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Cuba :: 26/11/2017

Fidel: La realidad de lo maravilloso

Jorge Zabalza
A cada ataque del imperialismo, Fidel respondió con una medida de profundización de la revolución o con una contramaniobra inesperada

Sin entender para nada el retroceso que significaba un gobierno del herrero ruralismo [en Uruguay], en los meses finales de 1958 acompañé a don Pedro, mi padre, en la campaña electoral que culminó con la victoria del Partido Nacional sobre el Partido Colorado. Entonces yo tenía quince primaveras, que había cumplido el 30 de noviembre. Los blancos del mundo rural –la fuerza electoral de don Pedro– vivían como historia viva y actual las revoluciones de Aparicio Saravia. Hablaban en presente de las hazañas guerreras de Chiquito Saravia, de su carga a pura lanza en Arbolito. Sus casas estaban adornadas con la foto de la entrada de las tropas revolucionarias a Minas, los jinetes cabalgando sobre las flores que las damas arrojaban desde los balcones. Las tradiciones de los blancos introducían en una especie de ensueño virtual. No llegué a tiempo para conocer a mi abuelo, pero sí para hacerme dueño de su viejo corvo, el sable con el cual había desfilado junto a las huestes saravistas, según los cuentos que me hacían sus viejos amigos del Club. Gustaba escapar en la motoneta hacia la pulpería-capilla-casona donde se criaron mi padre y sus hermanos y hermanas y allí, en Cerro Pelado, en las nacientes del río Santa Lucía, pasaba las horas leyendo las biografías de Monegal y el Dr. Saravia García sobre los Saravia revolucionarios, Nepomuceno, el de la “guerra dos farrapos” en Río Grande do Sul, y Aparicio, el de los varios levantamientos en el noroeste de Uruguay. Me dejaba embriagar con el espíritu insurrecto de los blancos.

Don Pedro, electo Consejero Nacional de Gobierno en esas elecciones, estaba suscripto a Bohemia y a Life en español. Mientras que la revista cubana insistía en dar por muerto a Fidel Castro y la dictadura censuraba toda versión en contrario, en marzo de 1957 Life publicó una entrevista que mostraba vivito y coleando al barbado líder del Movimiento 26 de Julio, con foto y todo. El reportaje era de Herbert Matthews, editorialista del New York Times, y fue realizado en un lugar clandestino e inducía la idea de un moderno Robin Hood, de un romántico guerrillero en justa revolución contra la tiranía. Tenía un fuerte sabor a aventura. Fidel se preocupó por dejar señalado el carácter de liberación nacional del movimiento guerrillero, y por lo tanto, anticolonialista y antimperialista, pero reafirmaba que no era, en particular, antiestadounidense ni comunista.

Durante el resto de 1957 y todo el 1958, Life publicó noticias y fotos que hicieron de Fidel un héroe simpático. Imagínense como prendían esas semillas de romanticismo caribeño en la imaginación exaltada de aquel adolescente que se soñaba junto a José Artigas en el éxodo del pueblo oriental o con el montonero Saravia, guerreando contra el ejército de línea del gobierno colorado. Por otra parte, aunque Fidel todavía era algo muy alejado de nuestra realidad cotidiana, su figura atraía comentarios y los articulos de Life permitían fundamentar con autoridad a favor de los aventureros del Moncada y del Granma.

A fin de año fuimos a Punta del Este, pero Fidel interrumpió el veraneo. Me enteré de la fuga aérea del dictador Fulgencio Batista –1° de enero de 1959– gracias al editorial de Marcha, escrito por don Carlos Quijano y a los artículos de Carlos María Gutiérrez, Carlos Núñez, Daniel Waksman y Eduardo Galeano que festejaban la victoria. El año se inició con Fidel y los barbudos entrando en Santiago de Cuba, que ya estaba controlada por las organizaciones urbanas del 26 de Julio, las que había creado Frank Pais, luego asesinado por los esbirros de la dictadura. La noticia terminó copando la tapa de toda la prensa uruguaya. Corría a mirar los informativos para robarles una imagen de mis héroes cubanos. Al derrocar la unánimemente repudiada dictadura de Fulgencio Batista, Fidel se convirtió en objeto de las alabanzas de las élites políticas y de la prensa uruguaya. También Bohemia se adaptó rápidamente a las nuevas circunstancias e informaba con todo detalle los acontecimientos de esa primera semana de 1959. Alumno entusiasta en historia nacional, estudié con dedicación el revisionismo histórico, y me pasaba las horas hurgando detalles en las fotos o en las entrelíneas de las informaciones de Bohemia, buscando confirmar la tesis de que, con Fidel, se estaba ante la revancha triunfal del artiguismo y de los caudillos montoneros como Felipe Varela, Güemes o Timoteo Aparicio.

