En favor de dejar que arda Malibú
Casas, por supuesto, surgirán aquí por miles. Muchas cumbres tendrán su castillo.
-John Russell McCarthy, These Waiting Hills [Estas colinas en espera] (1925)
De finales de agosto a principios de octubre es la estación infernal de Los Ángeles. El centro de la ciudad suele verse envuelto en una niebla tóxica amarilla y las olas de calor se extienden por Wilshire Boulevard. Fuera de los rascacielos con aire acondicionado, los sintecho se apiñan miserablemente en cualquier sombra disponible.
Al otro lado de la autopista Harbor, las atestadas viviendas del distrito de Westlake -el Spanish Harlem de Los Ángeles- son insufribles hornos. Asfixiadas en sus minúsculas habitaciones, las familias inmigrantes huyen a las escaleras de incendios, los escalones y las aceras. Las madres, ansiosas, frotan la frente de sus bebés con agua, mientras los niños mayores, con los ojos escocidos por el smog, piden "paletas" a gritos: los cucuruchos de hielo raspado de sabores que dispensan los vendedores ambulantes. Jóvenes sin camiseta -algunos con formidables bíceps, producto de la cárcel, y tatuajes de la Virgen de Guadalupe en la espalda- monopolizan la sombra de los toldos de las tiendas. Entre cientos de hectáreas de asfalto fundido y hormigón apenas hay hierba, y mucho menos césped o árboles.
A casi cincuenta kilómetros de distancia, la costa de Malibú -donde la hipérbole se encuentra con el surf- presenta un tiempo totalmente distinto. La temperatura es de 30º (7 grados menos que en el centro de la ciudad), y el cielo azul cobalto está lo bastante despejado como para distinguir la silueta de la isla de Santa Bárbara, a casi 80 kilómetros de la costa. En Zuma, los surfistas se deslizan bajo la mirada despreocupada de sus personales diosas del sol, mientras que en Topanga Beach, los domadores de caballos pasean al galope los appaloosa por la arena mojada. Indiferentes a la desgracia del «continente», los habitantes de Malibú sufren otro día aburridamente perfecto.
Ni que decir tiene que las diferencias existenciales entre el barrio de bloques de viviendas de alquiler y la costa dorada son enormes en cualquier época del año. Pero a finales del verano comienza la temporada de incendios forestales en el sur de California, y es entonces cuando Westlake y Malibú sufren una suerte común: incendios catastróficos.
De acuerdo con anteriores estimaciones, Westlake (incluidas las zonas adyacentes del centro) tiene la mayor incidencia de incendios urbanos del país: uno de sus dos parques de bomberos se vio inundado por la increíble cifra de 20.000 llamadas de emergencia en 1993. Algunos edificios de apartamentos y apartahoteles tienen un historial de incendios que se remonta a su construcción a principios del siglo XX. El tristemente célebre Hotel St. George, por ejemplo, sufrió funestos incendios en 1912, 1952 y 1983. Además, casi todos los incendios mortales de bloques de viviendas en Los Ángeles desde 1945 se han producido en un radio de kilómetro y medio de la esquina de Wilshire y Figueroa, en el centro.
Malibú, por su parte, es la capital de los incendios forestales de Norteamérica y, posiblemente, del mundo. Aquí, el fuego tiene un implacable ritmo de staccato, sincopado por corrimientos de tierra e inundaciones. La escarpada costa de 35 kilómetros de largo se ve azotada, por término medio, por un gran incendio (de más de 400 hectáreas) cada dos años y medio, y toda la superficie de las montañas occidentales de Santa Mónica ha ardido tres veces a lo largo del siglo XX. Al menos una vez cada década, un incendio de chaparral se convierte en una aterradora tormenta de fuego que consume cientos de hogares en un inexorable avance por las montañas hacia el mar. Desde 1970, cinco holocaustos de este género han destruido más de mil residencias de lujo y han causado daños materiales por valor de más de mil millones de dólares. Algunos infelices propietarios de viviendas han visto cómo han sido éstas pasto de las llamas dos veces en una generación, y hay parcelas individuales de costa o montaña, especialmente entre Point Dume y Tuna Canyon, que se han visto reducidas a cenizas hasta ocho veces desde 1930.
