Cuba 2012: Los desafíos
Versión escrita de la conferencia inaugural del III Encuentro de Crítica e Investigación Joven «Pensamos Cuba», convocado por la Asociación Hermanos Saíz, el 9 de marzo de 2012, en La Habana.
Muchas gracias a ustedes por estar aquí. Muchas gracias a la Asociación Hermanos Saíz por invitarme. Me hacen un honor. Pocas cosas aprecio tanto como esto: la posibilidad de intercambiar con un grupo de jóvenes, sobre todo un grupo tan importante como lo son ustedes en nuestro país y para nuestro futuro.
Para definir desafíos
Al formularme esta invitación, los compañeros que organizan el ciclo me pidieron que hablara de desafíos, y desde entonces me pusieron a pensar en desafíos. Comienzo por advertir que no voy a dirigirles una conferencia magistral, ni esperen de mí respuestas acabadas. Les pido, además, que me escuchen con un poco de paciencia. Con permiso de ustedes, voy a comenzar por descargar aquí una agenda de provocaciones que tiene que ver con mi mirada al presente cubano y con mi apreciación de los desafíos. No voy a hacer historia; quizás, o con seguridad, en algunos momentos me tenga que remontar un poco, porque estos cincuenta años son claves, pero la perspectiva histórica no centrará mi presentación, sino la mirada al presente.
En estos cincuenta años, en los cuales nuestros enemigos critican siempre el inmovilismo cubano, en este país ha habido una dinámica social, política y económica mucho más movida que en el resto del mundo que nos rodea. Desgraciadamente, no siempre movida, o casi nunca movida a nuestro favor; quiero decir, movida mayormente, con un acento muy fuerte, a través de adversidades; las que nos han venido de afuera y las que nos han venido de adentro. Pero si me detengo en el curso de esta historia no acabaríamos nunca de llegar al tema de los desafíos de hoy. Solo subrayo que queda mucha tela por donde cortar y mucho por decir y por escribir a pesar de lo que ya se ha venido estudiando, discutiendo y escribiendo. Cuando hablamos de desafíos hay que entender que no nos referimos a resultados históricos, logros o fracasos evaluados. No estamos hablando de una realidad consumada: estamos hablando en presente, de propuestas, que son normalmente propuestas de cambio y, en general, de lo que tenemos por delante; la inmovilidad no es un desafío, salvo en circunstancias excepcionales, cuando la única alternativa sea peor. En un sentido amplio, quedarte como estás y seguir haciendo lo que hacías no implica desafío, como no sea el de la inmovilidad misma; un contrasentido, porque ¿cuál puede ser el desafío de algo que no nos rete, que no nos provoque, que no constituya un factor que movilice la imaginación humana?
De modo que al referirnos al «socialismo del siglo XXI» aludimos a un desafío, no a una realidad histórica, pues de este siglo nos faltan cerca de ochenta y siete años, y no podemos presumir que sean suficientes los trece vividos para arribar a caracterizaciones precisas. Claro que no podemos saber hoy con precisión como será el resultado. Se hace imprescindible operar en la esfera de las hipótesis, a diferencia de la connotación de los conceptos de «socialismo soviético», «socialismo cubano», «socialismo real» o «socialismo del siglo XX», que usamos con frecuencia, cuya connotación abarca una historia transcurrida.
Desafíos en tiempo de revolución: los sesenta
Los desafíos se dan en distintos tiempos. La historia cubana de los sesenta planteó sus desafíos, y los que afrontamos hoy no son los de entonces, porque las opciones, como se nos presentan hoy, no repiten las de los sesenta. Cada tiempo tiene sus condicionamientos. No obstante, hay que reconocer que, en buena medida, hay desafíos que se retienen, o se retorna a ellos, en tanto los resultados se hayan visto frustrados. Hay aspectos de nuestra realidad en el momento actual en los cuales el desarme de la economía y el estancamiento nos lleva a un punto de desafío que nos acerca a los sesenta. Aun si la Cuba de entonces y la del año 2000 son dos momentos claramente distintos de nuestra sociedad. En los sesenta había tres mil médicos y hoy hay más de setenta mil; el número de universitarios –no solamente de médicos– era muy bajo. El capital profesional con que contaba el país era mínimo. Casi nunca recordamos lo suficiente aquellas carencias al analizar nuestras limitaciones internas y, con frecuencia, se lo cargamos todo al bloqueo. Hay que cargarle al bloqueo el daño que el bloqueo nos ha causado, pero tenemos que aprender a cargarnos más a nosotros mismos, la culpa de nuestras limitaciones y de nuestros errores, que fueron y son muchos.
Los sesenta fueron años maravillosos, pero los errores entonces también fueron significativos. En este país no había economistas de carrera, no se formaban economistas en la universidad antes de la Revolución y los que se hicieron economistas eran normalmente abogados, o formados en otras carreras. Algunos muy capaces, como Carlos Rafael Rodríguez, a quien la Revolución debe mucho, y como Jacinto Torras, Raúl Cepero Bonilla, Oscar Pino Santos, Luis Álvarez Ron, Raúl León Torras, Regino Boti, fallecidos ya todos. Tenían otra formación y estudiaron y entendieron la economía. Llegaron a saber mucho de economía. El Che no era economista, era médico y no le tocó dedicarse a la medicina. Pero se reveló como una cabeza brillante que, en el breve lapso de cuatro o cinco años de su vida, logró desarrollar la mirada cubana más lúcida y crítica del modelo socialista del siglo XX, que al cabo fracasó. Miren si tenía razón en sus prevenciones.
No me atrevo a afirmar que tenía razón en sus propuestas económicas: puede que la tuviera en unas y en otras no. Pero no se trata de volver a mirar al Che pensando que las respuestas económicas de hoy las vamos a hallar en lo que él proponía, ¡no! Se trata de comprender que tuvo la enorme lucidez de darse cuenta de que aquel socialismo no funcionaba en clave socialista, y que estaba llamado al fracaso, cuando nadie creía que estaba llamado al fracaso; ni el resto de nuestra dirigencia. Seamos justos: no nos consta que el resto de nuestros dirigentes estuvieran tan convencidos como él de que aquel modelo estaba llamado al fracaso, porque nos involucramos y lo reconocimos como el único válido, después que la zafra del setenta certificó la bancarrota económica. En todo caso, estudiar al Che reviste, en Cuba, la mayor actualidad porque su pensamiento es el único que, desde la Revolución Cubana, nos pudo prevenir en cuanto a que el camino no debe ser el rescate del socialismo delineado por el modelo soviético. Y para Cuba, hoy, el único peligro no es el de errar el camino en la incorporación del mercado sino también en de errarlo en la salvación del socialismo. También es cierto que difícilmente hubiéramos contado en los sesenta con todos los elementos de la mirada retrospectiva, la cultura política y la madurez suficiente para formular las críticas que hacemos ahora. Una cosa es criticar con una visión histórica y otra es hacerlo al momento de asumir el desafío. Es algo que no podemos perder de vista: no podemos tener una visión de las opciones que tomamos hoy con la misma riqueza de elementos que las que sometemos retrospectivamente a la crítica. Y debe ser de la agudeza crítica sobre los fracasos y los errores cometidos por nosotros de donde partamos. Digo nosotros, por esta, mi generación, y por otras que les anteceden a ustedes, e incluyo especialmente a quienes han participado, de manera directa o indirecta, en la responsabilidad de decidir.
