado básicamente de aumentar. Ahora son las economías en vías de desarrollo del Sur Global —con China, la India, Brasil y Sudáfrica a la cabeza— las principlaes responsables del fuerte ascenso de las emisiones en los últimos años y de que estemos acercándonos velozmente a puntos de inflexión decisivos mucho antes de lo esperado.
La razón de este desplazamiento de la fuente principal de las emisiones tiene mucho que ver con la espectacular eficacia con la que las grandes empresas multinacionales han conseguido globalizar el modelo económico basado en el consumo elevado del que fueran precursores los países occidentales ricos. El problema es que la atmósfera ya no puede soportar más. Tal como explicaba en una reciente entrevista la física atmosférica y experta en mitigación Alice Bows-Larkin, "el número de personas que vivieron directamente la industrialización la primera vez es como una gota en medio del océano comparado con el número de personas que están viviendo directamente la industrialización en estos momentos". Y si el consumo energético de China y la India termina imitando el modelo estadounidense, "acabaremos todos sumergidos bajo más de un metro de agua", por citar las palabras que el propio presidente Obama pronunció al respecto a finales de 2013.
La cierto es que no seremos nosotros quienes perderemos o venceremos la verdadera batalla en este terreno. Esta es una lección de humildad que las culturas acostumbradas a asumir que nuestras acciones determinan el destino del mundo tenemos que aprender. Quienes de verdad la vencerán o la perderán son aquellos movimientos del Sur Global que están librando sus propias luchas desde la órbita de Blockadia y que reclaman sus propias revoluciones en pos de la energía limpia, sus propios empleos verdes, y el mantenimiento de sus propias reservas de carbono en el subsuelo, donde están ahora. Y que se enfrentan a fuerzas poderosas dentro de sus propios países, unas fuerzas que insisten en que ahora "les toca" a esos Estados contaminar para alcanzar su propia prosperidad y en que no hay nada que importe más que el crecimiento económico. De hecho, muchos gobiernos del Sur Global, escudándose en que sería flagrantemente injusto esperar que fuesen los países en vías de desarrollo quienes soportasen el grueso del esfuerzo que corresponde al conjunto de la humanidad para evitar la catástrofe climática, han eludido hasta el momento sus propias responsabilidades.
Por ese motivo, si aceptamos las pruebas científicas que nos indican que necesitamos actuar rápido para impedir un cambio climático de proporciones catastróficas, es lógico que centremos nuestra acción allí donde pueda tener una mayor repercusión. Y ese "allí" es claramente el Sur Global. Por citar solamente un ejemplo: aproximadamente un tercio de todas las emisiones de gases de efecto invernadero proceden de los edificios (concretamente, de calentarlos, enfriarlos e iluminarlos). Está previsto que el parque de viviendas en la región del Pacífico asiático crezca en un espectacular 47% desde ahora hasta 2021, y que, al mismo tiempo, se mantenga relativamente estable en el mundo desarrollado. Eso significa que, si bien aumentar la eficiencia energética de los edificios existentes es importante con independencia del lugar donde vivamos, nada importa más en ese terreno que ayudar a garantizar que las nuevas edificaciones en Asia se construyan cumpliendo con los criterios más exigentes de eficiencia, porque, si no, estamos condenados todos (el norte, el sur, el este y eloeste) a sufrir las consecuencias de un crecimiento catastrófico de las emisiones.Inclinar la balanza
De todos modos, es mucho lo que se puede hacer también en el norte industrializado para ayudar a inclinar la balanza de fuerzas hacia un modelo de desarrollo que no descanse sobre el crecimiento sin fin ni sobre los combustibles sucios. Luchar contra la instalación de oleoductos y de terminales para la exportación desde donde se enviarían grandes cantidades de combustibles fósiles hacia Asia es uno de los ingredientes del cóctel mundial del activismo climático. También lo es la lucha contra la aprobación de nuevos acuerdos de liberalización comercial internacional, o poner freno a nuestro exceso de consumo unido a una "relocalización" sensata de nuestras economías, ya que gran parte del carbono que se quema en la industria china es para fabricar muchas de esas cosas inútiles que nosotros compramos.
Contaminación en una autopista de EEUU.
