Cuidado con la izquierda anti-anti-guerra
Desde la década de 1990 y en particular desde la guerra de Kosovo en 1999 los adversarios de las intervenciones occidentales y de la OTAN han tenido que enfrentarse a lo que se podría llamar una izquierda (y una extrema izquierda) anti-anti-guerra que reúne a la socialdemocracia, a los verdes y la mayor parte de la izquierda radical (el Nuevo Partido Anticapitalista francés [1], diversos grupos antifascistas etc.) [2]. No se declara abiertamente a favor de las intervenciones occidentales y a veces las critica (en general, únicamente en relación a las tácticas seguidas y los intereses, petroleros o geoestratégicos, que se atribuyen a las potencias occidentales),pero emplea todas sus energías en “advertir” de las supuestas derivas de la izquierda que se sigue oponiendo firmemente a estas intervenciones. Nos llama a apoyar a las “víctimas” frente a los “verdugos”, a ser “solidarios con los pueblos frente a los tiranos”, a no ceder a un “antiimperialismo”, un “antiamericanismo” o un “antisionismo” simplistas y, sobre todo, a no aliarse a la extrema derecha. Después de los albano-kosovares en 1999, les tocó a las mujeres afganas, a los kurdos iraquíes y más recientemente a los pueblos libio y sirio a los que “nosotros” tenemos que proteger.
No se puede negar que la izquierda anti-anti-guerra ha sido extremadamente eficaz. La guerra en Iraq, que se había presentado bajo la forma de una amenaza pasajera, suscitó una oposición pasajera, aunque en la izquierda solo hubo una oposición muy débil a las intervenciones presentadas como “humanitarias”, como la de Kosovo, el bombardeo de Libia o actualmente la injerencia en Siria. Cualquier reflexión sobre la paz o el imperialismo simplemente se barrió ante la invocación del “derecho de injerencia” o del “deber de asistencia a un pueblo en peligro”.
Una extrema izquierda nostálgica de las revoluciones y de las luchas de liberación nacional tiende a analizar cualquier conflicto en el interior de un país dado como una agresión de un dictador contra su pueblo oprimido que aspira a la democracia. La interpretación, común a la izquierda y a la derecha, de la victoria de Occidente en la lucha contra el comunismo tuvo un efecto parecido.
La ambigüedad fundamental de la izquierda anti-anti-guerra radica en la cuestión de saber quién es el “nosotros” que debe proteger, intervenir, etc. Si se trata de la izquierda occidental, de los movimientos sociales o de las organizaciones de derechos humanos, hay que plantearles la pregunta que hizo Stalin a propósito del Vaticano: “¿Cuántas divisiones tienen?”. En efecto, todos los conflictos en los que se supone que “nosotros” tenemos que intervenir son conflictos armados. Intervenir significa intervenir militarmente y para ello hace falta tener los medios militares de hacerlo. Es evidente que la izquierda europea no tienen estos medios. Podría apelar a los ejércitos europeos para que interviniera en vez del de Estados Unidos, pero aquellos nunca lo han hecho sin un apoyo masivo de Estados Unidos, lo que hace que el mensaje real de la izquierda anti-anti-guerra sea: “¡Señores estadounidenses, hagan la guerra, no el amor!”. Mejor aún, como después de la debacle en Afganistán y en Irak, los estadounidenses ya no se van a arriesgar a enviar tropas de tierra se pide a las Fuerzas Aéreas estadounidenses, y solo a ellas, que vayan a bombardear a los países violadores de los derechos humanos.
Evidentemente, se puede mantener que el futuro de los derechos humanos se puede confiar a la atención y a la buena voluntad del gobierno estadounidense, de sus bombarderos y de sus drones. Pero es importante comprender que eso es lo que significan concretamente todos los llamamientos a la “solidaridad” y al “apoyo” a los movimientos secesionistas o rebeldes implicados en luchas armadas. En efecto, estos movimientos no tienen necesidad alguna de las consignas gritadas en “manifestaciones de solidaridad” en Bruselas o París, y no es eso lo que piden. Quieren armas pesadas y que se bombardee a sus enemigos, y eso solo se lo puede suministrar Estados Unidos.
Si la izquierda anti-anti-guerra fuera honesta, debería asumir esta elección y pedir abiertamente a Estados Unidos que bombardeara ahí donde se violen los derechos humanos. Pero entonces debería asumir esta elección hasta el final. En efecto, esa misma clase política y militar que se supone salva a las poblaciones “víctimas de sus tiranos” es la que hizo la guerra de Vietnam, el embargo y las guerras contra Irak, la que impone sanciones arbitraras a Cuba, Irán y a todos los países que no le gustan, la que apoya incondicionalmente a Israel, la que se opone por todos los medios, incluidos los golpes de Estado, a los reformadores de América Latina, de Arbenz a Chavez pasando por Allende, Goulart y otros, y la que explota descaradamente los recursos y a los y las trabajadoras por todo el mundo. Hace falta mucha buena voluntad para ver en esta clase política y militar el instrumento de salvación de las “víctimas”, pero es lo que en la práctica preconiza la izquierda anti-anti-guerra ya que, dadas las relaciones de fuerza en el mundo, no existe ninguna otra instancia capaz de imponer su voluntad por medios militares.