Pienso en ustedes, que van a tener que formar parte muy pronto de ese aparato decisional, deben tener en cuenta cuando tomen decisiones, con nuevas opciones ante nuevos cambios, nuevos pasos, un desafío, que no estarán realmente haciéndolo a partir del panorama completo –no es posible–, pues la visión completa solo se adquiere cuando las decisiones que fueron desafío en un momento se convierten en éxito o en fracaso, para poner los extremos. Normalmente nunca el éxito es absoluto ni el fracaso tampoco: la realidad siempre se mueve entre el éxito y el fracaso, pero la virtud y el aporte que el análisis del pasado nos puede hacer al presente es ponernos en condiciones de acoplar los desafíos con la comprensión de nuestros fracasos y la capacidad de ponderar con mesura nuestros éxitos. Con mesura y sin triunfalismo; no pensar que esos éxitos lo son todo en nuestra historia. Nuestros éxitos están ahí, pero no lo son todo; tenemos que aprender a evaluar también nuestros fracasos. El llamado de Fidel Castro a «convertir el revés en victoria» ante el fracaso de la emblemática zafra de 1970 se inspiraba precisamente en la comprensión de que no hay fracaso absoluto y que se imponía darle la cara sin derrotismo.
A las generaciones que vivimos los sesenta nos tocó afrontar el enorme desafío de cambiar radicalmente, en un plazo muy corto, la sociedad capitalista dependiente de la cual salimos, y eso no lo va a vivir a ninguna otra generación en Cuba. Fue en esa turbulencia del cambio cuando parte de esa generación también se opuso radicalmente al curso revolucionario, cuando cobró forma en la contrarrevolución. Podemos afirmar que la contrarrevolución también es un producto de la radicalidad revolucionaria, ante el cambio completo de un sistema periférico de explotación capitalista para ordenarse como otro de propiedad centralizada estatal (el cual identificamos como acumulación socialista, según los cánones del siglo XX). En aquel desafío irrepetible de demoler el sistema en que nos habíamos formado para hacer otro sistema distinto mostramos una radicalidad extrema, que se rebelaba a unos dogmas tratando de imponer otros, a veces de unos excesos que hoy nos alarmarían. Siempre convencidos de que teníamos la razón. Y aun en las ocasiones en que no la tuviéramos, aquella generación hizo cosas heroicas, que nunca podrán ser erosionadas ni por sus errores más graves. Pero heroísmos y errores no entran en el tema de hoy, que es el de los desafíos, y todavía no logro salir de la parte introductoria.
Para buscar los desafíos de hoy
La cuestión sería, para mí, la de plantearnos una mirada realista de nuestros desafíos actuales, que ya sabemos que no son los de los sesenta, independientemente de cuánto veamos repetirse, por reiteración de opciones frustradas o por efectos de retorno. Para aterrizar por completo en la realidad cubana de hoy quisiera hacer tres observaciones que calificaría de metodológicas:
La primera tiene que ver con la relación entre lo universal y lo particular: debemos diferenciar entre los desafíos propiamente cubanos y los que nos plantea la opción socialista en el plano más general. No se trata de que nos hallemos ante dos inventarios distintos, sino de la necesidad de tener en cuenta que nuestros cambios no solo responden a fracasos domésticos, sino también a fracasos sistémicos, atribuibles al modelo socialista, o para usar una expresión que me satisface más que la de modelo, al experimento socialista del siglo XX. La segunda observación se vincula a la necesidad de ponderar la presencia de los factores externos y los internos cuando analizamos el socialismo como propuesta, nuestro experimento, sus fracasos, sus logros, el laberinto presente, y cuando volvemos a repensar proyectos y a diseñar salidas. La búsqueda de una inserción en el sistema-mundo desde las condiciones de sitio económico-financiero que nos imponen los Estados Unidos se han convertido, para decirlo de algún modo, en el esqueleto sobre el cual Cuba tiene que generar el cambio interior y la construcción de un socialismo sustentable. El corto y el largo plazo imponen también distinciones metodológicas, que incluyen la diversidad, que nos obliga a hablar del desafío en sentido integral y de los desafíos que supone, como inmediatos, el reto mayor. Se impone pensar en la relación entre desafío y utopía, expresión extrema del largo plazo. Este dimensionamiento temporal obliga a pensar igualmente en rectificaciones: no todas las opciones que tomemos hoy serán las acertadas y hay que estar preparado, previsoramente, para el revés y para la rectificación. Crítica y rectificación son dos conceptos que merecerían unirse como una consigna, y sobre todo como una práctica habitual.
Hechas estas observaciones preliminares, me propongo aterrizar en lo que estimo es el interés real de ustedes: cuáles son hoy nuestros desafíos como cubanos. Comienzo por anotar que descarto considerar como alternativa, en términos equivalentes, un desafío en sentido contrario: el que parte de plantearse que lo que hay que hacer en Cuba es mercantilizar por completo la economía y poner la política en manos de un régimen pluripartidista democrático. Dicho esto queda claro que hablo pensando de desafíos del socialismo. Técnicamente, la claudicación al proyecto socialista representaría la salida más fácil; ni siquiera entraña la complejidad del diseño. Basta con poner a la sociedad completa a merced de la privatización. Todo se subasta al mejor postor. Venderíamos las plantas de níquel a quien esté en condiciones de comprarlas, e igualmente los centrales azucareros, y la empresa eléctrica, y el Instituto de Ingeniería Genética y Biotecnología, e igualmente todo lo que resulte rentable o que el capital privado se sienta en condiciones de hacer rentable. La sociedad, la de los hombres y mujeres de a pie, que se encarame en el carro del mercado como pueda, y quede la población colocada atendiendo a la «supervivencia del más apto». Se acude entonces al Fondo Monetario Internacional y los demás árbitros de las finanzas mundiales y se pasa, de un tirón o de varios, por mecanismos que funcionan solos, del dominio de lo público en la economía, al de lo privado, y de la austeridad en condiciones de independencia a la austeridad dependiente, de la escasez con esperanzas a la escasez desesperada.