En otras palabras, si te quedas en la boca del Cañón de Malibú o duermes en el Hotel St. George un periodo cualquiera de tiempo, acabarás teniendo que afrontar las llamas. Es una certeza estadística. Irónicamente, los paisajes más ricos y más pobres del sur de California son comparables en lo que respecta a la frecuencia con la que experimentan desastres incendiarios. Esto se puso trágicamente de relieve en 1993, cuando a una conflagración en mayo en una casa de vecindad de Westlake, en la que murieron tres madres y siete niños, le siguieron a finales de octubre 21 incendios forestales que culminaron el 2 de noviembre en la gran tormenta de fuego que obligó a evacuar la mayor parte de Malibú.
Pero los dos géneros de conflagración son imágenes inversas la una de la otra. Defendidos en 1993 por el mayor ejército de bomberos de la historia de los EEUU, los acaudalados propietarios de Malibú se beneficiaron también de un extraordinario abanico de subvenciones en materia de seguros, uso del suelo y ayuda en caso de catástrofe. Sin embargo, tal como reconoce la mayoría de los expertos, esas periódicas tormentas de fuego de esta magnitud son inevitables mientras se tolere el desarrollo residencial en la ecología del fuego de Santa Mónica.
Por otra parte, la mayoría de las 119 víctimas mortales de los incendios de bloques de viviendas de las zonas de Westlake y del centro podrían haberse evitado si se hubiera exigido a los caseros de los barrios marginales el cumplimiento de unas normas mínimas de seguridad en la construcción. Si se han destinado enormes recursos, de modo quijotesco, a luchar contra las irresistibles fuerzas de la naturaleza en la costa de Malibú, se ha prestado escandalosamente poca atención a la crisis de incendios remediables y de origen humano en el centro de la ciudad.
Desde un principio, el fuego ha definido Malibú en el imaginario norteamericano. En Two Years Before the Mast [Dos años al pie del mástil, Alba, 2001], Richard Henry Dana describió en 1826 la navegación con rumbo norte, de San Pedro a Santa Bárbara, y la visión de un vasto incendio a lo largo de la costa del Rancho Topanga Malibú Sequit de José Tapia. A pesar de -o, como veremos, más probablemente debido a- la prohibición española de la práctica de los indios chumash y tong-va de quemar anualmente la maleza, los infiernos de fuego en las montañas amenazaron repetidamente Malibú a lo largo del siglo XIX. Durante el gran boom inmobiliario de finales de la década de 1880, todo el latifundio [en español en el original] se vendió a Frederick Rindge, millonario de la élite bostoniana, a 10 dólares el acre [1 acre = 0,4 hectáreas]. En sus memorias, Rindge describió sus incesantes batallas contra los ocupantes ilegales, los cuatreros y, sobre todo, los recurrentes incendios forestales. El gran incendio de 1903, que se propagó de Calabasas al mar en pocas horas, redujo a cenizas el rancho de ensueño de Rindge en el Cañón de Malibú y le obligó a trasladarse a Los Ángeles, donde murió en 1905.
Desde la época de los tapias, los propietarios del Rancho Malibú habían caído en la cuenta de que el extraordinario riesgo de incendios de la región se debía, en gran parte, a la extraña alineación de sus cañones costeros con los «vientos de fuego» anuales del norte: los tristemente célebres Santa Anas, que soplan principalmente entre el Día del Trabajo [primer lunes de septiembre] y el Día de Acción de Gracias [finales de noviembre], justo antes de las primeras lluvias. Nacidos de zonas de altas presiones sobre la Gran Cuenca del Pacífico y la meseta del Colorado, los Santa Ana se calientan y secan a medida que descienden en forma de avalancha hacia el sur de California. El valle de San Fernando actúa como un fuelle gigante, avivando a veces las Santa Ana a velocidad de huracán mientras rugen hacia el mar a través de los estrechos cañones y escarpados desfiladeros de las montañas de Santa Mónica. Si en una ocasión así se añade una chispa a la densa y seca vegetación, las laderas estallan en un incendio incontrolable: «La velocidad y el calor del fuego son tan intensos que los bomberos sólo pueden intentar evitar la propagación lateral del incendio, mientras esperan a que amainen los vientos o disminuya la materia combustible».
