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Argentina, Chile, Colombia :: 26/06/2022

Darío y la primera línea. Reflexiones a 20 años del 26 de junio

Pablo Solana
Historias de organización popular y militante en Nuestramérica en estos últimos 20 años, a partir del fusilamiento en Argentina de Darío y Maxi, dos activistas piqueteros

El 26 de junio de 2002 Darío y yo estuvimos juntos, compartimos el repliegue y, junto a otrxs compas, intentamos organizar la resistencia ante aquella represión criminal. Algo así como haber estado en la primera línea, aunque en ese entonces no le llamábamos así. Sin embargo, antes de hablar de Darío y de aquellas luchas, hay una anécdota que quiero contar.

Era la semana posterior al 20 de diciembre de 2001, algún día entre la rebelión popular y fin de año. Cada encuentro vecinal o militante exudaba una energía bastante parecida a la prepotencia, a la idea de que, después de haber protagonizado el estallido, era posible la victoria.

Por aquellos días nos reuníamos en La Guardería, el centro comunitario del Movimiento de Trabajadores Desocupados (trabajadorxs desocupadxs, tipearía hoy, pero en aquel momento se llamaba así, en masculino) de Lanús. En el barrio La Fe, un asentamiento todavía precario de Monte Chingolo, Buenos Aires. Allí vivían familias luchadoras que estaban peleando por el derecho a construir una vivienda, empobrecidas por el neoliberalismo y el desprecio de los gobernantes. Para darle más fuerza a esa lucha se habían sumado al movimiento piquetero. 

El movimiento tenía tres principios: la lucha como forma de conquistar nuestros derechos; la asamblea como ámbito de organización y decisión democrática; y la formación política, porque, decíamos, “el que lucha sabe, pero el que reflexiona sobre su lucha, lucha mejor”. Los talleres de formación estaban destinados a las vecinas y vecinos, las mujeres que organizaban los centros comunitarios y los pibes que asumían roles de liderazgo en el barrio. Para esos talleres adaptábamos cartillas del MST de Brasil, de lxs Sin Tierra. Uno de los ejes de formación era el tema de la autoestima, un factor fundamental para desarrollar el ánimo de lucha de las masas. Tras cada movilización, después de cada pequeño logro, cada compañero y compañera debía sentirse orgullosx, celebrando en su protagonismo. Cada pequeño triunfo debía ser reivindicado, aun cuando fuera una conquista parcial, porque de allí surgía la convicción de ir por más. Mientras el sistema nos quería golpeadxs, tristes y desanimadxs, en la lucha nos sentíamos fuertes. En términos guevaristas, en la militancia hablábamos del “desarrollo del factor subjetivo” y la “moral de combate” sin la cual no habría victoria. 

El 20 de diciembre de 2001 había sido para nosotrxs mucho más que un “pequeño” triunfo. Entonces, en esos días posteriores, recordando aquellos talleres de formación, propuse que el Movimiento entregara un reconocimiento a quienes habían estado en las calles aquel histórico día. Condecorar, de algún modo, a quienes más se habían jugado el pellejo en las barricadas y resistiendo los gases, quienes habían garantizado la rebelión. Lxs protagonistas de la primera línea, diríamos hoy.

El formato sería sencillo: podríamos hacer un “diploma” que certificara el compromiso, la disposición militante a estar en los momentos más decisivos, cuando el pueblo más lo necesitaba. Sería una hoja blanca tamaño carta, con el dibujo de un marco al estilo de los diplomas de verdad, y una leyenda impresa que diría algo así: “En reconocimiento a la entrega y el sacrificio por la lucha de nuestro pueblo…”. Haríamos muchos, para todxs quienes hubieran estado en la batalla por la Plaza de Mayo el 20 de diciembre. Cada hoja tendría un espacio para escribir a mano, con marcador, el nombre del destinatario o la destinataria de la congratulación. (Esa vez el diploma finalmente no se hizo por motivos que les cuento en las líneas que siguen, pero en otro momento importante de la historia del Movimiento sí se hicieron… Recuerdo la felicidad de Luisa Canteros al recibirlo, también me tocó recibir uno a mí… ¡qué emoción! Para quienes no anduvimos por la vida diplomándonos en especialidades académicas o profesiones formalmente valoradas, es muy lindo recibir un reconocimiento al compromiso, entregado con aplausos por tus propios compañerxs de lucha. Aún guardo con cariño y con cuidado esa simple hoja mal impresa, el único diploma que recibí en la vida). 