Como se experimentó en los sistemas de Europa del Este, y funcionó con rapidez, y además con el beneplácito del mundo occidental. Y hasta se modelizó por la academia norteamericana de los 90 como «transición democrática» ejemplar. Aunque se pase por alto, claro está, que la economía soviética declinaba del segundo lugar en la economía mundial al octavo o noveno que ocupa hoy Rusia. Sigue siendo una economía grande, pero atravesó un lapso de decadencia lamentable en el plano macroeconómico. Más lamentable aun, su recuperación se produce sobre un reordenamiento distributivo interno considerablemente desigual, con franjas de pobreza y desamparo propias de la lógica del capital. Y con presiones tercermundizadoras desde los centros occidentales. Todavía más lamentable, son reducidas las posibilidades de que una vocación rectificadora, que parece renacer ahora, implique una recuperación plausible, y mucho menos una reorientación estructural. En 1991 el sistema nacido de la revolución bolchevique perdió para siempre la posibilidad de liderar la alternativa al capitalismo mundial.
Este es un proceso que nos afecta, no solo por la caída sufrida por la economía, sino también porque nuestro desafío incluye definir, o descubrir, dónde y cómo nos insertamos en el mundo. Desafío cubano – desafío del socialismo Tenemos entonces que pensar en desafíos cubanos y desafíos del socialismo, sin que se trate, como dije antes, de dos inventarios separados. Debemos percatarnos de en qué medida encaramos problemas, carencias, limitaciones, fracasos locales, condicionados por nuestra situación de país periférico subdesarrollado urgido de una articulación mundial, precario en recursos naturales, etc., y en qué medida son desafíos que tocan al sistema que hizo crisis en el siglo XX, cuyos defectos nosotros hemos reproducido, y que tiene que ser renovado. O sea, que afrontamos cambios que no responden solamente a fracasos locales sino a fracasos del modelo socialista; es decir, de la experiencia socialista del siglo XX. Experimento que se cifró en una serie de equívocos, generados en su mayoría en el estalinismo. No solo en el dogma estaliniano sino en el sistema político institucional que Stalin estableció y los patrones de cultura política que generó su conducción. Recientemente leí un largo ensayo sobre El capital que dedicaba sus doscientas primeras páginas a la necesidad de salvar a Marx del marxismo. Pareciera a veces que los economistas de la academia burguesa hubieran comprendido mejor a Marx que los economistas marxistas, y que mucho de la comprensión y de la implantación del esquema neoliberal haya tenido que ver con lo que Marx caracterizó como «vocación universal» del capital; del predominio, en su destino, de la ganancia a toda costa, anunciado desde el tomo I de El capital y que reitera en un plano demostrativo en el tercero. Lo puesto en práctica finalmente desde la década de los ochenta como modelo neoliberal: dejar que el capital se forme, crezca, se empodere, caiga quien caiga y empobrezca quien empobrezca. Que se derrumbe la humanidad si tiene que derrumbarse en aras de que la lógica de la ganancia siga su proceso de acumulación. Ellos han aplicado con éxito lo que Marx denunció como desgracia previsible, en tanto sus seguidores no hemos sido capaces de encauzar sus propuestas de solución.
Por nuestra parte, comencemos por no engañarnos cuando criticamos: no se trata de que estemos frente al despropósito soviético visto desde la virtud cubana. En primer lugar, nunca llegamos a arraigar del todo una lectura propia, crítica, nacional, diferenciada, y orgánica del marxismo, aunque esta necesidad haya estado tan impregnada, subyacente, en la mirada de los líderes, como para frenar el dogma. La visión marxista dominante, la que se mostró incapaz de sortear sus reveses, sirvió también para rechazar y castigar la herejía en Cuba, y esa visión reaparece en cada contexto renovado. Podemos percibir, incluso ahora, cómo nos movemos entre la reticencia con que nos lastra esa visión restando audacia e ingenio en las medidas que se sabe que tenemos que tomar; y al propio tiempo en el triunfalismo cuando se ha puesto de manifiesto un avance.
Reitero que nos hallamos ante un desafío cubano y, a la vez, un desafío del socialismo, que nos toca completo si queremos que nos toque. Si queremos atrevernos; si queremos tener incluso la audacia de pensar que podemos aportarle algo a la concepción de un socialismo sustentable. No la vanidad de creernos paradigmáticos, sino como un desafío. Y yo creo que tenemos derecho a aspirar a ello, porque está el Che en los comienzos de nuestra historia reciente, que hizo críticas profundas ya en los años sesenta, marcando una ruta revolucionaria de disenso. Y porque Martí nos iluminó desde temprano el horizonte y nos legó los instrumentos más agudos de la reflexión crítica, la resistencia coherente y la fe en las ideas. Sobre el bloqueo El segundo aspecto metodológico a tener en cuenta es que los desafíos incluyen lo externo y lo interno, que el país ha sufrido una política muy compleja de exclusión, no solamente bloqueado económicamente durante medio siglo, sino que hasta su manera de construir el socialismo se ha visto siempre bajo coyunturas de presión externa. Me atrevo afirmar que lo que ha significado el bloqueo para Cuba es distinto de lo que ha significado cualquier otro bloqueo económico en la historia. En el preciso instante en que se pusieron esperanzas en la exploración de petróleo off shore iniciada por la plataforma Scarabeo 9, las posibilidades de resultados positivos también se nos presentaron como desafío. Es evidente que una producción significativa de crudo inyectaría seguridad al proyecto de desarrollo nacional, pero también incidiría en la política de Washington hacia Cuba. Hasta ahora la contención de la variante militar de los halcones ha contado con el dato de que invadir a Cuba no reportaba ningún beneficio sensible, pero una producción importante de petróleo pone en la agenda dos opciones: o proveer facilidades de negocio a las transnacionales petroleras, flexibilizando el bloqueo, o implementar una coartada para una intervención militar (e incluso la combinación de ambas, si no tenemos la ingenuidad de pasar por alto la última década en el Oriente Medio). Apocalíptico, como puedo parecer, hablo de un riesgo real, aunque me gustaría creer que la salida sería buscada por la mejor vía.