Evidentemente, el gobierno estadounidense apenas tiene conocimiento de la existencia de la izquierda anti-anti-guerra europea. Estados Unidos decide hacer o no la guerra en función de sus posibilidades de éxito, de sus intereses, de la oposición interna y externa a ella, etc. Y una vez desencadenada quiere ganarla por todos los medios. No tienen ningún sentido pedirle que haga solo buenas intervenciones, solo contra los verdaderos malos y con unos medios amables que salven a los civiles y a los inocentes.
Quienes pidieron a la OTAN que “mantuviera los progresos para las mujeres afganas”, como hizo Amnistía Internacional (USA) durante una reunión de la OTAN en Chicago [3], piden de hecho a Estados Unidos que intervenga militarmente y, entre otras cosas, que bombardee a civiles afganos y envíe drones a Pakistán. No tiene ningún sentido pedirle que proteja y no bombardee, porque así es como funcionan los ejércitos.
Uno de los temas favoritos de la izquierda anti-anti-guerra es pedir a quienes se oponen a las guerras que no “apoyen al tirano”, en todo caso, no a aquel cuyo país es atacado. El problema es que toda guerra necesita un esfuerzo generalizado de propaganda y que este se basa en la criminalización del enemigo y, sobre todo, de su dirigente. Para oponerse eficazmente a esta propaganda es necesario denunciar las mentiras de la propaganda, contextualizar los crímenes del enemigo y compararlos a los de nuestro propio campo. Es una tarea necesaria, aunque ingrata y arriesgada: se reprochará eternamente el menor error, mientras que todas las mentiras de la propaganda de guerra se olvidan una vez que terminan las operaciones.
Ya durante la Primera Guerra Mundial se acusó a Bertrand Russell y a los pacifistas británicos de “apoyar al enemigo”, pero si desmontaron la propaganda de los aliados no fue por amor al Kaiser alemán, sino por apego a la paz. A la izquierda anti-anti-guerra le encanta denunciar“el doble rasero” de los pacifistas coherentes que critican los crímenes de su propio campo pero contextualizan o refutan los que se atribuyen al enemigo del momento (Milosevic, Gadafi, Assad etc.), pero este “doble rasero” no es sino la consecuencia de una opción deliberada y legítima: contrarrestar la propaganda de guerra ahí donde se encuentra (es decir, en Occidente), propaganda que se basa ella misma tanto en una constante criminalización del enemigo atacado como en una idealización de aquellos que lo atacan.
La izquierda anti-anti-guerra no tiene ninguna influencia en la política estadounidense, pero eso no quiere decir que no tenga efectos. Por una parte, su retórica insidiosa ha permitido neutralizar todo el movimiento pacifista o en contra de la guerra, pero también ha hecho imposible toda postura independiente de un país europeo, como fue el caso de Francia bajo De Gaulle e incluso, en menor medida, bajo Chirac, o de la Suecia de Olof Palme. Hoy la izquierda anti-anti-guerra, que tienen una considerable repercusión mediática, atacaría inmediatamente esta postura por considerarla un “apoyo al tirano”, otro “Munich” o un “crimen de indiferencia”.
Lo que ha conseguido la izquierda anti-anti-guerra es destruir la soberanía de los Estados europeos frente a Estados Unidos y eliminar toda postura de izquierda independiente ante las guerras y ante el imperialismo. También ha llevado a la mayoría de la izquierda europea a adoptar posturas totalmente contradictorias con las de la izquierda latinoamericana y a erigirse en adversarios de países como China o Rusia que tratan de defender el derecho internacional (y tienen toda la razón al hacerlo).
Un aspecto extraño de la izquierda anti-anti-guerra es que es la primera en denunciar las revoluciones del pasado que llevaron al totalitarismo (Stalin, Mao, Pol Pot etc.) y que constantemente nos pone en guardia ante la repetición de estos “errores” del apoyo a dictadores hecho por parte de la izquierda de la época. Pero ahora que la revolución la llevan a cabo los islamistas, se supone que tenemos que creer que todo va a ir bien y aplaudir. ¿Y si la “lección que hay que aprender del pasado” fuera que las revoluciones violentas, la militarización y las injerencias extranjeras no eran la única o la mejor manera de realizar cambios sociales?
