EEUU y la guerra secreta contra Venezuela
A poco más de un mes de las elecciones presidenciales, Venezuela se encuentra en estado de paz y calma relativos, no obstante los intentos desestabilizadores de EEUU, responsable último del sabotaje realizado el 30 de agosto, en contubernio con agentes locales de la extrema derecha local, contra la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar (Guri), que pretendía inutilizarla de manera permanente y dejar sin electricidad vastas zonas del país, incluida Caracas, la capital.
Ubicado en el estado Bolívar, el embalse de Guri es la principal fuente eléctrica en Venezuela. Dicha infraestructura sufrió una combinación de ataques electromagnéticos y cibernéticos en 2019, en el marco de la autoproclamación del títere Juan Guaidó como presidente encargado del país (sin ningún conteo de actas), dejando sin el servicio a 80 por ciento del país durante varios días.
Como parte de una guerra asimétrica sin reglas ni campo de batalla, el ataque criminal al Guri −el mayor registrado en la historia contra esa central hidroeléctrica− forma parte de las acciones encubiertas de Washington, concebidas como una estrategia más amplia que se despliega en múltiples frentes contra Venezuela.
Uno de esos frentes, denunció el 28 de agosto el embajador Samuel Moncada, representante venezolano ante la ONU, fue la acción encubierta de EEUU en el sistema electoral como técnica del golpe de Estado en 2024. Durante su intervención en la sesión extraordinaria de la Asamblea Nacional local, Moncada dijo que junto con otras medidas coercitivas abiertas y públicas, la acción encubierta de Washington el día de los comicios buscaba no sólo frustrar y desestabilizar el proceso electoral, sino que derrocar al Consejo Nacional Electoral.
Propia de la guerra cibernética, la intervención de Washington en los comicios venezolanos incluyó dos aspectos claves de las operaciones secretas, que según la Directiva 10/2 del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU (establecida en 1948), se caracterizan por su planificación y ejecución diseñadas para ocultar la identidad del patrocinador o permitir una negación plausible de su participación: la injerencia y la subversión.
La injerencia extranjera se define como la intromisión de un país en los asuntos de otro, generalmente sin autorización y con la intención de desestabilizarlo y/o dominarlo. En tanto que la subversión se refiere al intento de derrocar estructuras de autoridad de un gobierno o Estado −el Consejo Nacional Electoral (CNE) de Venezuela en el caso de marras−, a través de la erosión de las bases institucionales y al margen de la Constitución del país, y la creación de conflictos sociales.
Cuando la acción subversiva se ejecuta contra un gobierno −como el de Nicolás Maduro ahora−, su intención es ayudar con asesoría, financiamiento y apoyo político y moral desde el exterior, a grupos, organizaciones y partidos políticos e individuos, y promover su derrocamiento con acciones urbanas violentas y destructivas, como las protagonizadas el 28 de julio y los dos días siguientes a los comicios con la excusa del fraude, por bandas paramilitares neofascistas al servicio de la aristócrata María Corina Machado y su testaferro, Edmundo González.
Según Moncada, la operación contra el CNE para favorecer a Machado y la ultraderecha vernácula fue financiada por la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional (USAID), siguiendo el patrón utilizado por Washington en las revoluciones de colores (golpe blando) en Serbia, Georgia y Kirguistán, y también en el golpe de Estado del Euromaidán de 2014 en Ucrania, así como en los pasados comicios mexicanos para favorecer a la alianza opositora de los partidos Acción Nacional (PAN), Revolucionario Institucional (PRI) y de la Revolución Democrática (PRD), lo que motivó una carta de protesta diplomática del presidente Andrés Manuel López Obrador al Departamento de Estado de EEUU.
Según Moncada, en el golpe de Estado continuado contra los gobiernos de Hugo Chávez y Maduro en Venezuela (2002-24), la estrategia estadounidense ha consistido en una operación de influencia que explota el proceso electoral con sus agentes locales para destruir la fuente de legitimidad de las autoridades.
Dicho plan ha empleado una combinación de tácticas que involucran operaciones sicológicas, espionaje, sabotajes económicos y sanciones coercitivas extraterritoriales ilegales (con listas negras de funcionarios), guerra mediática y en redes, intentos de magnicidio, guerra urbana paramilitar, ataques cibernéticos. Incluso la implementación de un sistema paralelo de tabulación de votos, como el esgrimido por Machado y González, diseñado con fines de desestabilización desde el exterior, al que han adherido los regímenes vasallos de Washington de Europa y América Latina. El fin último de estas acciones sería sustituir al CNE, con un sistema ad hoc paralelo al servicio de la derecha, comprometiendo así la integridad del proceso democrático del país.
La doble moral de los gobiernos europeos y latinoamericanos alineados con EEUU en el escenario de desestabilización pos-28J en Venezuela −que busca un cambio de régimen con la mira puesta en el petróleo−, queda exhibido con las recientes elecciones francesas, donde los poderes fácticos no sólo se niegan a aceptar su derrota, sino que buscan, mediante recursos técnicos y narrativos, desacreditar a los triunfadores de La Francia Insumisa, de Jean Luc Mélenchon, que lideró el Nuevo Frente Popular que formó un frente republicano con el partido de Emmanuel Macron bajo la premisa de la lucha contra el fascismo.
Macron usó a la izquierda para ganar tiempo y preservar el poder ante la inminente amenaza de una victoria de Agrupación Nacional de Marine Le Pen, para luego socavar su legitimidad y retomar el poder por vías extrapolíticas en desmedro del voto. A 50 días de disolver la Asamblea Nacional, Macron se niega a nombrar un primer ministro izquierdista pese al veredicto de las urnas y el mandato constitucional.
Ergo, cuando pierde, la derecha se niega a ceder el poder; o como en los casos de México y Venezuela, grita ¡fraude!. Sólo que en ese último país, con o sin actas, lo que quiere EEUU es el petróleo.
La Jornada