Pero también el éxito petrolero puede entrañar, al interior, el desafío del triunfalismo: en la política cubana subsiste la idea de que el derrumbe socialista del pasado siglo fue coyuntural, producto de una conspiración, o de debilidades en la jefatura del Estado soviético de la época, y la reticencia a reconocer un problema estructural en el modelo mismo. Ignoro hasta qué punto es influyente esta visión. Probablemente sea cierto que el derrumbe pudo haberse evitado, dado que la pérdida de competitividad en la economía de la Unión Soviética no reportaba los sesgos de una crisis insalvable. Pero lo que la hizo estallar fue la falta de democracia con la cual había sido construido el sistema, por Stalin y por sus seguidores, incapaces de levantar un régimen de participación comprometida de todo el pueblo en lugar de un poder elitista, centrado en su autoridad, y en una deformación de las instituciones políticas. El desafío político: la democracia Una enseñanza que no debemos olvidar en nuestro proyecto: es el socialismo, y no el capitalismo, el que no podrá existir sin democracia. El poder del capital procura el sistema político que le sea más funcional, como lo demuestra el mapa político del mundo. El desafío de la democracia es el desafío definitivo del socialismo, que supone, para nosotros, un camino paralelo, o más bien correlativo, de cambios. Lo que hundió al sistema soviético fue el fracaso político, al no ser capaz de generar la institucionalidad ni la cultura democrática socialista desde donde tenía que ser afrontado y resuelto el retroceso de la economía y el anacronismo del «socialismo real».
El componente esencial de participación, que el modelo liberal de democracia representativa reduce al acontecimiento electoral, solo puede diseñarse y ejercitarse como democracia socialista. Por eso no me canso de repetir que el derrumbe del socialismo soviético se debió, sobre todo, al fracaso en generar una cultura democrática participativa, sin la cual la institucionalidad política se convierte en un andamiaje sin contenido. Poco significa hablar de «propiedad de todo el pueblo», una entelequia que acaba por enmascarar el dominio total del Estado y la desconexión completa de las masas del acceso a las decisiones, cuando no existen dispositivos que aseguren una participación sistemática efectiva.
Para Cuba, en el espíritu que prevaleció desde los sesenta, la desigualdad social fue condenada como anomia mayor, y se le hizo frente con medidas igualitarias que aseguraron por la vía administrativa el pleno empleo, invirtieron las proporciones entre la población rural y la urbana (despoblando el campo), y redujeron sensiblemente la brecha en la distribución de los ingresos. Podríamos calificarla como una política de igualdad subsidiada. Pero ni la propiedad estatal ni la igualdad subsidiada aseguran el socialismo. Los ingresos más altos llegaron a promediar cuatro veces los más bajos hacia los ochenta, lo cual representaba uno de los indicadores de equidad más logrados en su tiempo. Sin una formación ética madurada ni dispositivos de estimulación efectivos, este logro social se tradujo en un proceso de desincentivación sistémica del trabajo que desde entonces hasta nuestros días ha perdurado con diversas manifestaciones. La introducción del concepto de «hombre nuevo» había sido, en aquel escenario de los sesenta, un detonante ético para la utopía: el Che nos proponía otro ideal humano frente al hombre del mundo real, y yo diría que este ideal debe prevalecer en el horizonte de la cultura socialista.
Es evidente, sin embargo, que la urgencia de soluciones económicas se ha hecho tan apremiante en nuestro país que lleva al error de relegar la necesidad de la transformación política. El desafío de la democracia socialista se hace mucho menos visible en el VI Congreso del PCC, en la Conferencia del Partido y en el programa de nuestras instituciones políticas, que el de la economía. Corremos incluso el riesgo del espejismo de creer que con el petróleo –si apareciera en abundancia– tendríamos asegurado el apuntalamiento de nuestro socialismo, sin tocar otros resortes que los de seguir buscando la eficiencia económica. El hecho es que, en todo caso, tenemos que tratar de desarrollar el país y asumir los cambios que tengamos que asumir, en una sociedad que va a seguir bloqueada. Incluso el día que deje de estarlo, si es que llega a no estar bloqueada, va a estar superdeterminada por la presencia de los Estados Unidos, que no dejará de ser significativa. Noventa millas no solo significan peligros, podrían significar también oportunidades: el mercado natural de Cuba está allí; allí habrá que tratar de comprar y vender lo que, de lo contrario, tiene que comprarse y venderse a miles de millas. Desde el punto de vista económico la distancia es un mal negocio, pues los costos encarecen la inserción económica para nuestra Isla. La rectificación en la legalidad Un tercer aspecto metodológico en los desafíos lo constituye la diferencia y la relación entre el corto y el largo plazo: es decir, tenemos que reconocer en su especificidad los desafíos a corto plazo, sin perder de vista el desafío estratégico, que se nos plantea en el largo plazo. Los riesgos son de varios géneros: confundir la naturaleza de los desafíos, confundir los plazos, descuidar la conexión de unos con otros. La tendencia al cortoplacismo ha sido tal vez la trampa más frecuente. Tampoco vamos a pensar que la mayoría de las medidas que estamos tomando ahora van a ser medidas para siempre. Tenemos que aprender a vivir en una dinámica de opciones, de asumir opciones ante los desafíos que tenemos que plantearnos ahora, y la posibilidad de rectificar en lo que hagamos cuando comprobemos las equivocaciones o los reveses. Y sobre todo la posibilidad de rectificar estructuralmente, y también legalmente. Subrayo la necesidad de dar forma legal a los cambios, porque en estos cincuenta años no siempre ha habido una correspondencia entre las decisiones de cambio y las modificaciones de legalidad que esos cambios suponen. Nuestra legalidad puede ser muy caprichosa, porque ingeniar una legalidad auténticamente socialista también es un reto. Existe una diferencia entre leyes que legitiman la visión oficial y las que aseguran la justicia, la equidad y el bien común de la sociedad.
En el año 1992 hicimos una reforma constitucional seria, con un proceso deliberativo y de amplia participación; tan seria que provocó una cantidad tal de cambios mayores que nuestros dirigentes pusieron un tope al abanico propositivo. Prevaleció la idea de que el cambio del 92, que era profundo, era suficiente entonces. Era profundo en verdad, como cambio legal, constitucional; y se argumentó que después podrían continuar haciéndose otros cambios y otras reformas. En realidad no hubo más cambios fundamentales en la legalidad después de 1992: ¿en veinte años no hubiera requerido la Constitución nuevos ajustes? Solo hubo otra reforma constitucional para adoptar una palabra, la expresión de un desideratum, una convicción retórica: que la revolución es irrevocable, como respuesta a demandas puntuales no deseadas. Como si al convertir una convicción en ley se le asegurara realidad; lo real no se materializa automáticamente al aparecer en la Ley. Nuestra Constitución todavía tiene amparo para posibilidades de cambio estructural, pero también contiene prescripciones que han sido pasadas por alto, y normativas que ya son anacrónicas. Es de esperar que lo que se está haciendo a partir del sexto Congreso del PCC conduzca también hacia una gran reforma constitucional o hacia una Constitución nueva, pues el desafío a corto y a largo plazo, en tanto incluye cambios estructurales, va a requerir rectificaciones de la legalidad. Crítica y rectificación, repito, debiera ser una base permanente de nuestro pensamiento revolucionario.
