Cuba: La sociedad tras medio siglo de cambios, logros y reveses
La revolución que llegó al poder en enero de 1959 significaría una transformación de la sociedad cubana en una magnitud que hubiera sido prácticamente imposible prefigurar en el contorno de un programa político, por profundas que fueran las reformas que éste se planteara, como lo fueron en el programa del Moncada (Fidel Castro, La historia me absolverá, 1953). Magnitud inimaginable incluso para el líder mismo que la ha conducido desde sus inicios y que ha dejado su impronta inconfundible para el curso futuro, quien lo signó en una elocuente expresión: «Hemos hecho una revolución más grande que nosotros mismos».
El programa político nunca puede rebasar el enunciado de las propuestas. La historia real implica mucho más: implica las trabas externas, las limitaciones internas, las frustraciones, los aciertos, los errores, las opciones alternativas, los actos de heroísmo, la resistencia, engarzados todos en una suerte de espiral que cambia a los seres humanos que la vivimos, de generación en generación, de coyuntura en coyuntura. A través de ella se teje progresivamente todo el complejo de las relaciones sociales, su dimensión estructural, su institucionalidad, los patrones morales, las militancias, la religiosidad, el imaginario popular, la creatividad, y todas las redes que implica lo que de la manera más genérica caracterizamos como lo social. De ningún modo siguiendo una lógica lineal, sino en un devenir cargado de contradicciones.
Lo contradictorio está en el centro mismo, como lo vislumbraron los que le dieron al socialismo una sustentación científica, que retornaron sin cesar a esta figuración dialéctica hegeliana de la contradicción. Siempre lo estuvo y siempre lo estará, de un modo o de otro, y no como un principio doctrinal sino como realidad desde entonces descubierta y muchas veces verificada. El medio siglo del proceso cubano que nos toca esbozar, cargado de logros y descalabros, de éxitos y fracasos, de regocijos y de pesares, de fundación de valores nuevos y de lastres del mundo frente al cual nos rebelamos, así lo demuestra.
En Cuba la referencia marxista fue incorporada después que el pueblo descubriera que sus reclamos habían llegado al poder; que la nación, que el régimen republicano nacido a la sombra de la intervención pionera del imperio americano no había podido darle, no solo era una posibilidad sino que el pueblo mismo había comenzado a hacerla real.
Los líderes acudieron a las masas desde el principio para que sus iniciativas no quedaran en la esfera de las decisiones elitistas. Aunque la simplicidad de la estructura de gobierno se valiera del decreto, el cambio social no se decidía sin acudir al consenso popular más amplio. La sociedad cubana tuvo rápidamente pruebas inconfundibles del alcance social del proyecto puesto en marcha. La reforma agraria, que expropiaba el latifundio, se firmó a cuatro meses de la victoria, y pocos meses después se hacía efectivo el reparto de las tierras. Una movilización masiva de campesinos a la Habana en la primera celebración del aniversario del asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1959, barrería con las esperanzas de la oligarquía terrateniente de oponer resistencia a la decisión de repartir la tierra entre el campesinado explotado, dedicado a trabajarla.
Desde aquel momento el recurso a la movilización de las masas en torno a los dirigentes se convirtió en el más persistente para la manifestación del consenso. De esta manera, un nuevo tipo de relaciones sociales comenzó a imponerse, y a cobrar una incidencia en la transformación de la estructura de clases de la sociedad cubana. Además de la reforma agraria, fueron adoptadas otras iniciativas orientadas a avanzar en los propósitos de justicia social y equidad, a la eliminación de la pobreza, la reducción de desigualdades, el alivio de las presiones del hábitat, por la vía de la rebaja de la renta, primero, y por la supresión de la usura y el mercado inmobiliario, después.
Entre 1959 y 1963, tendrían lugar la nacionalización de la banca, de la industria y del comercio, un cambio de nominación de la moneda con tope de atesoramiento, y una segunda ley agraria, que reducía aún la extensión de la propiedad de la tierra. Al reformarse la estructura económica se reformaba el conjunto de las relaciones sociales. Con la socialización de la casi totalidad de la economía por la vía de la propiedad estatal, cambiaba del todo la fisonomía de la sociedad. Y con ella el tipo de relaciones con los órganos de poder político, que ya no responderían a intereses oligárquicos de carácter privado. La transformación estructural de la sociedad cubana se produjo muy rápidamente.
