El día en que el peronismo de arriba le dijo basta a la revolución
Prólogo
Al cabo de casi 18 años de proscripción de las grandes mayorías nacionales, y surfeando sobre la cresta de la ola de resistencias que ello generó, una parejita de enamorados arriba a los bosques de Ezeiza pasado el mediodía del 20 de junio de 1973. Se han conocido hace ya casi un año en la Escuela Superior de Bellas Artes de La Plata. En pleno período de desorientación vocacional, él inaugura la carrera de Ciencias Médicas, ella promedia el último año de su bachillerato especializado en artes plásticas. Son apenas una gota en el océano plebeyo que inunda las inmediaciones del Aeropuerto Internacional con la esperanza de conocer a quien en almuerzos y cenas familiares sus padres le presentaran como el líder indiscutido de la Nación argentina.
Es una jornada soleada y campea una alegría generalizada. Habiendo tomando posición ambos junto con el contingente militante de la tendencia revolucionaria peronista proveniente de la regional sur bonaerense, él se dirige a la zona de las piletas para proveerse de alguna bebida. Ella permanece junto al resto, intimando con una activista marplatense. Poco después, sin causa perceptible, se originan corridas. Y, advirtiendo que ocurre algo serio, él intenta aproximarse a donde la dejó, guarecido entre los árboles, y escuchando por primera vez en su vida el sonido corto, seco, sin reverberancia alguna, de lo que parecen ser disparos a campo abierto.
Un Ford Falcon comienza a ser devorado por las llamas. La multitud reunida frente al escenario principal, asumiendo el comportamiento de un gigantesco organismo unicelular, engulle a un presunto francotirador. Desde los altoparlantes se pide calma. Entonces, sin precaución alguna, corre angustiado al reencuentro de su chica. Trabajosamente, da con ella y la abraza. La joven tiembla como una hoja. Balbucea que a su interlocutora se le fue ensanchando un punto rojo en el pecho, y de inmediato se tumbó hacia atrás, exánime.
Se descarga una nueva salva de lo que evidentemente son disparos, que zumban cerca y levantan puñaditos de tierra alrededor de ellos. Parecen provenir de los árboles. En medio del tiroteo, una voz familiar perifonea “allá van, son los del brazalete rojinegro”. Los dos jóvenes se echan cuerpo a tierra dentro de un zanjón seco y se guarecen allí por tiempo indeterminado.
Ella es Nilda Emma Eloy – a cuya memoria rinde tributo esta nota -, y él es quien la firma. Lo que sigue intentará echar luz sobre una circunstancia que aquellos aprendices de militante popular, en el fragor de los acontecimientos, no atinaron a dimensionar.
Un sobreentendido irrebatible
A partir del derrocamiento del gobierno popular y la consiguiente restauración oligárquica de 1955, la resistencia contra el régimen de facto fue escalando desde el sabotaje a la producción, la huelga y toma de fábricas, hasta la generalización de focos armados.
Aquellas primeras expresiones de rebeldía fueron protagonizadas por militantes políticos y sindicales del peronismo originario, y las que les sucedieron por una nueva camada de activistas que no vivieron aquella “Nueva Argentina” en la que los únicos privilegiados serían los niños, pero entendieron que su artífice sintetizaba el anhelo de la mayor parte de lxs argentinxs, y la posibilidad de dar continuidad a aquel “instante en la Patria de la Felicidad” (*)
Hacia el año 1973 fue asumiéndose masivamente la consigna Luche y Vuelve [Perón estaba exiliado en España en esa época], que jamás requirió traducción alguna, porque existía un generalizado consenso acerca de que aquel a quien no hacía falta nombrar garantizaría la tan ansiada Justicia Social.
Copar el palco para que la izquierda no contamine a las masas
Al cabo de sus fallidos intentos de retorno, en 1964 y 1972, tras el “urnazo” del 25 de mayo de 1973, que consagró presidente a Héctor J. Cámpora, se dieron las condiciones para un regreso exitoso y definitivo del anciano líder a su Patria, acontecimiento previsto para el 20 de junio de ese año.
