De Darío y Maxi al ataque a Cristina: a qué temen los fascistas
Los días previos al atentado, ultraderechistas cercanos al magnicida fallido debatían sobre la inconveniencia de “matar a una o dos personas”, poniendo como ejemplo a Kosteki y Santillán. Saben que eso se les vuelve en contra, porque así lo demostró la movilización popular. Qué nos dice el ejemplo de Darío y Maxi a la hora de enfrentar al fascismo.
Miércoles 24 de agosto, una semana antes de la pistola en la cabeza de la vicepresidenta. Mientras la esquina de Juncal y Uruguay, en el barrio de Recoleta, se convierte en centro de manifestaciones permanentes, en un chat de Twitter Spaces un grupo de personas analiza las posibilidades de acción en estos términos:
–Esto se resuelve con sangre. Si este gobierno llega a tener uno o dos muertos, se cae –dice la usuaria Libertad #SOSCuba.
–Hay que matarlos. Ma-tar-los –agrega Jonathan Morel, administrador del chat y fundador del grupo de ultraderecha Revolución Federal.
–No hay que matarlos porque estos tipos lo que quieren ahora es otro Kosteki y Santillán, que terminaron teniendo el nombre de una estación de subte –le responde @saveclocktower, quien se confunde en el detalle: la estación es de trenes.
–Si no quieren eso, no mates dos, matá cien –sube la apuesta Gastón Guerra desde la cuenta Nación de Despojados.
Es la misma persona que 3 días después del chat y 4 días antes del ataque a la vicepresidenta estuvo en el balcón de su vecina, desde donde tuiteó: “debajo de mis pies está la mafiosa más grande de Argentina” y “si no la llevan presa, qué quilombo se va a armar”. Se ve que, ante la inconveniencia de atacar a un par de manifestantes y la imposibilidad de “matar cien”, sus camaradas se inclinaron por el magnicidio.
Chat en Twitter Spaces donde evalúan si matar a “uno o dos” manifestantes, o a cien.
La transcripción es parte del material que la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) presentó en la investigación. El audio con este diálogo fue publicado por El Cohete a la luna días atrás, el 11 de septiembre.
Detengámonos en el razonamiento de esta gente cuando analiza los métodos con los que se proponen generar conmoción social.
La idea de que “esto se resuelve con sangre”, con “uno o dos muertos” para que caiga el gobierno, remite a la presidencia de Eduardo Duhalde. Hablan de uno o dos muertos e inmediatamente mencionan a Kosteki y Santillán, por lo que queda claro que se refieren al asesinato de manifestantes.
Aún desde la precariedad política de sus planteos, el razonamiento que sigue remite a una condición de nuestra sociedad: la intolerancia a que maten personas por el solo hecho de protestar. Esto es así en los casos en que actúa la represión estatal (como sucedió con Darío y Maxi) pero también cuando actuaron patotas parapoliciales (como en el caso de Mariano Ferreyra).
Morel, el fundador de Revolución Federal, días antes del atentado a Cristina dijo: “lástima que a mí ya me conocen la cara porque si no sabés cómo me infiltro ahí una semana y espero que baje”. La lógica de infiltrar una manifestación para disparar un arma desde la multitud también tiene reminiscencias en la Masacre de Avellaneda. Aquella vez, el duhaldismo buscó encubrir los crímenes con el latiguillo “se mataron entre ellos”, instalando la idea de que, o bien los piqueteros estaban armados, o gente armada se les había infiltrado para disparar.
El momento político que se vivía cuando asesinaron a Darío y Maxi era muy distinto al actual, pero aun así la referencia que estas personas establecen tiene algún sentido: el de Duhalde era un gobierno políticamente débil, el de Alberto también lo es. El paralelismo les sirve para imaginar que, con “uno o dos muertos” en las calles, la gestión actual se podría desmoronar.
Pero el análisis sigue, porque las consecuencias políticas de la Masacre de Avellaneda no terminaron con los asesinatos y la entrega anticipada del mandato presidencial. En torno a Darío y Maxi se forjó una lucha por la reivindicación de la militancia popular que dejó la huella más profunda. Tanto, que hasta un grupo de fascistas sin muchas luces no la puede ignorar.