Cuando Batista se refugió en EEUU, la dictadura no estaba del todo derrotada, sus secuaces todavía tenían espacio para maniobras políticas. La primera columna guerrillera en entrar a La Habana fue el Segundo Frente Nacional del Escambray, un grupo escindido del Directorio Revolucionario, que habían tomado varios cuarteles, pero robaba ganado y cobraba impuestos revolucionarios a los campesinos; Ernesto Che Guevara los calificó de cuatreros. Entonces, para impedir que alguien mediatizara el triunfo popular, Fidel movió rápidamente sus piezas ganadoras. Antes que nada convocó una huelga general en todo el país, prueba de su absoluta confianza en la dignidad del pueblo trabajador. Luego lanzó a sus más destacados comandantes en una operación de pinzas: el 2 de enero llegó a La Habana, desde la provincia de Matanzas, la columna al mando de Camilo Cienfuegos que tomó Columbia, el cuartel con mayor cantidad de tropas de toda Cuba. El mismo día, el Che, que venía de dar la batalla de Santa Clara, ocupó el cuartel de La Cabaña en La Habana. Paralizada por la huelga, la ciudad quedó en manos de los guerrilleros del 26 de Julio. El 3 de enero Fidel designó a Camilo como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. En un par de días, la cuestión del poder había quedado resuelta.

Sin vacilación, el mismo 2 de enero, montado en un jeep, Fidel partió de Santiago rumbo a La Habana. Iba al frente de una columna de doce tanques Sherman y tanquetas T17 que, como los revolucionarios no sabían manejar los blindados, debieron ser conducidos por soldados del desarticulado ejército de Batista. Lo acompañaron mil combatientes revolucionarios, encolumnados tras la José Martí, la columna N°1 de Sierra Maestra. Fueron 900 kilómetros de alborozo popular, de abrazos y vítores, banderas del 26 y de Cuba, flores arrojadas sobre tanques y camiones, muestras de simpatía y cariño hacia los revolucionarios, algún breve discurso de Fidel y la Caravana de la Libertad en marcha incontenible por la Carretera Central. “Baño de multitudes, baño de pueblo” sentenció Fidel y luego llamaba a la prudencia: la revolución recién comenzaba. El 6 de enero, en Santa Clara, el estentóreo vozarrón de Fidel retumbó ante la multitud que colmaba el Parque Vidal: “Yo preguntaba en qué país del mundo –no de América– se ha visto que un pueblo inerme le haya arrebatado a un ejército moderno hasta el último fusil… Porque todas las armas, todos los cañones, los tanques, los aviones, las fragatas, y los fusiles están en estos instantes en manos del pueblo… De la Sierra Maestra vienen conmigo 3 mil guajiros armados, veteranos de la guerra de liberación. Y en los cuarteles no van a estar solamente los fusiles de los militares, van a estar los fusiles del pueblo, porque cuando haya que pelear, el pueblo también va a pelear”. El pueblo armado y organizado como en los tiempos de Artigas.

