El triunfo de Lula, más allá de las encuestas
Ambos argumentos son consistentes y explican, en parte, lo que parece ser el inexorable triunfo del Partido de los Trabajadores este domingo. Sin embargo, hay razones para suponer que Bolsonaro será derrotado por un margen aún mayor de votos que las encuestas no han conseguido medir de manera precisa.
El proceso ignominioso que permitió primero el golpe a Dilma Rousseff y luego la prisión de Lula por 580 días, produjo un cambio estructural en la sociedad brasileña. Entre 2016 y 2018 se consolidó la hegemonía más brutal y plena de una derecha radical, autoritaria, corrupta y violenta que, heredera de la dictadura militar, había persistido y sobrevivido casi siempre en los márgenes del sistema político.
La propia candidatura de Bolsonaro, en la anterior elección presidencial, hizo suponer a algunos que dicho carácter marginal beneficiaría a una izquierda que había demostrado su moderación discursiva y una arrolladora capacidad de gestión durante los 14 años de gobiernos petistas. El odio, el racismo, la xenofobia, el machismo y los desvaríos discursivos de un excapitán que había abandonado prematuramente el ejército no precisamente por ser el más listo de la tropa, parecían funcionar mucho más como una barrera de contención que como una amenaza electoral para la izquierda. Esto permitiría recuperar el poder frente a la fragmentación de una decadente derecha histórica amparada, como siempre, en el poder económico y mediático.
Pero el cálculo falló.
Bolsonaro sepultó de forma arrasadora a las fuerzas tradicionales de la derecha brasileña y consiguió un apoyo popular inesperado. Lo que siguió está a la vista: la destrucción acelerada de las instituciones democráticas; el saqueo y la privatización de los bienes públicos; la corrupción y el enriquecimiento de sus dirigentes, en primer lugar, de la familia del propio presidente; la exacerbación de la violencia política, del racismo y de las violencias machistas; la impunidad y la colonización total del aparato estatal por parte de miles de funcionarios públicos pertenecientes a las fuerzas armadas y a las iglesias evangélicas. (Hoy, se estima que el gobierno Bolsonaro posee más de 6.500 militares en cargos de dirección, gestión o asesoramiento. El número de evangélicos, aunque más impreciso, es de varios miles de funcionarios. Las fuerzas armadas y las iglesias neopentecostales controlan gran parte de los ministerios y las principales empresas estatales).
Aunque la lección ya fue aprendida, no está demás reiterarla: las personas y las organizaciones progresistas deben aprender que cuanto peor, peor; y que la ingeniería electoral basada en la especulación de que unos monstruos marginales y violentos, sin otro programa que la propagación del odio y el miedo, nunca llegarán al poder, suele ser la antesala de un abismo autoritario que sumerge a la democracia en la más temible oscuridad.
En término electorales, este proceso doloroso y cruento expone dos evidencias, una negativa y otra quizás positiva, en la perspectiva de la actual contienda presidencial.
En 2018, Jair Bolsonaro obtuvo 55% de los votos, o sea, el apoyo de casi 58 millones de personas. Buena parte de estos votantes fueron consolidándose como una base electoral sólida que, bajo el lema de que el excapitán “es un mito”, están convencidos de que el autoritarismo y la violencia son el mejor antídoto para que la política deje de ser dominada por las élites de izquierda o de derecha que gobernaron el país desde el fin de la dictadura militar hace ya casi 40 años. Bolsonaro es visto así como la única garantía para volver a un pasado glorioso, que permitirá defender a Brasil del comunismo y del antipatriotismo indolente de los poderes económicos y mediáticos tradicionales.
No deja de producir espanto que, después de cuatro años de descalabro y desprecio por la vida humana, después de una pandemia que dejó más de 600 mil muertos que el gobierno hizo nada para evitar, de una economía arrasada y de un proceso de profundización del hambre, la pobreza extrema, la desigualdad y el desamparo de las clases populares, más de 35 millones de brasileños y brasileñas sigan pensando que Bolsonaro es no solo la mejor, sino la única opción que ilumina su horizonte de felicidad colectiva.