Pero la más potente palanca que nos permitirá activar el cambio en el Sur Global es la misma que también se necesita en el Norte Global. Me refiero al surgimiento de alternativas positivas, prácticas y concretas al de- sarrollo sucio que no obliguen a los habitantes locales a escoger entre mejores niveles de vida y extracción tóxica. Porque, si el carbón sucio va a ser la única solución que los habitantes de la India tengan a su alcance para hacer llegar la luz eléctrica a sus casas, será así como generarán su electricidad. Y si el transporte público es un desastre en Delhi, cada vez más personas seguirán optando por desplazarse en sus automóviles privados en esa ciudad (como en otras).
Y existen alternativas. Existen modelos de desarrollo que no requieren de una estratificación acusada de la riqueza, ni de trágicas pérdidas culturales, ni de procesos de devastación ecológica. Como en el caso de Yasuní, hay movimientos en el Sur Global que están luchando con denuedo por impulsar esos modelos alternativos de desarrollo: políticas que harían llegar la electricidad a un gran número de personas mediante energías renovables descentralizadas y que revolucionarían el tráfico urbano para que el transporte público fuese mucho más deseable que los coches particulares (de hecho, como ya se ha comentado, en Brasil ha habido incluso disturbios reclamando la gratuidad del transporte público). Una propuesta que recibe una atención cada vez mayor es la de la implantación de una "tarifa global de introducción" mediante la creación deun fondo (administrado internacionalmente) de apoyo a las transiciones hacia las energías limpias en cualquier lugar del mundo en vías de desarrollo. Los arquitectos de este plan —el economista Tariq Banuri y el experto en clima Niclas Hällström— calculan que, con una inversión anual de unos 100.000 millones de dólares durante entre 10 y 14 años "podría conseguirse que 1.500 millones de personas accedieran por fin a la energía eléctrica, al tiempo que se darían una serie de pasos decisivos hacia un futuro de energías renovables a tiempo de impedir que todas nuestras socie- dades sufran una catástrofe climática".
Sunita Narain, directora general de una de las organizaciones ecologistas más influyentes de la India, el Centre for Science and Environment (con sede en Nueva Delhi), recalca que la solución no pasa por que el mundo rico contraiga sus economías permitiendo al mismo tiempo que el mundo en desarrollo contamine desaforadamente para alcanzar su propia prosperidad (suponiendo que eso fuera posible), sino por que los países en vías de desarrollo se "desarrollen de un modo diferente. No queremos contaminar primero y limpiar después. Así que necesitamos dinero y necesitamos tecnología para poder hacer las cosas de manera distinta". Y eso significa que el mundo rico debe saldar sus deudas climáticas.
Aun así, financiar una transición justa en esas economías que hoy se desarrollan a gran velocidad no ha sido nunca una prioridad de los activistas del norte. De hecho, muchas de las grandes organizaciones del ecologismo convencional en Estados Unidos consideran que el concepto mismo de "deuda climática" es una idea tóxica desde el punto de vista político, ya que, a diferencia de otros argumentos más típicos (como el de la "seguridad energética" o los "empleos verdes") —que presentan la acción climática como una carrera contrarreloj que los propios países ricos pueden ganar por su cuenta—, obliga a poner el énfasis en la importancia de la cooperación y la solidaridad internacionales.
Sunita Narain oye a menudo esa clase de objeciones. "Siempre me dicen (mis amigos estadounidenses, sobre todo) que [...] el de las responsabilidades históricas es un tema del que no deberíamos hablar. Que 'lo que mis antepasados hicieron no es responsabilidad mía', se justifican". Pero, como me comentó en una entrevista, esa tesis pasa por alto el hecho de que aquellas acciones pasadas influyen directamente hoy en por qué unos países son ricos y otros, pobres. "Vuestra riqueza actual guarda relación con cómo la sociedad ha explotado la naturaleza y la ha sobreexplotado. Esa es una deuda que hay que pagar. Esas son las cuestiones de responsabilidad histórica que tenemos que afrontar".