Siete días tardó Fidel Castro en llegar a La Habana. Subido a un [tanque] Sherman, con su hijo Fidelito y Juan Almeida a un lado, entró a la capital el 8 de enero. Más adelante se les unió Camilo. 767 días atrás, cuando el desastroso desembarco en Las Coloradas… ¿quién podía imaginar esa multitud habanera, volcada a las calles para recibir en triunfo a los barbudos? En el Campamento Militar de Columbia, Fidel y Camilo treparon a un improvisado y destartalado estrado: “La tiranía ha sido derrocada. La alegría es inmensa. Y sin embargo, queda mucho por hacer. No nos engañamos creyendo que en lo adelante todo será fácil; quizás en adelante todo sea más difícil. Decir la verdad es el primer deber de todo revolucionario”. Cincuenta años de dificultades, errores, agresiones, atentados y criminal bloqueo confirmarían las previsiones de Fidel. La imagen de Fidel y Camilo en el estrado, la consulta: “¿Voy bien, Camilo?” y aquél campo desbordado de gente, recorrió el mundo entero. Yo deseaba de corazón haber sido uno de esos barbudos que bajaron de la Sierra Maestra, al mando de Fidel.

Un diluvio puso fin al verano de 1959, inundaciones en todo el Uruguay: los ríos salieron de madre, las aguas desbordaron la represa de Rincón del Bonete, el puente del Río Negro arrastrado por la correntada, la población de Paso de los Toros evacuada, carreteras y caminos cortados, desastre en el litoral del Río Uruguay, solidaridad popular con los evacuados… y el 3 de mayo, a cinco meses apenas del triunfo guerrillero, Fidel se vino al Río de la Plata y estuvo 48 horas en Uruguay. Recorrió las zonas anegadas, se abrazó y habló con todas y todos, espontáneamente entregó 20 mil dólares, donación simbólica de un pueblo pobre al otro que lo necesitaba: “Es que siendo uno en todo, hemos vivido alejados, separados, divididos, hemos vivido al margen de lo que pudo habernos hecho grandes, de lo que pudo habernos protegido de la impotencia; hemos vivido al margen de lo que fueron los sueños de nuestros libertadores, a los cuales hemos levantado estatuas, hemos dedicado millones de ramos de flores, millones tal vez de discursos, pero a los cuales no hemos seguido en la esencia más pura de su pensamiento.

Nos parece que si se presentaran hoy ante nosotros, desde Bolívar hasta Martí, desde San Martín hasta Artigas, y con ellos todos los próceres de las libertades de América Latina, nos reprocharían al ver cómo nos encontramos todavía y se preguntarían si esta es la América que ellos soñaron, grande y unida, y no el racimo de pueblos divididos y débiles que somos hoy”. Tales fueron los términos de patria grande con que Fidel se dirigió a la muchedumbre que lo aplaudía el 5 de mayo en la Explanada Municipal. Sus actividades fueron cubiertas con admiración y simpatía por toda la prensa nacional y extranjera. Lo recibió con melosa amabilidad Martín Echegoyen, presidente del Consejo Nacional de Gobierno, uno de los más reaccionarios políticos en la historia del Uruguay. Pegado a su padre, el quinceañero logró colarse a la ceremonia oficial y casi pudo tocar al ya mítico héroe de Sierra Maestra.

Ni bien regresó al Caribe, el 17 de mayo de 1959, Fidel firmó en Sierra Maestra la 1º Ley de Reforma Agraria. Se confiscaron sin indemnización las propiedades mayores a 400 hectáreas en un país donde el 80 por ciento de las tierras productivas pertenecían a empresas estadounidenses. ¡Y entonces llegó Fidel! Reforma agraria y fin del idilio. La gran prensa montevideana perdió su cariño por los simpáticos barbudos de Fidel y los convirtió en demonios secuestradores de niños, que luego enviaban a la URSS para que los comunistas hicieran corned beef con ellos. El pánico provocado por la revolución cubana incentivó aún más la proliferación de organizaciones fascistas en Uruguay. Peleaban contra fantasmas. Sin embargo, en parte tenían razón: esa reforma agraria, que golpeó con atrevimiento a EEUU, fue el elemento que hacía falta para revolucionar la cabeza de nuestra juventud, la que luego se conocería como generación del Che Guevara. Fidel no solamente había volteado una dictadura infame; quería hacer que la revolución marcara el fin del colonialismo en todo el continente.

