Cumbre de El Cairo: el rechazo de EEUU e Israel al plan árabe para Gaza es el momento de la verdad


El día 3 de marzo, los reyes y presidentes árabes se reunieron en El Cairo, convocados por el peso de la historia, atraídos a un teatro donde se podían decidir los destinos, no sólo para Palestina, sino para la legitimidad misma de sus propios gobiernos. No se trató de una diplomacia como las de siempre, ni de una cumbre rutinaria llena de declaraciones huecas y promesas cansinas. Fue un momento de ajuste de cuentas, un momento en el que el mundo árabe se puso frente a un espejo y se preguntó: ¿aún tenemos el poder de negarnos o nos han domesticado sin remedio?
En el centro de la cumbre se encontraba un plan tan monstruoso que casi desafía la creencia: el desplazamiento forzado de los palestinos de Gaza, un acto final de borrado que busca transformar el territorio en una "Riviera" higienizada y domesticada donde las huellas de sus verdaderos dueños sean borradas de la arena. La visión nació en los cuarteles de guerra de Tel Aviv y fue bendecida en los pasillos de Washington: una audaz maniobra para convertir las ruinas de Gaza en un apéndice pacificado del Estado israelí. Pero para que esta fantasía se haga realidad, se necesita una condición final: el consentimiento árabe.
De este modo, El Cairo se convirtió en el escenario donde se traicionaría o desafiaría a la historia. La cuestión no era simplemente si los dirigentes árabes rechazarían el desplazamiento de los palestinos; algunos tenían que hacerlo, porque sus propios tronos temblarían bajo el peso de semejante catástrofe.
La verdadera prueba era si también rechazarían la demanda más insidiosa que se escondía bajo la superficie: el llamado plan del "día después", la visión estadounidense-israelí cuidadosamente diseñada para la Gaza de la posguerra, donde el desafío no sólo sería reprimido sino borrado, donde la noción misma de soberanía palestina sería extinguida para siempre.
La contrapropuesta
El camino a El Cairo estuvo marcado por la tensión y la fractura. Días antes, se había celebrado una cumbre más pequeña en Riad, una reunión selecta de líderes del Golfo, junto con Jordania y Egipto, envuelta en la retórica de la "hermandad".
Sin embargo, detrás de ese velo de camaradería se escondía un acto deliberado de exclusión: Argelia, un Estado con peso e historia, fue marginada. El presidente Abdelmadjid Tebboune, al ver la farsa, se negó a asistir a la cumbre de El Cairo y envió en su lugar a su ministro de Asuntos Exteriores.
Igualmente llamativa fue la ausencia de Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos, aunque sus razones eran completamente diferentes. Su condición para participar en la reconstrucción de Gaza era inequívoca: la neutralización política y militar completa de Hamás.
Los Emiratos Árabes Unidos fueron un paso más allá, señalando su alineación con la visión de Trump a través de su embajador en Washington: un rechazo rotundo a cualquier alternativa árabe al plan israelí-estadounidense.
Y así, antes de que comenzara la cumbre principal, las divisiones quedaron al descubierto. El frente árabe, frágil y fragmentado, quedó expuesto en su impotencia.
Mientras los gobernantes árabes vacilan, dudan y calculan, el Primer Ministro del régimen israelí, Benjamín Netanyahu, actúa con la precisión de un hombre que sabe que sus oponentes son demasiado débiles para detenerlo. No esperó el resultado de la cumbre para apretar el cerco en torno a Gaza, estrangulándola con un bloqueo intensificado y comenzando una devastación renovada. Su mensaje a los dirigentes árabes fue tan directo como humillante: las palabras no os salvarán. Las declaraciones no alterarán los hechos sobre el terreno. U os alineáis con los dictados de Washington y Tel Aviv o seréis irrelevantes.
¿Podrán los estados árabes resistir el impulso implacable de la agenda estadounidense-israelí, que busca moldear no sólo la geografía de Gaza, sino también su propia identidad y dirección política?
La cumbre árabe, bajo el peso de estas presiones, ha adoptado ahora un plan de reconstrucción de Gaza en tres fases. La primera fase dura seis meses y se centra en la limpieza de escombros y escombros. La segunda consiste en construir infraestructuras en Rafah y en las regiones meridionales de la Franja. La tercera se extiende a la reconstrucción de las zonas central y septentrional.
Ésta es la contrapropuesta del mundo árabe a la agenda de desplazamiento forzado: una visión que busca estabilizar Gaza sin desarraigar a su gente.
Pero más allá de los mecanismos de reconstrucción, hay una cuestión mucho más espinosa: ¿quién gobernará Gaza en el ínterin? La respuesta de la cumbre es un comité administrativo temporal, encargado de mantener el orden y la estabilidad hasta que la Autoridad Palestina pueda asumir el control total.
Pero la verdadera cuestión no es sólo de gobernanza, sino de soberanía. ¿Podrán los Estados árabes resistir el empuje incesante de la agenda estadounidense-israelí, que pretende moldear no sólo la geografía de Gaza, sino también su propia identidad y dirección política?
En eso radica la gran contradicción de la cumbre. Oficialmente, la posición árabe ha sido de rechazo. Egipto, Jordania y Arabia Saudita han trazado una línea divisoria y se han negado al desplazamiento masivo de palestinos.