Lo que tiene que ser cambiado
Comenzamos esta presentación por recordar que el proyecto socialista cubano tiene cincuenta años, y ahora destaco que de ese medio siglo cuenta ya veintidós años sumido en una situación de crisis; lo que llamamos «período especial» ha generado una sociedad en estado crítico crónico, con una serie de anomalías que se han vuelto permanentes y hacen parte del escenario del desafío. Y los desafíos no pueden obviar el escenario del cual parten. Nuestros dirigentes han reconocido que «hay que cambiar todo lo que tiene que ser cambiado», pero ¿quién puede cuantificar lo que tiene que ser cambiado y cómo identificarlo? Porque hasta donde alcanzo a ver, lo que tiene que ser cambiado no está cuantificado ni muy bien identificado siquiera. No lo cuantificó ni lo identificó el VI Congreso, el cual se limitó a asumir una dinámica de discusión de lineamientos y lanzó (y yo lo creo un paso realmente importante) propuestas de cambio en los lineamientos. Pero, ¡ojo!: ahí no figura todo lo que tiene que ser cambiado. Además, sería iluso pensar que pudiera ser de otro modo. Ni el Congreso, ni la Conferencia, ni el Pleno del Comité Central pueden ir más lejos. No mucho más. No creo que un Congreso del Partido pueda definir en un momento todo lo que tiene que ser cambiado. «Lo que tiene que ser cambiado» ha atravesado veintidós años de una sociedad de anomalías, en estado crítico, pero además no se limita a esos años sino que tiene que ver con toda nuestra historia socialista. Construimos nuestra historia socialista desde los sesenta con modelos, instituciones, marcos teóricos y concepciones que dominaban en los sesenta y que hoy podemos ponderar en qué medida son parte de una mala versión del socialismo. Voy a limitarme a citar dos concepciones como ejemplo: una, la de identificar socialización de la economía con estatización de la economía; pensar que el socialismo estatal define la radicalidad socialista en la economía y mientras mayor sea la sujeción de la empresa al Estado, mejor, cualquiera que sea su talla. La historia muestra que la empresa estatal no es la única socializada, y que la organización unificada de la economía en manos del Estado no contribuye, por sí misma, a consolidar la eficiencia de la economía socialista. El otro ejemplo que quiero aludir es el de la confusión de la idea leninista de partido-vanguardia con la de partido-poder, la cual considero una construcción claramente estalinista, amparada en la sombrilla teórica de Lenin. La temprana muerte de Lenin permitió a Stalin implantar el principio que adoptó de dirección política del Partido sobre el Estado, como instancia de poder. No como la fuerza que forma, que educa, que le da cuadros, sino que manda y solo puede ser obedecida (disciplina partidaria).
De haber leído antes a Hobbes o a Maquiavelo algún delegado a un congreso del Partido tendría que haberse preguntado cómo es que el Partido dirige al Estado. O desde las notas sobre Maquiavelo, de Antonio Gramsci, para no salirnos de lo más riguroso de la tradición marxista, preguntarse: ¿es que el partido está por encima, y en consecuencia, fuera del Estado? ¿Puede existir algo fuera del Estado? Si la respuesta es que lo dirige desde dentro, habría que identificar al Partido como órgano supremo del Estado. Al final, el problema es que si nuestro destino es que el Estado sea dirigido por el Partido, nuestro Estado nunca va a ser un Estado democrático. Porque democrático no significa solamente que se gobierne para el pueblo, sino por el pueblo. Y, de no ser así, se me hace difícil entender que se pueda consumar como socialista. Puede ser más justo, más equitativo, más soberano, más solidario, expresivo incluso de atributos propios del socialismo, pero sin los mecanismos que aseguren al pueblo una participación competente y efectiva en la toma de decisiones, es decir, en el ejercicio del poder, no será socialista.
Es más, considero que esta deformación histórica sobre la naturaleza de la conducción partidaria, ingeniada por Stalin y mantenida por sus sucesores, está en el centro del fracaso socialista. Podría equivocarme, no lo excluyo en un asunto tan delicado. Pero a estas alturas no me quedan dudas de que Estado socialista consolidado será el que haya logrado encontrar los mecanismos que hagan que el poder emane efectivamente del pueblo, y no de un Buró Político, un Comité Central o un Congreso. Un Estado en que pueda afirmarse que el pueblo decide y el Partido –partido de vanguardia; ni formación electoral ni órgano de poder– retiene y concentra la misión de preparar al pueblo para dirigir. De conducir al pueblo –no por encima, sino como parte del pueblo ; no en el sentido de dar órdenes sino en el de ir delante–, capacitarlo, apoyarlo para que dirija el Estado. Y que ese sea el tono que marque sus congresos, sus órganos y su quehacer.
¿Cuál modelo?
Lo que afirmo se refiere a toda nuestra historia socialista y a la que nos antecede. Nosotros tenemos que adoptar cambios, no simplemente para arreglar unas cosas que se pusieron malas después que se cayó Moscú. Nuestro desafío va más allá; nuestro desafío se orienta a cambiar componentes de toda nuestra historia socialista.
Acudo a otra frase de nuestros dirigentes, que se proponen «actualizar el modelo». Personalmente estimo que si actualizar el modelo no implica abordar el desafío del cambio con esta profundidad no habrá solución socialista. Si queremos «actualizar» a fondo, creo que nosotros podemos, que Cuba puede, que las nuevas generaciones pueden asumir la profundidad de los cambios. Creo que la realidad cubana lo admite, que la conciencia nacional lo admite, que la formación de nuestros jóvenes los prepara para eso; creo que la ética revolucionaria, a pesar de más de dos décadas confrontando situaciones críticas, se mantiene. Aunque no sea el mismo el consenso en esta etapa que el de los sesenta, que estaba motivado por un heroísmo temprano de lucha contra la vieja sociedad. A pesar de todo eso, pienso que en muchos aspectos puede ser más fuerte hoy que en aquel entonces. Y que nuestra sociedad tiene la posibilidad de asumir ese desafío, de ensayar ese desafío. Y la necesidad, diría yo, pero ya eso sería otro tema.