Menos conocida era la dependencia esencial de la vegetación dominante de Santa Mónica -el chaparral de chamizo, el matorral de salvia costero y el bosque de encina de California- de este ciclo de incendios forestales. Décadas de investigación (especialmente en el Bosque Experimental de San Dimas, en las montañas de San Gabriel) han permitido a la ciencia de finales del siglo XX comprender mejor el complejo y beneficioso papel del fuego en el reciclaje de nutrientes y en la germinación de las semillas de la variada flora pirófita del sur de California. La investigación también ha establecido la abrumadora importancia de la acumulación de biomasa, más que de la frecuencia de ignición, en la regulación de la destructividad del fuego. Tal como subraya Richard Minnich, autoridad mundial en incendios de matorral chaparral: «La materia combustible, no las igniciones, es lo que causa el fuego. Puedes mandar a un pirómano al Valle de la Muerte y nunca lo vas a tener que detener».
Una revelación clave ha sido la relación no lineal entre la estructura de edad de la vegetación y la intensidad del fuego. Botánicos y geógrafos especializados en incendios descubrieron que «la probabilidad de que se produzca un incendio intenso y rápido aumenta drásticamente a medida que la materia combustible supera los veinte años de edad». De hecho, se calcula que un chaparral de medio siglo de edad -muy cargado de masa muerta- arde con una intensidad 50 veces mayor que un chaparral de 20 años. Dicho de otro modo, menos de media hectárea de chaparral viejo equivale al combustible de unos 75 barriles de petróleo crudo. Ampliando aún más estos cálculos, una gran tormenta de fuego en Malibú podría generar el calor de tres millones de barriles de petróleo ardiendo a una temperatura de 1.000 grados.
La «supresión total de incendios», política oficial en las montañas del sur de California desde 1919, ha sido un trágico error, pues crea enormes reservas de materia combustible. Los extremosos incendios que acaban produciéndose pueden transformar la estructura química del propio suelo. La volatilización de ciertas substancias químicas de las plantas crea una capa repelente al agua en la parte superior del suelo, y esta capa, al impedir la filtración, acelera drásticamente la inundación y erosión subsiguientes. La monomanía obsesiva por controlar la ignición en lugar de la acumulación de chaparral hace que las tormentas de fuego y las grandes inundaciones que les siguen sean prácticamente inevitables.
A lo largo de una generación tras la muerte de Rindge, su viuda, May, luchó por mantener el Shangri-la familiar aislado e intacto frente a los intentos del Estado de promover una autopista a través del rancho. A la manera de una de las heroínas de mano dura que encarnaba Barbara Stanwyck, la llamada Reina de Malibú cerró los caminos del rancho en 1917, tendió alambre de espino a lo largo del perímetro y apostó a vigilantes armados con órdenes de «disparar a matar». En un episodio acaecido en los años 20, los vaqueros de Rindge provocaron un tenso enfrentamiento con los ayudantes del sheriff tras ahuyentar a punta de pistola a un equipo de inspección de carreteras. Los histéricos titulares de los periódicos advertían de «¡Guerra civil en la pacífica California del Sur!».
Pero la presión durante el boom de los años 20 por abrir la cordillera costera a la subdivisión especulativa resultó implacable. En la hipérbole de la época, la ocupación de las montañas se convirtió en el destino manifiesto de Los Ángeles. «Ha llegado el día de la invasión blanca de Santa Mónica», declaraba el vidente inmobiliario John Russell McCarthy en un folleto publicado por Los Angeles Times en 1925. En previsión de esta fiebre por el terreno, el sheriff del condado había ido deteniendo a todos los vagabundos que había a la vista y poniéndolos a trabajar en cuadrillas de presos que construían carreteras a través de los escarpados cañones al sur del Rancho Malibú (los críticos radicales de la época denunciaron este sistema como un «deliberado chanchullo inmobiliario» destinado únicamente a aumentar el valor de la tierra en distritos montañosos «que la población de esta ciudad ni siquiera sabe que existen»).