Entre tanto, más de 20 millones de personas, que quizás desprecian cualquier opción política de izquierda, muchas de ellas hartas de la política misma, votaron hace cuatro años por Bolsonaro como un castigo al PT, al tiempo en que consideraban que ninguna otra opción electoral podía propinarles a sus dirigentes la paliza que merecían frente al aluvión de denuncias de corrupción que los involucraban. Bolsonaro ganó gracias a un voto de derecha radical que tendía a consolidarse y de un apoyo popular muy significativo que se amparaba en la cobertura impoluta de la Operación Lava Jato y del protagonismo que había ganado el juez Moro y el equipo de fiscales que, en su condición de salvadores de la patria, habían sacado a Brasil de las tinieblas.
Es imposible saber hoy cuántas de estas personas se han visto desilusionadas con las evidencias de manipulación, prevaricato y corrupción de una banda de jueces y fiscales facinerosos que usó la justicia como mecanismo de enriquecimiento personal y para llegar al poder despreciando el estado de derecho democrático. Como sea, lo sabremos el domingo.
El denominado “voto vergüenza”, cuya presencia ya ha sido alertada por diversos analistas, es la expresión fenoménica de un colectivo seguramente inmenso de personas que jamás estará dispuesta a reconocer que Lula será ahora, por primera vez, su candidato, después de haber defendido durante más de 20 años que era la expresión misma del demonio. No estando dispuestos a beber por segunda vez el veneno del odio, aunque no por eso abrevando en el amor electoral hacia el líder del PT, millones de votos “avergonzados” beneficiarán a Lula en esta elección.
Por otro lado, una de las transformaciones más dramáticas de la sociedad brasileña actual es que el bolsonarismo se ha constituido como una fuerza política con gran apoyo popular y una enérgica presencia pública.
La calle, que en el pasado pertenecía a la izquierda, que era ocupada por sus luchas y movilizaciones de masas, hoy ha sido colonizada por la derecha radical, que hace de ella el escenario expresivo y performático de sus protestas y de su rabia colectiva.
Otra lección que el progresismo no puede olvidar jamás: en política no hay espacios vacíos, y cuando las fuerzas democráticas abandonan los territorios, estos son colonizados por una derecha que busca con inteligencia sus mejores portavoces en los mercaderes de la fe, en organizaciones políticas delictivas, en fuerzas de choque y en milicias que prometen seguridad y contención, en medios de comunicación que se benefician del desamparo, del miedo y de la inseguridad de la gente.
Cuando los movimientos populares se vacían de dirigentes, cuando los partidos de izquierda se desvanecen en una burocracia inepta sin militancia ni conducción, cuando la necesidad de gobernar para la gente hace que los funcionarios carezcan de tiempo o de voluntad para estar cerca de la gente, la derecha aprovecha la oportunidad y destruye, en muy poco tiempo, una capilaridad organizativa, de reconocimiento y solidaridad que costaron décadas y muchas vidas para ser construidas.
Así las cosas, la derecha radical, con sus discursos de odio y violencia, ocupó la calle y la hizo propia, amenazando y poniendo en riesgo la vida de quien se atreviera a cuestionar su propiedad sobre ella.
No es fácil ser demócrata, progresista o una persona de izquierda hoy en Brasil. Y no porque Bolsonaro no haya brindado motivos para fortalecer las convicciones democráticas de cualquier ciudadano o ciudadana, sino porque quienes lo expresan públicamente puede ser humillados, molidos a patadas o asesinados brutalmente en el bar de la esquina de su casa. La derecha no ocupa la calle para transformarla en el escenario propicio para la divulgación de sus ideas o propuestas políticas. La ocupa para ejercer la pedagogía del miedo, para segregar, silenciar y aniquilar a quienes piensan diferente. La ocupa para hacer del discurso del odio la gasolina que combustiona su modelo de sociedad, su horizonte de futuro.
No sabemos cuántas personas, muchas de las cuales han votado en el pasado a dirigentes como Lula o Dilma, hoy tienen temor de decir que volverán a hacerlo. Sin embargo, no cabe duda de que, ante el riesgo a exponerse, el “voto del silencio” (no solo el de la “vergüenza”) será muy expresivo en esta elección. Lo sabremos el domingo.
Este domingo 2 de octubre, el día en que Lula volverá a ser presidente de Brasil, iniciando un proceso que será interpelado por enormes desafíos democráticos. Desafíos que el nuevo gobierno del PT, como ya lo hizo en el pasado, transformará en inmensas realizaciones que volverán a mostrar que el único sentido de la política democrática debe ser siempre mejorar la vida de la gente.
Pablo Gentili es profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro.
Página 12