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Pensamiento, Cuba, Mundo :: 22/02/2025

El marxismo que necesitamos

Enrique Ubieta Gómez
Ser marxista no es conocer cada texto de Marx o de Lenin; es saber utilizar ese instrumental teórico y práctico para transformar el mundo a favor de los humildes. Es ser revolucionario

Los encuentros internacionales suelen depararnos sorpresas. En uno de ellos encontré, hace algún tiempo, a un antiguo compañero de estudios de la Universidad de Kíev. Sí, yo estudié filosofía y viví en la Ucrania soviética durante cinco años. Mi compañero era un alumno aplicado, inteligente, y aprendió con facilidad el español de los cubanos. No militaba en el PCUS, pero la desintegración de la Unión Soviética y el rumbo capitalista que tomaron sus antiguas repúblicas, lo llevó a militar en uno de los partidos comunistas que surgieron con posterioridad. Ha sido desde entonces un activo defensor de la Revolución cubana.

Nos hemos encontrado luego más de una vez, en La Habana y en Caracas, los dos centros de la revolución latinoamericana. Pero cuando hablamos, las categorías filosóficas bien plantadas por Lenin parecen flotar sin raíces nutricias en la conversación: no todas las afirmaciones o las posiciones escuchadas al vuelo pueden definirse como idealistas o materialistas sin más (a veces, ni siquiera es lo que importa), ni todos los que defienden posiciones conservadores son acomodados burgueses o protoburgueses aferrados a intereses materiales.

La guerra cultural secuestra a los incautos, a los desprevenidos; a veces incluso ahoga a los que mejor saben nadar. El mundo de hoy es tan complejo como el de ayer, quizás como el de siempre, pero cambia con más rapidez. Y la filosofía marxista corre detrás de los acontecimientos, sin que apenas logre alcanzarlos. No lo hará desde el viejo gabinete; tampoco, por muy moderno que parezca (la palabra moderno, ya me parece demodé), desde el infinito mundo de Internet y sus redes.

El problema filosófico más importante sigue siendo cómo transformar el mundo, y contrario a lo que parece inevitable, cómo burlar la forma, para hacer prevalecer el contenido. Las nuevas tecnologías, que ya no son las que prevalecían hace apenas cinco años, nos sepultan en la inacción. Y atiborran nuestras mentes de datos innecesarios o falsos y de hipótesis deslumbrantes como luces de neón. Es decir, atractivas y fáciles de consumir, pero efímeras y equívocas. La verdad, antes, ahora y después, está en la calle, con la gente, es la que instruye, prepara y defiende a la gente.

El marxismo “positivista” —inútil y esencialmente reformista— no es solo el manualístico y simplificador de la era soviética; es también aquel paralizante que, amparado en los datos de la realidad, y en la seguridad del “dos más dos son cuatro”, se conforma con “lo posible”, aparenta ir lejos y se queda cerca, promete cambios profundos y permanece en la orillita. Ser marxista, insisto en ello, no es conocer cada palabra, cada texto de Marx o de Lenin, o de cualquier otro pensador posterior; es saber utilizar ese instrumental teórico y práctico para transformar el mundo a favor de los humildes. Es ser revolucionario.

José Martí, que fue un lector voraz, y un conocedor insaciable de todas las teorías de vanguardia en su tiempo, escribió: “Es el tormento humano que para ver bien se necesita ser sabio, y olvidar que se lo es”. La solución para la guerra entre la OTAN y Rusia no será, —como quisiera mi amigo, como entendió posible Lenin en otras circunstancias históricas para la Rusia zarista involucrada en la I Guerra Mundial— la revolución socialista en los países contendientes. No conformarse con lo posible, no significa ignorarlo; se trata de no perder jamás de vista el horizonte, contemplar el escenario desde lo alto, porque la mirada a ras de suelo no permite identificar los caminos ni saber quiénes son los amigos y los enemigos.

Hace más de cuarenta años que no piso suelo ucraniano, que no contemplo el majestuoso edificio rojo donde radicaba la Facultad de Filosofía de la Universidad de Kíev, ni camino entre las hojas secas, amarillas y rojas, que tapizan en otoño el parque Taras Shevchenko. En sus aulas estudiaban jóvenes provenientes de todas las repúblicas soviéticas, de Europa del Este, pero también de España, Portugal, Grecia, Chipre, de América Latina y de África. La hermandad de los pueblos ruso y ucraniano parecía consagrada en el monumento a Bogdán Jmelnitski, el cosaco ucraniano que selló un pacto de unidad con el zar Alejo I de Rusia en 1654. Mi amigo, nacido en Kíev, no se considera ucraniano, ni ruso. Cuando le pregunto, responde: “soy soviético”.

Pero quiero recordar este breve poema irónico de Roque Dalton:

Cartita
Queridos filósofos,
queridos sociólogos progresistas,
queridos sicólogos sociales:
no jodan tanto con la enajenación
aquí donde lo más jodido
es la nación ajena.

* Escritor, ensayista, filósofo cubano
Cubasi.cu

 

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