Por eso me resisto a admitir que exista en Cuba, en el momento actual, un modelo socialista; percibo en las esferas de conducción un lastre conformista y una inclinación triunfalista, excesivos ambos. Pienso que los cubanos nos encontramos envueltos en un proceso transicional desde una economía muy desordenada, con rasgos estructurales dominantes del modelo socialista soviético, con un índice de riesgos enorme, externos e internos, y con una mezcla de perspectivas complejas y de virtudes explicables solamente en el contexto cubano. Pero todo esto dentro de una transición socialista, ahora hacia un socialismo que pueda sostenerse dentro de las adversidades y los reveses. Diría también que no reconozco la consecución segura del modelo socialista que Marx buscaba en ninguna latitud, ni en los saldos del siglo pasado ni en el momento actual. Ni en China, ni en Viet Nam, ni en Corea del Norte donde, como en Cuba, reconocerse como socialista responde más bien a una orientación que a la adopción de un modelo. En transición
La palabra que con mayor precisión define lo que existe en Cuba hoy no es bienvenida en las esferas políticas, pero es la que considero acertada y no puedo dejar de usarla. Lo que existe en Cuba es un proceso de transición. Estimo que caemos en un pecado, una debilidad muy fuerte, al dejar que el enemigo nos manipule los conceptos. Durante muchos años el concepto de «transición» era un pecado para el capitalismo porque era el concepto que había introducido Marx, en su crítica al programa del Partido Socialdemócrata Alemán, con la intención de hacer entender a sus compatriotas que esa creencia de que podían remontar el capitalismo y hacer la sociedad nueva de golpe, no funcionaba. Introduce así la teoría de las dos etapas, caracterizando como transición a la inicial. Para Lenin, que afronta el desafío de la revolución socialista en el «eslabón más débil» de las potencias de su época, donde el 95% de la población eran campesinos que roturaban la tierra todavía con el arado de madera, se hace necesario introducir una nueva variante, más compleja y difícil de la idea de la transición. Todas estas respuestas que dieron lugar a una teoría socialista de la transición fueron polémicas y geniales y tienen un valor permanente. «Transición» es un concepto decisivo para la teoría y la praxis del socialismo y no un engendro de los defensores del carril neoliberal.
Si las estrategias de transición que siguieron en el experimento soviético fueron brutales y reportaron las deformaciones que lo hicieron desintegrarse (al margen de que lograran desarrollar al país de los mujik en la segunda potencia mundial), no implica que haya perdido el sentido. Si la politología norteamericana y euroccidental se apropió del concepto de transición para identificar el tránsito de los sistemas de Europa del Este al capitalismo, no es motivo suficiente para regalarlo. Es tan universal como concepto que admite muchos usos legítimos: transición del capitalismo al socialismo, del socialismo al capitalismo, de una modalidad de socialismo a otra; transiciones socioeconómicas, transiciones políticas y otros usos más específicos.
Entonces, nosotros estamos en una transición: una etapa nueva dentro de nuestra transición socialista; no en una transición al capitalismo; no como las transiciones vividas en Europa del Este. En esta transición hay rescate económico, ideológico, político, sociológico, permanentes, que no se han desarrollado aún. Estamos buscando el camino– seguimos buscándolo, nos está costando mucho trabajo encontrarlo– de un socialismo fracasado, de un modelo de socialismo fracasado, a un modelo de socialismo viable. Tenemos que encontrar un modelo de socialismo viable, sustentable, realizable. Un camino en el cual tenemos que aprender muchas cosas. Todavía nosotros no hemos superado suficientemente los criterios de desarrollo que el socialismo del siglo xx nos impuso.
En Cuba vivimos hoy un dilema; pienso que lo vive nuestra clase política, lo vive la academia, lo vivimos nosotros, lo tienen por delante ustedes, lo tiene por delante la juventud: un dilema entre la conciencia de una urgencia de cambio, la conciencia de una urgencia de encontrar en estos cambios el camino de nuestra transición hacia un sistema socialista viable y, por otra parte, el freno de la incertidumbre, de la cautela, de la duda, del letargo de la audacia revolucionaria impuesto por el rezago del dogma del socialismo del siglo xx como el modelo a buscar en el plano estratégico. Acompañado de la sensación subcutánea de que cuando se abra un poco a la iniciativa privada se va a derrumbar el sistema: el tema de la sospecha inmanente que va frenando y frenando. Y me aventuro a decirles que esto no es solamente una opinión, esto es lo que pasa.
Recapitulemos: después que las reformas de los noventa mostraron efectos de nivelación frente a la caída, pasamos el resto de esa década estancados. Ahora el cambio económico se nos presenta como una urgencia. Yo pienso que esto hay que encararlo, los desafíos de este cambio socialista hay que encararlos, en primer lugar, desde el punto de vista económico, que nosotros mismos lo hemos vuelto más urgente, y desde el punto de vista político –institucional y cultural– con pasos orientados al mediano y al largo plazo. Nuestras instituciones tendrían que proporcionar, mejor que la Asamblea Nacional, las asambleas provinciales y las municipales, el dispositivo de participación popular en la toma de decisiones. Cuando hablo de una cultura democrática, de participación, quiero decir una cultura de rendición de cuentas, efectiva y a todos los niveles. El idioma inglés tiene una palabra para llamar a este principio, la cual no tiene equivalente en español: accountability. Es una pena que las Academias de la Lengua no se hayan propuesto buscar un equivalente en lugar de invertir su tiempo en tanto formalismo convencional.
Tiene que ver con lo que hacen los delegados municipales: rendir cuentas a sus electores; nadie más lo hace en este país. Los pobres delegados municipales no tienen ningún poder efectivo y, sin embargo, se someten a todo el embate de los CDR, de la base, de la circunscripción, por los desastres que hay y que ellos no pueden resolver. Incluso han consagrado la clasificación diferenciada de «soluciones» y «respuestas». De modo que lo que no tenga solución debe tener respuesta. Bueno, en fin, que con respuestas no se resuelve nada. Se convierte la gestión en una quimera. Pero el concepto de rendición de cuentas no lo podemos subestimar por eso, no lo podemos desechar, no podemos hacer con «rendición de cuentas» lo que hemos hecho con «transición». No podemos dejarla en el limbo lingüístico que permita al enemigo monopolizarla. Rendición de cuentas es un concepto clave para la democracia socialista, pero rendición de cuentas de verdad. Rendición de cuentas de todo el mundo. Si el jefe del organismo central que es separado por problemas de corrupción tuviese que pasar periódicamente por un mecanismo efectivo de rendición de cuentas ante los trabajadores de ese organismo (trabajadores con participación en la toma de decisiones), posiblemente no hubiera llegado a corromperse.
Otro tanto sucede con la «revocación de mandatos», único principio que hasta ahora condiciona el tiempo y que nunca, que yo recuerde, ha sido aplicado. O, al menos, se ha seguido la mala política informativa de callar las revocaciones. Ha sido esperanzador que el presidente Raúl Castro proclamara la reducción de todo cargo de dirección a cinco años, renovables por una sola vez, aunque no se haya observado aún movimiento alguno para implementarlo.