Efectivamente Kosteki y Santillán terminaron dando nombre a una estación, como dice uno de los participantes del chat. La estación de trenes que antes era Avellaneda y ahora lleva sus nombres es un símbolo político potente que sintetiza dos décadas de reivindicación inclaudicable de la militancia. En esa estación que molesta a estos fascistas, en el afecto que siente una parte importante de nuestro pueblo hacia Darío y Maxi, esos pibes combativos, revolucionarios, comprometidos con la lucha social, se sintetiza una fuerza tan potente que se convierte en un freno para quien piense en atacar violentamente a la movilización popular.
Volviendo al chat en cuestión: quieren voltear a un gobierno, pero en seguida advierten un riesgo mayor. Si atacan al pueblo, se les puede volver en contra. Temen al ejemplo y la dignidad que aún hoy proyectan las figuras de Kosteki y Santillán.
Duhalde ayer, Duhalde hoy. Caputo financista. ¿Dónde está el límite? Estos grupos ultraderechistas, neonazis, bravucones y peligrosos, como los que alentaron el ataque a Cristina, son la expresión actual más visible del fascismo en nuestro país. Pero ni son los únicos, ni son novedad.
Hace 20 años el fetiche facho era Seineldín, un milico carapintada ultranacionalista. También Aldo Rico, otro carapintada del que se habló en julio de este año porque, en medio de la crisis económica, llamó a los militares a “organizarse, porque la patria está en peligro”. En aquellos años previos a la Masacre de Avellaneda, hasta marzo de 2000, Rico había sido parte del gobierno del PJ en la provincia de Buenos Aires: otro fascista, el entonces gobernador Carlos Ruckauf, lo había designado ministro de Seguridad (después Rico volvió a la política en alianza con el kirchnerismo, en 2009, como concejal de San Miguel).
Otros nombres en la misma línea: Oscar Rodríguez, mano derecha de Duhalde en la SIDE cuando asesinan a Darío y Maxi; Alfredo Atanasof, instigador de la Masacre de Avellaneda; Juan José Álvarez, exintegrante de los servicios de inteligencia y Secretario de Seguridad de aquel gobierno; Carlos Soria, extitular de la SIDE duhaldista, promotor del discurso de la infiltración de las FARC; Luis Genoud, exministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, responsable político inmediato de Fanchiotti y de la bonaerense criminal.
Si de fascismo se trata, el gobierno de Duhalde concentró la más alta dosis de penetración en el Estado nacional por parte de personajes peligrosos para la democracia desde el 83 en adelante. (Recién con la llegada del macrismo al gobierno, la gestión de Patricia Bullrich en Seguridad se le puso a la par). La Masacre de Avellaneda fue un punto de inflexión por la respuesta popular, pero esa reacción social también proyectó un mensaje hacia las instituciones que no siempre quienes gobiernan han sabido escuchar: esos tipos en el poder del Estado, Nunca Más. Sin embargo, Duhalde en misa. En primera fila, como invitado especial.
El intento de magnicidio contra la principal referenta política en el país conmocionó a amplios sectores del pueblo, en especial a la militancia de su espacio, el kirchnerismo. Que el atentado haya fallado no aminora la urgencia de recalibrar la respuesta ante ese peligro aún latente. No se puede convivir alegremente con quienes buscan la muerte de los referentes populares.
Más allá del obvio refuerzo de la seguridad de las figuras públicas, urge excluir al fascismo del tan remanido “consenso democrático”. No se deben tolerar amenazas de muerte a dirigentes sindicales o piqueteros, bolsas mortuorias con el nombre de las Abuelas, ni provocadores con horcas y antorchas con reminiscencias del Ku Kux Klan. También los movimientos populares deberán ajustar sus criterios de seguridad.
De igual modo, el hecho que todavía nos conmueve debería llevar al conjunto de la dirigencia política democrática a repensar alianzas y tolerancias, también en el plano institucional. ¿Por qué este gobierno, y el kirchnerismo, mantienen en el radar de la fraternidad a figuras como la de Eduardo Duhalde, responsable político de una masacre, quien todavía debe rendir cuentas por el asesinato de dos militantes del campo popular?