Estos debates guardan una gran similitud, claro está, con otras batallas en torno a la exigencia de reparaciones por daños pasados. En América Latina, por ejemplo, los economistas progresistas llevan mucho tiempo argumentando que las potencias occidentales tienen una "deuda ecológica" de siglos por la confiscación colonial de tierras y la extracción de recursos, y diversos Gobiernos nacionales de África y el Caribe han apelado en ocasiones concretas (entre las que destaca la Conferencia Mundial contra el Racismo celebrada en Durban, Sudáfrica, en 2001) a las reparaciones que se les debe por el tráfico transatlántico de esclavos. Tras haberse desvanecido un tanto tras la mencionada conferencia de Durban, esas reivindicaciones volvieron a ser noticia en 2013, cuando catorce naciones caribeñas se unieron para presentar una reclamación formal de reparaciones contra Gran Bretaña, Francia, los Países Bajos y otros países europeos que participaron en el comercio de esclavos. "Nuestro esfuerzo y nuestra búsqueda constantes de recursos para nuestro desarrollo están conectados directamente con la incapacidad histórica de nuestras naciones para acumular riqueza por culpa de los esfuerzos exigidos a nuestros pueblos durante los periodos de la esclavitud y el colonialismo", declaró Baldwin Spencer, primer ministro de Antigua y Barbuda en julio de 2013. Aquellas reparaciones tenían por objetivo, según dijo, romper las cadenas de la dependencia de una vez por todas.
El mundo rico hace caso omiso de esas reivindicaciones, que le parecen sacadas poco menos que de la prehistoria, y las trata con un desdén parecido al que el Gobierno estadounidense aplica a las peticiones de reparaciones que periódicamente lanza la comunidad afroamericana por haber sufrido la lacra de la esclavitud (peticiones y llamamientos que, en la primavera de 2014, se hicieron claramente más audibles gracias a la rompedora labor periodística de Ta-Nehisi Coates para la revista The Atlantic, con la que nuevamente se ha reavivado ese debate). Pero el argumento que justifica la existencia de una deuda climática es un poco diferente. Podemos debatir sobre el legado del colonialismo y podemos discutir largo y tendido sobre cuánto ha influido la esclavitud en el subdesarrollo contemporáneo. Pero los datos científicos sobre el cambio climático y sus conclusiones no dejan mucho margen para el desacuerdo. El carbono deja un rastro inconfundible tras de sí, que vemos hoy grabado en los corales y en las muestras de hielo. Podemos medir con precisión cuánto carbono podemos emitir colectivamente a la atmósfera y quién ha consumido qué parte de ese presupuesto disponible total durante los últimos doscientos años.
Ahora bien, no es menos cierto que todas esas deudas ocultadas e ignoradas no están separadas las unas de las otras, sino que se comprenden mejor cuando las vemos como capítulos distintos de un mismo relato sin solución de continuidad. Fue el mismo carbón que contribuye a calentar el planeta el que suministró energía a las fábricas textiles y a las refinerías de azúcar de Manchester y Londres que necesitaban abastecerse de cantidades crecientes de algodón en rama y de caña de azúcar de las colonias, cultivados y cosechados en su mayor parte por mano de obra esclava. Eric Williams, historiador fallecido hace años y primer político que ejerció el cargo de primer ministro en la Trinidad recién independizada, formuló el conocido argumento de que la esclavitud subvencionó directamente el crecimiento de la industrialización en Inglaterra, un proceso que ahora sabemos que condujo inextricablemente al cambio climático. Los detalles de esas tesis de Williams han sido objeto de un acalorado debate durante décadas, pero su obra recibió un espaldarazo adicional en 2013, cuando un grupo de investigadores del University College de Londres publicó una base de datos con información sobre las identidades y las finanzas de los dueños británicos de esclavos a mediados del siglo XIX.
El proyecto de investigación que originó la mencionada base de datos estaba dedicado a explorar las circunstancias y las consecuencias relacionadas con el hecho de que, cuando el Parlamento británico votó a favor de la abolición de la esclavitud en las colonias de la Corona en 1833, se comprometió también a compensar a los dueños británicos de esclavos por las pérdidas en propiedades humanas que aquella medida les acarrearía: una especie de reparación "al revés" para los perpetradores de la esclavitud en vez de para sus víctimas. La compensación prometida se tradujo finalmente en pagos que ascendieron a un total de 20 millones de libras, una cifra que, según The Independent, "representaba la friolera del 40?% del presupuesto de gastos anuales de la Hacienda pública británica, lo que, en términos actuales, calculado en función del valor de los salarios, equivaldría a unos 16.500 millones de libras". Gran parte de ese dinero fue a parar directamente a la inversión en infraestructuras (desde fábricas hasta redes de ferrocarril y barcos de vapor, alimentados todos ellos con carbón) de la Revolución Industrial, que para entonces iba viento en popa. Esas fueron, a su vez, las herramientas que auparon al colonialismo a un estadio sensiblemente más voraz, cuyas cicatrices son visibles aún hoy en día.
