El ascenso del capitalismo de Estado chino
Para contar la historia completa del conflicto entre China y EEUU hay que empezar por el comienzo, es decir, por la naturaleza del ascenso de China al estatus de superpotencia.
La única forma en la que un país semicolonial, humillado e invadido en numerosas ocasiones por países imperialistas, pudo terminar con el trágico destino de su pueblo fue fortaleciendo la nación por medio del socialismo y la modernización. Esto tomó parcialmente la forma de una política de autodefensa nacional.
Beijing ha recibido múltiples recordatorios de las ambiciones imperiales de EEUU, incluso durante décadas recientes. En 1993, EEUU detuvo y requisó el buque chino The Galaxy en el Océano Índico. En 1999, la embajada china en Yugoslavia fue bombardeada por EEUU. Hay aviones de combate que espían permanentemente la zona económica exclusiva de la Isla de Hainan, llegando a causar que un avión chino se estrelle contra el mar en 2001.
La amarga experiencia le enseñó a China que, si no quería ser acosada por el imperialismo estadounidense, debía ser al menos igual de fuerte y enérgica. En este sentido, su ascenso al estatus de potencia mundial estuvo motivado por la autodefensa y, por lo tanto, fue legítimo. Este proyecto de autodefensa también era legítimo desde el punto de vista de los intereses del pueblo trabajador. Sin embargo, el proceso fue definido por dos características incompatibles con estos intereses: la conversión en un proyecto de capitalismo de Estado y las ambiciones expansionistas.
De acuerdo con la doctrina del PCCh de 1949, el ascenso del país no sería de tipo nacionalista. La revolución de 1949 tuvo el apoyo de la gran mayoría del pueblo trabajador. El pueblo creía en las promesas del PCCh -que se cumplieron en gran parte-, según las cuales la modernización conllevaría más democracia y una justicia distributiva, con el objetivo de perseguir el internacionalismo y el socialismo en el largo plazo.
El prometido ascenso de China no debía seguir la tradicional vía capitalista y nacionalista. Debía seguir una vía socialista. Deng Xiaoping dejó esto en claro en su discurso de 1974 frente a la ONU, cuando afirmó que «si un día China debe cambiar de color y convertirse en una superpotencia, si debe jugar el papel de tirano en el mundo y someter en todas partes al resto de los países a sus acosos, a sus agresiones y a la explotación, el pueblo del mundo debería identificarla como una nación socialimperialista, dejarla al descubierto, oponerse a ella y trabajar en conjunto con el pueblo chino para derrocarla».
Pero el PCCh no pudo sostener su promesa, lo cual había quedado claro en la década de los setenta. La China de Mao fue exitosa en el objetivo de modernizar parcialmente el país, pero el pueblo, aunque mejoró a niveles muy altos sus condiciones de vida, pagó un costo grande, en muchos casos innecesario.
Fue después de este período que la burocracia del partido se elevó al estatus de una nueva clase dominante, que gozaba de privilegios económicos y políticos. La contribución de Deng a esta nueva clase dominante consistió en dar luz verde para «hacerse capitalista». De manera sorprendente –y a diferencia de lo que sucedió en Rusia– tuvo éxito.
Esta fue la segunda faceta del ascenso de China, a saber, el ascenso del capitalismo chino. Su éxito se debe precisamente a que se trató de un proyecto de capitalismo dirigido por el Estado, en el cual el partido-Estado concentra en sus manos tanto el monopolio de la fuerza como el poder del capital para favorecer el crecimiento económico.
Esto nos lleva a una tercera faceta del ascenso de China: su expansionismo, que es consecuencia necesaria del capitalismo monopolista chino. La fusión del Estado con los sectores dominantes de la economía (representados por las empresas de propiedad estatal) ha alcanzado niveles sin precedentes. El Estado devora enormes cantidades de recursos que, aunque benefician a la mayoreía de la población, terminan parcialmente en los bolsillos de quienes desempeñan alguna función pública, en megaproyectos de inversión, o en ambos a la vez.
La consecuencia de esto es una gran desigualdad en el ingreso, lo que hace que China tenga un mercado doméstico estrecho en relación con sus capacidades productivas. Por lo tanto, debe primero inundar todo el mundo con sus mercancías, y luego exportar capital.
Con la exportación de capital a escala masiva, se hizo necesaria la intervención sobre la política doméstica de los países de acogida, con el objetivo de garantizar y supervisar las inversiones. Pero, como reconocen la mayoría de los países que reciben esas inversiones, en la actualidad sigue vigente el lema de una «política no intervencionista».
Casi el 90% del comercio chino y el 80% de sus importaciones de petróleo pasan hoy a través del estrecho de Malacca. Beijing vive bajo el temor permanente a un potencial escenario en el cual el imperialismo estadounidense intervenga esta ruta comercial (lo cual no es fácil que suceda, dado que en ese caso EEUU debería estar dispuesto a perder no solo Taiwan, si no también Japón y Corea del Sur). De aquí su ofensiva en el mar de la China Meridional. Esta es una dinámica importante que subyace al conflicto de China con EEUU.
Desde 2008, las ventajas que beneficiaron a China se están agotando, lo que se expresa en ciertos problemas estructurales: salarios reales deprimidos por las altas tasas de inversión (aunque al mismo tiempo se está cumpliendo a ritmo acelerado la promesa de Xi Jinping de disminuir la pobreza), disminución de la demanda doméstica, proceso de sobreproducción y de sobreinversión.
CALPU