Aquella gigantesca cabeza gubernamental que suponía la creación de ministerios concebidos para administrar la totalidad del espectro económico se dirigía desde una estructura exclusiva y simple: el Consejo de Ministros. Sin embargo se avanzó, no sin dificultades, hacia la unificación política en un partido, que no había dirigido la lucha revolucionaria sino que se integraba a partir de la victoria, desde los movimientos y organizaciones que lo habían hecho. Y cuya misión, en su relación con el Estado, no quedaría muy definida hasta diez años después. Surgía, a la vez, una nueva institucionalidad, la cual se arraigó con la fuerza del consenso, en la sociedad civil cubana: novedosas organizaciones de masas, como los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas, la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, las cuales no desplazaron a otras cuya legitimidad se revitalizó en el cambio social, pero que le darían un sentido nuevo a la participación popular.
El poder revolucionario afrontó la meta de eliminar el analfabetismo adulto de la población en el marco reducido del año 1961, en el cual Cuba fue invadida por un ejército mercenario armado y entrenado desde los Estados Unidos, y enfrentaba alzamientos contrarrevolucionarios que se prolongaron por varios años. Desde 1962 era asumido un sistema único de educación, público, laico y gratuito. El mismo carácter público y gratuito se acordaba para el sistema de salud en 1965. No se planteó esperar a que el sistema que recién se creaba, bajo el acoso económico, diplomático y hasta militar de los Estados Unidos, hiciera costeables las profundas reformas sociales, sino que se adoptaron y se tradujeron en un consenso sostenido, que atravesó prácticamente sin tregua las escaseces alimentarias, de vestuario y de otras necesidades, que desde los mismos años 60 comenzaron a vivirse.
Para los niveles de parametración hegemónica norteamericana esta capacidad de resistencia desde una sociedad constituida en Estado, insignificante en términos geopolíticos, frente a las reglas de dominación y subsistencia impuestas, fue la primera de las tres sorpresas que el caso cubano daría a Washington. Los cubanos descubrieron que la soberanía tenía una naturaleza tangible, más allá de la Constitución, las instituciones del Estado y los símbolos de la Patria, y que había que defenderla en la práctica cada vez que alguien la pusiera en peligro.
Varios factores iban a erosionar, desde entonces, el escenario de la nueva relación social. El efecto migratorio, marcado al principio del período que nos ocupa por el desplazamiento de poder impuesto por la revolución, hacia finales de la década comenzó ya a desplazarse hacia motivaciones vinculadas a las condiciones y el estilo de vida que una austeridad extendida imponía, a despecho de los beneficios en respuesta a las urgencias de equidad y justicia social, y del rescate de la soberanía nacional. Washington no perdió tiempo en manipular la presión migratoria cubana para alimentar la imagen de una sociedad dividida. Desde entonces la opción de migrar se presentará como una mezcla de atracción (para quienes se desalienten) y de amenaza (para la estabilidad de la sociedad que se construye en la Isla). Así se armó una política preferencial que premia con privilegios a los cubanos que arriban por la vía ilegal, opuesta a la política aplicada para el resto de los migrantes latinoamericanos.
De modo que se hace imposible esbozar un cuadro completo de la sociedad cubana sin tomar en cuenta la existencia de un enclave migratorio, principalmente en los Estados Unidos, que en poco tiempo comienza a incidir económicamente, y también como imagen de diferencia de bienestar, a través del dispositivo de las remesas familiares (que guarda semejanza con la caracterización genérica de la explosión migratoria actual, pero que en el caso cubano es manipulada). No obstante, la comunidad emigrada es un fenómeno que no presenta hoy una uniformidad opositora, aunque predominan las franjas que expresan el conflicto con el proceso cubano; no contamos con el espacio para detenernos aquí en sus dinámicas pero tampoco podemos pasar por alto que constituye un componente problemático en el análisis de la sociedad cubana de hoy. Es conocido que las explosiones migratorias vividas no se detuvieron después de la primera década, y quedaron marcadas con fuerza en la salida masiva por el puerto de Mariel en 1980, y de nuevo con la llamada «crisis de los balseros» en 1994. Y que en la actualidad el sistema cubano está lejos de haber podido consolidar un cuadro de incentivación que contrapese las motivaciones migratorias.
