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Mundo :: 07/01/2022

Covid-19: apartheid sanitario en la "aldea global"

Alain Bihr
Bihr analiza la doble crisis revelada por la pandemia de Covid-19, la del sistema capitalista pero también la de las fuerzas alternativas

Fragmento del último libro de Alain Bihr: Face au Covid-19: nos exigences, leurs incohérences (Syllepse, 2021).

Cizaña y apartheid en la aldea global

La metáfora de la aldea global, puesta en circulación por primera vez por Marshall Mc Luhan en los años 60, no ha dejado de utilizarse para designar los efectos de la contracción del espacio-tiempo en el que nos hace vivir la globalización capitalista. Una contracción que la pandemia del Covid-19 ilustra de forma espectacular: aparecida en el centro de China (Wuhan) en las últimas semanas de 2019, el coronavirus responsable de la misma tardó sólo unas pocas semanas en extenderse (aunque de manera desigual) por todos los continentes, a la escala y velocidad de la circulación contemporánea de mercancías, capitales y personas. Pero esta pandemia reveló mucho más profundamente ciertos límites, fracturas y, en última instancia, contradicciones dentro de esta globalización que, ayer, algunos periodistas anunciaban como feliz y luminosa. Tanto es así que, bajo el régimen del capital, el planeta no tiene nada en común con una comunidad aldeana unificada y pacífica.

Cuando los Estados se comportan como traperos

Para empezar, y contrariamente a lo que la vulgata neoliberal, reforzada por numerosos estudios académicos, viene sugiriendo desde hace décadas, la globalización no convirtió en absoluto a los Estados en algo obsoleto e inútil, ni siquiera en su forma y dimensión nacional (los Estados-nación). Es cierto que el proceso inmediato de reproducción del capital, la unidad de su proceso de producción y de su proceso de circulación, se ha globalizado: Esto se manifiesta en la globalización de la circulación de mercancías y capitales, así como en la globalización de las cadenas de valor (la segmentación de los procesos de producción entre lugares dispersos, en este caso situados en diferentes Estados, que recurren a fuerzas de trabajo desigualmente calificadas y productivas y desigualmente remuneradas), dando así una dimensión planetaria a la fábrica fluida, flexible, difusa y nómada auspiciada por las empresas transnacionales.

Pero no es así, o lo es a un nivel muy inferior, en lo que tiene que ver con la producción y reproducción de todas las condiciones sociales generales del proceso inmediato de reproducción del capital, del que los Estados siguen siendo los que dictan las normas e incluso, en gran medida, los principales ejecutores. Por ejemplo, a través del aparato familiar (la familia nuclear, su división desigual del trabajo entre los sexos y su tutela estatal), el aparato escolar, el aparato sanitario, el aparato policial y judicial, etc., la reproducción de la fuerza de trabajo social (la que, como hemos visto es indispensable para la valorización del capital) sigue siendo una competencia de los Estados-nación, tanto en sus instancias centrales como en las descentralizadas (regiones, metrópolis, municipios, etc.). Esto es lo que justifica que no se deba hablar de «globalización» sino, más precisamente, de transnacionalización del capitalismo.

Esta arquitectura de la reproducción del capital, que parece funcional y que lo es en el transcurso ordinario de la reproducción, manifiesta, en las condiciones actuales, la contradicción potencial sobre la que se basa: la que existe entre un espacio de reproducción inmediata del capital a escala planetaria mientras que los aparatos que aseguran la (re)producción de sus condiciones sociales generales siguen dimensionados y regulados a escala nacional. Si un virus aparecido en el centro de China fue capaz de provocar una pandemia planetaria en pocas semanas, se debe obviamente a la extensión e intensificación de la circulación de mercancías y personas, inherente a la globalización del proceso de reproducción inmediata del capital.

Pero, al mismo tiempo, se supone que este fenómeno patológico global debe ser frenado por los Estados-nación que actúan de forma dispersa y cada uno por su propia cuenta, erigiendo como prioritaria la defensa de la salud de sus respectivas poblaciones. Esto lleva a la transformación de un mundo que hasta ayer estaba abierto a los cuatro vientos de la globalización (siempre que no se trate de acoger a un migrante económico, un solicitante de asilo o un refugiado climático) en un mosaico de Estados que se cierran unos a otros, levantando de nuevo barreras en sus fronteras y reafirmando, a veces con manu militari, el principio de su soberanía territorial.

En estas condiciones, los sistemas nacionales de salud no sólo se vieron privados de cooperar entre sí, sino que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se limitó a emitir en repetidas ocasiones alertas y recomendaciones de prácticas correctas. Los Estados entraron rápidamente en competencia cuando todos se dirigieron al mismo tiempo a las únicas industrias capaces de suministrarles medicamentos y material sanitario para luchar contra el Covid-19. Así, al principio de la pandemia, los Estados miembros de la muy civilizada Unión Europea se disputaron lotes de mascarillas como vulgares ropavejeros. Su competencia era tanto más aguda y feroz cuanto que, además, la globalización del capital había intervenido también dentro de estas industrias, llevando a su deslocalización y concentración en ciertos Estados emergentes (China e India, en particular), por lo que muchos Estados centrales (incluso en Europa) se vieron privados de todos los recursos de este tipo en su propio territorio. Entonces se dieron de cómo este proceso -fomentado también por las políticas neoliberales de restricción presupuestaria- los había hecho dependientes y había precarizado también la seguridad sanitaria de sus poblaciones.