En cualquier caso, no se iba a permitir que la viuda Rindge se interpusiera en el camino de «la marcha de los caucásicos aventureros», tal como dijo McCarthy. Tras una de las batallas legales más prolongadas de la historia de California, el tribunal concedió al Estado el derecho de paso por el Rancho Malibu. Abierta al tráfico en 1928, la autopista de la costa del Pacífico ofreció a los angelinos su primera vista de la magnífica costa de Malibú e introdujo una nueva y potente fuente de ignición -el automóvil- en ese paisaje inflamable.
La infatigable May Rindge siguió luchando en los tribunales contra los constructores de la carretera y los promotores inmobiliarios, pero al final los costes del litigio le obligaron a arrendar determinadas partes de la playa de Malibú a una colonia cinematográfica entre la que se contaban Jack Warner, Clara Bow, Dolores del Río y la propia Barbara Stanwyck. La inesperada inauguración de la colonia fue un incendio forestal que destruyó trece viviendas nuevas a finales de octubre de 1929. Exactamente un año después, unos recolectores de nueces de la zona de Thousand Oaks provocaron accidentalmente otro incendio, que rápidamente se convirtió en uno de los mayores siniestros de la historia de Malibú.
El incendio de Decker Canyon, en 1930, constituyó el peor de los casos: un chaparral de 50 años y un feroz Santa Ana. Enfrentados a un frente de imponentes llamas de ocho kilómetros, 1.100 bomberos no pudieron hacer mucho más aparte de salvar la vida. Cuando la tormenta de fuego se dirigió inesperadamente hacia Pacific Palisades, cundió oficialmente el pánico. El supervisor del condado Wright, con los nervios a flor de piel tras una visita a las líneas de fuego que se derrumbaban, apostó a un centenar de patrulleros en los límites de la ciudad de Los Ángeles para alertar a los habitantes de la evacuación. Si el «incendio que asola el distrito de Malibú se acerca», jadeó, «podría desaparecer toda nuestra ciudad». En última instancia, este apocalipsis (que acaso le haya sugerido a Nathanael West la idea del incendio de Los Ángeles en su novela The Day of the Locust [El día de la langosta]) se evitó -no gracias a la iniciativa humana- cuando la caprichosa Santa Ana amainó bruscamente.
Visto retrospectivamente, el incendio de 1930 debería haber provocado un debate histórico sobre la conveniencia de abrir Malibú a una mayor urbanización. Sólo unos meses antes del desastre, Frederick Law Olmsted, Jr. -el arquitecto paisajista más importante del país, diseñador del sistema de parques estatales de California- se había manifestado a favor de la propiedad pública de al menos 4.000 hectáreas de las zonas más pintorescas de playa y montaña entre Topanga y Point Dume. A pesar de otra serie de incendios en 1935, 1936 y 1a938 que destruyeron casi cuatrocientas casas en Malibú y Topanga Canyon, los funcionarios públicos se obstinaron en ignorar la sensatez de la propuesta de Olmsted de crear un gran dominio público en Santa Mónica. El condado de Los Ángeles, por ejemplo, desaprovechó en 1938 una extraordinaria oportunidad de adquirir casi 7.000 hectáreas de la finca en quiebra de Rindge a cambio de 1,1 millones de dólares en impuestos atrasados. A sólo 64 dólares por acre, habría sido el negocio del siglo.
Por contrario, en diciembre de 1940, una May Rindge insolvente y desconsolada se vio obligada a subastar todo su imperio. Se aconsejó a los posibles compradores que hicieran «una pronta selección» de «solares frente al mar, emplazamientos para villas, hoteles, clubes de golf, fincas, clubes de playa y de yates, parcelas para rentas y negocios, pequeños lugares para casas de verano, ranchitos, ranchos de 40 a 260 hectáreas, y hectáreas para subdivisiones posteriores». La desconsolada Reina de Malibú murió dos meses después.
Durante la Segunda Guerra Mundial -años de grave sequía en la Costa Oeste-, mandaron a cientos de vigilantes de incendios a las montañas del sur de California para protegerlas de supuestos saboteadores del Eje. Pocos meses después de la retirada de los vigilantes, 150 casas de Malibú quedaron reducidas a cenizas en otro incendio en noviembre. Sin embargo, esta nueva catástrofe no desanimó la migración de postguerra de artistas, impresores, libreros, poetas, guionistas y arquitectos (entre ellos el propio Olmsted) -muchos de medios muy modestos, algunos que trataban de escapar de la mirada escudriñadora del macartismo- que imaginaban Malibú como el Carmel del sur. Lawrence Clark Powell, bibliotecario de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), describió en unas interesantes memorias un modo de vida genial dedicado a Mozart y a ir a la playa.