Tampoco es posible pasar por alto que en los 60 se produce un crecimiento demográfico que lleva a la población de Cuba, de algo más de seis millones de habitantes en 1959 a diez millones aproximadamente, en 1970. El crecimiento en los cuarenta años siguientes ha sido, sin embargo, de solo un millón más. De modo que si en los 70 y los 80 podíamos hablar de una sociedad mayoritariamente joven, el envejecimiento poblacional se acentúo entre la década final del pasado siglo y la primera del presente, gracias a la combinación de una caída sostenida de la tasa de natalidad y el aumento de la esperanza de vida.
La entrada en la segunda década del experimento socialista cubano puso a la sociedad de cara a la evidencia del fracaso macroeconómico. Aún si la errática decisión de barrer con la pequeña iniciativa privada (la «ofensiva revolucionaria» de 1968) podía tratar de hallar justificaciones en el imaginario revolucionario de la época, el fracaso de la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar (1970) era un signo inconfundible de que las estrategias seguidas en la década anterior no podrían sostenerse, al menos bajo el bloqueo. No es la intención de este capítulo estudiar la economía, pero sería superficial desconocer el peso de lo económico en el conjunto del fenómeno social.
El proyecto socialista cubano había vivido su primera gran frustración: no iba a poder articularse en el sistema-mundo con la independencia que aspiraba a preservar. ¿Causas exógenas? Hay que reconocer que en medida apreciable, pues el asedio para evitar la supervivencia no dio respiro. Pero faltaron otras muchas cosas: referencias modélicas alternativas, capital profesional (ese que ahora tenemos en abundancia), imaginación tal vez. No podría decir cuantas. Sobraron seguramente otras, como la confusión en torno al alcance del ejercicio de la voluntad, por bien intencionada y justa que fuera. La justeza de la decisión política, avalada por el consenso, no siempre puede imponerse a la exigencia y los límites de los mecanismos: a los del mercado, por ejemplo.
Lo que hay que precisar aquí es que con la decisión de incorporarse al Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) – el llamado «bloque del Este», o el «sistema soviético» (para emplear términos que aluden a diversas aristas de la recontextualización social) – el cubano se ve confrontado con un esquema de valores parcialmente modificado. Su socialismo sigue significando el dominio de la economía por el Estado, los socios allende los mares son los que desde la década precedente tendieron la mano, y los portaestandartes del proyecto socialista nacido de la revolución bolchevique, en tanto sus enemigos externos no moderan su hostilidad; la soberanía lograda no se ve amenazada por la nueva forma de dependencia, aun si esta va a implicar costos, a veces lacerantes, y lamentables en más de un sentido, de uniformación del pensamiento. Algo de discriminatorio, y a veces de represivo, se impuso, en el plano ideológico, en el proyecto cubano.
Mucha tela habría que cortar para detallar lo que se perdía y lo que se ganaba, pero lo que nos interesa ahora es ver cómo ganancias y pérdidas se traducen en influencias en las relaciones sociales que la aventura revolucionaria de los 60 había generado. En realidad, la economía socialista cubana logró un espacio de inserción y un proyecto de desarrollo que reportó mejoras en las condiciones de vida, y a la vez, crecimiento en la escala macro. Seguramente con costos muy elevados, que no creo que hayan sido contabilizados totalmente. El Partido Comunista de Cuba inició la secuencia de congresos en el estilo propio de los partidos nacidos de la tradición marxista, y la administración del Estado se institucionalizó con los órganos de Poder Popular. El socialismo cubano se dio al fin una Constitución, votada en referendo en 1976, después de haber subsistido sin Constitución propia durante diecisiete años.
La sociedad cubana vivió con más holgura que en la década anterior, los índices de alimentación se elevaron, el desempleo se hizo insignificante, avanzó un mercado minorista de bienes de consumo, las promociones de profesionales de la salud generaron la metáfora de la «potencia médica» para aludir a las potencialidades de garantía asistencial y científica que se abría y un abanico de solidaridad civil hacia países agobiados por catástrofes naturales o simplemente urgidos de asistencia, atenazados por una política de salud deficitaria. La proporción de médicos y enfermeras lograda dio lugar a que se creara, hacia mediados de los 80, el (la) «medico de la familia», como un nuevo escalón asistencial, más directamente vinculado a la comunidad.