La corrupción: un desafío
Si hablamos de los desafíos no podemos dejar de referirnos a la corrupción, señalado por el propio Fidel como el de implicaciones más graves. ¿Dónde se produce y se reproduce el efecto de la corrupción? ¿Es en la cabeza de los dirigentes y de los funcionarios que se corrompen? No lo veo tan simple: estimo que se genera y se reproduce en los desbalances que crea el sistema, y este sistema, este modelo, o esta deformación modélica, ha generado severos desbalances. Si tengo razón, la solución de la corrupción no radica solamente en castigar a los corruptos, porque en tanto subsistan las causas, los corruptos de hoy serán sustituidos por los corruptos de mañana. Va a ser así porque sigue existiendo la fuente de recreación de la corrupción.
Por eso debo añadir que creo poco en la eficacia del «llamado» para producir soluciones estables. No creo que resuelva el problema que un dirigente se pare ante las cámaras –por mucho prestigio que tenga, y por hondo que sea el impacto que nos haga– y diga hay que acabar con la corrupción. Si no acabamos con los mecanismos que la crean, no acabamos con la corrupción. Como cuando aparece un dirigente en la televisión visitando una fábrica, exhorta a producir más, felicita a los trabajadores, o señala deficiencias a superar y metas a cumplir. Todavía no he sabido de un modo de producción que logre crecimiento productivo ni desarrollo a partir del llamado de sus líderes, por indispensable y justo que sea este. La sociedad tiene que crear los mecanismos que generen la incentivación de la producción, el compromiso consciente de los que participan. Si esos mecanismos no se crean, difícilmente tendremos resultados estables. El dirigente visita la fábrica hoy, sale en la televisión, y los dirigentes de la fábrica se esfuerzan por complacer a los dirigentes que van a visitarlos. Se alimenta así una ideología de la complacencia. Si usted trata de evaluar la economía del país por las visitas de nuestros líderes, de nuestros dirigentes a las fábricas, a los municipios, a los centros económicos; si trata de evaluarla por los premios y reconocimientos, y por la imagen que los medios masivos nos devuelven, el país no tiene problemas. Estamos en el mejor de los mundos posibles. Terminamos, sin proponérnoslo, engañándonos los unos a los otros.
Revolución agraria
Visto de manera sectorial, es posible que el mayor fracaso de la Revolución cubana haya sido el fracaso en alcanzar una revolución en la agricultura. A pesar de que la primera transformación radical fue la reforma agraria de 1959, de una segunda reforma en 1963, y de todos los impulsos organizativos implementados desde entonces, hasta la creación de las UBPC en 1993, estos no desembocaron en una revolución agraria, porque no propiciaron seguridad alimentaria para la población. Al margen de los cambios en la estructura de la propiedad, la organización de la producción, la mecanización y otros, al cabo de cincuenta años el país tiene que importar más del 70% de los alimentos que consume –un 20% más de lo que importaba en 1958– con el agravante de que cerca del 25% de la tierra agraria se mantiene improductiva. Quizá no comprendimos que en las condiciones específicas de subdesarrollo y dependencia en que la Isla vivió la revolución socialista, tenía que comenzar por asegurarse como una revolución agraria. O, tal vez sea más exacto decir que lo comprendimos pero no supimos como hacerlo. Alcanzar un nivel cualitativamente elevado de suficiencia alimentaria para toda la población es ahora una tarea pendiente en lo inmediato, un desafío de primer orden en la agenda de cambio. Y significa la disponibilidad de millones en recursos que hoy se tienen que emplear en comprar alimentos.
Descentralización y socialismo
Las ciento setenta y ocho variantes aprobadas de cuentapropismo se muestran como un avance porque en los años noventa fueron ciento cuarenta y pico, o ciento cincuenta. Pienso que lo que correspondía al cambio en marcha no era ampliar variantes de oficios por cuenta propia, sino legitimar, autorizar la iniciativa privada en sentido genérico, a condición de que no viole la legalidad, y a partir de ahí regularla. Que se atenga, por supuesto, al sistema fiscal, que es un elemento esencial de esa legalidad. De manera que se le deje a cada cual pensar qué es lo que puede inventar para sobrevivir por su cuenta y no tener que buscar en una lista para ver si va a elaborar comida para vender, va a forrar botones, o va a proponer sus servicios como «dandy». Me parece que subsiste una falta de confianza en el ingenio de la población para encontrar respuesta a las urgencias que vive. Es evidente que las nuevas reformas tienen sus propias trabas, sus propias rémoras, aun si quieren cambiar esta sociedad y constituyen el paso más importante que se ha dado para reinventar el camino cubano al socialismo. No de transitar hacia el capitalismo en un torbellino mercantil, sino hacia una sociedad que logre articular, en un esquema eficiente, la economía estatal socialista, la economía socializada no estatal y la economía privada, y logre avanzar progresivamente. Todo esto no se logra con una ley, un decreto, una constitución, pero requiere transformar marcos legales. Hay eslabones ineludibles, como el de lograr reducción racional del sector estatal en la economía. Tenemos un sector estatal disparatadamente cargado. Cuando se calculó que sobraban millón y medio de puestos de trabajo, lo que significaba en realidad es que sobra un 40% de sector estatal en la economía. Quizá debimos comenzar por anunciarlo así. Es necesario descentralizar por diversas vías: descentralizar hacia cooperativas, descentralizar hacia la iniciativa privada, descentralizar hacia una mayor autonomía económica territorial.
La cooperativa no la inventamos los comunistas, ni la inventa el capital para acumular. La inventan los trabajadores y los pequeños empresarios en las sociedades capitalistas para defenderse del peso del gran capital. «Yo no puedo solo porque me hundo, tú no puedes solo porque te hundes, el otro no puede solo porque se hunde; vamos a asociarnos si hacemos más o menos lo mismo, y formamos una cooperativa». La economía estatal tampoco es por naturaleza un desastre. Puede ser un desastre y puede ser muy efectiva. Creo poder afirmar que nuestra economía estatal ha mostrado eficiencia para administrar algunos sectores productivos, otros no. Incluso el sistema de inversiones del turismo me parece que ha sido en más de un aspecto un sistema inteligente, porque ha garantizado un reciclaje de inversiones que crean un colchón para el crecimiento del sector estatal. Pienso que podría ser incluso modélico para otras experiencias de socialización. La economía estatal puede ser eficiente, y el mundo capitalista –el capitalismo de Estado– también tiene muchos ejemplos.
