Francia: la democracia liberal arde en los contenedores de basura
Las sociedades occidentales se han metido en callejón sin salida que no se resuelve ni mirando unilateralmente a la «cultura» ni mirando unilateralmente a la «renta».
A la luz de los graves enfrentamientos en París tras el asesinato de Nahel Mounia, de 17 años, a manos de un agente de policía, surgen muchas preguntas.
Lo primero que salta a la vista es la ausencia de una imagen inteligible en los medios de comunicación sobre las posibles causas de este estallido de violencia (que ya es cíclico en Francia). En la descripción de los hechos de la mayoría de los periódicos, no se explica por qué las banlieues se rebelan. Por la forma en que las autoridades y los periódicos describen los sucesos, parece que lo que provocó el estallido fue un incidente desafortunado. Pero la percepción por parte del subproletariado urbano de las banlieues es que este «incidente» les directamente afecta a ellos y no a la «juventud francesa» en general.
¿Deberíamos decir que son víctimas de una ilusión? Si se trata de una ilusión, es ilusión muy persistente porque los disturbios en las banlieues han sido acontecimientos recurrentes durante décadas.
Los pocos, generalmente de la extrema izquierda francesa, que dan una lectura no contingente de los acontecimientos utilizan la habitual término clave del «racismo».
Pero ante un niño de piel clara y origen magrebí, pero nacido en Francia, en un país donde el 21% de los recién nacidos tienen un nombre de origen árabe y el 8,8% son musulmanes, es insensato pensar que la identificación «racial» es decisiva. Además, la policía está llena de personal con características étnicas similares.
Por supuesto, en el cierre mental de la sociología políticamente correcta «el racismo» se ha convertido en un término polivalente, utilizado para estigmatizar un montón de cosas diferentes, culturales, económicas, de clase, religiosas, que no tienen nada que ver con el sentido biológico de «raza». Lo esencial en estos usos verbales es, de hecho, la intención mistificadora, el deseo de utilizar las categorías no con el objetivo de definir sus objetos sino, por el contrario, con el de pre–definirlos.
Esta intención mistificadora también es claramente visible a nivel institucional, donde, por ejemplo en Francia, está prohibido en los censos oficiales recoger cualquier dato sobre la composición étnica y religiosa. Según el patrón estilístico orwelliano que caracteriza a la cultura occidental actual, los problemas se hacen desaparecer cambiando o suprimiendo los conceptos que los identifican.
Ante los recurrentes enfrentamientos económico-culturales que caracterizan a EEUU y a Europa, es interesante observar que durante años la sociología se ha dedicado a intentar determinar si era mejor el sistema «asimilacionista» francés o el «comunitarista» británico.
También en este caso, la categorización no sirve para comprender, sino para encubrir.
De hecho, en el momento en que un problema se plantea sobre esta base, parece que toda la cuestión radica en averiguar cuál de dos soluciones es la solución. En tales casos, se forman facciones entre los intelectuales comprometidos a apoyar uno u otro cuerno de estos dilemas, lo que les permite llegar a fin de mes con satisfacción. Una vez comprometidos en este supuesto conflicto entre los «mejores intelectuales», la realidad puede seguir desplegando su lógica, sin siquiera ser intocada o analizada.
En realidad, la diferencia entre el sistema «asimilacionista» francés y el «comunitarista» (o «pluralista») británico es una mera diferencia retórica para el consumo del público.
En ambos casos, la dinámica es exactamente la misma:
1) La inmigración tiene una función económica a corto plazo en el sentido de que proporciona al sistema productivo mano de obra barata, razón por la cual se la apoya con argumentos floridos, proclamas de multiculturalismo, glorificaciones y otras innumerables tonterías agravadas.
2) Lo ideal sería que esta función económica de los «desarraigados» se dosificara en función de las necesidades económicas, como en los gráficos de oferta y demanda: cuando se les necesita deberían estar ahí, cuando no se les necesita deberían desaparecer por arte de magia; por desgracia, estas personas, además de ser mano de obra barata, son también molestosos seres humanos, y aquí empiezan los problemas.
3) Toda la locuacidad sobre integración con la que se llena la boca la intelectualidad occidental es pura palabrería bienpensante, para uso de la plebe: en verdad, las sociedades capitalistas son sociedades que generan por esencia y continuamente desintegración : división, exclusión, compartimentación competitiva. Por supuesto, lo hacen hacia todos lados, utilizando el proverbial espíritu liberal de igualdad étnica y cultural, donde la única diferencia que realmente importa es la que aparece en las cuentas bancarias. Pero, por supuesto, los recién llegados que buscan empleo de cualquier tipo tienden a concentrarse en los escalones más bajos, y el mecanismo ordinario del sistema es: el dinero engendra dinero, la miseria engendra más miseria. Así que la exclusión social tiende a persistir y a consolidarse inter-generacionalmente.
