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Argentina :: 22/12/2022

Diciembre de 2001, derechos humanos e impunidad: historias y memoria

Pablo Solana
Relatos de vida de las personas asesinadas durante el estallido, las puebladas que lo precedieron y lo que vino. La peligrosa vigencia de la impunidad

El contexto

A la hora de recordar a las personas asesinadas en protestas sociales, los medios hegemónicos difunden un puñado de nombres, como si se tratara de listas de supermercado. No les importa si se da por muerto a alguien que no falleció o se confunde la identidad de alguien más. Aunque se lxs mencione, la deshumanización de nuestrxs muertxs banaliza los crímenes de Estado. ¿Quiénes eran, a qué se dedicaban las personas que fueron asesinadas en las protestas de diciembre de 2001? ¿Por qué hay niñas y niños entre las víctimas de la represión? ¿Por qué resulta tan difícil saber la verdad, lograr que se investigue? ¿Las represiones anteriores al estallido permitían prever la violencia? ¿Qué pasó después, cuando el sistema retomó el equilibrio?

Las historias que siguen nos permiten conocer más de quienes apenas supimos a partir de que la represión les arrebató la vida. En el marco del estallido, la mayoría de las veces los disparos provinieron de fuerzas de seguridad del Estado; otras, la acción criminal surgió de particulares que actuaron en connivencia con esas fuerzas, como se vio durante los saqueos.

Al igual que en la actualidad, hace 20 años, los crímenes de Estado no provenían solamente de la represión a la protesta social: hubo otras violencias igual de letales, en la mayoría de los casos igual de impunes. En 2001, 1.008 personas fueron víctimas de gatillo fácil policial, es decir, más de 80 asesinatos por mes a manos del Estado, según un informe elaborado por la CORREPI.

Otras muertes fueron más silenciosas aún, aunque igual de trágicas.
El Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo difundió durante aquellos años la campaña El hambre es un crimen – Ni un pibe menos, para generar conciencia sobre un hecho intolerable: en el contexto de la crisis de 2001, un promedio de 25 niños, niñas y adolescentes morían cada día en el país por causas evitables.

Las organizaciones populares que luchan por un cambio social afirman que la condena a los verdugos del pueblo es un reclamo inclaudicable, pero no es un fin en sí mismo. Habrá verdadera justicia cuando, siguiendo los versos del cantautor nicaragüense Luis Enrique Mejía Godoy, podamos decir; “¡Buenos días! Sin mendigos en las calles”.

Claro que más lejos estaremos de cualquier horizonte de cambio social si no logramos dar de la mejor forma las batallas contra la impunidad.

Estos micro relatos recorren el “período 2001” en sentido amplio: iniciamos recuperando las historias de quienes fueron asesinados en el contexto del estallido, para luego ampliar a quienes padecieron la violencia previa y la que siguió hasta la Masacre de Avellaneda, en junio de 2002; allí, la rebelión social encontró un indudable punto de quiebre. Asumimos el recorte temporal como una luz que busca hacer foco en historias no siempre conocidas. Reflejan, en todos los casos, nuestra memoria, la memoria viva de nuestro pueblo.

Lxs 38 de aquel diciembre

19/12 sangriento en la provincia de Santa Fe

Graciela Acosta era una participante activa de la Comisión de Desocupados de Villa Gobernador Gálvez. Criaba a sus siete hijxs como podía, en medio del desastre. Solía andar con Mónica, su amiga, activando en el barrio. Con ella estaba el 19 de diciembre, entre la multitud que esperaba que le entregaran alimentos del supermercado La Gallega. Empezó la represión “sin ninguna razón y cuando la situación estaba en relativa calma”, según certificó una comisión investigadora tiempo después. Graciela dijo: “Están tirando”, y cayó víctima de un disparo, en brazos de su amiga. Tenía 35 años.

Otra Graciela, de apellido Machado, también andaba por allí. Vendía pastelitos y pan casero para alimentar a sus nueve hijxs, que no podían vivir solo de pan. Últimamente, había perdido mucho peso: un poco por su problema cardíaco resultado del Mal de Chagas, otro tanto por la mala alimentación. Ese viernes 19 estaba cerquita del supermercado, pensaba que algo le iba a tocar. Pero la violencia de la represión golpeó su débil estado de salud: se descompensó y murió camino al hospital de un ataque al corazón. Tenía 41 años.

El asesinato de Claudio Pocho Lepratti es uno de los más emblemáticos de aquellas jornadas. Era seminarista, delegado sindical y activista barrial: un militante integral. Un disparo certero a su garganta le quitó la vida cuando el 19 de diciembre de 2001, desde la terraza de la escuela 756 del barrio Las Flores, de Rosario, gritó a la patrulla policial que reprimía: “¡Bajen las armas, aquí solo hay pibes comiendo!”. Tenía 35 años.

Juan Delgado era albañil, papá de tres hijxs, la más grande de 4 años. El 19 de diciembre estaba en la esquina de Necochea y Pasco, en Rosario, como los demás, esperando a ver si les daban alimentos. “Porque la gente, lamentablemente, vamos a decir la verdad, estaba con hambre, ¿entendés?”, dice, pregunta, casi con vergüenza, su hermana Catalina. Ella está segura de dónde vinieron los seis perdigones de plomo y la bala 9 milímetros que le sacaron del cuerpo a su hermano: “Todos los disparos fueron de la policía”. Juan tenía 24 años.

Ricardo Villalba vivía en La Cerámica, en la periferia de Rosario hacia el norte, uno de esos barrios a los que se suele llamar villa. Tal vez, por eso, no sabemos mucho de él: apenas que desde allí salió el día de los saqueos y que terminó agonizando en el Hospital Centenario con una bala en la cabeza. Tenía 16 años.

Rubén Pereyra aprovechaba los sábados para vender los cartones y las botellas de vidrio que juntaba con el carro durante la semana. Estaba en pareja con María. Habían tenido una beba un año y medio atrás. Vivían en el barrio Las Flores, al sur de Rosario, cerca de la autopista. El 19 “había ido a saquear, trajo pañales y algo de comida”, recuerda su compañera. Cuando caía el día, fue con otros vecinos a ver si podían detener a unos camiones que, se anunciaba, llegarían a la ciudad con alimentos. Un disparo ahí, en la noche, en la ruta, le quitó la vida. Tenía 20 años.

Yanina García criaba y cuidaba con mucho esmero a Brenda, su beba que ya había cumplido dos años. Vivía en Bella Vista, una barriada no tan alejada del centro de Rosario. Allí también hubo saqueos. Cuando Yanina escuchó la batahola, recordó que Brenda estaba jugando en la vereda y salió a buscarla. Logró poner a resguardo a la pequeña, pero ella recibió un disparo. Tenía 18 años.

La familia de Marcelito Pacini bien podía conformar un equipo de fútbol completo: Miguel Ángel y Catalina Eduarda, papá y mamá; Víctor, Miguel, Jonatan, Héctor, María Inés, Nélida, Alejandra, Vanesa y Natalia, hermanxs. Lxs 11 vivían en la calle Carrasco al 10.000, en el barrio Cabaña Leiva, al norte de la capital de Santa Fe. Varios del equipo familiar fueron a ver si rescataban algo de los saqueos para llevar al hogar. A él, una bala de plomo le dio en el cuello. Era hincha de Unión y le gustaba bailar. Tenía 15 años.

Walter Campos era uno de esos pibes que no la llevaban fácil y, durante aquellos años de crisis, todo se había vuelto peor. Algunos días, como aquel 21 de diciembre, se lo podía ver por las calles de Empalme Graneros, la barriada al norte de la ciudad, con una bolsita de pegamento para aspirar. Así andaba esa tarde, viendo si le daban también a él un bolsón de alimentos que habían anunciado que irían a repartir. Pero la policía los corrió a él y a otros más, y una bala perforante, presuntamente de un fusil FAL, lo impactó por la espalda. Tenía 17 años.

Un décimo nombre en los listados habituales sobre las víctimas de la represión en Santa Fe es el de Sandra Ríos; incluso hay placas de homenaje que la nombran. Sin embargo, “no hay una víctima de apellido Ríos, al menos no en esos días”, afirma uno de los integrantes de la Comisión Investigadora que llevó a fondo el seguimiento de los casos en esa provincia. Al parecer, una confusión periodística sumó este nombre a la lista de las víctimas, cuando en realidad se trataría de una persona que brindó testimonio sobre la represión en Villa Gobernador Gálvez.

19 y 20 en Entre Ríos, Córdoba, Corrientes, Tucumán y Río Negro

La pequeña Eloísa Paniagua solía pasar los días de verano entre la escuela y los juegos en la calle. El barrio Macarrone, en Paraná, la capital de Entre Ríos, era tranquilo, pero por aquellos días todo se alteró. El 20 de diciembre hubo saqueos. Ella había ido con su padre, su hermana embarazada y su hermanito más chiquito a ver si rescataban algo de comida. Una bala le dio en la cabeza. Tenía 13 años.

Romina Iturain había pasado a tercer año del secundario. Tenía la dicha de vivir en un hogar donde al menos su padre tenía trabajo estable. El 20 de diciembre se encontraba en la casa de sus primas, en Paraná, Entre Ríos, a solo tres cuadras del hipermercado Walmart. Allí, la represión policial fue tanta que la policía corrió gente hasta la casa donde estaba Romina. Un disparo atravesó la ventana y le quitó la vida. Tenía 16 años.

José Daniel Rodríguez no tenía casa fija. Por aquellos días, estaba parando en lo de una familia amiga, en el barrio San Martín, en la periferia de Paraná, Entre Ríos. Militaba en la Corriente Clasista y Combativa, la CCC. Quienes lo conocieron dicen que iba a participar de los saqueos el día 19. Pero no se supo más de él. Solo circularon versiones: que lo habría levantado una camioneta policial, incluso que lo habrían visto en la comisaría de Bajada Grande, no muy lejos de donde vivía. Su cuerpo apareció diez días después, semi oculto en un pastizal, con orificios de bala. Tenía 25 años.

David Moreno había pasado a segundo año del secundario, no sin cierto esfuerzo: acababa de rendir ocho materias. Disfrutaba ir a pescar, pero más le gustaba el fútbol. Tanto que no le alcanzaba con un equipo: decía ser de Boca, de Belgrano y, en el barrio, de Peñarol. El 20 de diciembre lo mató una bala durante la represión en Villa Rivera Indarte, en Córdoba capital. Tenía 13 años.

Sergio Pedernera vivía con su familia en Villa El Libertador, también en Córdoba capital. Pudo sobrevivir a la bala que se le alojó en el tórax aquel 20 de diciembre, pero no a las secuelas que le quedaron de aquella herida. Su papá, laburante en la recolección de residuos, y su mamá, que trabajaba en un micro-emprendimiento, no pudieron pagar el tratamiento médico de rehabilitación. Murió un día después de la navidad de 2002. Cuando fue herido, tenía 16 años.

En algunos registros, la historia de Sergio se presentó erróneamente con el apellido Ferreyra, lo que hizo que figuraran tres nombres de personas asesinadas en Córdoba. Pero la investigación realizada por el “Espacio para la Memoria de la Rivera” en esa provincia confirma que no hubo un tal Sergio Ferreyra y que los fallecidos fueron dos.

Ramón Arapí había logrado trabajo de barrendero en el municipio de Corrientes. No era gran cosa, le pagaban apenas con un provisorio Plan Trabajar. El estallido no había logrado eco en Barrio Nuevo, donde vivía. Así que estaba, en la madrugada del 20 de diciembre, tomando unos tererés con su hermano y otros amigos en la esquina de su casa. Hasta que llegaron policías, los corrieron y a él lo asesinaron. Tenía 22 años.

Luis Fernández vivía con su compañera y su hija de 5 años. Se las arreglaba como podía: en el último tiempo, había conseguido poner un puesto de venta de sandías frente al hipermercado Libertad, en San Miguel de Tucumán. Ahí mismo se agolparon centenares de vecinos el 20 de diciembre para pedir alimentos y Luis se sumó. Hubo represión. “Vino un gendarme y le disparó desde cerquita”, afirma su compañera. Tenía 27 años.

Elvira Avaca le gustaba bailar. Disfrutaba del cuidado de los nietos que le había dado Daniela, su única hija. La tarde del 19 de diciembre fue a la plaza de Cipolletti, en Río Negro, donde Daniela vendía remeras estampadas. Hasta allí llegó la represión: un disparo policial le dio en la espalda. Tenía 46 años.

Las balas del 19 y 20 en el Gran Buenos Aires

Ariel Salas atendía una joyería en Almagro. Aquel 19 de diciembre, el patrón le propuso que cerraran temprano. Bajaba, aún de día, del colectivo 180 en la esquina de Maciel y Cristianía, cerca de su casa en La Matanza, cuando varios disparos dieron en su cuerpo: encontraron 30 perdigones compatibles con la escopeta de un comerciante que disparó a quienes se agolpaban para reclamar comida. Tenía 30 años.

En esa misma esquina, estaba el pibe Damián Ramírez. Pasaba los calurosos días sin clases de aquel diciembre en su barrio Ciudad Evita, en La Matanza. Miraba el lío junto a su madre cuando una bala 9 milímetros dio en su cabeza. Tenía 13 años.

Julito Flores ayudaba a su tío en el almacén, acomodando la mercadería en las góndolas. El mercado se llamaba Angelito y quedaba en el barrio Arco Iris, en Merlo. Los saqueos no empezaron en ese pequeño comercio de barrio, pero hasta allí llegaron los disparos. Tenía 15 años.

Roberto Gramajo estaba terminando la secundaria. Vivía en los monoblocks de Don Orione, en Almirante Brown. La noche del 19 de diciembre se dispuso a ir a la casa de su tío, allí cerca, para jugar a los jueguitos en la compu. De camino, pasó por el supermercado Nico, que habían saqueado más temprano. Terminaba el día y la Bonaerense les seguía disparando a los pibes cada tanto. Hubo corridas, una bala dio en su cabeza. Tenía 19 años.

Víctor Enrique se había acercado esa tarde a otro de los mercados de Don Orione, en Almirante Brown, que se llamaba Arca Noé. Quería, él también, llevarse algo de los saqueos. Allí quien disparó fue el dueño del comercio. Tenía 21 años.

Mariela Rosales vivía en Villa Centenario, Lomas de Zamora. El jueves 20, cuando la mayoría de los saqueos ya habían pasado, se acercó al supermercado Hola, donde se decía que iban a entregar alimentos. Pero también esa tarde hubo disparos. Tenía 28 años.

Cristian Legendre atendía un negocio con su hermano en Morón, en el oeste bonaerense, donde vivían. Su madre destaca que era hincha de Boca y que tenía “un gran corazón”. Con ella y otros hermanos estaba el 19 de diciembre, viendo las corridas de gente que pretendía saquear el mercado Stefi, ahí cerquita. “Quizá lo mataron por bueno, porque le dijo al que estaba con un arma que había pibes ahí, que no tirara”, recuerda su hermano. Recibió dos disparos de frente y, después, tres por la espalda. Tenía 22 años.

En el conurbano profundo, se pierde el rastro de algunas historias, difíciles de reconstruir después de tanto tiempo. Son nombres que figuran en las listas de los organismos de derechos humanos, que fueron certificados en su momento. Sin embargo, no hay mayores datos que nos permitan conocer a qué se dedicaban, qué soñaban ser más allá de la crisis y de la muerte que los devoró. Es el caso de Pablo Marcelo Guías, de quien solo se sabe que tenía 23 años y que fue asesinado el 19 de diciembre en un saqueo en San Francisco Solano, Quilmes. De Carlos Spinelli se sabe que tenía 25 años, que trabajaba en una mensajería en Malvinas Argentinas, al norte del conurbano, y que recibió un balazo desde un auto sin identificación. De José Vega se sabe que tenía 19 años y que cayó en el marco de los saqueos en Moreno, baleado por un comerciante. Por último, de Diego Ávila solo sabemos que era de Villa Fiorito, en Lomas de Zamora, y que tenía 24 años.

Sangre en el Congreso, la batalla por la Plaza de Mayo, balas en Ciudad Oculta y el eco trágico de Floresta

Jorge Cárdenas trabajaba como martillero público y había llegado a tener cinco inmobiliarias. “Era un romántico, me conozco todas las películas de Sandro por él”, cuenta su hija. Aquel 19 de diciembre le dijo a su hijo Martín: “Nos están robando el país, tenemos que echarlos a todos”. Encararon desde Merlo, donde vivían, hasta la capital. A las tres de la madrugada del nuevo día, un disparo dio en su ingle y otro en una pierna. Quedó tendido en las escalinatas del Congreso, chorreando sangre. Así empezó la represión criminal del 20 de diciembre. Lo salvaron en el momento, pero murió seis meses después. Tenía 52 años.

Después de terminar la secundaria en la Media 2 de Lanús, Carlos Petete Almirón se sumó a participar del Centro Popular 29 de Mayo, en Monte Chingolo, cerca de su casa. El nombre del centro social que lo atrajo remitía a otra rebelión popular, el Cordobazo. “Vos creías posible la realización de los sueños que se representaban en esas viejas banderas, porque confiabas inquebrantablemente en el poder popular”, lo recuerda Cherco, amigo y compañero de la CORREPI, donde Petete también militó. El 20 de diciembre fue de los más decididos entre sus compañeros a la hora de movilizar a la Plaza de Mayo, aún a sabiendas de la fuerte represión. Allí un disparo policial le arrebató la vida. Tenía 23 años.

Diego Lamagna trabajaba en una panadería, había tenido una banda de rock, pero su pasión era el ciclismo. Practicaba y competía en estilo libre (freestyle). No creía en el sistema político: desde su mayoría de edad habían pasado varias elecciones, pero solo había votado una vez. Eso sí, admiraba a las Madres de Plaza de Mayo. Cuando vio por la tele que las reprimían ese jueves 20 de diciembre, allá fue. Cayó muerto por la represión. Tenía 27 años.

Gastón Riva andaba preocupado porque la crisis económica le dificultaba la crianza de sus hijes Camila, Agustina y Matías, que tenían 2, 3 y 8 años. Compartía la angustia con su compañera Mari, en la casa que compartían en el Bajo Flores. Había sido echado de la metalúrgica Somisa. Ahora trabajaba con la moto en mensajería durante el día y repartiendo pizzas por las noches. El 20 fue parte de la resistencia que, sobre la marcha, fueron organizando los motoqueros en cada bocacalle. En la esquina de Avenida de Mayo y Tacuarí, fue alcanzado por un disparo policial. Tenía 29 años.

Gustavo Benedetto vivía con Olga, su madre, y Eliana, su hermana, en La Tablada, distrito de La Matanza, en el oeste bonaerense. Trabajaba en un supermercado, estudiaba teatro y quería ser profesor de historia. “Era un tipo muy amiguero”, recuerda Eliana. Cuando se enteró de las protestas, fue en colectivo al centro. Se sumó a quienes tiraban piedras frente al banco HSBC. Una bala desde el interior del lugar impactó en su cabeza. Tenía 23 años.

Alberto Márquez, el Gordo, era un militante peronista de toda la vida. En la década de 1970, había sido delegado sindical en Foetra. Junto a la Juventud Peronista cruzó el río Matanza bajo la lluvia para ir a recibir a Juan Domingo Perón en Ezeiza, en aquella fatídica jornada. Con la vuelta de la democracia, fue uno de los fundadores del Movimiento Revolucionario Peronista en San Martín, en el oeste del Gran Buenos Aires, donde vivía. Estaba orgulloso de haber sido abuelo. Dicen sus amigos que le tenía miedo a la muerte, “pero si hubiera tenido que elegir una forma para morir, hubiera sido esta, al lado de los que quería, enfrentando a los que siempre había enfrentado, luchando por una causa que valía la pena”, recuerda Néstor Otero. Lo alcanzó un disparo policial en Sarmiento y la 9 de julio, cerca del Obelisco. Tenía 57 años.

Mientras el foco de la rebelión estaba en el centro de la ciudad, en Ciudad Oculta, en Villa Lugano, la tarde del 20 la policía reprimió a los pibes, aunque no había saqueos. Un agente se ensañó con Rubén Aredes: terminó con cuatro disparos por la espalda. Tenía 24 años.

Cristian Gómez, el Gallego, era futbolero, hincha de River y también un poco de All Boys. Pero sobre todo, era músico. “Lo mío no son los estudios, es el arte”, le dijo una vez a su mamá. Tenía 25 años, escuchaba rock nacional y tenía su propia banda, La Guacha, donde tocaba el bajo. El día más importante de su vida fue cuando los fue a ver Semilla Buccarielli, el bajista de los Redondos. Maximiliano Tasca también tenía 25 años; no era músico, pero disfrutaba tocando el bombo en la murga Los Pecosos de Floresta, que ya había empezado los ensayos de carnaval. Estudiaba Relaciones Internacionales y estaba por recibirse. Adrián Matassa, de 23 años, estaba con ellos esa noche del 29 de diciembre. Tomaban algo en la estación de servicio del barrio, cuando la tele mostró una imagen poco usual de las movilizaciones de ese día: un grupo pateaba en el piso a un policía caído. Adrián, Cristian y Maxi rieron. “Se lo merecen, después de lo que hicieron el 20 en la Plaza”, dijo alguno de ellos en voz alta. Los escuchó el suboficial Juan de Dios Velaztiqui, un veterano policía de 62 años que hacía la seguridad ahí. Les gritó “¡Basta!” y los fusiló con disparos a la cabeza. A Cristian lo remató una vez caído. El hecho se conoció como la Masacre de Floresta.

La previa: los años que prefiguraron el estallido

Fue durante la larga década de 1990 cuando se cocinó a fuego lento la resistencia al neoliberalismo, que estalló en 2001. La lucha por justicia siempre es fundamental: represiones impunes solo preanuncian más represión. Recordemos estos nombres:

Patagonia rebelde

Víctor Choque pasó la mayor parte de su vida en la provincia de Salta. Allí hizo changas, sobrevivió como pudo. Andaba por los 30 años cuando le pasaron un dato: había trabajo en una fábrica, pero eso era en Ushuaia. Decidió migrar. Logró que lo tomaran en la Continental Fueguina S. A. Se casó y, de a poco, junto a su pareja, construyeron su casa propia. Pero la ilusión no duró: en 1995 la empresa lo despidió, a él y a muchos más. Durante la represión del 12 de abril de ese año, una bala de plomo dio en su cabeza. Tenía 35 años.

Teresa Rodríguez fue madre prematura: tuvo a su primera bebé a los 13 años. Hija de Miguel y Flor, padre jornalero y madre a cargo de un hogar humilde en el barrio Otaño, en Plaza Huincul, en Neuquén. Le gustaba escuchar a Gilda y a la Sole. “Era muy buena madre; cuando le pedían algo lo daba porque era solidaria”, recuerda Sandra, su hermana mayor. El 12 de abril de 1997, se quedó a un lado de la ruta 17, donde ya estaba desatada la represión.

Algunos dicen que había salido a trabajar, a limpiar la casa de una familia ahí cerca; otros, que había salido a comprar el pan o a buscar a su compañero, que estaba en las protestas. Un disparo proveniente de las filas policiales dio en su cuello. Tenía 27 años.

Corrientes de impunidad

Francisco Escobar iba a ser papá por tercera vez. Junto a su compañera, compartían una pequeña casa en Trujillo, uno de esos barrios de la periferia de la capital correntina con mala fama. Él trabajaba, era cartonero. El viernes 17 de diciembre de 1999, salió de su casa bien temprano. Después de las primeras horas de trabajo, se acercó a la protesta en el puente que une a la provincia de Chaco con Corrientes. La Gendarmería Nacional ya estaba disparando con plomo. Una bala calibre 22 perforó su aorta. Tenía 25 años.

Mauro Ojeda vivía en el barrio Primera Junta, cerca de la terminal de ómnibus de Corrientes. Compartía la casa con su mamá y sus hermanos. Solía limpiar parabrisas en los semáforos de la avenida Maipú. Le gustaba ir a las protestas, así que, cuando se cortó el puente, le avisó a su mamá que iría para allá. Aquel viernes, le mandó a decir a la vieja si podía hacer guiso de arroz para cuando llegara. La represión se puso fiera. La Gendarmería disparó con plomo desde temprano. Una bala calibre 22 le impactó en el corazón. Su madre contará, entre llantos, que el guiso quedó ese día ahí, sin que nadie se anime a tocarlo, enfriándose en la olla. Mauro tenía 19 años.

Salta: represión en serie y encubrimiento

El piquete necesitaba leña. El sol del mediodía de ese 9 de mayo del año 2000 apenas entibiaba un poco, así que la madera vendría bien para algunas fogatas. Alejandro Gómez y Orlando Justiniano se ofrecieron a ir a buscar ramas secas en la camioneta, junto a Luis Valdiviezo. Encararon hacia la zona más boscosa detrás del aeropuerto. En el camino, los emboscó una camioneta Trafic blanca. “El primero bajó con el uniforme de policía, de esos que usan en Salta capital”, contó después Luis, que en ese momento se largó a correr para ponerse a salvo. Aun así, lo persiguieron y le dispararon hasta lograr herirlo. Con el paso de las horas, se enteró de que los cuerpos de sus acompañantes aparecieron sin vida. Jacoba, la mamá de Alejandro, asegura que a los pibes los mandaron a matar para intimidar a quienes protestaban. Su hijo tenía 19 años; Orlando, 20.

Víctor Jofré estaba acostumbrado a toparse con piquetes. Paró el camión que manejaba y se resignó a esperar. El sector donde él estaba quedó en medio de los disparos con los que la Gendarmería emprendió el desalojo de la ruta, el 12 de mayo de 2000. Atrapado por los tiros y los gases, su corazón se asustó. Un paro cardíaco acabó con su vida justo cuando amanecía. Tenía 45 años.

“Mi marido era un hombre bueno, quiso ganarse el pan trabajando dignamente”, dice Enriqueta, quien compartía techo, vida y crianza de cinco hijxs con Aníbal Verón. Él estaba orgulloso de ser mecánico, quería seguir trabajando, pero lo despidieron después de pasar ocho meses sin cobrar su salario. Cuentan en Tartagal que, un día antes de caer asesinado, la empresa Atahualpa lo había convocado nuevamente al trabajo, pero no lo habían notificado directamente a él, sino que habían avisado por la radio, como quien pasa un saludo parroquial. Aníbal ese día ya estaba en el piquete, junto al centenar de despedidos. Nunca supo la noticia. “De todos modos, hubiera desconfiado. Él luchaba por la reincorporación de todos, no solo la suya”, explican quienes compartieron el piquete con él. Le gustaban tanto los picaditos de fútbol como el ambiente fraterno de las barricadas. “Iba al frente, en primera línea, con una gomera en su bolsillo, porque se sabe que acá siempre reprimen”, cuentan sus amigos. Durante el ataque de la policía y Gendarmería, el 10 de noviembre de 2000, una bala dio en su rostro. Tenía 37 años.

¿Había, acaso, angustia mayor que pudiera embargar a Carlos Santillán aquel domingo 17 de junio de 2001, Día del Padre, que ir a llorar al cementerio a su chiquita fallecida poco tiempo atrás? Durante esa jornada, intentaría reconfortarse con el saludo de su otra hija, de 5 años. O al menos eso pensó cuando inició su marcha al cementerio, bien temprano en la mañana. Sus pensamientos solo tenían lugar para esa dolorosa emoción, por lo que el piquete en la ruta nacional 34, a la vera del cementerio, era para él apenas parte del paisaje. Hasta que empezó la represión. Dispararon adentro del cementerio, una bala dio en su cabeza. Tenía 27 años. Oscar Barrios sí estaba en la protesta. Andaba sin trabajo, esperaba ser anotado en un plan de empleo si el reclamo tenía éxito. Una bala del mismo tipo de la que impactó en Santillán le dio en el tórax y cayó al piso. Tenía 17 años.

Lo que siguió: más tiros contra quienes protestan para cerrar el ciclo de la rebeldía

Con la Masacre de Avellaneda, el 26 de junio de 2002, los fuegos del estallido se aplacaron. Las luchas sociales continuaron, algunas se incrementaron, pero la radicalidad no fue la misma. Las clases dominantes procuraron cerrar el ciclo de la insurrección a los tiros y, en parte, lo lograron. Sin embargo, a la hora de evaluar las demandas y los horizontes que parió la rebelión, el 2001 es un proceso inconcluso, aún abierto. Ese proceso de transición también tuvo sus caídos.

Javier Barrionuevo vivía en El Jagüel, en el partido de Esteban Echeverría, cerca de Ezeiza. No tenía trabajo ni de dónde conseguir comida. En los piquetes de los desocupados, encontraba ollas populares, una fogata, compañía, fraternidad. Allí estaba la madrugada del 6 de febrero de 2002, cuando un tipo con vínculos con la comisaría local atropelló con su auto una de las barricadas, bajó y le disparó. Javier tenía 31 años.

Maxi Kosteki vivía en Guernica, en el partido de Presidente Perón, tercer cordón del conurbano. “El salió a la calle y encontró una familia: la música, el skate… Lo encontrabas en cualquier hora, en cualquier lugar”, recuerda Lucio, su amigo de correrías callejeras. Estudió pintura, grabado, escultura y se perfilaba como un artista popular con mucha identidad. Darío Santillán era un militante curtido, a pesar de su corta edad. Durante esos meses calientes de 2002, intentaba hacerse su casita en una toma de tierras que habían conquistado junto a lxs vecinxs del MTD de Lanús. Era vocero de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados “Aníbal Verón”. El 26 de junio fue a la movilización como uno de los responsables de la seguridad. Ese día, ambos fueron asesinados en lo que se conoció como Masacre de Avellaneda. Maxi tenía 23 años, Darío, 21.

Contra toda impunidad: la única lucha que se pierde…

… es la que se abandona. Eso nos enseñaron las queridas Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Así fue que, a fuerza de movilizaciones, escraches, protestas y militancia en todos los planos -de base, comunicativa, judicial-, en algunos casos, las víctimas de la represión tuvieron un poco de justicia. Decimos “un poco” porque, aun en la causa donde más se avanzó, la que investigó las muertes producidas en los alrededores de la Plaza de Mayo la tarde del 20 de diciembre, el máximo responsable, el ex presidente Fernando de la Rúa, fue absuelto. Pero es justo reconocer que hubo algunos logros contra la impunidad y tomarlos como referencia para otras luchas. Valorarlos, sobre todo, para ir a fondo en los casos en donde no hubo justicia o los procesos quedaron por la mitad (y justicia a medias, ya sabemos, no es justicia).

Por las muertes del 20 de diciembre en la Ciudad de Buenos Aires, fue condenado el ex secretario de Seguridad de la Nación, Enrique Mathov, a cuatro años y nueve meses de prisión. Fue la primera vez en la historia argentina que un funcionario político de alto rango tuvo condena penal por las consecuencias de una represión en democracia. También recibieron condenas los integrantes de la cúpula policial: los comisarios Rubén Santos, Raúl Andreozzi y Norberto Gaudiero. Los cuatro fueron encontrados culpables del homicidio culposo de Diego Lamagna, Gastón Riva y Petete Almirón. Sin embargo, la Cámara de Casación debe confirmar las penas para que queden firmes. “Estamos esperando llegar a una situación de mínima justicia”, declararon los familiares este 9 de diciembre de 2021. A 20 años, aún deben mantener la guardia en alto en los tribunales.

Otro juicio que logró sentencia en la ciudad de Buenos Aires fue el que se realizó contra el asesino de los pibes de Floresta. El ex policía Velaztiqui fue condenado a prisión perpetua por “triple crimen calificado por alevosía”.

Fue importante el juicio que se realizó a los autores materiales de la Masacre de Avellaneda, aunque la Justicia no avanzó con las responsabilidades políticas. A fuerza de movilizaciones, se logró la más alta condena en democracia -reclusión perpetua- a un Comisario Mayor. Mencionar a quienes dieron las órdenes o fueron cómplices de la represión es parte de la lucha contra la impunidad: el entonces presidente de la República, Eduardo Duhalde; el ex vicejefe de la SIDE, Oscar Rodríguez; el ex gobernador bonaerense, Felipe Solá; el ex ministro de Seguridad de la provincia, Luis Genoud; el ex jefe de Gabinete de Duhalde, Alfredo Atanasoff; el ex ministro de Justicia, Jorge Vanossi; el ex secretario general de la Presidencia, Aníbal Fernández; el ex secretario de Seguridad Interior, Juan José Álvarez; el ex ministro del Interior, Jorge Matzkin. Todos ellos llevarán, por siempre, la condena popular asociada a sus nombres.

Volviendo a las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001: otra de las ciudades en donde la policía asesinó con saña fue Rosario. Por el asesinato del Pocho Lepratti, fue condenado a 14 años el agente Esteban Velázquez; y por el de Graciela Acosta, el policía Luis Quiroz. Las circunstancias en que fue acribillado Walter Campos se esclarecieron, pero no hubo condena al policía que le disparó. Los crímenes de Rubén Pereyra, Yanina García, Juan Delgado, Ricardo Villalba y la muerte de Graciela Machado quedaron impunes. Además, no se investigaron las responsabilidades políticas de la represión letal coordinada a nivel provincial. Ningún juez quiso sentar en el banquillo al entonces gobernador Carlos Reutemann ni a sus funcionarios de seguridad.

En el caso del pibe Marcelo Pacini, asesinado en la ciudad de Santa Fe, a pesar de las declaraciones de los testigos, el juez de instrucción determinó que no se podía establecer quién había disparado y cerró la causa.

En Paraná, Entre Ríos, se comprobó que el cabo Silvio Martínez, de la policía provincial, disparó la bala que mató a la pequeña Rosa Eloísa; fue condenado a diez años de cárcel. En cambio, la Justicia no estableció quién mató a Romina Iturain ni a José Rodríguez. Por estos tres asesinatos, los organismos de derechos humanos pidieron enjuiciar al ex gobernador radical Sergio Montiel, pero ni siquiera fue llamado a declarar.

De los asesinatos provocados por la represión en la ciudad de Córdoba, solo uno logró ir a juicio. Después de dilaciones y chicanas jurídicas, recién en 2017 se pudo comprobar que fue el policía Hugo Cánovas quien disparó con una escopeta calibre 12/70 sobre las personas que reclamaban comida y asesinó al pibe David Moreno. Fue condenado a 12 años y ocho meses de cárcel. No se investigó, en cambio, quién mató a Sergio Pedernera. Tampoco se indagó en las responsabilidades políticas del gobernador Juan Manuel De la Sota.

En la provincia de Corrientes se dieron dos realidades opuestas. Por un lado, en 2012, se condenó a 20 años de prisión al policía provincial José Ramírez por el asesinato de Ramón Arapí; otros cuatro policías fueron penados con cinco años de prisión efectiva y uno más con dos años en suspenso, todos por encubrimiento agravado. Por otro, la represión de 1999 en el puente interprovincial quedó completamente impune. El entonces comandante de Gendarmería, Ricardo Chiappe, aseguró haber reprimido siguiendo directivas del gobierno nacional. El ministro de Interior, responsable de las fuerzas federales, era el radical Federico Storani. Pese a la gravedad de los crímenes, la Justicia Federal no imputó a ningún agente ni funcionario. La CORREPI realizó, en 2005, una denuncia por denegación de justicia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). A pesar de ello, el Estado nunca respondió por los asesinatos de Mauro y Francisco, ni por las heridas con balas de plomo a otros 18 manifestantes.

En Cipolletti, Río Negro, el asesinato de Elvira Avaca en diciembre de 2001 quedó impune: un juez ordenó secuestrar las armas policiales, pero no avanzó la investigación. Los otros dos hechos que se dieron en la Patagonia en este período sí fueron investigados, al menos en sus responsabilidades materiales. Por el asesinato de Víctor Choque, en Tierra del Fuego, fue condenado a nueve años de prisión el policía Félix Polo; el gobernador José Estabillo, responsable de la represión, no fue juzgado. Por el asesinato de Teresa Rodríguez, en Neuquén, la investigación criminal fue seria: se realizaron peritajes sofisticados que buscaron establecer cuál de los policías disparó la bala mortal; no se pudieron confirmar las sospechas sobre el suboficial Hugo Rudolf, que estaba procesado y terminó absuelto. No hubo instancias que permitieran avanzar en las responsabilidades políticas de la represión. El crimen de Luis Fernández, en Tucumán, no fue siquiera investigado.

Donde la impunidad campeó a sus anchas, sin ningún atisbo de contrapeso, fue en Salta. No hubo investigación judicial sobre las circunstancias que rodearon las muertes de Alejandro Gómez, Orlando Justiniano y el camionero Víctor Jofré. En el caso de Aníbal Verón, el encubrimiento del crimen pasó por las manos de Abel Cornejo, quien fue juez y también fue parte: siendo el magistrado interviniente, primero ordenó reprimir y después se declaró competente para investigar el asesinato provocado por la represión. Un informe de la policía de la provincia señala que recibieron directivas “del señor gobernador” Juan Carlos Romero, cuñado del dueño de la empresa Atahualpa, que había despedido a los trabajadores sobre quienes se efectuaron los disparos. Las balas que mataron a Oscar Barrios y Carlos Santillán provinieron de la Gendarmería Nacional; Ramón Mestre era el ministro de Interior, responsable del accionar de la fuerza y nunca dio explicaciones. Seis muertes en distintas protestas. ¿Ningún agente o funcionario fue seriamente investigado y condenado? La respuesta la da Marco Díaz Muñoz, quien más investigó la represión desde su rol de periodista local: “No. Las investigaciones están a cargo de las fuerzas de seguridad; los jueces y fiscales son los mismos de la dictadura”.

En el conurbano bonaerense, los resultados de la búsqueda de justicia fueron tan pobres como las barriadas en donde ocurrieron las muertes. Por el asesinato del pibe Damián Ramírez, fue condenado a seis años de prisión el ex prefecto Bernardo Joulie y, por el de Ariel Salas, el comerciante Luis Mazzi recibió 15 años de pena. Otro dueño de un supermercado, Ángel Villanueva, asesino de Víctor Enrique, fue a juicio por “homicidio y tenencia ilegal de arma de guerra”, pero terminó absuelto en 2006. También se llevó a juicio a los presuntos matadores de Julito Flores; recibieron condenas menores tres personas por “robo agravado por uso de armas”. Por el asesinato de Cristian Legendre, fue declarado culpable Miguel Lentini, padre de la dueña de un supermercado, aunque no fue a prisión porque sus abogados lograron apelar el fallo. Por el disparo que causó la muerte de Mariela Rosales, fue imputado Víctor Lepore, el dueño del comercio que estaba siendo saqueado. Nada se investigó, en cambio, sobre las muertes de Roberto Gramajo, Pablo Guías, Carlos Spinelli, José Vega y Diego Ávila. El asesinato de Javier Barrionuevo, un mes y medio después del 20 de diciembre, también quedaría impune: aunque se llevó a juicio a Jorge Bogado, un protegido de la policía y del ex intendente de Ezeiza, Alejandro Granados, el fiscal Pablo Pando desestimó las pruebas y las declaraciones de los testigos presenciales, y el responsable de la muerte de Javier terminó absuelto.

Memoria viva

Familiares organizadxs, murales por doquier, canciones, espacios públicos rebautizados con los nombres de quienes fueron asesinados por el Estado, banderas en las movilizaciones con sus nombres: son múltiples y creativas las formas que toma la memoria. Más allá de las dificultades para lograr justicia y de las reivindicaciones en cada caso, hay un acumulado social, un rechazo ante hechos represivos que, con los años, se convirtió en impedimento -o al menos en freno provisorio- para quienes tienen como política reprimir la protesta social.

Lxs que cayeron siguen iluminando los caminos por recorrer, son un faro imprescindible contra la impunidad. De ahí en más, será tarea nuestra honrar sus memorias, continuar las luchas por un cambio social.

La Tinta

 

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