Pero no se trató de un acto de claridad moral, sino de un acto de autopreservación. Estos regímenes comprenden que la expulsión forzosa de los palestinos no es sólo una amenaza para Palestina, sino un desafío directo a su propia estabilidad. Una nueva oleada de refugiados, una nueva herida abierta en el corazón de la región, podría desestabilizar sus propios y frágiles equilibrios de poder. Su oposición no se basa en principios, sino en la supervivencia.
Y debajo de este aparente desafío se está gestando una traición más profunda. Si bien los líderes árabes pueden negarse al desplazamiento, son mucho más maleables cuando se trata del plan del "día después": la asfixia lenta y calculada de la soberanía palestina, la destrucción de Gaza mediante una reconstrucción impuesta, no por la fuerza, sino mediante la reestructuración planificada de sus fundamentos políticos y económicos.
Ésta es la máxima ambición israelí-estadounidense: convertir Gaza de un lugar de resiliencia en una entidad amurallada, pacificada y neutralizada, donde la idea de libertad quede lentamente enterrada bajo capas de normalidad impuesta.
Si la contrapropuesta de la cumbre árabe pretendía afirmar la agencia regional sobre el futuro de Gaza, la respuesta estadounidense e israelí dejó pocas dudas sobre quién todavía tiene las riendas. El mensaje a los regímenes árabes es claro: sus esfuerzos por diseñar un escenario de posguerra son, en el mejor de los casos, irrelevantes y, en el peor, una molestia que hay que dejar de lado.
Washington se apresuró a descartar el plan como poco realista, y el portavoz del Consejo de Seguridad Nacional, Brian Hughes, declaró que estaba "fuera de sintonía con las realidades sobre el terreno". La Casa Blanca, en efecto, reforzó la posición de Netanyahu: la reconstrucción de Gaza no puede realizarse en términos árabes, y cualquier esfuerzo de reconstrucción debe alinearse con el marco estadounidense-israelí más amplio.
El régimen de Netanyahu, por su parte, reafirmó su compromiso con la visión de Trump, un plan que, en esencia, apunta a diseñar una Gaza sin palestinos, ya sea a través del desplazamiento forzado o haciendo que la vida en el territorio sea lo suficientemente insostenible como para obligar a sus habitantes a mudarse a otros lugares.
Y como tanto EEUU como Israel han rechazado de plano el plan árabe, el margen de maniobra se ha reducido a casi inexistente. El mensaje a los regímenes árabes es claro: sus esfuerzos por diseñar un escenario de posguerra en sus propios términos son, en el mejor de los casos, irrelevantes y, en el peor, una molestia que hay que dejar de lado.
Juicio de la historia
Durante 15 meses, Israel libró una guerra despiadada y feroz en Gaza, y, sin embargo, a pesar de los ríos de sangre y las montañas de escombros, no logró alcanzar sus objetivos centrales. No pudo desmantelar la resistencia palestina ni imponer su voluntad por la fuerza.
Pero si la historia ha demostrado algo, es que Israel no se rinde, sino que se adapta. Lo que no puede tomar con misiles, lo consigue con diplomacia. Lo que no puede imponer con la guerra, lo obtiene con negociaciones. Y lo que no puede imponer solo, obliga a los regímenes árabes a imponerlo en su nombre.
Los regímenes árabes han sido puestos a prueba y el veredicto ya está dado. No se les pidió que declararan la guerra, sino simplemente que se mantuvieran firmes frente a un plan diseñado para borrar la soberanía palestina; pero cuando llegó el momento, flaquearon. Rechazaron el desplazamiento con palabras, pero dejaron la puerta abierta para que Gaza se reconstruyera bajo dictados extranjeros, condenando una forma de borrado y admitiendo otra. No se rindieron abiertamente, pero tampoco ofrecieron resistencia. En cambio, perfeccionaron el arte de la sumisión, camuflado en la retórica del desafío.
Estos regímenes no son actores soberanos. No gobiernan, sino que orbitan en torno a ellos. Su supervivencia depende del patrocinio extranjero y sus políticas se formulan en capitales distantes. Algunos albergan bases militares estadounidenses, otros se sostienen gracias a la ayuda financiera occidental y la mayoría gobierna no por la voluntad de su pueblo, sino por la maquinaria de represión que los mantiene en el poder.
No son libres de actuar, sólo de obedecer.
Así, la cumbre sigue la trillada coreografía de la duplicidad: un rechazo estruendoso y performativo del desplazamiento que enmascara una silenciosa aquiescencia a la agenda israelí-estadounidense más amplia. Un espectáculo de desafío que oculta la constante erosión de la soberanía palestina.
Sin embargo, al seguir ese camino, los regímenes árabes no sólo traicionan a Palestina, sino que se traicionan a sí mismos y se lanzan a una peligrosa confrontación, no sólo con el pueblo palestino, sino con el suyo propio.
Durante décadas, la causa palestina ha sido la medida suprema de legitimidad en el mundo árabe. Abandonarla significa desmantelar lo que queda de su credibilidad política. Y aunque estos gobernantes pueden creer que el tiempo apaga el recuerdo de la traición, olvidan que la ira es paciente y la historia es despiadada.
El tiempo no absuelve. El pueblo no olvida. Y el libro de la cobardía está escrito con tinta que nunca se borra.
Soumaya Ghannoushi es una escritora tunecina-británica y experta en política de Oriente Medio.
MEE. Traducido para el CEPRID (www.nodo50.org/ceprid) por C.P.