Burlarse del ex tercer mundo, así como del cuarto

Además, y en rigor, la lucha contra la pandemia actual presupone la consecución de una inmunidad colectiva a la misma escala que la pandemia. Esto implica que la mayor parte de la humanidad debería poder beneficiarse de la vacunación, a menos que contemos, también cínicamente, con los efectos de la propia pandemia. Si toleramos que sólo una parte del mundo acceda a la vacunación, o incluso si toleramos que el avance de la vacunación a nivel mundial sea lento, corremos un doble riesgo. El menor de ellos sería perder parte del beneficio de la vacunación: como el virus se perpetúa en las poblaciones no vacunadas y no respeta las fronteras, sobre todo porque las fronteras deben seguir siendo porosas para que el negocio continúe, la pandemia retomaría periódicamente su curso entre las poblaciones que se vacunan; en definitiva, sería una repetición del escenario de las olas sucesivas, pero a nivel global. Peor aún, el hecho de perpetuar la circulación del virus de esta manera multiplicaría las diversas cepas del virus y, con ellas, la probabilidad de que aparezcan cepas aún más contagiosas o más virulentas que las que ya han aparecido, algunas de las cuales podrían llegar a desactivar por completo el efecto protector de las vacunas. En resumen, sería jugar a la ruleta rusa.

Y, sin embargo, los gobiernos de los Estados centrales del mundo se han lanzado en este juego mortal. Estos Estados financiaron en gran medida el desarrollo de las vacunas, fueron también los primeros en poder suministrarlas a sus poblaciones si éstas lo deseaban. Fueron los primeros, y por el momento los únicos. En efecto, a pesar de sus compromisos regularmente renovados, su contribución a la puesta a disposición de las vacunas para las poblaciones de la periferia mundial a través del sistema Covax, creado por la OMS en colaboración con la ONG Gavi, ha sido hasta ahora claramente insuficiente, hasta el punto de que la vacunación sigue siendo casi inexistente en la periferia: “Al ritmo actual de vacunación, los países de bajos ingresos necesitarían 57 años para alcanzar el mismo nivel de protección que el de los países del G7”, según la ONG Oxfam.

Evidentemente, hay razones de peso para este apartheid sanitario mundial. La primera es la financiera. Las vacunas son caras y las finanzas públicas de los Estados centrales, ya minadas por las políticas presupuestarias neoliberales aplicadas durante cuatro décadas, se degradaron aún más por las medidas de apoyo a la economía (es decir, al capital) necesarias por la pandemia. Se podría manejar, desde luego, la posibilidad de obligar a los grupos farmacéuticos que producen las vacunas a entregarlas a su precio de costo, que es mucho más bajo que el precio actual en el mercado. No faltarían argumentos a favor: además del estado de necesidad en que se encuentra la población mundial, los Estados centrales podrían argumentar que financiaron en gran medida el desarrollo de estas vacunas, para suspender o anular así las patentes que actualmente permiten que estos grupos obtengan suntuosos beneficios.

Pero las pocas voces (incluido el reclamo hipócrita de Joe Biden) que se han alzado al respecto han provocado una respuesta unánime de indignación por parte de Boris Johnson, Emmanuel Macron, Angela Merkel, Ursula von der Leyen [presidenta de la Comisión Europea] y otros: ¡los contratos deben cumplirse y se cumplirán! Es una forma de reafirmar su apego al sacrosanto principio de que, si bien se socializan los costos, los beneficios deben ser privatizados.

Además, hoy más que nunca, en la periferia global (es decir, los suburbios, o incluso los confines, de la aldea global) se concentra la superpoblación relativa, que sirve de ejército de reserva del capital (Marx). Por cierto, la última fase de la globalización capitalista consiste, a través de la liberalización de la circulación internacional del capital, lo que implica en particular la deslocalización de segmentos de los procesos de producción de las formaciones centrales a las formaciones periféricas, en ampliar considerablemente las dimensiones de este ejército de reserva, mediante la expropiación de cientos de millones de campesinos en el campo asiático, africano y latinoamericano, para someter al proletariado de las formaciones centrales a su competencia y obligarlo a aceptar el estancamiento o incluso la caída de sus salarios y la degradación de sus condiciones de empleo y trabajo.

Esta operación ha tenido tanto éxito que las direcciones capitalistas centrales pueden hoy ser aún más indiferentes que antes a la suerte del grueso de estos neoproletarios, así como a la de sus hermanos de clase que ya pertenecían al proletariado, dada la sobreabundancia de los mismos. De este modo, pueden dar rienda suelta a su desprecio de clase hacia ellos y el cinismo puede unirse a los tintes racistas heredados de la época colonial. Si un Macron puede pensar y decir que “una estación de trenes [en París] es un lugar en el que se cruzan personas que tienen éxito en la vida con gente que no es nada”, ¿qué idea puede tener de los migrantes internos chinos que trabajan en los sweatshops [fábricas y talleres] abiertos en las zonas especiales de Guangdong [Cantón] o Fujian, o de las trabajadoras que sólo sirven para generar beneficios en las maquiladoras del norte de México?

El hecho de que, al decir esto, cree las condiciones para un futuro efecto boomerang de la pandemia a nivel planetario, que echará por tierra una vez más su escenario de salida de la crisis, ilustra hasta qué punto sigue siendo prisionero, al igual que sus homólogos extranjeros, de las contradicciones inherentes a las relaciones de producción de las que todos quieren ser fervientes gestores.

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