Me abstengo aquí, lo reitero, de formular otras valoraciones sobre el sistema y la inserción económica que propició esta mejoría en la satisfacción de las necesidades básicas de la sociedad cubana, porque desbordaría el propósito del presente capítulo. De ningún modo porque crea que se desenvolvía en un contexto ideal. Lo que sí quiero destacar es que el consumo per cápita diario de kilocalorías y de proteínas se elevó por encima de la norma de satisfacción fijada por la Organización Mundial de la Salud, en una sociedad que llegó a alcanzar, además, un nivel muy apreciable de equidad. Hacia la segunda mitad de los 80 el veinte por ciento de la población con ingresos más altos ganaba cuatro veces lo que el veinte por ciento de la población con ingresos más bajos, y más de las tres cuartas partes de los ingresos procedían de salarios del sector estatal, que era prácticamente omnipresente en la economía del país (Andrew Zimballist y Claes Brundenius, Cuadernos de Nuestra América No. 13, 1989).
La articulación al Programa complejo del CAME, al amparo de la clausula de «país más favorecido», junto a Vietnam y Mongolia, propició una holgura de recursos que funcionó, para crear un patrón de desarrollo y cambiar las condiciones de vida de la sociedad, hasta el momento del colapso.
La sociedad cubana había regularizado sus relaciones y su estilo de vida en aquel contexto. Afortunadamente no faltaron circunstancias que impidieran que este estado de bienestar, moderado, bastante equilibrado, bien merecido, se convirtiera del todo en el congestionamiento de un modelo por la rutina. El año 1975 marcó el comienzo de la operación de solidaridad más significativa y costosa en esfuerzo y vidas protagonizada desde la sociedad cubana. En cerca de doce años pasaron por Angola alrededor de trescientos cincuenta mil cubanos, la mayoría como combatientes, todos voluntarios. Tocó a la generación que estaba en la infancia al triunfo de la revolución, la oportunidad de intervenir en una gesta que barrió con la dominación del régimen de apartheid, además de dejar asegurada la independencia de Angola y Namibia. Aquella resultó ser la misión más generosa y significativa en que se involucró el pueblo cubano entre los 70 y los 80: la de contribuir decisivamente a impedir que se perpetuara la dominación del racismo en el continente africano. Quiero pensar que para la experiencia de aquella generación la oportunidad del heroísmo en una causa justa sirvió también como antídoto frente a un modelo que amenazaba con generar burocracia y rutina.
La victoria de la revolución sandinista en Nicaragua también contribuyó, en otra escala, a mantener este aliento para los cubanos que necesitábamos confirmar que nuestra resistencia, en tan onerosas condiciones, no solo era válida para la subsistencia propia sino que respondía sobre todo a un ideal altruista que no había por qué dejar que se apagara.
Se me antoja que esta debe haber sido la segunda sorpresa que Washington recibió del «caso cubano». Cuando suponía vencida la estrategia de solidaridad combativa de los revolucionarios de su traspatio, después de haber controlado las mareas revolucionarias en América del Sur e inaugurado una era de dictaduras militares con el golpe de Estado en Chile (1973), Cuba reaparecía en el África Subsahariana, con toda la legitimidad que le otorgaba en hecho de quien responde a la solicitud de gobiernos establecidos (Angola, Mozambique, Etiopía). Y en esta ocasión no quedaba más remedio que reconocer el éxito de su participación en la misión emancipatoria y compartir con los cubanos la mesa de negociación con la cual el régimen de apartheid tocaba a su fin.
La entrada en los 90 trajo consigo la tragedia de la desintegración del sistema socialista soviético. Y con ella la desconexión internacional y la caída económica del subsistema cubano (si se puede llamar así) que, sin ponerlas todas, había jugado las cartas de su futuro a su integración en aquel complejo cuyo desplome había vaticinado Ernesto Guevara desde los 60 (Ernesto Che Guevara, El socialismo y el hombre en Cuba, 1966). Quizás no tenía otra opción, pero además, por oposición a las sospechas del Che, prevalecía hasta los 80 en Cuba una lectura más optimista acerca del sistema soviético (Carlos Rafael Rodríguez, Cuba Socialista No. 33, 1988), confiada en que los errores de la economía eran corregibles, sin percatarse de que el fracaso en propiciar la transición política hacia el poder del pueblo se iba a interponer en el camino de la corrección.