A veces se nos responde que hay que actuar “con urgencia” (para salvar a las víctimas). Aunque se aceptara este punto de vista, el hecho es que después de cada crisis la izquierda no hace ninguna reflexión sobre lo que podría ser una política que no fuera el apoyo a las intervenciones militares. Esta política debería dar un giro de 180° respecto a la que actualmente predica la izquierda anti-anti-guerra. En vez de pedir más intervenciones deberíamos exigir a nuestros gobiernos un respeto estricto del derecho internacional, la no injerencia en los asuntos internos de otros Estados y sustituir las confrontaciones por la cooperación. La no injerencia no es solo la no intervención en el plano militar, sino también en los planos diplomático y económico: nada de sanciones unilaterales, nada de amenazas durante negociaciones y trato de todos los Estados en pie de igualdad. En vez de “denunciar” sin parar a los dirigentes malos de países como Rusia, China, Irán y Cuba en nombre de los derechos humanos, algo que le encanta hacer a la izquierda anti-anti-guerra, deberíamos escucharles, dialogar con ellos y hacer comprender sus puntos de vista a nuestros conciudadanos
Evidentemente, esta política no resolvería los problemas de derechos humanos, en Siria o Libia o en otra parte. Pero, ¿qué los resuelve? La política de injerencia aumenta las tensiones y la militarización en el mundo. Los países que se siente objeto de esta política, y son muchos, se defienden como pueden; las campañas de criminalización impiden las relaciones pacíficas entre Estados, los intercambios culturales entre sus ciudadanos e indirectamente el desarrollo de las ideas liberales que se supone que promueven los partidarios de la injerencia. A partir del momento en que la izquierda anti-anti-guerra abandonó todo programa alternativo ante esta política, renunció de hecho a tener la menor influencia en los asuntos del mundo. No es cierto que “ayude a las víctimas”, como ella pretende. Aparte de destruir toda resistencia que hubiera aquí al imperialismo y a la guerra, no hace nada y, a fin de cuentas, los únicos que reaccionan realmente son los gobiernos estadounidenses. Confiarles el bienestar de los pueblos es una actitud de desesperación absoluta.
Esta actitud es un aspecto de la manera cómo ha reaccionado la mayoría de la izquierda ante la “caída del comunismo”, apoyando exactamente lo contrario de las políticas seguidas por los comunistas, en particular en los asuntos internacionales, donde toda oposición al imperialismo y toda defensa de la soberanía era considerada por la izquierda una forma de paleoestalinismo.
Tanto la política de injerencia como la construcción europea, otro importante ataque a la soberanía nacional, son dos políticas de derecha. La una se basa en los intentos estadounidenses de hegemonía mundial y la otra en el neoliberalismo y la destrucción de los derechos sociales, justificados en gran medida por unos discursos “de izquierda”: los derechos humanos, el internacionalismo, el antirracismo y el antinacionalismo. En ambos casos una izquierda desorientada por el fin del comunismo buscó una tabla de salvamiento en el discurso “humanitario” y “generoso” completamente carente de un análisis realista de las relaciones de fuerza en el mundo. Con semejante izquierda, la derecha prácticamente no necesita ideología, le basta con la de los derechos humanos.
Con todo, estas dos políticas, la injerencia y la construcción europea, se encuentran hoy en un punto muerto: el imperialismo estadounidense se enfrenta a unas dificultades enormes tanto en el plano económico como diplomático; la política de injerencia ha logrado unir a gran parte del mundo en contra ella. Ya casi nadie cree en otra Europa, en una Europa social, y la Europa que existe realmente, neoliberal (la única posible) no suscita mucho entusiasmo entre los y las trabajadoras. Por supuesto, estos fracasos benefician a la derecha y a la extrema derecha, pero ello solo porque la mayor parte de la izquierda ha abandonado la defensa de la paz, del derecho internacional y de la soberanía nacional como condición previa a la democracia.
Notas:
[1] Véase sobre esta organización Ahmed Halfaoui, Colonialiste d’«extrême gauche»? Véase: http://www.legrandsoir.info/colonialiste-d-extreme-gauche.html.
[2] Por ejemplo, en febrero de 2011, una octavilla distribuida en Toulouse preguntaba a propósito de Libia y de las amenenazas de “genocidio” por parte de Gadafi: “¿Dónde está Europa? ¿Dónde está Francia? ¿Dónde está Estados Unidos? ¿Dónde están las ONG?” y “¿Acaso el valor del petróleo y del uranio son más importantes que el pueblo libio?”. es decir, que los autores de la octavilla - firmada entre otros por Alternative Libertaire, Europe Écologie-Les Verts, Gauche Unitaire, LDH, Lutte Ouvrière, Mouvement de la Paix (Comité 31), MRAP, NPA31, OCML-Voie Prolétarienne Toulouse, PCF31, Parti Communiste Tunisien, Parti de Gauche31- rerpochaban a los occidentales que no intervinieran debido a intereses económicos. Nos preguntamos qué pensaron estos autores cuando el CNT libio prometió vender el 35% del petróleo libio a Francia (y ello independientemente de que se mantuviera o no esta promesa o de que el petróleo sea o no la causa de la guerra).
[3] Véase por ejemplo: Jodie Evans, Why I Had to Challenge Amnesty International-USA's Claim That NATO's Presence Benefits Afghan Women. http://www.alternet.org/story/156303/why_i_had_to_challenge_amnesty_international-usa's_claim_that_nato's_presence_benefits_afghan_women.
Le grand soir/Counterpunch. Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos.