Diez años de la masacre de Odessa
Temporada de aniversarios, la actual primavera conmemora los diez años de eventos que han cambiado el desarrollo de los acontecimientos a nivel local, nacional y, en muchos casos, también internacional. El golpe de estado de Maidan dio el pistoletazo de salida a una cadena de hechos que, poco a poco, han creado un conflicto con componentes internos y externos que finalmente dio lugar a la guerra de 2022.
Nada fue inevitable y no hay una línea recta entre el 24 de febrero de 2014 y el mismo día ocho años después, sino que hay un camino con múltiples cambios de dirección en los que siempre hubo una salida diferente que no se tomó. Paso a paso, sin que existiera la voluntad de reconocer los potenciales puntos de inflexión que pudieron haber detenido la escalada, las circunstancias llevaron a decisiones políticas que hicieron inevitable la guerra de hace diez años, predecesora de la actual. En esa deriva que llevó a la catástrofe primero a Donbass y después a toda Ucrania, juega un papel especial el 2 de mayo del que ahora se cumple una década.
Uno de los focos informativos de mayor interés a nivel continental en aquel momento, Ucrania concentraba entonces a grandes cifras de corresponsales extranjeros que habían cubierto el proceso de autosecesión y adhesión a Rusia de Crimea y posteriormente las protestas de Donbass, que rápidamente dieron lugar a una situación revolucionaria en la que el Estado perdió el monopolio del uso de la fuerza y el control efectivo del territorio.
Ante la posibilidad de que se repitiera el escenario de Crimea y a la espera de los hombrecillos de verde rusos, periodistas políticos y también de guerra se concentraban en Donetsk, Járkov, Odessa o Slavyansk en busca de titulares e historias de portada con las que labrar una carrera. El 2 de mayo, los grandes medios que habían empleado más recursos en lo que ya parecía la historia más importante de ese año consiguieron estar presentes sobre el terreno en los dos lugares en los que estaban dándose pasos que iban a ser definitivos. “Enfrentamientos en Odessa: docenas de muertos tras el incendio en un edificio”, titulaban Howard Amos en Odessa y Harriet Salem en Slavyansk para The Guardian.
Amos, desde el Campo de Kulikovo fue uno de los primeros periodistas en alertar de la violencia que estaba produciéndose. Testigo privilegiado de lo ocurrido, pudo narrar en directo lo que iba a ser una masacre. A centenares de kilómetros, Salem añadía que “el ministro del Interior Arsen Avakov afirmó que las fuerzas ucranianas han tomado el control de la torre de la televisión en Kramatorsk, cerca del fortín rebelde de Slavyansk, donde se ha producido una dura lucha”. Eran los primeros combates de una guerra que ya no se detendría en Donbass y sin la que no puede entenderse la situación actual. “No nos detendremos”, añadía Avakov.
Las intenciones de Ucrania estaban claras y ningún argumento iba a modificar esa deriva. Tampoco una masacre que debió abrir los ojos de todo gobierno mínimamente razonable. Incluso en aquel momento, era posible detener la violencia y volver a un escenario de diálogo que impidiera un mayor derramamiento de sangre. Las dramáticas imágenes que pudieron verse en los medios de comunicación tras el 2 de mayo debieron ser argumento suficiente para que tanto desde el Gobierno ucraniano como de sus aliados se produjera un cambio. Sin embargo, al igual que en Maidan, la muerte se convirtió en argumento de escalada, no de necesidad de impedirla. En ese sentido, si la centuria celestial fue el detonante último del golpe de estado, las 50 muertes en la Casa de los Sindicatos de Odessa fueron solo el preludio de la guerra.
Aquel día y la semana posterior mostraron las líneas rojas que el régimen ucraniano y la extrema derecha que había actuado de fuerza de choque de Maidan estaban dispuestos a cruzar. La agenda ultranacionalista del ejecutivo nacido del golpe de estado había quedado clara desde el primer día, con el intento de revocar la ley sobre el uso de la lengua para retirar la cooficialidad regional al ruso, vehicular en esos oblasts, pero la actuación gubernamental alrededor de los sucesos de Odessa mostró los límites hasta los que llegaba esa postura. No se trataba únicamente de reconstruir el país al servicio del nacionalismo y reescribir su historia para oficializar el discurso ultranacionalista como único discurso nacional posible, sino de permitir que la extrema derecha actuara en nombre del Estado para acabar físicamente con todo grupo que defendiera otro camino.