A fin de celebrar ese hecho tan esperado se conformó una comisión cuya composición marcaba un desequilibrio evidente en el peso de cada sector en pugna dentro del movimiento peronista. Fueron de la partida Juan Manuel Abal Medina – quien acaba de publicar su versión de aquel período –, Norma Kennedy, el coronel (RE) Jorge Osinde, José Rucci y Lorenzo Miguel, titulares de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas respectivamente.
Ellxs decidieron que el palco para recibir a Perón se emplazaría en el cruce de la Autopista Ricchieri y la ruta 205, para permitir el acceso y participación de lxs millones de argentinxs que acudirían al reencuentro con su líder. Dicho y hecho, fue montado cerca del Puente 12, inmediaciones de Ciudad Evita, muy próximo al aeropuerto donde aterrizaría el avión.
En sus alrededores, desde temprana hora, los guardias designados por la Comisión Organizadora se paseaban impacientes. Eran cientos, entre matones sindicales, militantes del Comando de Organización, de la Alianza Libertadora, militares y policías retirados, y algunos mercenarios franceses contratados por Ciro Ahumada, un ex capitán del Ejército que había participado de la resistencia peronista y en algún momento empezó a trabajar para los servicios de inteligencia del Estado.
Estaban armados con fusiles FAL, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón. El operativo paramilitar contemplaba también una retaguardia: unos días antes habían ocupado el Hogar Escuela Santa Teresa, ubicado a unos 600 metros del palco, que tenía facilidades para albergar a cientos de chicos internados. Esos pibes fueron testigos de cómo se instalaron las patotas en las dependencias destinadas a estudiar y dormir.
Al frente de la maniobra estuvo Alberto Brito Lima, proveniente de la resistencia y de las primeras agrupaciones de la Juventud Peronista, decidido a barrer del mapa a la tendencia revolucionaria del peronismo. El operativo estuvo centralizado y constantemente monitoreado por el propio Osinde y por Norma Kennedy, líderes del peronismo de derecha instalados en el Hotel Internacional de Ezeiza, y rodeados por hombres fuertemente armados.
Desviar al avión para que el Líder no se junte con la generación que lo trajo
En la fecha convenida para el regreso, Vicente Solano Lima, presidente de la Nación interino, se comunicó desde Ezeiza con el presidente Cámpora en el avión presidencial, que en ese momento sobrevolaba Porto Alegre, Brasil:
– Mire doctor, aquí la situación es grave. Ya hay ocho muertos sin contar los heridos de bala de distinta gravedad. Ésa es la información que me llegó poco después del mediodía. Ya pasaron dos horas desde entonces y probablemente los enfrentamientos recrudezcan. Además, la zona de mayor gravedad es, justamente, la del palco en donde va a hablar Juan Domingo Perón.
– Héctor J. Cámpora (desde la cabina del avión presidencial): Pero doctor, ¿cómo la gente se va a quedar sin ver al general?
– Lima: Entiéndame, si bajan aquí, los van a recibir a balazos. Es imposible controlar nada. No hay nadie que pueda hacerlo.
Para la hora del esperado encuentro, la fiesta se había transformado en un pandemonio. Hubo linchamientos, castraciones y ahorcamientos en los árboles, y el avión que traía a Perón descendió en la Base aérea de Morón.
Acompañar el fuego balístico con el mediático
El saldo de lo que debió ser un festejo fueron 13 muertos y 365 heridos.
Mucha gente se retiró como pudo de los bosques de Ezeiza sin saber qué había pasado, dejando atrás un verdadero campo de batalla regado de DNIs extraviados, zapatillas huérfanas, y alguna que otra muñeca pisoteada. Cundía una enorme desazón ante la frustración del acto más grande que se viera hasta entonces en la Argentina (entre dos y cuatro millones de personas según las versiones) y fuera de ella, sin orador, sin nada. No hubo confrontación, como insiste aún la prensa canalla de nuestro país: hubo masacre.