Lo identificamos de inmediato con el José Artigas desmelenado y sin bronce, el caudillo del éxodo de aquel pueblo de gauchos, esclavos autoliberados, zambos, mulatos y pobladores originarios, el impulsor del reparto de las tierras expropiadas a los españoles y los latifundistas criollos, el jefe de la federación de provincias libres con aspiración de patria grande. La irrupción de Fidel en el escenario político fue un acto de prestidigitación que trajo al presente las guerras de la independencia del siglo xix. Nos atrapó con su magia este brujo cubano, su palabra exuberante, la novela romántica de su peripecia guerrillera. La historia latinoamericana es un compendio de historias extraordinarias, donde se vuelve habitual lo insólito y maravilloso, lo que resiste cualquier tipo de análisis racional. ¿No fue así la historia de Jean Jacques Dessalines y la liberación de los esclavos en Haití? ¿Qué fue si no el episodio de Antonio Conselheiro y la república de Canudos? ¿Y de dónde vino la inspiración del asalto al Moncada? ¿De un frío análisis racional de la realidad o de una inédita intuición de Fidel?

La historia de los pueblos latinoamericanos se presenta como crónica atemporal de multitudes insurrectas, multitudes de todas las razas, colores y religiones que se levantan contra los poderes establecidos, multitudes que hacen revoluciones al influjo de demiurgos que escapan a los parámetros racionales, positivistas y pragmáticos. Una crónica salpicada con acontecimientos y personajes grandiosos capaces de transformar la realidad con sus poderes sobrenaturales. Emprender la aventura desmesurada que Fidel proponía causaba escalofríos, pero me sentí parte de ella de inmediato, acepté la propuesta sin miedos, todavía sin saber que me estaba embarcando en las epopeyas revolucionarias de los obreros de la Comuna de París y de los soviets de San Petersburgo.

¿Qué pasaría si otros pueblos latinoamericanos echaban a andar? El ejemplo de la Revolución Cubana se volvió sumamente peligroso: había que ponerle fin antes de que se consolidara. A fines de agosto de 1960, en San José de Costa Rica, se reunió la Conferencia de Cancilleres de la OEA y resolvió advertir a los gobiernos latinoamericanos sobre el “peligro” que representaba Cuba para la “democracia”. Un año y ocho meses después de la toma del poder en Cuba, la OEA se apresuró a realizar este acto diplomático como preparación del terreno político para la intervención de las fuerzas mercenarias que la CIA estaba entrenando en Guatemala. La reacción de Fidel no se hizo esperar: llamó a constituir una Asamblea General Nacional en las próximas 72 horas y bastante más de un millón de personas respondieron a su confianza y concurrieron el 2 de septiembre de 1960 a la Plaza de la Revolución. “En los anales de la historia de nuestra patria jamás se reunió semejante multitud; en los anales de la historia de América jamás se vio un acto semejante”, proclamó con orgullo Fidel. Era una representación más que legítima de la voluntad política de los siete millones de cubanos que vivían en la isla.

La Primera Declaración de La Habana expresó que la ayuda ofrecida por la URSS y China Popular no era un acto de guerra contra EEUU sino de internacionalismo solidario con el pueblo cubano; por otra parte, Cuba no renunciaba a la libertad de establecer relaciones diplomáticas con quien quisiera. La Declaración denunció el latifundio, la miseria de los salarios y la explotación, el analfabetismo, la ausencia de maestros, médicos, hospitales y escuelas, el abandono de la vejez, la discriminación racista con negros e indios y todos los males que ahogaban los pueblos en América Latina. Reafirmó que los pueblos tienen derecho a liberarse para siempre del dominio explotador del imperialismo y la oligarquía y condenó “la intervención abierta y criminal que durante más de un siglo ha ejercido el imperialismo norteamericano sobre todos los pueblos de América Latina”. La Revolución Cubana quería marchar con todo el mundo hacia la liberación y, en especial, con “el pueblo de los negros linchados, de los intelectuales perseguidos, de los obreros forzados a aceptar la dirección de gángsters”. En un gesto final, al grito de “¡Patria o Muerte!” de un millón de gargantas, Fidel rompió la resolución tomada en Costa Rica por la OEA, el ministerio de EEUU para la colonización de América Latina.