La fórmula para un proyecto socialista eficaz no existe. No hay receta común para todas las sociedades, ni pueden todos los países avanzar por el mismo camino. De ahí las limitantes del concepto de modelo. No es que desechemos el concepto sino que seamos capaces de evitar la tentación de dogmatizarlo. Hoy nosotros tenemos que liberalizar en tanto los venezolanos, o los ecuatorianos, necesitan nacionalizar. Es decir, en el caso de sus proyectos, y de cualquier otra sociedad que se plantee un curso de soberanía económica sostenible, habría que fortalecer progresivamente el sector público, a nivel nacional y local. Y paralelamente a la economía, el comprometimiento participativo popular en la toma de decisiones. En el caso de Cuba, no cabe duda de que tenemos que aligerar progresivamente el sector estatal, dentro de una lógica integral en la cual el Estado mantenga el dominio de la economía, en sectores descentralizados mediante los controles fiscales, y en las ramas estratégicas de la economía como el inversor principal. La concentración del poder económico en manos del Estado es lo único que puede asegurar que los recursos básicos no caigan bajo el dominio de transnacionales ni queden sujetos a la lógica de la ganancia, y se garantice la prioridad del bien común de la sociedad. Pero más allá de estas ramas lo que necesita la economía socialista es funcionalidad.
Hay que prepararse para la asociación con transnacionales, que ya se ha dado en Cuba en el sector de la producción de níquel, y en el turismo con resultados positivos. No abrir las puertas a las transnacionales no puede ser una consigna: lo que importa es que su participación no adquiera el control de la empresa o del sector en el cual se asocia.
Otro tema sería el de la economía informal, la cual aporta al cambio porque presiona, y la respuesta no siempre puede ser el castigo. Hay actividades que posiblemente tengan que ser castigadas, pero el grueso de la economía informal tiene que ser analizada con vistas a formalizarla en la medida posible. Incluso en los noventa hubo dos casos muy característicos en que se hizo así. El «paladar» no estaba en las ciento y pico de formas de cuentapropismo codificadas a mediados de los noventa; el «paladar» surgió porque familias que tenían las condiciones hicieron «paladares». Lo mismo sucedió con el alquiler de habitaciones, que se legalizó y se sometió a impuestos cuando la sociedad habanera encontró un modo de vida en alquilar una habitación de la casa que le sobraba. O no le sobraba, pero la familia se iba a dormir a la sala y alquilaba el cuarto. Cuando eso se generalizó y el Estado se percató de que no podía pararlo, lo legalizó. Observar los designios de la economía informal debiera servir siempre como indicio para un buen olfato formalizador.
Pero además tendremos que pensar en una descentralización aplicable en toda la Isla. Los municipios requieren una gestión económica mucho más autónoma. Desarrollar la propiedad comunal, aplicar impuestos municipales y crear una economía local propia. No pueden mantenerse dependiendo de un presupuesto nacional, todo eso ha resultado contraproducente. Hay que flexibilizar, descentralizar, sin dejar de mantener socializada la economía del país y aumentar la democracia, que es también democracia económica. Paralelamente, hacer que las formas de participación popular vayan aumentando en esta vía.
Más vale tarde
Para terminar –porque tenemos que terminar–, quiero decir que estos no son problemas nuevos. El de hoy es un desafío que asumimos con dos décadas de atraso, y eso lo vieron muchos ojos en Cuba y fuera de Cuba. Recuerdo que a principios del 2000, en una entrevista de la cual fui testigo, Danielle Mitterrand nos comentó con pesar que Fidel había perdido la oportunidad de hacer una segunda revolución en Cuba. Tenía razón y no la tenía. Pienso que la oportunidad no se ha perdido, pero también pienso que la agenda de cambio que hemos emprendido ahora – comenzando por este nivel de debate abierto– y las acciones que se inician, tenían que haber surgido desde el mismo año 1990. El desafío de hoy no es ya el mismo porque no partimos de la Cuba que entraba en la última década del siglo sino con las incidencias de veinte años de efectos críticos en la economía. Tampoco voy a decir que todo es peor ahora para emprenderlo. No es exactamente así. Pero salta a la vista que el punto de partida es distinto.
En cierta medida hubo una esperanza a principios de los noventa, cuando el cuarto Congreso del Partido fue convocado con un llamamiento para el cual el Congreso mismo resultó ya un retroceso, porque predominaron las reticencias, los temores a la pérdida del control, a la pérdida del socialismo, a que la reversibilidad soviética nos contagiara. Y ya después, las reformas de los años 1993 y 1994 no fueron parte integral de una propuesta. La principal diferencia de las reformas actuales es decisiva porque se han adoptado articuladas dentro de la convicción de la necesidad de un cambio integral, lo cual es por lo menos un gran paso de avance. Las precedentes fueron reformas adoptadas para confrontar problemas concretos. Fueron reformas realizadas con vistas a afrontar anomias, irregularidades concretas, como si estas fueran manifestaciones inconexas y no parte de una misma crisis. Por tal motivo, las reformas no estaban integradas en un propósito total, no había una visión de cambio dentro del sistema socialista, de «cambiar todo lo que tenga que ser cambiado». Eso, que no estaba en la visión de entonces, ahora parece estar.
Finalmente, no hay que olvidar que, como para cualquier país pequeño, para nosotros es clave la inserción en el mercado mundial. Los Estados Unidos lo saben y por eso han mantenido, sin escrúpulos de tipo alguno, el bloqueo. Washington nunca ha mostrado disposición a flexibilizar su política y no hay motivo sólido para esperar señales de cambio. Para nosotros es esencial esa comprensión. La esperanza de un crecimiento significativo en la producción de hidrocarburos se incorpora al desafío, porque de producirse podría elevar rápidamente los recursos para un despegue de la economía cubana. Tengan en cuenta que a finales de los ochenta, cuando Cuba cayó en un bache de disposición de divisas y se nos cerraron los créditos occidentales –es decir, en divisa convertible– la Unión Soviética autorizó a Cuba a vender sus ahorros petroleros en el mercado occidental, y estas ventas se convirtieron, en esos años, difíciles ya (aunque no críticos aún) para nuestra economía, en los principales ingresos en divisa.
No es un exceso afirmar que el petróleo podría transformar la realidad económica cubana. Pero esto que ahora digo y que ustedes conocen también –o al menos lo deben inferir– se sabe en la Casa Blanca perfectamente. El petróleo, tan deseado, significaría para nuestra economía un aporte sustantivo, como subrayé antes, aunque no podemos pasar por alto que planteará nuevos desafíos al proyecto nacional.
Me detengo aquí, y dejo en el tintero todavía varios temas, pero el tiempo obliga. Muchas gracias.
Segunda Cita