Era un hecho histórico, y la tendencia revolucionaria del peronismo – cuya dirigencia también concurrió con algún armamento defensivo – tuvo la voluntad política de dejar constancia de que había una orientación transformadora del proceso en curso, marcada por las nuevas generaciones. Por eso movilizó a toda su gente del interior y de Buenos Aires, haciendo el máximo esfuerzo organizativo, con banderas claras y sin consignas, simplemente presencia.
Al día siguiente Perón responsabilizó a ese sector por los hechos y abandonó el discurso favorable al Socialismo Nacional sostenido durante su exilio.
En aquella circunstancia, la tensión entre pueblo y oligarquía, que fuera escalando durante los años de resistencia contra sucesivos golpes militares, se trasladó al centro de gravedad del movimiento peronista.
El camino hacia la debacle de la Nación Argentina
El 13 de Julio de 1973, el presidente Cámpora – para entonces muy desacreditado por la ortodoxia de su movimiento, a causa de su condescendencia con sectores radicalizados de la juventud – sería destituido por un autogolpe institucional que consagró presidente interino a Raúl Lastiri, quien convocaría a nuevas elecciones que pondrían a Perón en el Sillón de Rivadavia.
El 1° de octubre del mismo año – en su cumpleaños, y antes de asumir su tercer mandato presidencial -, Perón convocó a funcionarios de su gobierno, militares y policías de alto rango a una reunión de dónde saldría un “documento reservado” publicado por el diario La Opinión al día siguiente. Decía que había una guerra y que el Estado tenía que usar todos los medios necesarios para enfrentar al enemigo.
Como iniciativa de sectores facciosos motivados por aquella orientación, y correlato con una Internacional del Terror, nació la Alianza Anticomunista Argentina – más conocida como Triple A -, banda parapolicial de extrema derecha, destinada a liquidar a la izquierda y al ala radicalizada del movimiento peronista. Se calcula que asesinó entre 1.500 y 2.000 personas, y funcionó hasta el golpe militar de 1976.
Entre sus filas había policías, ex policías, militares, sectores de la burocracia sindical y hasta mercenarios croatas. El líder local de la banda era José López Rega, el secretario de Perón que estaba a cargo del Ministerio de Bienestar Social, de donde partieron muchos hombres cargados de armamento para ejecutar los operativos.
En enero de 1974, el gobierno peronista mandó al Congreso un proyecto de modificación del Código Penal. Se intentaba frenar a la guerrilla del ERP, que, aprovechando la derogación de las leyes represivas, de julio a diciembre de 1973 había realizado 185 atentados, en promedio uno por día. Los diputados que respondían a Montoneros se opusieron a los cambios. Perón los recibió y les explicó la necesidad de las reformas. Insatisfechos, ocho de ellos renunciaron a sus bancas.
Antes de terminar ese mes, un represor de triste memoria fue convocado por gestión del entonces ministro de Bienestar Social y del general Jorge Osinde, con la aprobación inmediata del presidente Perón. Se trataba de Alberto Villar. Lo nombraron primero subjefe y luego jefe de Policía, y por decreto 312/74 fue ascendido a comisario general. Junto con Villar, retornó al servicio activo otro pesado y moralista implacable, el comisario Luis Margaride, designado superintendente de Seguridad Federal. En el breve ínterin como pasivo, Villar había creado la agencia privada de seguridad e investigaciones Intermundo S.R.L., que con el correr de los años pasó a llamarse Escorpio, y uno de sus nuevos propietarios fue el general Carlos Suárez Mason. Uno de los trabajos iniciales de Intermundo fue encargarse de la custodia personal del creador del Opus Dei, monseñor José María Escrivá de Balaguer, que visitó Buenos Aires en 1973.