También proporcionó un relato clásico de la acometida de la terrible tormenta de fuego de la semana de Navidad de 1956, la cual, calcinando su camino hasta el mar, siguió la ruta del incendio de 1930.
Un análisis del Servicio Forestal sobre esta catástrofe, que causó la muerte de una persona y destruyó un centenar de viviendas, subrayó el reto imposible de combatir unas fuerzas naturales tan erráticas e indomables.
De hecho, la conflagración, que coincidió con un recrudecimiento de las ansiedades de la Guerra Fría, tuvo repercusiones políticas inesperadas. «Si el gobierno no podía vencer a los incendios forestales en Santa Mónica», se preguntaban los críticos, "¿cómo iba a hacer frente a posibles holocaustos nucleares?". En consecuencia, la administración Eisenhower reconoció que el siniestro de Malibú era «el primer gran desastre provocado por un incendio de alcance nacional», y el Congreso -más preocupado por la credibilidad de un ingente estamento de defensa civil que por la tragedia de los propietarios locales- debatió cómo proporcionar «una prevención y protección completas contra incendios en el sur de California». (Los grandes incendios de Malibú, además, se utilizarían más tarde por parte de los investigadores para crear modelos sobre el comportamiento de las tormentas de fuego nucleares).
Según el historiador de incendios Stephen Pyne, el incendio de Malibú también marcó la transición del problema tradicional de los incendios forestales a un «nuevo régimen de incendios» caracterizado por la «mezcla letal de propietarios de viviendas y matorral». Esta frontera artificial de chaparral y extrarradio magnificó el peligro natural de incendios, al tiempo que creaba nuevos peligros para los bomberos, que ahora tenían que defender miles de estructuras individuales además de luchar contra el propio frente de fuego. «Mientras que se comentaba a menudo que el chaparral, en particular el que se compone en buena medida de chamizo [adenostoma fasciculatum], es una comunidad clímax para los incendios, ahora se bromea diciendo que lo mismo ocurre con el extrarradio de montaña del sur de California».
En última instancia, el incendio de 1956 -seguido de dos incendios, con un mes de diferencia, en 1958-59, que causaron graves quemaduras a ocho bomberos y destruyeron otro centenar de viviendas- supuso el principio del fin de la bohemia de Malibú. Una ley perversa del nuevo régimen de incendios era que ahora el fuego estimulaba tanto el desarrollo como una sucesión social ascendente. Al declarar Malibú zona federal catastrófica y ofrecer a las víctimas desgravaciones fiscales y préstamos preferenciales a bajo interés, la administración Eisenhower sentó un precedente para la subvención pública de los barrios residenciales periféricos del cinturón de fuego. A cada nuevo siniestro le seguiría puntualmente una reconstrucción a mayor escala y aún más exclusiva, ya que las normas de uso del suelo, y a veces hasta el código de incendios, se relajaron para acomodar a las «víctimas» de los incendios. Como resultado, inquilinos y propietarios modestos se vieron desplazados de zonas como Broad Beach, Paradise Cove y Point Dume por pirófilos adinerados alentados por seguros contra incendios artificialmente baratos, ayudas socializadas para catástrofes y un compromiso público expansivo para «defender Malibú».
A falta de una zonificación del riesgo de incendios como la que había preconizado Olmsted, la única restricción al desarrollo era el limitado suministro de agua para la extinción de incendios y el consumo doméstico. La finalización de una línea troncal de agua, que conecta Malibú con los depósitos del Distrito Metropolitano de Aguas, fue la señal para una nueva fiebre urbanística. La Comisión de Planificación Regional del condado no tardó en respaldar las fantasías más descabelladas de los promotores al autorizar una asombrosa expansión del 1.400% de la población de Malibú en la siguiente generación: de 7.983 habitantes en 1960 a 117.000 previstos en 1980. Aunque las leyes costeras de California de 1972 y 1976, con el lema populista «¡Que no encierren la playa!», acabaron por frenar este monstruo inmobiliario (así como propuestas de pesadilla como una central nuclear en Corral Canyon y una autopista de ocho carriles a través del Cañón de Malibú), la urbanización de la costa de Malibú -el «Big Sur del patio trasero» de Los Ángeles- era ya un hecho consumado.
