El combate a la extrema derecha
En la última década, la extrema derecha reaccionaria, autoritaria o abiertamente fascista ha estado en ascenso en todo el mundo. Actualmente gobierna o repunta social y electoralmente, en la mitad de los países del mundo. Entre los casos más conocidos se cuentan la presidencia de Trump en EEUU (2017-2021), Modi en la India, Orbán en Hungría, Erdoğan en Turquía, Salvini (2018-2019) y Meloni en Italia, Duterte en las Filipinas y Bolsonaro en Brasil (2019-2022).
En otros países existen gobiernos cercanos a esta tendencia, aunque no se definan de forma tan explícita: Rusia bajo Putin, Israel con Netanyahu, Japón con Shinzō Abe (quien fue recientemente asesinado y gobernó entre 2012 y 2020), Austria, Polonia, Birmania, Colombia (hasta la llegada de Petro), etc. De hecho, la distinción entre estos dos grupos es completamente relativa y desplazable. Y, no solo eso, sino que muestra vitales y preocupantes expresiones masivas de movilización y refiguración social.
Neofascismo, no populismo: una respuesta a la derecha
Esta extrema derecha tiene sus propias características en cada país. En muchos casos (Europa, EEUU, India y Birmania), el enemigo —es decir, el chivo expiatorio— es musulmán y/o inmigrante, o incluso disidencias políticas o sociales. En ciertos países musulmanes son las minorías religiosas de cristianos, judíos o yazidis. En algunos casos, el nacionalismo xenófobo y el racismo prevalecen, en otros el fundamentalismo religioso o bien el odio a la izquierda, el feminismo, la diversidad sexual o el consumo de drogas. A pesar de esta pluralidad, existen algunas características comunes a la mayoría —si no a todas— estas experiencias: el autoritarismo, el nacionalismo fundamentalista de Deutschland über alles [primero Alemania] y sus variantes locales, como America First, O Brasil acima de tudo, acompañado de intolerancia étnica (racista) y violencia policiaca, militar y familiar como la única respuesta a los problemas sociales y el crimen.
La caracterización como fascista —o semifascista— puede aplicarse a algunos pero no a todos. Enzo Traverso utiliza el término posfascismo, que puede ser útil, ya que designa continuidad y diferencia. Pero preferimos utilizar el concepto de neofascismo, que nos parece más adecuado. El prefijo «neo» indica que se trata de algo nuevo, que no es idéntico a los fascismos de los años 30: le faltan el corporativismo, los partidos de masas, el exterminio de los adversarios, etc. Pero existen características comunes: el autoritarismo, el culto del «jefe», el nacionalismo reaccionario, el odio a la izquierda y la persecución de grupos que sirven de «chivos expiatorios».
Al mismo tiempo, el concepto de populismo, utilizado por algunos cientistas políticos, los medios de comunicación e incluso una parte de la izquierda, es completamente incapaz de explicar el fenómeno en cuestión y solo sirve para confundir e incluso ocultar el problema. Si en América Latina, desde la década de 1930 a la de 1960 el término correspondió a algo relativamente preciso (varguismo, peronismo, etc.), su uso en Europa y América Latina a partir de la década de 1990 es cada vez más vago e impreciso.
Se trata de una palabra que asimila toda una marea de experiencias y que es conducida a su confinamiento. La tentación de equiparar experiencias disímiles se hace válida mediante un terrible juego conceptual, en donde se colocan en el mismo plano experiencias democráticas y populares de la izquierda y de los movimientos populares, que escenarios en donde se exacerban los nacionalismos, localismos e incluso el colonialismo. De esa manera el combate se diluye y extravía sus horizontes.
El populismo se define como una posición política que apoya al pueblo contra la élite, que se puede aplicar a casi cualquier movimiento o partido político. Cuando este pseudoconcepto es aplicado a los partidos de extrema derecha, conduce —voluntaria o involuntariamente— a su legitimación, a hacerlos más aceptables, evitando los términos problemáticos de racismo, xenofobia, fascismo o extrema derecha.
El populismo también es utilizado de manera deliberadamente desconcertante por los ideólogos neoliberales para lograr una amalgama entre la extrema derecha y la izquierda radical, caracterizada como populismo de derecha y populismo de izquierda que se opone a las políticas neoliberales. En Europa se utiliza la noción de «euroescépticos» para generar esta equiparación. Es justamente la región en donde enfrentamos un muro ideológico que es preciso derribar. En América Latina esa fórmula ha sido utilizada ya al demonizar, en apariencia y equivalentemente, a la extrema derecha golpista y militarista y a la extrema izquierda, que sería, de acuerdo a su lógica, movimientista o guerrillerista.