El miércoles 27 de febrero de ese mismo año, tuvo lugar una suerte de Contracordobazo, que derrocó al gobernador constitucional de la provincia de Córdoba, Ricardo Obregón Cano y su vicegobernador Atilio López [peronistas de izquierda], quienes no consiguieron comunicarse con el presidente Perón mientras hordas fascistas al mando del Tte. Cnel. Antonio Navarro asediaban la casa de gobierno.
El “Navarrazo” fue un Golpe de Estado policial convalidado por el Gobierno Nacional al intervenir la provincia sin reponer en sus cargos a los representantes democráticos depuestos. Ha sido considerado como un antecedente inmediato de la dictadura instalada el 24 de marzo de 1976.
A propósito de dicha asonada, vale la pena recordar que en las elecciones del 11 de marzo de 1973 el FREJULI ganó ampliamente, con virtualmente un 50% de los votos, consagrando presidente al ya citado Cámpora. Además del Primer Mandatario, cinco provincias fueron también ganadas por candidatos vinculados al peronismo revolucionario, entre ellas las estratégicas provincias de Buenos Aires, con Oscar Bidegain como Gobernador y la provincia de Córdoba. A esas dos se sumaban Mendoza, con el Gobernador Alberto Martínez Baca, Salta con el Gobernador Miguel Ragone y Santa Cruz con el Gobernador Jorge Cepernic. Todos serían destituidos durante el gobierno peronista y en el caso de Ragone resultaría además desaparecido.
Córdoba había sido una de las provincias en las que la resistencia popular contra la dictadura alcanzó uno de los puntos más altos, sobre la base de la convergencia del movimiento sindical con el movimiento estudiantil. La fórmula peronista para la gobernación de la provincia fue la de Obregón Cano y el dirigente del sindicalismo combativo Atilio López. Ambos habían participado activamente en el “Cordobazo” y en los movimientos de resistencia contra la dictadura. Obregón Cano, emergía además como un sólido candidato a presidente, en caso de una eventual muerte de Perón, que para entonces contaba con 78 años.
Poco después del citado alzamiento, la periodista Ana Guzzetti, del diario El Mundo, le preguntó a Perón – ya al mando del Ejecutivo Nacional – por el accionar de grupos parapoliciales. Primero desconcertado y luego enojado, él hizo que le tomaran los datos y le iniciaran una causa judicial. El diario donde ella revistaba fue clausurado poco después y a Guzzetti intentaron secuestrarla.
Ese mismo mes se sucedieron una serie de reuniones de Perón con los distintos grupos de JP, en las cuales participaron los Montoneros. El 26 de abril, Perón los recibió nuevamente. Alberto Molinas, en nombre de esa organización político-militar, habló sobre el inminente acto del 1º de Mayo, advirtiéndole que: “a la Plaza de Mayo van a concurrir todas nuestras organizaciones, que se van a expresar en sus canciones y estribillos”.
Luego, criticó largamente a la “burocracia sindical” y a otros sectores, y pasó un listado de reclamos al gobierno. Finalizó diciendo que iban a ir a la Plaza en función de la promesa que Perón había hecho el 12 de octubre del año anterior: “cada 1ª de Mayo voy a presentarme en la Plaza de Mayo, para preguntarle al pueblo si está conforme con el gobierno que realizamos”.
El 30 de abril de 1974, Montoneros publicó una solicitada convocando a la Plaza de Mayo, con aquel listado de exigencias al gobierno.
A primera hora del Día del Trabajo, grandes columnas de colectivos confluyeron en Acceso Norte desde la mañana y fueron a concentrar en la facultad de Derecho, sobre la Avenida Figueroa Alcorta de Buenos Aires, desde donde marcharon.
El acto fue precedido por un festival que convocó artistas populares. La Juventud Peronista-Montoneros coreaba: “No queremos carnaval/Asamblea popular”. Cuando llegó el momento de la coronación de la reina del trabajo, fue la esposa del líder quien se encargó de hacerlo. Las columnas corearon: “No rompan más las bolas/Evita hay una sola”.