Sin embargo, a la vez que abrían las compuertas a la sobreexplotación destructiva, los funcionarios del condado y del estado rechazaban todas las oportunidades de ampliar el frente público de las playas (un mísero 22% del total en 1969). Tampoco mostraron ningún interés en crear un fideicomiso público de tierras en las montañas, que ahora eran propiedad privada en su totalidad, hasta los lechos de los arroyos. En consecuencia, la mayor parte de Malibú seguía siendo tan inaccesible para el público en general como lo había sido en la época de Rindge (para la gente de color, además, quedaba absolutamente prohibida). Tal como afirmaron los historiadores de la batalla por el acceso a la costa: «Los siete millones de personas a una hora en coche de Malibú tuvieron música de los Beach Boys y películas de surfistas, pero los veinte mil residentes se quedaron con la playa».
Al volver para echar un último vistazo, Powell, bibliotecario de la UCLA, denunció amargamente la aristocratización de su amada costa:
En una febril compraventa de terrenos, la costa se ha transformado por completo y se ha vuelto irreconocible. Cada una de las sucesivas viviendas, más grande y más grandiosa, se apropia de la vista de sus vecinas en una especie de competición desenfrenada.... Una vez perdido, el paraíso no se puede recuperar jamás.... Los promotores han arrasado las Santa Monicas hasta hacerlas irrecuperables.
Los nuevos ricos de Malibú construían cada vez más alto en la montaña, sin tener en cuenta las inevitables consecuencias del fuego. La siguiente tormenta de fuego, a finales de septiembre de 1970, combinó un clima perfecto para los incendios (condiciones de sequía, 37 grados centígrados de calor, 3% de humedad y un viento de Santa Ana de 136 kilómetros por hora) con una abundante cosecha de casas de madera combustibles. Según los bomberos, los populares tejados de madera de cedro «estallaron como palomitas de maíz» cuando un muro de llamas de 32 kilómetros atravesó la cordillera de Santa Mónica en dirección al mar. Con el asfalto de la autopista de la costa del Pacífico en llamas y todas las vías de escape cortadas, los aterrorizados residentes de la famosa colonia de Malibú se refugiaron en la laguna cercana. Las llamas cayeron como una lluvia infernal sobre la playa, y el día se hizo noche bajo la gigantesca nube de humo. Al unirse a otro incendio en el valle de San Fernando, la mayor tormenta de fuego del siglo XX en Malibú se cobró 10 vidas y carbonizó 403 viviendas, entre ellas un rancho propiedad del entonces gobernador Ronald Reagan.
Los furiosos propietarios -ignorantes del verdadero equilibrio de poder entre la extinción de incendios y la ecología del chaparral- denunciaron al gobierno local por no salvar sus hogares y exigieron nuevas y costosas «soluciones» tecnológicas para los problemas de los incendios forestales de Malibú. «Los funcionarios electos, muy sensibles a la importancia nacional de Malibú en la recaudación de fondos políticos, se apresuraron a complacerles. Un célebre ejemplo es el ocurrido a finales de la década de 1970, cuando la Colonia de Malibú se estaba viendo azotada por el oleaje más fuerte registrado en un cuarto de siglo. Se dice que Larry Hagman, el J. R. Ewing de Dallas, le dijo a Jerry Brown, gobernador de California: «Jerry, haz algo. Maldita sea, estamos en serias dificultades. ¡Mueve el culo y vente para acá!» En poco tiempo, se declaró Malibú zona catastrófica y la Guardia Nacional ayudó a Hagman -y a veces a Linda Ronstadt, con la que salía Brown- a levantar sacos de arena en sus casas.
Mientras tanto, los promotores inmobiliarios, que se apresuraban a adelantarse a la legislación costera de «crecimiento lento», redoblaron sus esfuerzos de subdivisión. El auge subsiguiente sólo sirvió para alimentar los tres incendios sucesivos de «Halloween» que consumieron viviendas en octubre de 1978, 1982 y 1985. Los dos primeros incendios comenzaron en Agoura y siguieron aproximadamente la ruta del incendio de 1956 a través de Trancas Canyon, mientras que el tercero repitió el itinerario del siniestro de Decker Canyon en 1930.