El carbón no creó una desigualdad estructural. De hecho, los buques que hicieron posible el comercio transatlántico de esclavos (y las primeras confiscaciones coloniales de tierras) se movían propulsados por el viento, y las primeras fábricas funcionaban gracias a la energía que les proporcionaban las norias de agua. Pero el carácter incesante y fácilmente previsible del carbón como fuente de energía sobrealimentó ese proceso y permitió que se extrajera fuerza de trabajo humana y recursos naturales a ritmos hasta entonces inimaginables, lo que puso los cimientos de la moderna economía global.
Y ahora sabemos que el robo no terminó en el momento en que se abolió la esclavitud, ni cuando se derrumbó por fin el proyecto colonial. De hecho, continúa aún, porque las emisiones de aquellos primeros buques de vapor y aquellas activas y estruendosas fábricas fueron el principio de la larga acumulación de carbono en la atmósfera. Así que otra forma de ver esta misma historia es considerar que, hace dos siglos, el carbón ayudó a las naciones occidentales a apropiarse deliberadamente de las vidas y las tierras de otras personas, y que, mediante sus emisiones (que no dejaban de acumularse en la atmósfera), ese mismo carbón (y, posteriormente, el petróleo y el gas) brindó a esas mismas naciones el medio con el que apropiarse inadvertidamente del cielo de sus descendientes también, al engullir la mayor parte de la capacidad de nuestra atmósfera común para absorber carbono dentro de unos niveles mínimamente seguros.
Como consecuencia directa de estos siglos de robos en serie —de tierras, de fuerza de trabajo y de capacidad atmosférica—, los países en vías de desarrollo están hoy atrapados entre los efectos del calentamiento global, que son más graves aún por la persistente pobreza que aquellos padecen, y su necesidad de paliar esa pobreza. Y no hay vía más barata ni fácil para conseguir esto último en el sistema económico actual que consumiendo mucho más carbono, lo que empeora sensiblemente la crisis climática. No pueden romper ese círculo vicioso sin ayuda, y esa ayuda solo puede venir de los países y las grandes empresas que se enriquecieron —en buena medida— como resultado de todas esas apropiaciones ilegítimas.
La diferencia entre esta reclamación de reparaciones y otras anteriores de parecida índole no es que esta esté más justificada, sino que no descansa exclusivamente sobre razones éticas y morales. Los países ricos no solo tienen que ayudar al Sur Global a encaminarse por una senda económica de bajas emisiones porque eso sea lo correcto, sino que necesitamos hacerlo así porque de ello depende nuestra supervivencia colectiva.
Al mismo tiempo, es preciso que consensuemos que el hecho de haber sufrido agravios en el pasado no otorga automáticamente a ningún país el derecho a repetir ese mismo crimen a una escala mayor todavía. Igual que haber padecido una violación no concede a nadie el derecho a violar, ni haber sufrido un atraco el derecho a atracar, el hecho de que alguien se viera privado en su momento de la oportunidad de saturar la atmósfera de polución no lo legitima para saturarla en la actualidad. Sobre todo, porque los contaminadores de hoy en día ya no desconocen las implicaciones catastróficas de esa contaminación como las desconocían los promotores de la primera Revolución Industrial.