Pero volvamos a aquella semana caliente de fines de 2001. Con la excitación del estallido todavía latiendo, con esa intención de reforzarnos la autoestima como pueblo, en una reunión en la Guardería del MTD, dije:

– Me parece importante que hagamos esos diplomas… Pibes como Boquita, que hace poco estaban vagueando por ahí, ahora saben quiénes son las Madres de Plaza de Mayo, saben que no hay que agachar la cabeza ante la cana, y están contenidos en el movimiento, son nuestros nuevos militantes.

Habíamos sido decenas, pero yo puse como ejemplo a Boquita. Un flaco de apenas veintitantos, bajito, algo rubión, pícaro y a la vez astuto como para saber caer bien. Con la gorrita azul y amarilla siempre puesta, como una costra inseparable de su cabeza rala. Como todo vago de su estilo, sobrellevaba el día a día con alguna que otra adicción y algún que otro robo para sostenerla. Estaba hace poco en el movimiento. Yo sentía una especial sensibilidad por pibes como él, tal vez porque su historia era distinta a la mía, porque él no tenía las posibilidades que a su edad yo, hijo de laburantes ascendidos a clase media, sí había tenido. Entendía su condición de pibe chorro como una forma de rebeldía, la que le marcaba y le posibilitaba su condición. Quería que él fuera un militante. Deseaba que esos pibes se rescataran y protagonizaran la revolución.

Recuerdo con claridad que fue Florencia quien me cuestionó la idea. En particular, me discutió que pusiera como ejemplo a Boquita. No por desestimar la apuesta a recuperar a pibes como él, sino por el apresuramiento, por la mirada idealizada que, así expresada, podía ser un error. Dijo Flor:

– Siempre le damos importancia a la lucha, pero hay que premiar cosas más importantes, más consistentes, más constantes que la bravura de un día de piedrazos contra la policía. Que el pibe siga en el movimiento, que se comprometa, que se porte bien con los vecinos, que trabaje… Pero, ¿premiarlo por haber estado un día en unas barricadas? Así solo vamos a hacer que se la crea, y me parece que no está bueno, tiene que participar más y entender más.

La palabra de Florencia tenía mucho peso en el movimiento, así que finalmente se decidió no hacer esos diplomas. La mayoría coincidió en que el compromiso debía medirse de forma más integral, en el día a día del barrio y del trabajo en el movimiento, no solo por la “valentía” de encapucharse y enfrentar a la policía.

Refunfuñé para mis adentros esos días, porque yo seguía convencido de que lo de los diplomas a quienes habían estado en las primeras líneas era una buena idea. 

Mis dudas se terminaron de despejar apenas una semana después. Una madrugada antes de fin de año entraron a robar a la Guardería. Se llevaron todo lo que cabía en una carretilla que encontraron ahí mismo. Hasta la garrafa de gas de la cocina comunitaria. Por esos días Boquita no había estado viniendo por el Movimiento. Parece que solo volvía por las noches. De madrugada. Más de un vecino vio que él había participado de ese robo ruin. Boquita, el pibe que yo había puesto de ejemplo días atrás. La luz tenue del farol de la esquina le había dado a su gorrita azul y oro un brillo delator. Por lo general esas cosas en el barrio no se dicen en voz alta, pero primó la defensa del Movimiento antes que la complicidad. Estábamos en días de entusiasmos y heroísmos, pero también de riesgos y amenazas. No había lugar para tolerar el raterismo viniendo de alguien cercano, el golpe autoinflingido. Nadie se escandalizó en exceso, pero quedó claro que el pibe ya no iba a tener la confianza del barrio. Boquita lo supo sin que nadie se lo dijera, porque a pesar de su conducta adicta era un pibe que se daba cuenta de las cosas. No volvió más.

Yo lamenté su ausencia, pensaba que había que seguir trabajando social y políticamente con pibes como él, aún después del robo de la Guardería. Pero más allá de la anécdota y mi sentir personal, lo más importante, el principal aprendizaje, me lo dieron aquellas palabras de Florencia: siempre será fundamental prepararse para la lucha en las calles, pero la dedicación militante, la entrega y el compromiso, tienen que ser destacados en lo cotidiano, en el día a día, más allá de la acción valorable de enfrentar la represión.