Ante cada mención de algo que tuviera que ver con los gremios, estallaba la consigna: “Se va acabar/se va acabar/ la burocracia sindical” y “Rucci, traidor, saludos a Vandor”.
La consigna predominante de Montoneros era: “Qué pasa/qué pasa General/está lleno de gorilas/el gobierno popular”. Cuando Perón salió al balcón, pidió silencio con las manos, y arrancó con su discurso: “Hoy hace diecinueve años que en este mismo balcón y en un día luminoso como este, hablé por última vez a los trabajadores argentinos…”, los bombos y el “qué pasa general” impedían escucharlo. Dijo una frase más, que no llegó a ser escuchada por nadie en la Plaza y, ya enojado, soltó: “pese a esos estúpidos que gritan…”.
A partir de allí, la plaza se convirtió en una batahola de empujones, palos y trompadas entre las columnas sindicales y las de Montoneros, que – espontáneamente desbordadas por la frustración de sus bases – iniciaron la retirada.
Entre quienes permanecerían en su sitio estuvieron el padre Carlos Mugica y el escritor Arturo Jauretche. Bajo las columnas del Cabildo, con un grupo de la JP La Plata encabezado por Carlos Negri, también se quedó el joven militante Néstor Kirchner. A partir de entonces germinaría una corriente que, so pretexto de profesar lealtad al líder, depondría toda perspectiva crítica respecto al abandono gradual del programa votado en 1973 por las grandes mayorías.
Aquella interpelación al líder fracturó al movimiento, desatando una verdadera guerra civil dentro de sus filas, y confirmando que, si el Sumo Pontífice excomulga, la Santa Inquisición quema en la hoguera.
Epílogo
Muerto Perón, el accionar parapolicial se multiplicó exponencialmente.
El miércoles 5 de febrero de 1975, Isabel Perón – su viuda, que lo sucedió a cargo del Ejecutivo – y siete ministros de su gobierno firmaron en la Casa Rosada un decreto de carácter “secreto”. En su artículo 1°, facultaba al Ejército la ejecución de “las operaciones militares que sean necesarias a efectos de neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos” en Tucumán.
Pasados los años se discutiría si la orden de “aniquilar el accionar…” implicaba la “eliminación física”, pero en los hechos fue lo que ocurrió. Aún más: el decreto aceleró la autonomía de las Fuerzas Armadas frente al sistema político. Así, la mesa quedó servida para encarrilar a nuestro país como furgón de cola de un nuevo orden internacional en ciernes.
Al tiempo, en consonancia con la transición entre el viejo capitalismo productivo y el actual capitalismo financiero, el 4 de junio de 1975 el ministro de Economía Celestino Rodrigo, anunció un mega ajuste que precedería a los cambios estructurales perpetrados durante la última dictadura cívico-militar-eclesiástica genocida por un hijo dilecto de la oligarquía como fue José Alfredo Martínez de Hoz.
El resto es historia conocida: Una lobotomía social del pensamiento crítico, y una Argentina que, al cabo de 40 años de vigencia del orden constitucional contabiliza más de 43% de pobreza, y cuya clase política no descarta saldar la impagable deuda externa con territorio nacional, colocando a nuestro país al filo de su disgregación.
Aunque hará falta más tiempo para constatar si estamos ante el canto del cisne del movimiento nacido en 1945 que hizo de la Justicia Social su nave insignia, más difícil resulta ignorar que comienza a cerrarse el ciclo iniciado por su versión kirchnerista en 2003, y no parece revertir la tendencia el intento de la organización popular La Cámpora, el Instituto Patria y el massismo por armar un think tank en torno a la flamante Escuela Justicialista “Néstor Kirchner”.
Menudo desafío a encarar por las nuevas generaciones que se atrevan a ser depositarias del heroico patrimonio de lucha del pueblo argentino, para ponerlo en acto de cara a un futuro más venturoso.
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(*) Subtítulo de la película “Pulqui” (2007, Alejandro Fernández Mouján)
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