4) Y aquí es donde vuelve a entrar en juego la cultura. La cultura no cabalga en corceles alados por encima de la sociedad y la economía, sino que siempre y necesariamente está entrelazada con ellas. En el modelo occidental actual, la cultura es sierva de la sociedad, que a su vez es sierva de la economía. Por mucho que se catequice a los profesores para que a su vez catequicen a la clase popular urbana para que «se sienta integrada», lo cierto es que la identidad cultural de los barrios obreros se autonomiza en función de las clases, que nada tienen que ver con la «cultura oficial».
5) La identidad cultural es esencial cuando tu vida depende de confiar en otros (otros a los que no puedes pagar). De ahí que en los suburbios degradados de los grandes centros urbanos se formen subculturas identitarias mucho más sólidas que las que pueden encontrarse en los barrios acomodados. Estas subculturas identitarias tienen poco que ver con orígenes étnicos o religiosos, pero no por ello dejan de ser distintivas. Los afroamericanos crearon su identidad subcultural en EEUU igual que los magrebíes lo hicieron en Francia: no como una herencia real de una cultura diferente, sino como una creación funcional para sobrevivir en la nación en la que residen sin pertenecer. Si uno mira la biografía de los terroristas islamistas en Francia e Inglaterra hace unos años, verá cómo eran islamistas , nacidos en Francia o en Inglaterra, aparentemente integrados.
Cualquier escrutinio, medianamente serio, nos descubre que en las segundas y terceras generación no hay verdadera integración. En Francia (como en todas partes en Occidente) no se cree en la pertenencia. Ni siquiera las clases altas, que estarían en condiciones de escapar al juego de una desintegración competitiva, poseen reconocen alguna.
Uniendo los hilos de este cuadro, vemos cómo el callejón sin salida estructural en el que se han metido las sociedades occidentales no se resuelve ni mirando unilateralmente a la «cultura» ni mirando unilateralmente a la «renta».
Por un lado, los mecanismos económicos de rentabilidad a corto plazo empujan a la licuefacción de toda cultura y de toda pertenencia: al margen de la cháchara sobre el multiculturalismo, el sistema ha instalado el concepto de individuos autorreferenciales, intercambiables, sin cultura, sin pertenencia. Por eso se santifica la «movilidad», ya sea interna o internacional.
Por otro lado, los «perdedores» del sistema tienen la necesidad vital de crearse algún tipo de identidad cultural que defina una pertenencia a un grupo en el que puedan confiar en tiempos difíciles. Y esto ocurre mediante la creación de subculturas defensivas, subculturas en conflicto, hostiles a la cultura oficial del país en el que viven (una cultura, además, a menudo en estado de abandono entre los propios nativos).
No hay héroes en este escenario, sólo diferentes formas de desintegración.
Las «élites» nacionales han traicionado todo lo que podían traicionar, se han convertido en una patética melaza cosmopolita sin afiliaciones, sin lealtades, sin cultura propia, dispuesta a abandonar cualquier barco en el que navegue si este muestra signos de inestabilidad.
Los trabajadores indígenas han sido seducidos con los abalorios del mercado, o chantajeados cuando no se les podía seducir: el resultado, ha sido la desintegración, de la que intentan defenderse aferrándose a los restos de tradiciones, creencias y costumbres cada vez más efímeras.
Los más jóvenes o los más desinformados engullen las píldoras ideológicas de los influenciadores en nómina de las élites, adhiriéndose a las campañas emancipadoras del momento.
Los que tienen un poco más de memoria se atrincheran y acaban identificando a los «invasores culturales» en los desesperados no nativos.
El subproletariado no indígena, que incluso con la ciudadanía nacional no tiene ningún sentimiento de pertenencia, construye fortificaciones improvisadas en sus barrios dormitorio, desarrollando subculturas, utilizando reminiscencias de culturas y tradiciones como ladrillos funcionales para su supervivencia.
Tres disfunciones de las que sólo nos damos cuenta cuando se incendian los contenedores y se pone en solfa la democracia liberal.
* Profesor de la universidad de Milán.
observatoriocrisis.com