Fascismo, narcisismo colectivo y el miedo a la libertad
Las investigaciones psicológicas sobre narcisismo en las últimas generaciones no han llegado a una conclusión clara. Tal vez porque todas, aunque buscan entender un fenómeno colectivo, se centran en el estudio de individuos.
La discusión es menos ambigua cuando, por ejemplo, consideramos los nuevos medios de comunicación que se benefician económicamente de “la globalización del yo”, aunque sea tan fugaz como una pompa de jabón, representada en prácticas obsesivas como las selfies y la publicación de hechos personales e irrelevantes, algo ausente en las generaciones anteriores a excepción de las vedettes y de algunas pocas celebridades.
Si antes un hecho ocurrido en el barrio no era real si no aparecía en la televisión, hoy la experiencia de felicidad por un viaje o por el nacimiento de un hijo no es real (o no es completa) si el individuo no se lo cuenta al mundo entero. Así, al mismo tiempo que las relaciones comunitarias desaparecen, el ego narcisista se disuelve en el espejo de una comunidad anónima, inexistente.
Existe un entendido popular de que tanto en el comunismo como en el fascismo el individuo desaparece. Paradójicamente, la narrativa es la contraria cuando se refiere al individualismo capitalista. Pero individuo e individualismo, como libertad y liberalismo no son equivalentes sino opuestos. El neofascismo tiene más que ver con los segundos. Veamos.
En El miedo a la libertad, Erich Fromm adelantó en 1941 la idea de que el individuo escapa de la incertidumbre renunciando a su libertad y poniéndola en manos de una autoridad o de una creencia. Por ejemplo, la predestinación calvinista como solución a la inestabilidad creada por el capitalismo.
Esta ha sido una práctica común por milenos: el individuo pone su fe en un profeta o en un sistema religioso y calma así su ansiedad ante la posibilidad de cometer un error capital, sea en este mundo como en el más allá (nos detuvimos en esto en Crítica de la pasión pura, 1998). De la misma forma, el ritual, opuesto a la festividad, es la necesidad de poner orden y predictibilidad en un mundo impredecible y fuera de control. También la obsesión fascista sobre el pasado es el miedo al futuro de un presente inestable.
Los estudios psicológicos actuales no consideran el narcisismo colectivo, tribal (el neofascismo) que, en cualquier caso, no trasciende nunca las fronteras nacionales porque se define en su necesidad de combatir un antagónico que supone una amenaza a la existencia de su tribu. De ahí su recurrente obsesión a los símbolos y rituales: banderas, escudos, eslóganes, juramentos, tatuajes, ceremonias de iniciación, de salvación, gritos, gesticulaciones y todo tipo de lenguaje primitivo, no verbal. Al fin y al cabo, no dejamos de ser primates caídos de los árboles.
La mayor expresión de narcisismo colectivo en la historia es el nacionalismo. En sus orígenes no estaba tan definido por fronteras como por una etnia. Luego, como colección de etnias, por una religión. Todos los pueblos fundados en el nacionalismo se autodefinieron como elegidos por sus dioses. El más conocido por la tradición occidental es el pueblo hebreo y, más recientemente, los imperios modernos, desde el inglés hasta el Destino manifiesto del EEUU en plena expansión territorial durante el siglo XIX.
Este narcisismo colectivo se agrava en tiempos de crisis, como ocurrió en Europa hace un siglo: la inestabilidad económica, el orgullo herido y la propaganda de los nuevos medios conformaron la tríada perfecta y necesaria para el resurgimiento cíclico del fascismo. El fascismo necesita mirar hacia el pasado y ver hechos mitológicos que nunca existieron o fueron magnificados como santos, heroicos y grandiosos. Es la psicología de la inestabilidad y del miedo en búsqueda de la solidez de un pasado fácil de manipular por el deseo y la propaganda.
Hoy la propaganda de la radio ha sido sustituida por la propaganda de los medios digitales, de las redes sociales. Si bien como principio el fascismo no es ideológicamente consistente con el capitalismo y menos con el liberalismo clásico, ambos, capitalismo y liberalismo se han casado, una vez más, con el fascismo como lo hicieron antes con el imperialismo. Es la conciencia de la decadencia nacional, de la pérdida de los privilegios simbólicos, como la de un trabajador empobrecido o de un mendigo orgulloso de su imperio.
Ahora, si consideramos qué relación tienen los dos datos más duros de la realidad actual, por un lado (1) el surgimiento de la extrema derecha fascista y nacionalista y (2) la hiper concentración de los capitales y del poder financiero en grupos e individuos que se cuentan con los dedos de una mano, creo que es razonable concluir que la popularidad del fascismo no es necesariamente consistente con la hiper acumulación económica del capitalismo, pero es la mejor forma de bloquear cualquier cuestionamiento a esa realidad, demonizando y aplastando cualquier crítica y, sobre todo, cualquier opción política o social que la amenace.
La concentración de capitales no solo es una característica fundacional del capitalismo desde el siglo XVII sino que, como cualquier otro sistema anterior, es concentración de poder. El dinero no es inocente y mucho menos cuando acumulado en pocas manos en el centro hegemónico global suma más riqueza que muchos países enteros.
Esta riqueza debe protegerse y expandirse, y para ello necesita del poder político. Necesita administrar las leyes y los ejércitos más poderosos del mundo a nivel internacional y los ejércitos criollos a nivel nacional. Pero este poder político, tanto en las democracias, en las semi democracias y en dictaduras tradicionales necesita controlar la opinión pública, tanto para elegir candidatos obedientes detrás de una máscara histriónica, como para evitar masivas protestas sociales.
Es aquí donde se establece la relación entre fascismo y medios de comunicación. La dictadura es perfecta. Mientras las plataformas de “redes sociales” dedican el uno por ciento al pago de salarios y hacen que mil millones de personas trabajen gratis para unos pocos señores feudales, los usuarios–usados lo hacen felices, sintiendo que tienen libertad y publican lo que quieren. Sienten que sus hábitos e ideas son espontáneas, no inoculaciones de un sistema dictatorial.
La raíz del problema está en la estructura de acumulación de riquezas, de consecuente y conveniente producción de miedo, deseo e insatisfacción, una de las industrias más prolíficas del actual sistema capitalista.
Las opciones a este orden son dos: (1) se revierte de forma progresiva la hiper acumulación y el paisaje político, social e ideológico cambia radicalmente o (2) se llega a una crisis total de la civilización (económica, social, ecológica) y los humanos son obligados a adaptarse y sobrevivir sobre las ruinas de un sistema hasta que encuentren otra forma de volver a empezar.
La primera opción, la gradualista, es demasiado racional para una mentalidad autocomplaciente. Es decir, es la más improbable. La segunda, la más dolorosa, es la más común en la historia de la humanidad. Es decir, la más probable.