Así que debemos encontrar una vía intermedia. Por suerte, un grupo de investigadores del laboratorio de ideas EcoEquity y del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo han intentado hallar una, y han elaborado un detallado e innovador modelo de cuál podría ser un método rigurosamente equitativo de reducción de emisiones a escala global. Bautizado como el marco de los Derechos de Desarrollo Invernadero, se trata de un intento de reflejar mejor esta nueva realidad en la que la riqueza y las fuentes de contaminación carbónica se desplazan progresivamente hacia el mundo en vías de desarrollo, y de proteger con firmeza al mismo tiempo el derecho al desarrollo sostenible y de reconocer la mayor responsabilidad de Occidente por las emisiones ya acumuladas. Un enfoque así, creen sus autores, es justamente lo que se necesita para romper el círculo vicioso climático, ya que permite abordar "las inmensas desigualdades existentes no solo entre países, sino también en el interior de cada uno de ellos". Los países del norte tendrían así garantías de que los países ricos del Sur Global contribuyen a la parte que les corresponde (ahora y en el futuro) al tiempo que se salvaguarda adecuadamente para los pobres lo que queda de la capacidad atmosférica comunal.
Teniendo esto en cuenta, la cuota de la carga de la reducción de emisiones carbónicas globales que corresponde equitativamente a cada país viene determinada por dos factores clave: la responsabilidad que esa nación haya tenido en las emisiones que ya se han producido a lo largo de la historia y su capacidad para contribuir al esfuerzo colectivo, basada en el nivel de desarrollo nacional. Por poner un ejemplo, la cuota de la reducción de las emisiones globales que se necesitaría de un país como Estados Unidos para no más allá del fin de la presente década podría estar en torno al 30% (la mayor de todos los Estados). Pero no toda esa reducción tendría que efectuarse dentro del propio país, una parte podría cumplirse financiando y apoyando la transición hacia vías de desarrollo bajas en carbono en el sur. Y según los investigadores que proponen este método, una vez estuviera claramente definida y cuantificada la cuota de la carga global que corresponde a cada nación, ya no habría necesidad alguna de recurrir a mecanismos de mercado (ineficaces y fáciles de adulterar) como el comercio de derechos de emisiones de carbono.
En un momento como el actual, en el que los Estados ricos juegan la carta de la austeridad y recortan drásticamente los servicios sociales para su propia población, puede parecer que pedir a esos Gobiernos que suscriban esa clase de compromisos internacionales es una causa perdida. Si apenas dedicamos ya recursos a la ayuda exterior más tradicional, menos aún los dedicaremos a un nuevo y ambicioso método basado en la justicia global, pensarán muchos. Pero los países del norte tienen ya a su disposición abundantes maneras asequibles de comenzar a saldar sus deudas climáticas sin necesidad de arruinarse en el intento: desde condonar a los países en vías de desarrollo la deuda externa a cambio de una decidida acción climática de su parte, hasta una relajación de las patentes sobre las energías verdes y unas mayores facilidades para la transferencia de los conocimientos técnicos asociados.
Además, el contribuyente corriente no tiene por qué ser quien cubra la mayor parte del coste de esas acciones, pues estas pueden (y deben) ser costeadas por las empresas que mayor responsabilidad han tenido a la hora de llevarnos a esta crisis climática. Para ello, se podría poner en práctica un cóctel de políticas que incluyera cualquiera de las medidas ya comentadas en el apartado Quien contamina paga: desde un impuesto sobre las transacciones financieras hasta la eliminación de las subvenciones a las compañías productoras de combustibles fósiles.
Lo que no podemos esperar es que las personas a quienes menor responsabilidad cabe atribuir por la crisis actual vayan a pagar toda la factura (o siquiera la mayor parte de la misma), porque con eso solo garantizaríamos que terminen yendo a parar a nuestra atmósfera común cantidades catastróficas de carbono. Al igual que el llamamiento a respetar los tratados y otros acuerdos para compartir la tierra con los pueblos indígenas que suscribimos en su momento, el cambio climático nos obliga también a comprobar cómo unas injusticias que muchos creían enterradas para siempre en el pasado están incidiendo en nuestra vulnerabilidad compartida al colapso climático global.
Ahora que muchas de las mayores reservas inaprovechadas de carbono yacen en el subsuelo de territorios controlados por algunos de los pueblos más pobres del planeta, y que las emisiones aumentan más rápidamente en las que, hasta fecha reciente, eran algunas de las zonas más desfavorecidas del mundo, no queda ya ninguna salida creíble hacia delante que no pase por enmendar las verdaderas raíces de la pobreza.
El País