La dramática perspectiva que abrió para Cuba la década final del siglo XX, avizorada por Fidel Castro casi un año antes de que se desencadenara, y bautizada premonitoriamente como «período especial», contiene una cadena de situaciones sucesivas en la cual la sociedad padecerá los efectos superpuestos del derrumbe y de las medidas para hacerle frente, y reconozco que me encuentro entre los que considera que los signos intermitentes de reanimación económica de comienzos del nuevo siglo no indican todavía superación. Es decir que de las cinco décadas de proyecto revolucionario transcurridas, las dos últimas han sido vividas en crisis por la sociedad cubana. Trataré a continuación de sintetizar este escenario, que llega al presente.
Cuando hablamos del impacto del derrumbe socialista en el proceso cubano nos referimos muy puntualmente a una caída del 36% del PIB entre 1990 y 1993. La capacidad importadora de la economía nacional cayó en un75%, y el 65% de la disponibilidad monetaria hubo que dedicarla a la importación de petróleo y de alimentos. La compra de alimentos en 1992 se redujo a la mitad de la de 1989 (Cuba en cifras, 1998, Oficina Nacional de Estadísticas). Sin tocar otras vertientes de la desconexión, centro la atención en los efectos en las condiciones de vida: el consumo de kilocalorías disminuyó de cerca de tres mil a mil novecientas y el de proteínas de ochenta a cincuenta gramos (Investigación sobre desarrollo humano y equidad en Cuba 1999, CIEM-PNUD). Esta contracción llego a traducirse, en las regiones más deprimidas del país, en una situación de desnutrición que estuvo incluso en la base de trastornos de salud.
Además, se hicieron frecuentes los cortes de electricidad prolongados, el transporte público y otros servicios se redujeron a la mínima expresión, la construcción de viviendas sufrió una interrupción casi total, y el fondo habitacional urgido de reparación, y el hacinamiento crecieron; la infraestructura hospitalaria encaró un deterioro del que no se ha podido recuperar veinte años después. Por citar solo los indicadores de deterioro en las condiciones de vida que considero más significativos.
Pero sería incompleta la caracterización de los efectos sociales si pasamos por alto que esta crisis comportó también para la sociedad cubana una dimensión espiritual: una crisis de paradigma, de incertidumbre, de poder prever o no poder prever el futuro (ni en el plano existencial ni en el político), de no saber con certeza si continuaríamos viviendo en una sociedad capaz de plantearse metas y de orientarse hacia ellas, de cumplirlas o de incumplirlas, y de rectificar rumbos (Aurelio Alonso, La sociedad cubana en los años noventa y los retos del comienzo de un nuevo siglo, 2002).
Con vistas a sortear la crisis se adoptaron reformas que introdujeron elementos de mercado temprano en los 90, coyunturales unas, y otras que tocaban estructuras. Mostraron no ser parte de un plan articulado, se asumieron con reticencias, o con la clara aspiración de revertirlas, aunque sirvieron para contener la caída hacia mediados de la década. Pero no era posible hablar, en rigor, de recuperación económica, aun cuando se inició el cambio en el escenario regional latinoamericano que propiciaría para Cuba una nueva perspectiva de integración. El cambio regional, en el cual tampoco nos toca detenernos, reporta un panorama de esperanzas para la sociedad cubana, por el cual ha estado esperando desde los años 60.
Las reformas de los 90 provocaron, sin embargo, una ruptura del patrón de equidad que se había mantenido hasta los 80, que minimizaba las diferencias de ingresos familiares. Con la explosión del ingreso extrasalarial y la entrada de remesas se estima que esa proporción llegó a finales de los 90 a ser superior a quince veces los ingresos más altos sobre los más bajos (Mayra Espina Prieto, Efectos sociales del reajuste económico: igualdad, desigualdad, procesos de complejización de la sociedad cubana, 2003).
El cuadro presente coloca a la sociedad en un ordenamiento artificial que cobra forma en la doble circulación monetaria, el abastecimiento desigual, el desequilibrio de la pirámide salarial, el subsidio inoperante del empleo estatal, la extensión de una economía informal fuera de control, y un rosario de irregularidades más. Estas distorsiones que vemos hoy en el escenario socioeconómico cubano resumen los efectos caotizadores combinados de la desconexión y derrumbe de la economía, de una parte, y de otra de las medidas aplicadas para contener la caída. Sin pasar por alto los viejos efectos combinados de las limitaciones impuestas por el bloqueo y las generadas por desaciertos administrativos: los viejos efectos dan un escenario a los nuevos, y se mantienen los unos y los otros determinando contornos.