* * *

Aquella lección me volvió a la mente apenas 6 meses después, con el asesinato de Darío y Maxi. Para ese entonces yo era vocero del movimiento. Recibía decenas de llamados por día de periodistas buscando un testimonio directo de la represión. Había estado allí, junto a Darío, Carlos, Eduardo y los demás, acompañando el cordón de seguridad, cada cual atendiendo su función. Hablé con Darío el instante previo a que él decidiera volver a la Estación. Así que, salvo el detalle terrible de su fusilamiento por la espalda, yo podía dar testimonio de todo aquello, reivindicar su actitud combativa durante toda la jornada.

Sin embargo, con el recuerdo latente de la anécdota de los fallidos diplomas, elegí responder a los periodistas desde otro enfoque. Podría haber hablado del heroísmo de Darío al enfrentar a sus asesinos desarmado, de la valentía de haber puesto el cuerpo enfrentando la represión apenas con un palo flaco mientras los uniformados se alistaban para disparar a mansalva. Pero no fui por ese lado.

Elegí hablar del Darío de la Bloquera, el proyecto de trabajo autogestivo que aún estábamos explorando y que él ponía a prueba con un entusiasmo sin fisuras. Del Darío que se había sumado a la lucha de lxs vecinxs del barrio como uno más, para también él tener la posibilidad de una vivienda, porque no tenía dónde vivir y elegía resolver esa carencia así, de forma comunitaria, apostando a la lucha colectiva. Del Darío siempre dispuesto a la solidaridad cuando se le solicitara, a cualquier hora, actitud que yo había visto unos días antes del 26, cuando suspendió una salida para dar una mano con una jornada solidaria en el barrio Gonett. Del Darío militante de base que se preocupaba por la situación personal de los vecinos cuando dejaban de venir a la asamblea y que, a la vez, se formaba políticamente con una avidez que contrastaba con las urgencias de la coyuntura y su corta edad. Ese Darío integral era el que me parecía más valioso reivindicar. 

Con los días, en algunas entrevistas más amigables con medios comunitarios, hablé también de Darío cuando se malhumoraba, cuando se equivocaba y se emperraba en su posición, cuando le costaba aceptar que no siempre tenía razón. Si la anécdota de Boquita me había enseñado a no idealizar, la posibilidad de hablar de un Darío vulnerable como cualquiera de nosotrxs me parecía otra forma legítima de motivarnos, de entender que, aún con nuestras contradicciones y momentos de debilidad, al igual que lo hacía Darío, siempre podíamos comprometernos un poco más. Su vida, su militancia, son ejemplares, pero de un modo tal vez menos heroico de lo que suelen contar los grandes relatos. Una ejemplaridad bastante más cercana a nuestras vidas, y eso está bueno resaltarlo: esa primera línea de compromiso integral está ahí, al alcance de nuestras manos, en la dedicación cotidiana sin tanto heroísmo.

* * *

Más recientemente, la pandemia nos puso en jaque y salieron a la luz otras aristas poco valoradas del compromiso. Las organizaciones populares buscaron visibilizar la labor de quienes se expusieron y arriesgaron sus vidas para garantizar la atención de la salud y la alimentación en los territorios donde más golpeó la crisis sanitaria y alimentaria que trajeron el Covid y las cuarentenas que impedían trabajar. 

Durante aquellos primeros meses, el ejemplo que se convirtió en símbolo vino de una mujer de 42 años, tucumana de origen y activista villera por elección, quien se expuso al Covid que le quitó la vida por no aflojar la atención comunitaria en su golpeada vecindad. Ramona Galarza es su nombre, La Garganta Poderosa su organización. Así de fuerte como había aprendido en su militancia, había hecho oir su voz contra la desatención de los pobres ante la peor pandemia del siglo. Ramona era consciente del riesgo pero siguió adelante. Fue a partir de su caso que se comenzó a hablar de esa otra primera línea, la de las mujeres que ponían el cuerpo en la batalla contra la miseria y la exclusión. O mejor dicho, contra los responsables de mantener al pueblo en esas penurias, como ella bien sabía explicar.

Esa primera línea no se dio en las calles, semivacías por la pandemia, sino en los territorios populares. En los comedores y merenderos donde la combatividad pasaba por extender las raciones para que nadie se quedara sin comer, donde el solo hecho de pasarse horas allí recibiendo vecinxs expuestxs al virus era toda una decisión consciente de asumir el riesgo. La primera línea se mantuvo firme en las cooperativas textiles, donde se confeccionaron barbijos para distribuir gratuitamente a quienes no tuvieran el suyo. Resistieron con ese mismo heroísmo quienes estuvieron en las primeras líneas de atención en hospitales y salitas, por lo general enfermeras con jornadas extenuantes y mal pagas. Los primeros meses de encierro potenciaron las violencias de género, y también allí hubo compañeras que recorrieron pasillos de las villas y casillas hacinadas para asistir a mujeres violentadas y ayudarlas a salir de esa opresión.