En marzo de 1961 entré a la Universidad y al mundo hiperpolitizado del centro de estudiantes de Derecho. Todavía estaba en pañales el debate sobre las vías para la revolución, que más tarde dividiría el movimiento popular en corrientes a favor o en contra de la lucha armada. Sin embargo, ya se podían percibir los efectos ideológicos de la ley de reforma agraria y de la Declaración de La Habana, pasos grandes en la definición del contenido de la Revolución Cubana, que obligaron a tomar posiciones a favor y en contra. El movimiento estudiantil se iba definiendo al compás de los sucesos en Cuba. Hubo quienes quisieron convencerme de que era necesario leer las obras completas de Marx, Engels y Lenin antes de arrojarles piedras a los milicos en la avenida Dieciocho de Julio. Todavía era muy temprano para zambullirme en las profundidades de los clásicos pero, en cambio, ajustaron como guantes de seda a mi manera de ser el Guerra de guerrillas del Che Guevara (1960), con su teorización de la experiencia guerrillera cubana, el Así se templó el acero de Nicolás Ostrovky y su relato de la guerra revolucionaria en la URSS, el Homenaje a Cataluña de George Orwell que figuraba en la biblioteca de mi padre junto al Enrico Malatesta de Luigi Fabbri, que también leí. Fueron muy pedagógicas las lecturas de las historias de la guerra civil española y las biografías de Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso y Juan García Oliver.

El 16 de abril, un titular a ocho columnas de El País festejaba alborozado el comienzo del fin de la Revolución Cubana. El día anterior ocho bombardeos B-26 –camuflados con insignias cubanas–, habían despegado de Puerto Cabezas en Nicaragua con el objetivo de atacar simultáneamente la base aérea de San Antonio de los Baños, el aeropuerto de La Habana y el de Santiago de Cuba. La versión oficial preparada por la CIA y difundida por las agencias internacionales, pretendía convencer de que los pilotos eran militares cubanos rebelados contra el régimen. Sin embargo, la operación no fue tan exitosa como esperaban en Washington: el fuego espeso de la artillería cubana obligó a los aviones a descargar bombas y ametralladoras lejos de sus blancos. Ocasionaron la muerte de más de cincuenta civiles. Tres de los bombarderos gusanos fueron derribados. En el acto del duelo por las víctimas de los invasores, de cara a una formación con miles de milicianos, Fidel proclamó el carácter socialista de la Revolución Cubana: “Esta Revolución Socialista la defenderemos con el valor con que ayer nuestros artilleros antiaéreos acribillaron a balazos a los aviones agresores”. De ahí en más, quienes combatieran en defensa de Cuba, tendrían consciencia de estar combatiendo por el socialismo. Miles de jóvenes cobramos consciencia de la finalidad última de la guerra que vendría, la guerra que ya se adivinaba en Vietnam, la guerra de la emancipación social de las clases oprimidas y explotadas. El corazón no nos cabía en el pecho.

Ramón González Suco, campesino y miliciano, centinela en Playa Larga, avisó en la madrugada del 17 de abril que veía luces y movimientos sospechosos en el mar. Era la esperada invasión. Mil quinientos hombres perfectamente armados y entrenados integraban el contingente gusano –Operación Pluto era el nombre clave dado por la CIA– que llegó desde Puerto Cabezas en cinco barcos de guerra estadounidenses protegidos por varias unidades más de la Marina yanqui. Los invasores desembarcaron en dos puntos de Bahía Cochinos con el objetivo de establecer una cabecera de playa. Luego, se constituirían en gobierno provisorio de ese territorio liberado y pedirían la intervención militar de la OEA y EEUU. La defensa de la faja de terreno donde procuraron hacerse fuertes era la Ciénaga de Zapata, obstáculo natural que los mercenarios pensaban que podían impedir la penetración de los milicianos. El mando revolucionario unificado, o sea, el propio Fidel, envió el batallón 339 desde Cienfuegos, que rápidamente entabló combate con la compañía E de los mercenarios y la obligó a detener su avance.