El incendio de 1978, que consumió viviendas millonarias en la zona de Broad Beach (donde Powell había vivido en los más humildes años 50), también estableció un nuevo récord de velocidad: el fuego atravesó 20 kilómetros de terreno muy accidentado en menos de dos horas (el incendio de 1970 había tardado el doble). Un testigo presencial describió cómo el desbocado frente de fuego «convirtió a miles de conejos silvestres en bolas de pelaje llameante que corrían enloquecidas de un lado a otro, sólo para iniciar nuevos incendios en los lugares donde caían». Las bestias supervivientes -mascotas domésticas y animales salvajes por igual- «se mezclaron en el caos con los evacuados humanos a lo largo de la playa de Point Dume, mientras los surfistas, ajenos a todo, cabalgaban las olas». A los traumatizados residentes de Malibú, también azotados por desastrosas inundaciones y corrimientos de tierra en 1978 y 1980, se les podría perdonar que imaginaran que la naturaleza se estaba enojando más con ellos».
Una breve postdata:
Cuando la mayoría de nosotros construimos o compramos una casa, valoramos cuidadosamente el vecindario. En Malibú, el vecindario es el fuego. Un fuego que vuelve a visitar las montañas costeras varias veces cada década. En los últimos sesenta años, diez de estos frecuentes sucesos se han convertido en tormentas de fuego que lo consumen todo. La última conflagración, el incendio de Woolsey, ha reducido a cenizas 1.500 viviendas y ha matado al menos a tres personas. Comenzó en pastizales secos al sur de Simi Valley, donde se celebró el famoso juicio de los agresores de Rodney King, y luego cruzó una autopista para prender fuego a la densa vegetación de salvia costera en el flanco norte de las montañas de Santa Mónica. Los profundos cañones de la cordillera, perfectamente alineados con los vientos estacionales de Santa Ana, volvieron a actuar como fuelles, acelerando la carrera del fuego hacia la costa, donde quemó viviendas de la playa. El gran número de residencias perdidas no sólo demuestra la ferocidad del siniestro, sino también la cantidad de nuevas construcciones desde la tormenta de fuego de 1993.
¿Por qué un mayor número de mansiones en esas colinas a las que les encantan los incendios? Por un hecho perverso: después de cada gran incendio en California, los propietarios de viviendas y sus representantes se refugian en la creencia de que, si no se pueden evitar los incendios forestales, sí se puede domar su destructividad. Así, la recién incorporada ciudad de Malibú y el condado de Los Ángeles respondieron a la catástrofe de 1993 con agresivas normativas sobre desbroce de maleza y materiales para tejados resistentes al fuego. La creación de un «espacio defendible» se convirtió en el nuevo mantra, y pronto se repitió en toda California tras otros grandes incendios, como los que arrasaron el condado de San Diego en 2003 y 2007, quemando 4.500 viviendas casas y matando a 30 personas.
Así que, en lugar de un debate largamente esperado sobre la conveniencia de reconstruir y la necesidad de evitar nuevas construcciones en zonas de peligro extremo de incendios naturales, la atención pública se desvió hacia una discusión sobre los mejores métodos para despejar la vegetación (¿rotocultores o cabras?) y hacer las casas resistentes al fuego. Y si las zonas residenciales construidas al borde y las subdivisiones de las zonas rurales podían, de hecho, ser a prueba de incendios, entonces ¿por qué no añadir más? Desde 1993, casi la mitad de las nuevas viviendas de California se han construido en zonas con riesgo de incendio. Empero, tal como diría un Galileo contemporáneo del espacio defendible, «y sin embargo, se queman». En los últimos dieciocho meses se han perdido 20.000 hogares y quizá 1.000 vidas en un superincendio detrás de otro.