Mujeres de la primera línea, se las llamó. Una vez más, los ejemplos de esas compañeras reafirmaban aquella idea del compromiso integral que me había sacudido dos décadas atrás. 

* * *

En Chile y Colombia, en los últimos años, la valoración de las primeras líneas tuvo que ver con la reivindicación de quienes sostenían las barricadas para contrarrestar la represión y garantizaban, de ese modo, el avance de la movilización popular. Hay momentos en que toda la realidad social y política queda concentrada en esas escenas callejeras. Allí se juegan momentos decisivos, desde la puesta en jaque de un gobierno represor hasta el nacimiento de nuevas instancias estratégicas de protagonismo popular, como las asambleas y los nuevos liderazgos surgidos de esas luchas. 

En 2019, a poco de desatada la rebelión de octubre en Chile, debía realizarse un encuentro de editoriales independientes de latinoamérica; quienes organizaban el evento dudaron si realizarlo o no, porque por esos días todo pasaba en las calles, entre protestas masivas, cantos de combate y de victoria, disparos a los ojos y gases lacrimógenos. Decidieron realizar el evento de todos modos, y allí estuve. La feria de libros se hizo en las calles, en territorio rebelde, en el combativo barrio de la Villa Olímpica, en un clima de rebeldía a tono con lo que pasaba en los alrededores de la rebautizada Plaza Dignidad. 

Acompañar las movilizaciones por las calles de Santiago cada tarde, ampararme en las barricadas cuando arreciaba la represión, patear los cartuchos de gas lacrimógeno cuando caían cerca para devolverlos a las filas de los represores, compartir el limón con desesperación una vez que los gases venenosos invadían el sistema respiratorio, me produjo la nostalgia alegre de sentirme como si estuviera en diciembre de 2001 en Buenos Aires. Aún cuando en aquel entonces pagamos el costo de velar a nuestrxs muertxs, y aún cuando en Chile los disparos apuntaban a los rostros sin piedad, poder ser parte de la rebelión del pueblo siempre provoca exitación y felicidad. Aprender de los nuevos métodos de las primeras líneas chilenas era un plus que me deslumbraba y me hacía valorar esa revuelta aún más: los láseres masivos para dificultar la visión del enemigo, la organización en grupos móviles pequeños y ágiles, la capacidad de dialogar entre la multitud para saber cuándo avanzar y cuándo replegar… detalles que me resultaban más eficientes y mejor organizados que en nuestra rebelión dos décadas atrás.

Aunque el protagonismo de la lucha callejera durante aquellos meses finales de 2019 opacaba cualquier otro escenario, también allí encontré esas otras dimensiones fundamentales de las primeras líneas en un sentido más integral. La propia feria del libro organizada en un clima insurreccional permitió un activismo cultural y una solidaridad internacional que se complementaba de maravillas con el estallido. Las asambleas iban ganando espacio donde antes no había nada, y el nuevo protagonismo democrático en los barrios reforzaba las barricadas sumándoles el apoyo de la comunidad.

Las organizaciones que venían desarrollando un trabajo social y político de más largo aliento no detuvieron sus planes: pude encontrarme con lxs compas de Ukamau en las calles insurrectas, y también en el barrio Maestranza, donde el plan de viviendas mantuvo su ritmo y avanzó aún cuando todo parecía detenido por la revuelta. Durante las protestas, las brigadas de salud se especializaban en asistir heridos con un profesionalismo y una audacia que les obligaba a esquivar disparos, sabiendo que su rol no era responder la agresión, sino estar allí para garantizar la seguridad y la vida de los demás. Si bien para los medios y lxs fotógrafxs las primeras líneas eran los cabros y cabras de las barricadas, me sorprendió descubrir allí, en medio del humo de la rebelión, también esa otra dimensión más integral del poner el cuerpo, del compromiso con las ansias de revolución social.