Hipótesis a cuestas, heridas a contrarreloj
¿Cómo explicamos este espectacular ascenso de la extrema derecha, en forma de gobiernos pero también de partidos políticos que aún no gobiernan y tienen una amplia base electoral e influyen en la vida política de países como Francia, Bélgica, Italia, Holanda, Suiza, Suecia, Dinamarca, Brasil y EEUU y más? Es difícil proponer una explicación general para fenómenos tan diferentes que expresan contradicciones específicas de cada país o región del mundo; pero como se trata de una tendencia planetaria, al menos debemos intentar formular algunas hipótesis.
Una explicación para rechazar sería aquella que atribuye el ascenso de la derecha radical a las olas migratorias, particularmente en EEUU y Europa. Las y los migrantes son el pretexto conveniente, la mercancía en el comercio de fuerzas xenófobas y racistas, pero de ninguna manera la causa de su éxito. Además, la extrema derecha está floreciendo en muchos países: Brasil, India, Filipinas… donde apenas se hace mención a la inmigración.
La explicación más obvia, y sin duda una relevante, es que la globalización capitalista, que también es un proceso de homogeneización y subsunción cultural brutal, produce y reproduce a escala mundial formas de pánico de identidad (el término es de Daniel Bensaïd), lo que lleva a manifestaciones nacionalistas y/o religiosas intolerantes y favorece conflictos étnicos o confesionales. Cuanto más poder económico pierden las naciones, más proclaman la inmensa gloria de su nación por encima de todo.
Otra explicación sería la crisis financiera del capitalismo, que ha causado depresión económica, desempleo y marginación social desde 2008, y se agudizó atrozmente durante la pandemia de estos años. Este factor puede haber sido importante para hacer posible la efervescencia en torno de Trump o Bolsonaro, pues permitió propulsar los intereses económicos de ciertas capas sociales, pero lo es menos para Europa: la extrema derecha es muy poderosa en los países ricos menos afectados por la crisis, como son Austria o Suiza, mientras que en los países más afectados por la crisis —como el Estado español o Portugal—, donde la izquierda y la centroizquierda son hegemónicas, la extrema derecha permanece relativamente marginal. Es importante observar cómo también el pánico a la extrema derecha desplaza al electorado de la izquierda radical hacia la centroizquierda, como ocurrió en las últimas elecciones en Portugal, en donde el Bloque de Izquierda y el Partido Comunista retrocedieron.
Estos procesos tienen lugar en sociedades capitalistas en las que el neoliberalismo ha dominado desde la década de 1980, destruyendo los vínculos y solidaridades sociales, profundizando las desigualdades sociales, las injusticias y la concentración de la riqueza. También es preciso tener en cuenta el debilitamiento de la izquierda comunista, tras el colapso del llamado «socialismo realmente existente», sin que otras fuerzas de izquierda más radicales logren ocupar este espacio político.
Estas explicaciones son útiles, al menos en algunos casos, pero son insuficientes. Todavía no contamos con un análisis global para un fenómeno de esa dimensión y que tiene lugar en un momento histórico particular.
¿Retorno a los 30?
La historia no se repite: podemos encontrar similitudes o analogías, pero los fenómenos actuales son muy diferentes de los modelos del pasado. Por encima de todo, no tenemos, todavía, Estados totalitarios comparables a los de antes de la guerra. El análisis marxista clásico del fascismo lo definió como una reacción del gran capital, con el apoyo de la pequeña burguesía, ante la amenaza revolucionaria del movimiento obrero.
Uno se pregunta si esta interpretación realmente explica el auge del fascismo en Italia, Alemania o Japón en los años veinte y treinta. En cualquier caso, no es relevante en el mundo de hoy, donde en ninguna parte hay una amenaza masiva y abiertamente revolucionaria. Sin mencionar el hecho obvio de que el gran capital financiero muestra poco entusiasmo por el nacionalismo de la extrema derecha, aunque siempre está listo para adaptarse a él cuando sea necesario. Se trata de un panorama histórico mucho más complejo y defensivo en la relación entre capital y trabajo pues, a pesar de la crisis económica y el ascenso de la extrema derecha, no es posible admirar un movimiento proletario potente y radical.
Brasil: un botón de muestra
Quizás el fenómeno de Bolsonaro en Brasil parezca ser el más cercano al fascismo clásico, con su culto a la violencia y el odio visceral hacia la izquierda y el movimiento obrero; pero a diferencia de varios partidos europeos, desde la FPO austriaca hasta la FN francesa (ahora Rassemblement national, RN), no tiene raíces en los movimientos fascistas del pasado, representados en el caso brasileño por el AIB liderado por Plinio Salgado en la década de 1930.
Tampoco convierte al racismo en su bandera principal, a diferencia de la extrema derecha europea, o tribales o religiosas como en el caso de algunas tendencias en Asia y África. Ciertamente, hizo algunas declaraciones racistas, pero este no fue en absoluto el enfoque central de su campaña. Desde este punto de vista, se parece más bien al fascismo italiano de la década de 1920, antes de la alianza con Hitler.