Estos incendios son a la vez antiguos y nuevos. Tienen dos causas diferentes. En primer lugar, la vegetación y la topografía, orquestadas anualmente por nuestros huracanes secos, definen patrones y frecuencias de incendios persistentes. Sin embargo, sin intervención humana, multitud de pequeños incendios provocados por los rayos de finales de verano crean un intrincado mosaico de vegetación de diferentes edades y combustibilidad. Las tormentas de 40.000 hectáreas de fuego que sufrimos ahora cada año se producían ocasionalmente tras sequías épicas, pero eran raras en un régimen de incendios «natural». Sin embargo, la prevención de incendios en el siglo XX hizo envejecer grandes extensiones de chaparral y bosque, creando las condiciones perfectas para grandes incendios. Pero mientras tantas ciudades de California estuvieron rodeadas de plantaciones de cítricos y tierras agrícolas, el fuego, incluso en su nueva y mayor encarnación, solía detenerse antes de que llegara a las viviendas. Hoy en día, nuestros cortafuegos hortícolas han desaparecido, los campos de fresas son ahora zonas residenciales envejecidos, y la búsqueda de frentes de playa, parcelas con vistas a la montaña y grandes árboles ha creado peligros de incendio que antes eran inimaginables.
El cambio climático, por su parte, está llegando a California en forma de sequía y calor extremo en verano, junto con episodios récord de lluvias torrenciales. Aunque los científicos debaten si la precipitación media anual promediada a lo largo de décadas disminuirá realmente, una mayor parte de ella caerá en forma de lluvia y no de nieve, lo que constituye un serio motivo de preocupación, dado que nuestro sistema hídrico depende del manto de nieve de la Sierra para almacenar y modular la liberación del agua que riega las ciudades y la agroindustria. Además, las precipitaciones ya no son un predictor preciso del riesgo de incendios. El invierno de 2016-17 fue el más lluvioso de la historia del norte de California, y la primavera trajo el despliegue de flores silvestres más glorioso en varias generaciones. Pero julio fue tórrido y las temperaturas costeras, normalmente de 21 grados para arriba, superaron los 37 grados durante una semana. El verdor de la primavera se transformó puntualmente en una abundante cosecha de ardor marrón. Cuando los vientos empezaron a soplar en octubre, primero se incendió Santa Rosa, al norte de San Francisco, y luego Montecito, al sur de Santa Bárbara. Se perdieron tres mil viviendas y murieron varias docenas de personas, en su mayoría gente anciana e inconsciente de la amenaza que se avecinaba. Pero la naturaleza californiana se reserva un último acto, y cuando el cielo se abrió sobre las calcinadas colinas de Montecito en enero, otras 25 personas desaparecieron en los flujos de escombros que se movían con rapidez. Este mismo bis le espera a Malibú y a las estribaciones de la Sierra en los próximos meses.
Por último, unas palabras sobre Malibú y Paradise. Las dos ciudades comparten tres características comunes: ambas son muy blancas (la población negra de Malibú es del 1,5%; la de Paradise, del 0,1%), relativamente geriátricas (duplican el porcentaje medio del estado de mayores de 65 años) y habitan en notorios pasillos de incendios.
De hecho, la zona de Paradise juega en la misma liga de élite de los incendios que Malibú, con seis incendios masivos desde 1950, incluidos los incendios consecutivos del verano de 2008, que obligaron a evacuaciones que bloquearon las carreteras de Paradise, lo que presagiaba el caos que se avecinaba. Por lo demás, ambas ciudades son avatares de dos Californias completamente distintas. El valor de la vivienda en Paradise es la mitad de la media del estado, y una décima parte del de Malibú, lo que la convierte en uno de los últimos lugares asequibles del estado. La renta familiar en Paradise está 13.000 dólares por debajo de la media del estado, mientras que en Malibú supera los 60.000 dólares. Paradise también goza de una distinción única: casi el 20% de su población menor de 65 años está censada como discapacitada. Esta extraordinaria proporción de ancianos, enfermos y discapacitados contribuyó sin duda a la enorme e inconsolable cifra de muertos. Dos clases de californianos son las que seguirán viviendo con el fuego: los que pueden permitirse (con subvenciones públicas indirectas) reconstruir y los que no pueden permitirse vivir en ningún otro lugar.
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Extractado de 'Ecology of Fear: Los Angeles and the Imagination of Disaster', de Mike Davis (Metropolitan Books, Henry Holt and Company).
Longreads, 4 de diciembre de 2018. Traducción: Lucas Antón para Sinpermiso.