Se hace evidente que algunas de las iniciativas que van a ser tomadas ahora, a partir del año 2011, aportarán la corrección deseable. Aunque se hace imposible afirmar a priori cuales van a ser acertadas y cuales habrá que revisar de nuevo, como tampoco se puede asegurar aún si conseguirán articularse en un proyecto integral, y cómo.
Otra vez en Cuba nos vemos obligados a repensar nuestra transición socialista, y el reto inmediato y más definitorio del socialismo cubano se localiza otra vez en la economía. El dilema se define ahora entre la transición de un socialismo fracasado hacia un socialismo viable, o la transición hacia un capitalismo que amablemente se nos aconseja realizable con «rostro humano». Se sabe que en la agenda cubana ha prevalecido y prevalece la primera opción, pero que no se piense que no hubo en esta sociedad motivación hacia el «rostro humano», ni que se trata de una idea pasada de moda del todo en el país. Porque con el socialismo viable sucede lo que con la democracia participativa: carece de referente concreto; de modo que todos, o casi todos, lo queremos pero no sabemos cómo será ni por dónde entrarle. Hasta ahora tenemos más claridad en lo que le ha faltado al experimento socialista que en las propuestas idóneas para rehacerlo. En cualquier caso, con «rostro humano», el futuro solo se podrá hacer socialista, porque la lógica del capital va a terminar siempre por tragarse cualquier empeño sostenido de justicia social, de amparo frente a la pobreza, de fórmula social equitativa.
Y la sociedad cubana, a pesar de los sinsabores y la austeridad en que se ha visto obligada a subsistir, no ha perdido los valores generados alimentados por el horizonte de justicia y equidad. Esto es algo que se hace presente, de manera paralela a las expresiones de deformación, en las sólidas manifestaciones de solidaridad de nuestro pueblo, como la colaboración médica en Haití. Podría hablarse de la colaboración médica cubana en el mundo (en la que se inscribe la oferta, rechazada de manera inescrupulosa, de enviar una brigada a Nueva Orleans para atender a las victimas del huracán Katrina en 2007). O en Bolivia, Ecuador, Venezuela, donde los sanitarios cubanos atienden con desvelo a la población más deprimida y carente de recursos. Pero aludo ahora, en 2010, a Haití, urgida por un año de desastres (terremoto, huracán, epidemia de cólera), donde la cooperación solidaria cubana es decisiva. En descomunal desproporción sobre cualquier otra si tomamos en cuenta indicadores macroeconómicos del país que ofrece la ayuda. Es una solidaridad indicativa de valores que solo una sociedad que se libera, con este sentido de la libertad, que no es el del liberalismo, puede alcanzar.
No puedo dejar de pensar, para terminar, que la tercera sorpresa que el «caso cubano» ha significado para Washington es, precisamente, que después del derrumbe del bloque del Este, del sistema en el cual el experimento socialista cubano había encontrado su tabla de salvación económica, de los tremendos efectos materiales y espirituales de la caída cubana, del recrudecimiento del bloqueo estadunidense con la Ley Torricelli (1992) y la Ley Helms-Burton (1996), y sus secuelas orientadas a acelerar la esperada asfixia cubana, después de todo esto, la asfixia no se da. Cuba, su sistema político (necesitado de iniciativas que abran paso a una participación más efectiva), su economía (más desordenada e ineficiente que nunca, verdaderamente urgida de reformas), su sociedad (cargada de penurias, de desaliento e incertidumbres), no ha perdido los valores que la distinguen ni manifiesta disposición a abandonar la utopía socialista.
La sociedad cubana no está dispuesta a perder lo que ha alcanzado, comenzando por un sentido efectivo de la soberanía: en realidad quiere más, porque no solo aspira hoy a la que la resistencia a la hegemonía imperiocéntrica ha puesto a su alcance, sino a la que la madurez política le ha dado derecho a ejercer y que todavía siente limitada, pero percibe con acierto que solo dentro de una variante realizable de socialismo va a poder alcanzar.
* Publicado originalmente en portugués en la revista Etudos Avançados, No. 72, del Instituto de Etudos Avançados de la Universidad de Sao Paulo, Brasil.
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