Lo ocurrido en Odessa era la máxima expresión del uso de la extrema derecha para hacer aquello que el Estado no era capaz de hacer que se había dado hasta el momento. En Járkov, una gran ciudad con presencia tanto de actores prorrusos como de la extrema derecha nacionalista, las autoridades utilizaron lo que iba a ser el germen del Azov de Andriy Biletsky para acabar con todo intento de imitar lo ocurrido en Donetsk y Lugansk, ciudades en las que la escasa implantación del nacionalismo no fue capaz de presentar alternativa ni batalla a las protestas antigubernamentales.
En Odessa, una ciudad en la que la identidad local domina por encima de la identificación cultural rusa o el nacionalismo ucraniano, la división era muy diferente. Pero, ante todo, la gran diferencia era que no había un solo grupo de extrema derecha capaz de presentar oposición al ecléctico y diverso grupo que se formó a lo largo de la primavera de 2014 en el Campo de Kulikovo. Aquel movimiento, que frente a las acusaciones de separatismo que se utilizaron por parte del régimen y la extrema derecha que actuaba bajo sus auspicios, buscaba únicamente firmas para un referéndum de federalización del país, fue el centro de una campaña política y mediática de demonización de toda opción alternativa al nacionalismo que empezaba a imponerse desde Kiev.
Formado por grupos tan diversos que era difícil atisbar una coherencia política que pudiera hacer de él un germen de movimiento político más allá de ese objetivo común, colaboraban comunistas, anarquistas, remanentes locales del Partido de las Regiones a título individual y nacionalistas rusos. El riesgo de que esa configuración fuera a unirse para algo más allá o de que fuera a ser apoyado militarmente por Rusia -que no tenía el acceso a la ciudad que había tenido en Crimea o que podría tener en Donbass- era inexistente.
Sin embargo, la idea de una contrapropuesta que hiciera sombra a la idea del nacionalismo centralista que llegaba de Kiev era suficiente amenaza para el régimen de Maidan, aún débil y tan incoherente internamente como Kulikovo. Así ha de entenderse la campaña de desprestigio y demonización de todo aquello relacionado con ese movimiento, pero también con la actitud de la ciudad de Odessa en general, que se produjo a lo largo de la primavera de 2014 y que fue el preludio del intento de destruir el campamento por la fuerza.
A lo largo del mes de abril proliferaron en las redes los mensajes llamando a defender Odessa, dando por hecha una invasión que llegaría, por increíble que pudiera parecer a cualquiera con un mínimo conocimiento de la agrupación rusa allí, de Transnistria (Moldavia). Infiltración, desestabilización o invasión desde Tiraspol, sumados a la alerta de separatismo interno fueron los argumentos utilizados por Svoboda, entonces en el Gobierno, y otros grupos políticos y paramilitares para exigir movilización y creación de grupos de vigilantes -en el sentido estadounidense del término- para evitar el escenario Crimea.
La demonización de toda alternativa al discurso oficial de Maidan y la facilidad con la que esos mensajes de odio hacia una parte de la población del país se consolidaban en el ámbito informativo crearon la situación de tensión necesaria para que estallara la violencia. Cuando lo hizo, apenas unos días después de que la extrema derecha llamara a la movilización en Odessa y Andriy Parubiy, entonces presidente del Consejo de Seguridad Nacional y Defensa llegara a la ciudad para entregar chalecos antibalas a los suyos y advertir de los planes rusos, el Estado actuó sin hacerlo.
Sin suficiente fuerza para acabar con el movimiento de Kulikovo de forma autónoma, la extrema derecha local necesitó de un apoyo externo que se gestó gracias a la conexión futbolística. El partido entre el Chernomorets local y el Metalist de Járkov hizo posible la llegada masiva de grupos de extrema derecha que rápidamente se movilizaron en el centro de la ciudad. Mientras Kulikovo realizaba su actividad política frente a la Casa de los Sindicatos, la extrema derecha nacionalista se concentraba en el centro de la ciudad, frente a su catedral. El componente de defensa de los intereses de ciertas clases es un elemento que siempre fue claro, pero al que no se prestó la atención debida.
