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Europa, EE.UU., Mundo :: 22/12/2023

Dios, Patria, Familia… combustibles fósiles y energía nuclear

Marco Bascetta
La "ideología" de los combustibles fósiles y nucleares tiene un modelo ganador de cohesión nacionalista contrapuesto a la preocupación globalista

Hora es de poner al día el clásico lema conservador: a "Dios, Patria y Familia" debería añadírsele "Combustibles Fósiles y Energía Nuclear".

Esto no resulta nada sorprendente. Hoy en día, cuando hablamos de "tradición", no nos referimos a nuestros remotos orígenes ancestrales, sino a los hábitos y modos de vida que hemos heredado de la Revolución Industrial. Nuestras tradiciones son el carbón, el petróleo, los plásticos, los pesticidas, la ganadería intensiva, la deforestación, las grandes concentraciones industriales, el consumo desenfrenado de terreno, etcétera, etcétera. Y estas son las tradiciones que los conservadores quieren conservar.

Así que no hay nada sorprendente en el hecho de que las derechas de todo el mundo, aunque tengan historias muy diferentes y vivan en entornos muy distintos, estén unidos en su oposición a la llamada transición ecológica.

Sus posiciones van desde la negación radical del cambio climático hasta predicciones escandalosamente optimistas sobre cuándo ocurrirá realmente, pasando por una fe desenfrenada en tecnologías, como la captura y el almacenamiento de gases de efecto invernadero, que les permitirían continuar tranquilamente con las emisiones.

De Trump a Bolsonaro y Milei, de la derecha europea a Zelenski y, por supuesto, los países productores de combustibles fósiles de Oriente Medio, el estribillo es siempre el mismo. Y lo seguirá siendo después de las esperanzas "históricas" sobre las que la ONU ha logrado ponerse de acuerdo en Dubái, donde un futuro alejamiento del petróleo y el carbón ha resultado imposible de expresar hasta con palabras.

Los éxitos electorales de las derechas nacionalistas, sobre todo en Europa y América, se explican en gran medida por su hostilidad hacia una transformación ecológica de la economía. Existe un fuerte vínculo interclasista que aúna los intereses de la gran industria, extractiva y consumista, con los del ciudadano pobre de a pie, que de otro modo tendría que cambiar de coche o de caldera, y con la preocupación de los trabajadores y los sindicatos por preservar puestos de trabajo, o de los agricultores temerosos de quedarse sin los productos químicos que aumentan su rendimiento.

Por muy preocupante que parezca el futuro, hay que asegurarse el apoyo aquí y ahora. Y la derecha tiene un modelo ganador de cohesión nacionalista contrapuesto a la preocupación globalista y "cosmopolita" por la salud del planeta a costa de las "naciones". También ha sabido aprovechar la reacción generada por las políticas ecológicas, a menudo descargadas precipitadamente sobre los hombros de los ciudadanos de a pie, o por soluciones tecnológicas y estilos de vida elitistas que están claramente fuera del alcance de la mayoría.

Hoy la bandera antiecológica la enarbola la derecha; pero tampoco la socialdemocracia europea y la 'izquierda', aficionadas al desarrollo cuantitativo y a las grandes concentraciones industriales, han sido campeones del equilibrio ecológico, que suelen acabar añadido a sus programas en el último minuto, entre excepciones y expresiones de cautela.

Pero lo que se "conserva" con los combustibles fósiles, y aún más con la energía nuclear, no es sólo una enorme constelación de beneficios y rentas, sino una poderosa economía de escala, un mecanismo de concentración de capital y un modelo de control.

Las energías renovables han sido durante mucho tiempo condenadas al ostracismo, menospreciadas y marginadas porque podrían representar un sistema energético policéntrico, organizado localmente, incluso autogestionado, no sólo independiente de los proveedores de combustible, sino también fuera del control y de las intrigas opacas de las grandes empresas y los políticos.

Basta con mirar todos los conceptos de una factura de servicios públicos para comprobar el poder de imposición unilateral y de chantaje que ejercen sobre los usuarios los grandes circuitos de distribución de energía.

Este modelo centralista basado en la imposición funciona aún mejor en el caso de la energía nuclear. Por eso la nuclear es básicamente la única alternativa a los combustibles fósiles que los poderosos están dispuestos a considerar.

Los inconvenientes, los accidentes y los altos costes son bien conocidos. Pero aunque ahora se habla de pequeñas centrales nucleares locales (no está claro hasta qué punto de modo honesto y realista), la energía nuclear sigue exigiendo largos plazos, grandes inversiones y un control férreo.

En 1977, el ensayista austriaco Robert Jungk publicó un libro titulado El Estado atómico [ed. española: Crítica, Barcelona, 1980, trad. de Toni Domènech], que fue muy aclamado en su momento. Sostenía que la gestión de la energía atómica requeriría de un Estado autoritario, cuando no de una dictadura absoluta (y no se refería a la URSS).

Ciertamente, esto resultó ser en parte una exageración -aunque parecía estar respaldada por las grandes e insalubres centrales de la época y por el propio capitalismo-, pero no deja de ser cierto que un sistema de centrales nucleares sólo se puede gestionar y supervisar por parte de un poder de control centralizado y unificado. La contigüidad de la tecnología con el empleo militar y las cuestiones de seguridad implicadas exigen necesariamente que la energía nuclear sea competencia de una agencia especializada vigilada de cerca por el Estado.

Esta combinación de concentración de poder y autonomía nacional (ignorando el hecho de que no todo el mundo tiene uranio a su disposición) encaja perfectamente con las mitologías de las derechas, independientemente de los altos costes y los largos plazos de una reconversión nuclear que se hace pasar retóricamente como la solución a todos los problemas.

Mientras tanto, las energías renovables, que reciben abundantes alabanzas, pregones y adulación, se mantienen alejadas del centro del sistema energético, un retraso con terribles consecuencias. Se les permite entrar como un mercado más, pero la concentración de la producción energética, con sus combustibles, seguirá luchando por cada palmo de terreno a lo largo de decenas de años.

il manifesto

 

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