El genocidio en Gaza y el suicidio de las democracias liberales
Una investigación de la revista israelí +972 Magazine junto con Local Call denunció a principios de abril el uso por parte de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) de inteligencia artificial (IA) para seleccionar objetivos militares en Gaza (https://lahaine.org/eS2f). El artículo resultante, recogido por otros medios internacionales, explicaba cómo el Ejército israelí ha desarrollado un programa basado en IA, llamado Lavender, con el que realiza una vigilancia social masiva a los habitantes de Gaza. Dicho programa selecciona y determina qué personas han de constituir objetivos a batir por su supuesta pertenencia a Hamás o a la Yihad Islámica, basándose en algoritmos que relacionan sus características con las probabilidades de ser militantes de la resistencia palestina.
Teóricamente, Lavender debe estar supervisado por agentes del servicio de inteligencia de las FDI para validar la corrección de sus resultados. Sin embargo, la realidad es que, como cuentan los testimonios de los propios agentes recogidos por +972 Magazine, esto no siempre es así. ¿El resultado? Los bombardeos para asesinar a personas que pasan a ser sospechosas por decisión de una máquina con un 10% de margen de error se han traducido en un aumento de las víctimas civiles por lo indiscriminado de su acción. Con su aplicación, se pierde el principio de proporcionalidad que debe regir la guerra y se difuminan las responsabilidades militares.
Que te asesinen producto de la decisión de un algoritmo o de un ser humano seguramente sea indiferente. El hecho atroz está ahí y los crímenes de guerra también. Lo que plantea la introducción de la IA es un debate ético, pero también legal, sobre las responsabilidades bélicas de los Estados y de quienes los comandan. Igual que la guerra con drones dirigida desde la pantalla de un ordenador en un lugar lejano al campo de batalla despersonaliza la sensación de asesinato para quien lo ejecuta, la IA ayuda a quienes dirigen una ofensiva -en este caso un genocidio contra los gazatíes- a exculparse a sí mismos, y tal vez también a exculparse ante el mundo, del asesinato indiscriminado de civiles. Las víctimas que caen como «daños colaterales», el famoso eufemismo que EEUU acuñó en la guerra de Vietnam, pero que rescató con fuerza en 2003 en Irak, se encuentran, por tanto, ante la distopía de una guerra donde quienes deciden su asesinato ni siquiera tienen forma humana.
Esta nueva realidad supone un desafío para el Derecho Internacional y el ejercicio de la justicia. Pero también debería abrir un profundo debate ético sobre cómo las transformaciones en la manera de hacer la guerra, con un uso cada vez mayor de la tecnología para asesinatos selectivos al margen de un conflicto declarado, la privatización de las operaciones o la difuminación de la distinción entre guerra y paz en aras de la lucha antiterrorista está provocando desde hace tiempo que los Estados de excepción se vuelvan norma y que las democracias liberales irrespeten muchos de los principios sobre los que dicen sustentarse.
Un ejercicio que la investigadora francesa, Amélie Férey, ayuda a realizar con su libro Assassinats ciblés. Critique du libéralisme armé (Asesinatos selectivos. Crítica del liberalismo armado), poniendo el foco en las tensiones entre la praxis de una guerra que se difumina y evoluciona tecnológicamente y los discursos morales de un liberalismo que trata de justificar las rupturas éticas y legales que esto comporta.
El histórico conflicto árabo-israelí ha pasado en poco tiempo de ser una guerra latente donde Israel aplicaba asesinatos selectivos a líderes de Hamás bajo justificación "preventiva" a ser una guerra abierta que seguramente llevará a sus responsables a los tribunales para responder por sus prácticas genocidas. De hecho, el genocidio de Israel en Gaza y la confrontación bélica del Estado sionista con Irán está desnudando la disociación entre los discursos y la realidad de los Estados que se presentan ante el mundo como paradigmas democráticos valedores de la legislación internacional.
El recurso a significantes vacíos por parte de algunos analistas que destacan que Israel es la «única democracia» de Oriente Medio, como si la formalidad democrática de sus instituciones le impidiera ser responsable de algunos de los mayores crímenes en lo que va de este siglo XXI, es una muestra del intento de justificar lo injustificable. Sus hechos no sostienen sus palabras. Como EEUU (su gran aliado y protector) lleva demostrando desde finales del siglo XIX, las democracias liberales pueden «exportar democracia» a base de bombas o invasiones militares a terceros países sin perder su marchamo democrático. Al menos, ante sus propios ojos; la opinión de los pueblos agraviados seguramente es muy distinta.
A esta hipocresía selectiva, capaz de denunciar y pedir más sanciones para Irán por el bombardeo de respuesta al ataque israelí a su embajada en Damasco, mientras no hace lo propio para poner contra las cuerdas al régimen de Israel, se suma también la Unión Europea (UE), cuyo proceder está escribiendo páginas para la historia de la infamia, sobre todo desde la invasión rusa a Ucrania de 2022. «Irán es una teocracia que vulnera los derechos humanos, entre ellos los de las mujeres», nos recuerdan improvisados analistas de la geopolítica desde tertulias varias cuando les toca opinar de realidades que les quedan muy lejanas, tanto física como mentalmente. Su línea argumental se resume en la trampa de enfocar la atención en los aspectos formales de un sistema político determinado abstrayéndolo de su praxis real, tanto dentro de sus fronteras como más allá.
La afirmación subrepticia «Irán malo, Israel bueno» sirve para relativizar y justificar los crímenes de guerra de Israel, impidiendo, de paso, toda posibilidad de comprensión de este conflicto y de sus actores. Antes se hizo lo mismo con la guerra entre Rusia y Ucrania, donde proliferaron, y siguen proliferando, dicotomías infantiloides y análisis sin un mínimo de perspectiva histórica. En una simplificada lucha del bien contra el mal se resume el análisis de la política internacional para consumo de masas, a las que, por supuesto, se trata de convencer de que estamos ante guerras justas, en las que Occidente lucha por sus valores, se defiende de los bárbaros y combate por la victoria final del nuevo mundo libre. La misma lógica de la Guerra Fría pero ahora transmutada en una nueva conceptualización del enemigo que ya no es comunista -aunque el comunismo siempre está ahí, al lado de los malos- sino «iliberal».
Lo que no parecen querer entender ni Israel, ni EEUU ni la UE es que cuanto más se vanaglorien de su carácter democrático, sus principios y valores distintivos o de la superioridad de sus instituciones, para justificar de manera solapada sus intereses económicos y geopolíticos a costa de cientos de miles de vidas humanas inocentes, más están socavando todos esos principios que dicen defender. Y más se están desacreditando ante los ojos de un mundo que va mucho más allá de lo que nuestros medios en Europa nos quieren mostrar.
El genocidio en Gaza nos permite ver claramente que las amenazas a la democracia liberal y el desmoronamiento del «orden internacional basado en normas» que el liberalismo logró establecer como consenso colectivo después de la II Guerra Mundial se explican mejor por la incoherencia de sus postulados y su aplicación selectiva por parte de los Estados autodenominados democráticos que por el cuestionamiento de sus viejos o nuevos enemigos.
La Marea