Tras meses de tensión incitada por sectores afines al Gobierno y sin una actuación del Estado para evitarlo, el enfrentamiento era prácticamente inevitable. Tras los disturbios en el centro de la ciudad llegó el plato fuerte: el ataque de la extrema derecha al Campo de Kulikovo, con la clara intención de destruir tanto el campamento como la alternativa política. Ante la masa humana armada con diferentes tipos de instrumentos que se aproximaba desde el centro de la ciudad, donde aquella mañana se habían producido ya varias muertes, la voz más reconocible de Kulikovo, el diputado Vyacheslav Markin, exmiembro del Partido de las Regiones, tomó la iniciativa y apeló a menores, mayores y mujeres a abandonar el lugar.
Ante el ataque, la única alternativa real era protegerse en el edificio más cercano, el de la Casa de los Sindicatos. Pero las intenciones de al menos una parte de esas fuerzas de choque de la extrema derecha iban más allá de destruir un campamento, como atestigua el hecho de que los accesos laterales quedaran bloqueados y los activistas, sindicalistas y ciudadanos de a pie quedaran atrapados en el edificio sin más salida que saltar por las ventanas. Los cócteles Molotov lanzados desde el exterior hicieron el resto.
El incendio de la planta causó caos y, sin poder abandonar el lugar, los activistas se protegieron en pisos superiores, donde también se propagó el fuego. Todo ello ocurrió sin la intervención de los bomberos, a apenas cuatro manzanas de distancia, y ante las miradas de la extrema derecha, que solo al final, gestada ya la masacre, ayudó a salir del edificio a un puñado de personas después de haber apaleado, en algunos casos hasta la muerte, a supervivientes que habían saltado por las ventanas.
Los días posteriores a la masacre fueron tan representativos como los propios hechos, en los que murieron quemadas vivas, debido a la caída o apaleados posteriormente, 50 personas. Las detenciones no afectaron a quienes encerraron en un edificio en llamas a docenas de personas y no actuaron hasta consumada la ya tragedia para socorrerles sino a víctimas y supervivientes. Ucrania culpó del incendio al viento o a los cócteles Molotov lanzados por activistas de Kulikovo desde el tejado de la Casa de los Sindicatos hacia el exterior. Todo menos admitir que el fuego había sido causado por los cócteles Molotov preparados en el exterior y lanzados a un edificio cerrado y bloqueado por la extrema derecha, cuya labor era actuar para el régimen destruyendo a un grupo que había lanzado al debate político la idea de la federalización, opuesta al centralismo nacionalista que Maidan trabajaba para imponer.
En esos días posteriores a la masacre de Odessa pudo observarse la razón de ser de la extrema derecha: actuar por y para el Estado allí donde las autoridades no podían hacerlo. Lo que no consiguió la extrema derecha lo hizo posteriormente la policía, deteniendo a supervivientes y activistas que no habían huido ya de la ciudad ante la amenaza explícita de los grupos paramilitares nacionalistas. El movimiento federalista de Odessa, y con él la posibilidad de una discusión pública sobre la posibilidad de un modelo más descentralizado, quedó derrotado y demonizado, caricaturizado como una herramienta de Moscú. Ante el silencio del Estado, el desinterés y desprecio absoluto por las víctimas no nacionalistas, la extrema derecha impuso con facilidad la idea del 2 de mayo en Odessa como una victoria sin paliativos contra la mano de Moscú. Asesinar a compatriotas, residentes de Odessa cuyo pecado era pensar diferente, fue presentado como una defensa.
Al otro lado de lo que comenzaba ya a ser un frente de guerra, la masacre de Odessa se percibió de forma completamente diferente. Era el final de la ilusión de la posibilidad de una Ucrania no necesariamente antirrusa y en la que la identidad cultural no tuviera que verse subordinada a un ultranacionalismo que se veía como algo ajeno.
En ese sentido, Odessa era el argumento más repetido de milicianos y milicianas ante la pregunta de los periodistas de por qué habían tomado las armas para defender a las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk en 2014, creadas precisamente contra esa nueva forma de entender el Estado y su razón de ser. El 2 de mayo se convirtió así en el acontecimiento que polarizó definitivamente a la sociedad y marcó el punto de no retorno y el inicio de una deriva que ha resultado catastrófica para el país y para su población.
slavyangrad.es