Otro vínculo de los grupos ultraderechistas debería estremecer a quienes rodean a la vicepresidenta. El líder de Revolución Federal, moderador del chat que mostramos más arriba (el que dice “hay que matarlos, ma-tar-los”), reconoció haber recibido financiamiento por más de 1 millón 700 mil pesos de parte del Grupo Caputo. Aunque hay dudas si se trata de Nicolás Caputo, el “hermano del alma” de Macri, o de la familia de Luis Caputo, primo del primero y también funcionario del gobierno anterior, hay una línea que vincula a estos muchachos aspirantes a magnicidas con el PRO. En las últimas semanas el nombre de Nicolás Caputo apareció en boca de Cristina, al señalar los vínculos de éste con su exsecretario de Obras Públicas, José López, el de los bolsos en el convento. La mención pretendía enredar al macrismo en las causas de corrupción que involucran a su gobierno (López fue funcionario K por 12 años, todos los mandatos de Néstor y Cristina). Lo que pretendió ser un desmarque, fue en realidad muestra de complicidad. Ahora se sabe que la contraparte macrista de esa connivencia llegó incluso a derivar recursos a los instigadores del atentado en Recoleta.
En su reaparición pública, Cristina hizo una reivindicación del diálogo entre quienes piensan distinto, y puso como ejemplo al economista de derecha Carlos Melconian. Resulta entendible el diálogo con el adversario, incluso con el “enemigo” si se trata de pactar reglas para la batalla. Pero una cosa es asumir al enemigo, y otra muy distinta enredarse en alianzas con quien te quiere destruir, o garantizarle impunidad para que persista en su intención criminal. ¿Dónde piensan poner el límite?.
Duhalde no duda en bastardear las causas populares cada vez que la derecha arremete, aprovechando el descalabro del gobierno actual. Pero no es solo él: en el repaso anterior mencionamos a Atanasof, uno de los instigadores de la represión en Avellaneda 20 años atrás, hoy designado por este gobierno como embajador en Bulgaria. Atanasof, uno de los arietes del anticristinimo que en la última década se posicionó en el bando de la derecha peronista, más cerca de Pichetto que de cualquier otra facción. ¿Qué necesidad? Podrá decirse que esa embajada es un cargo menor, sin peso político, para una figura marginal. Entonces, Aníbal Fernández: otro involucrado en la Masacre de Avellaneda que goza de impunidad, a cargo de la Policía Federal y la custodia vicepresidencial… O el autoproclamado “hombre de derecha” Sergio Berni, el protegido primero de Cristina y ahora de Kicillof, como responsable político de la bonaerense, nido de mafias y garantía de connivencia con la criminalidad. ¿Hace falta hurgar más?
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La marca indeleble que dejó en la sociedad argentina la reacción popular tras la Masacre de Avellaneda “no fue magia”. Al igual que no lo fue la lucha sin concesiones de las Madres de Plaza de Mayo durante la dictadura primero, y entrada esta democracia de la derrota después. Como no lo es el reclamo permanente por justicia para Santiago Maldonado, ni la memoria de la Negra Micaela, o la lucha incesante ante cada caso de violencia contra el pueblo, ante los intentos de encubrimiento o impunidad.
La reivindicación de Darío y Maxi que, como muestra el chat que abre esta nota, preocupa a los fascistas y les pone un freno, es resultado de una lucha sostenida, pero, además, intransigente.
Ahí está la lección, para quien quiera tomar nota: no se puede simplemente ignorar al fascismo, dejarlo crecer, convivir con él, tolerarle la impunidad. Hay que enfrentarlo, sin medias tintas ni concesiones. Patricia Bullrich pudo alentar y encubrir crímenes como el de Santiago Maldonado, el de Rafael Nahuel o el accionar criminal del policía Chocobar, por que los “Duhalde” de la política gozan de impunidad. Y la impunidad es un búmeran: quien pretenda defender los intereses populares no debería dejar a los fachos sueltos, porque tarde o temprano se regeneran, resurgen, muerden la mano del que les dio amparo.
Nuestro pueblo no se puede permitir esa ingenuidad.
ANRed