Al otro día, 18 de abril, previo ataque de artillería, se lanzó la contraofensiva de los milicianos. No hubo ciénaga que los detuviera. Fue incontenible. En un primer momento las tropas gusanas se refugiaron en Playa Larga para luego, ya muy maltrechos y sin municiones, retirarse a Playa Girón donde quedaron cercados. El 19 de abril, a las 17:30 horas, a menos de 72 horas de desembarcados, la fuerza invasora se rindió. 89 habían caído bajo las balas cubanas, 250 fueron heridos y 1.200 fueron hechos prisioneros por la Revolución. Fue la primera derrota militar infringida al imperialismo en América Latina. Costó la vida de 157 combatientes revolucionarios y de los más de cincuenta civiles asesinados por los bombardeos. Kennedy reconoció la responsabilidad de su gobierno por la tropelía y accedió a canjear los prisioneros por medicinas para niños y tractores. Al grito de “¡Yanquis go home!” y “¡Cuba sí, yanquis no!”, cientos de uruguayos salimos a festejar en avenida del Libertador, donde en esa época estaba la embajada de EEUU.

El 30 de abril pude hacerme del número especial de Bohemia, donde venía el reportaje de la escritora Dora Alonso sobre la invasión de Bahía Cochinos. Se titulaba “Avanzando con el pueblo en armas” y tenía decenas de fotos, testimonios de milicianos, el relato del corresponsal Luis Báez sobre la actividad de Fidel en todo el frente de batalla y además, recuerdo todavía, un reportaje-confesión a varios de los gusanos atrapados por las tropas revolucionarias. Comandando el ataque, trepado a un tanque o recorriendo las posiciones al frente de los mandos, las fotografías de Fidel mostraron al mundo la estirpe a la que pertenecía este conductor de pueblos: a los que ponen el cuero en la primera fila de combate. Imposible no admirarlo, imposible no contagiarse con la energía y el fervor que transmitía. Durante todo ese otoño de 1961 no pude despegar la vista de la Bohemia. Recorté todas las fotos y las pegué en las paredes del altillo de la casa de mi abuela donde me encerraba a estudiar: un templo de Playa Girón, un templo que fue decisivo en las definiciones que pronto debí afrontar y que cambiaron definitivamente el destino que me asignaron al nacer.

A cada ataque del imperialismo, Fidel respondió con una medida de profundización de la revolución o con una contramaniobra inesperada que dejaba perplejo al mundo entero. Sesenta años después de la victoria, podía haber escrito sobre sus cualidades de estadista pero, desde mi punto de vista, es preferible rescatar sus proezas revolucionarias, volverlo a ver entrando a La Habana en la torreta de un Sherman, o pistola en mano, recorriendo Playa Girón. Recordar el Fidel de 1960 de la misma manera que en 1958 los blancos recordaban las cargas de los lanceros de Aparicio en 1904. Como historia viva y actual. En esta América Latina convulsionada por el retorno de los brujos y el nuevo empuje del intervencionismo yanqui, cuánto extrañamos al Fidel de los remolinos ideológicos, de la expresión muscular del marxismo –¿no es eso la praxis?– que rompió con la coexistencia pacífica y desvirtuó la tesis de la vía pacífica. Los pueblos de América Latina necesitan el Fidel que conmovió este continente, que lo hizo dejar de ser la reserva ideológica del imperialismo. Entre el desfile triunfal de La Habana y la victoria de Playa Girón, en poco más de dos años, América Latina sufrió un cambio brutal: Fidel Castro. En esos escasos dos años su talla cobró las dimensiones de Bolívar, Martí y San Martín.

Jorge “Tambero” Zabalza fue uno de los dirigentes históricos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), hoy muy crítico con el gobierno centrista del Frente Amplio, liderado por sus ex-compañeros de guerrilla. Su último libro es “La experiencia tupamara. Pensando en futuras insurgencias” (https://amauta.lahaine.org)

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