En Colombia, donde los estallidos nacen de paros cívicos que se extienden por semanas y se masifican, vivencié una realidad similar. Entre plantones, bloqueos y tomas de ciudades surgió un magnífico activismo gráfico que combinó la tradición de muralismo callejero con la labor más organizada en torno a la campaña Puro Veneno, de denuncia del uribismo y la represión, que pobló de afiches ingeniosos, potentes y de alto vuelo artístico las calles de barrios y comunas. Con la popularidad que tuvo la idea de primera línea asociada a las barricadas, otros grupos sociales se sumaron con astucia y solidaridad. Durante la revuelta de 2019 se dio a conocer la primera línea ecuménica, integrada por un grupo de sacerdotes y pastores que realizan un activismo social en las barriadas periféricas. Claro que esos curas no se sumaban a tirar piedras y resistir la represión (tal vez en algún caso sí, esa es la ventaja de cubrirse el rostro en las protestas): pero al definirse como primeras líneas en los suyo, se convertían en referentes solidarios de una idea de compromiso de la que cualquier sector de la sociedad podía sentirse parte.

También se mostraron, organizadas y combativas, las mamás de las primeras líneas: mujeres jóvenes, muchas veces madres solteras o a cargo de sus hijxs, quienes a su modo y con sus tiempos de activismo dificultados por esa condición, también decidieron convertir en bandera de lucha su compromiso. Lo mismo hicieron quienes se mostraron con orgullo y combatividad como la primera línea trans – feminista – marikona.

Hubo incluso en las protestas una viejita en silla de ruedas que concitó todas las miradas y las felicitacones por su potente cartel: “Última línea, ¡no pasarán!”, escribió a mano alzada sobre un cartón. Más allá de las primeras líneas, por aquellos días de movilizaciones permanentes todo protagonismo o compromiso lograba un destacado lugar.

* * *

El recorrido que hicimos, desde Boquita el 20 de diciembre, pasando por Ramona y las mujeres organizadas ante la pandemia, la ejemplar resistencia del pueblo chileno y las formas diversas y creativas del compromiso en las protestas colombianas, nos da una dimensión más amplia de lo que suele reivindicarse como primera línea. Es digna de valoración la figura específica de la juventud combatiente de la barricadas, por supuesto. Sin embargo, bien puede entenderse como primeras líneas a los compromisos de vida con las necesidades y las luchas de nuestros pueblos de manera más integral, por lo general ejercidos en una diversidad de tareas, roles, espacios, territorios, que es justo destacar y visibilizar. 

Todo lo que tiene de audacia, entrega o sacrificio la militancia popular, solo ocasionalmente queda demostrado en la lucha callejera, en la audacia del enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Claro que en los momentos determinantes de la historia de lucha de nuestros pueblos hacia allí se desplaza el centro de gravedad. Es fundamental la confrontación contra los malos gobiernos y sus fuerzas de represión, sobre todo cuando esas batallas las protagonizan las masas: escenarios de ese tipo seguirán siendo imprescindibles para forjar un verdadero cambio social. 

La militancia de Darío Santillán, asociada por lo general a la actitud heroica de haber dado la vida en defensa de Maxi, el compañero caído, y de sus compañeros y compañeras que corrían riesgo aquel día en la Estación, se convirtió en un ícono incuestionable de nuestra generación. Más aún: su figura está incorporada ya a la historia digna de nuestro pueblo. Decir Darío es hablar de toda aquella fabulosa experiencia militante colectiva que marcó una época, y que, como sucede con algunas pocas figuras excepcionales en la historia, solemos sintetizar con la sola mención de un nombre.

Sin embargo, aún cuando ese gesto último condensa todo el humanismo, la sensibilidad y la entrega de la militancia en la que creemos, sería injusto subordinar, en nombre de la potencia del símbolo, su dimensión militante integral. Más allá de su último gesto, de su solidaridad extrema condensada en aquel momento trágico, son múltiples las primeras líneas en las que Darío, al igual que Ramona y las mujeres de las primeras líneas sanitarias, al igual que las travestis colombianas y las cabras de Santiago, forjó su compromiso de vida. Hay miles de formas válidas, necesarias, cotidianas e imprescindibles de multiplicar su ejemplo y continuar su lucha, como prometimos hacer, en medio del dolor y la rabia, un 26 de junio 20 años atrás.

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(*) El texto forma parte del libro Darío y Maxi. 20 junios(). La ilustración pertenece a Maximiliano Kosteki.

(* * ) Pablo Solana fue militante del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Lanús y vocero de la CTD Aníbal Verón el 26 de junio de 2002. Actualmente es editor de la revista Lanzas y Letras y La Fogata Editorial (Colombia).

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