Cuento de navidrag
Cursaba la hiperinflación de los 80 (mi hermana mayor escuchaba Pink Floyd y tenía un novio al que le decian Poli y sus amigos la burlaban con el caf Politeama), entonces mi mamá decidió decirme que Papá Noel no existía y que los Reyes tampoco pero que no se lo podía decir a nadie. A nadie que todavía no supiera esta decepcionante verdad. Mi hermana, que además hacia taekwondo, gozó el momento y me dijo que si me agarraba escondiéndole cosas, me iba a hacer unas “tomas” que yo sabía que podía sortear con una agilidad impensada. A pesar de tener la obsesión de hacer enojar a mi hermana, afortunadamente siempre fui empática (y culposa) y era incapaz de ver a alguien poniéndose mal o quejándose o llorando o sufriendo por mi culpa.
Era una nena obediente, con una capacidad inútil de seguir las consignas. Una nenita sobreadaptada que trataba de sobrevivir frente a cualquier adversidad.
La navidad en la que se rompió la fantasía, yo miraba al cielo esperando ver los renos atravesando la luna como alguna vez me hizo ver mi papá. No podía entender que no existieran si yo misma los había visto. En esa navidad hicimos filas para entrar al supermercado Supercoop que estaba sobre la calle Sarmiento en pleno centro de la ciudad. Yo iba con mi mamá que siempre trataba de convertir todo en un juego. Íbamos cantando y bailando en medio de los bocinazos y una vez que estábamos adentro del súper mi mamá me decía, corré.
Corré hija, me decía mientras me daba una lista de productos. Yo corría a buscar las cosas de la lista que me había entregado mi mamá y las agarraba antes de que las marquen con precios más altos. Corría por las góndolas pasando entre carritos, repositores y axilas de adultos que estaban haciendo lo mismo que yo. Cuando llegaba a la caja, me esperaba mi mamá que estaba con más mercadería discutiendo alguna cosa con el cajero.
La semana de esa navidad de los 80 desayunamos mate cocido y comimos pan. Después almorzamos huevo revuelto con cebolla. Después esperamos a mis primas y a mi amiga brasilera con su mamá, que vivían a la vuelta.
Yo soñaba con que compremos una Coca para la cena, miraba las propagandas por la tele y la deseaba mucho. Quería algo bien dulce para la navidad. Bien navideño del verano: una Coca. Pero tuve algo todavia más dulce que un vaso de gaseosa.
Esa noche, después de la decepción de ya no poder pedir qué quería de regalo para el arbolito, tuve la experiencia que me hizo sentir más feliz que un regalo. Mi amiga brasilera, que hablaba portuñol encantador y tenía la sonrisa grande como en las propagandas, estaba decidida a darme una sorpresa. Ambas éramos aun niñas, pero ella era un poquito más grande que yo y también sabía que todo era mentira, pero trajo regalitos y los dejó en el arbolito.
A las doce de la noche abrimos los regalitos, que eran en general manualidades. A mí me tocó ropa hecha por mi mamá, una libretita, un peluche y unas pulseritas. Las pulseritas las había hecho mi amiga que tenía puesto un collar con las mismas cuentitas y un par de aritos coloridos hechos con la misma técnica. Después de la apertura de regalos, nuestras mamás se pusieron a hablar de los ex, de la familia, de lo imposible y caro que estaba ir al almacén y de una vecina de la que decían que estaba “dopada”. Mi amiga y yo escuchamos todo y yo quise saber que significaba estar dopada, entonces agarré el diccionario y lo buscamos: dopar, administrar fármacos o sustancias estimulantes para potenciar artificialmente el rendimiento del organismo, a veces con peligro para la salud.
Nos dio curiosidad y miedo y nos reímos. Cuando nos reímos vi su carita y sus ojitos traviesos. Mi mamá y su mamá seguían con lo de la dopada riéndose también de que no podía ni hablar a veces de lo “pasada” que estaba. Después agregaron algo sobre que el marido la “fajaba” pero para ese momento ya nos habíamos metido en mi cuarto y no nos importaban más las definiciones.
Mi amiga brasilera era hermosa, tenía esos rulitos muy chiquitos uno al lado del otro y la piel muy suave. Me propuso bailar, moverme. Lo hicimos sin música, ella cantaba. Yo bailaba y la miraba, tenía un vestido amarillo y sandalias blancas tipo skippys. Cuando nos cansamos, nos sentamos en el borde de mi cama que daba al balcón que daba al pulmón de manzana de un piso 11 y miramos cómo la gente festejaba en balcones y ventanas vecinas. De repente ella, sin preguntarme nada, se acercó a mi, acercó su cara a la mía y me dijo algo en portugués que no entendí. Lo que si entendí es que algo me hacía cosquillas en el cuerpo sin poder darme cuenta en dónde, fue como un vendaval de sensaciones. Y ahí nomás me besó. Primero fue despacio, rozando los labios con ternura. En ningún momento pensé que eso estaba mal, nos abrazamos y besamos como en las películas que miraban nuestras mamás. No podíamos parar, el beso fue muy largo y jugoso. Me animé a tocarle el pelo, ella se animó a un poco más. Entonces mi mamá nos llamó y nos separamos. Venía la garrapiñada, el turrón y la ensalada de fruta. Salimos de mi cuarto y mientras engullía la mesa dulce pensando en lo que había pasado me sentía dopada de sensaciones. Luego fue mi secreto por años y mi mejor regalo de navidad.
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