Observamos varias diferencias significativas comparando a Bolsonaro con la extrema derecha europea: en primer lugar, la importancia del tema de la lucha contra la corrupción, el antiguo caballito de batalla de la derecha conservadora en Brasil, y en diversos países de América Latina, desde la década de 1950. Bolsonaro ha logrado manipular la indignación popular legítima contra los políticos corruptos. Este tema no está ausente en el discurso de la extrema derecha en Europa, pero está lejos de ocupar un lugar central.
Segundo, el odio por la izquierda o la centroizquierda (el PT brasileño, por ejemplo), fue uno de los principales temas de movilización de Bolsonaro. Se encuentra menos en Europa, excepto en las fuerzas fascistas de las antiguas democracias populares. Pero en este caso, es una manipulación (demonización) que se refiere a una experiencia real del pasado. Nada como esto en Brasil: el discurso violentamente anticomunista de Bolsonaro (o de otras tendencia en este continente, como ocurre en Venezuela o incluso en México) no tiene nada que ver con la realidad brasileña presente o pasada. Es aún más sorprendente, ya que la Guerra Fría terminó hace décadas, la Unión Soviética ya no existe, y el PT (O incluso Morena o el PSUV) obviamente no tiene nada que ver con el comunismo (en todas las definiciones posibles de este término).
En tercer lugar, mientras que la extrema derecha europea denuncia la globalización neoliberal, específicamente en contra de la Unión Europea, en nombre del proteccionismo y el nacionalismo económico y se pronuncia contra de las finanzas internacionales, Bolsonaro presentó un programa económico ultra neoliberal e incluso neocolonial: más mercado, apertura a la inversión extranjera, privatización y una alineación total con las políticas de EEUU. Esto, sin duda, explica la masiva concentración de las clases dominantes en su candidatura, una vez que se notó la impopularidad obvia del candidato de la derecha tradicional Geraldo Alckmin.
Lo que tienen en común Trump, Bolsonaro y la extrema derecha europea son tres temas de agitación sociocultural reaccionaria: primero, el autoritarismo, la adhesión a un hombre fuerte (un reforzamiento patriarcal), un líder, capaz de restaurar el orden y la justicia. Segundo, una ideología represiva, que incluye el culto a la violencia policial, así como un recrudecimiento del orden jurídico. Por ejemplo, reclamar la restauración de la pena de muerte y la distribución de armas a la población para su defensa contra los delincuentes y las personas designadas como peligrosas. Tercero, intolerancia contra las minorías sexuales, especialmente las personas LGBTI, el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo, específicamente en el caso del aborto. Se trata de temas que tienen cierto éxito en convocar a sectores religiosos reaccionarios, ya sea católico en Francia y México o neopentecostalista en Brasil.
Estos tres ámbitos, junto con la guerra contra la corrupción, fueron decisivos para la victoria de Bolsonaro en su momento y continúan siendo la una sólida base para su movimiento gracias a la difusión masiva de noticias falsas en las redes sociales (queda por explicar, en términos éticos y sociales, por qué tanta gente ha creído estas mentiras gigantescas). Pero aún nos falta una explicación convincente del increíble éxito de su candidatura y en general de su movimiento, a pesar de la violencia y brutalidad de sus discursos de la guerra civil, su misoginia, su falta de programas y su descarado amparo a la dictadura militar y la tortura.
Antifascistas, hoy y siempre
¿Cómo luchar contra esto? No existe una fórmula mágica para luchar contra esta nueva ola parda. El llamado realizado por Bernie Sanders para la generación de un Frente Antifascista Mundial es una propuesta excelente, y reclamamos su vigencia. Al mismo tiempo, deben formarse amplias coaliciones en defensa de las libertades democráticas en cada país en cuestión.
De hecho, la izquierda radical de EEUU y de otros países experimentan un florecimiento muy interesante en torno al antifascismo. Pasando por la juventud libertaria, procedente de diversas tendencias, pero propensa a unificarse en torno a la táctica del black bloc y de diversas organizaciones como el crecimiento de Socialistas Democráticos de América (DSA), las juventudes trans que se abren paso en medio de cercos que todavía perviven, Blacks Lives Matter, entre muchas otras experiencias. Es posible anunciar un renovado espíritu que se alimenta de las entrañas de las contradicciones anticapitalistas y renueva las propias posibilidades de una izquierda radical de masas.
Es necesario considerar que el sistema capitalista, especialmente en tiempos de crisis, produce y reproduce constantemente fenómenos como el fascismo, los golpes de Estado y los regímenes autoritarios, incluyendo los denominados golpes «parlamentarios» que atravesó América Latina. La raíz de estas tendencias es sistémica, y la alternativa debe ser radical, es decir, antisistémica. En 1938, Max Horkheimer, uno de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt, escribió: «Si no quieres hablar sobre el capitalismo, no tienes nada que decir sobre el fascismo». En otras palabras, el antifascismo consistente y consecuente es necesariamente anticapitalista.
Jacobin