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Europa :: 09/12/2024

Francia: La imposibilidad de un compromiso democrático con el capital

Romaric Godin
El fracaso del gobierno Barnier es, ante todo, el fracaso de un intento de gestionar las contradicciones internas del capital en un marco parlamentario

Con el nombramiento del antiguo comisario europeo como primer ministro en el gabinete francés, Emmanuel Macron intentaba crear un bloque capaz de lograr un compromiso en el seno del capital francés. Y este compromiso es el que ha fracasado [con la moción de censura que será aprobada el día 4].

Por supuesto, el punto de partida de todo este asunto es el desastre heredado de la gestión de Bruno Le Maire [exministro de Economía, Finanzas y soberanía industrial] en Bercy y, más en general, por la política neoliberal aplicada por Emmanuel Macron desde 2017. Al reducir masivamente los impuestos para las empresas y los propietarios y propietarias de capital, pero también al subvencionar fuertemente una gran parte del sector productivo en Francia, esta política esperaba generar un shock de crecimiento.

Ha ocurrido lo contrario. El crecimiento ha disminuido considerablemente en cinco años. Es cierto que las cifras fueron halagüeñas durante un tiempo, en comparación con las de algunos de nuestros vecinos, pero eso sólo se debía a que la producción estaba masivamente subvencionada. La base productiva subyacente estaba en ruinas o en el este asiático, y el hundimiento de la productividad francesa tras la crisis sanitaria fue un claro síntoma de ello. Lógicamente, los ingresos fiscales no seguían el ritmo del crecimiento porque éste estaba dopado con políticas de apoyo al capital.

Ante tal situación, dentro del capitalismo francés se formaron dos bandos. Por un lado, los sectores productivos se hicieron muy dependientes de las reducciones fiscales y de las subvenciones, es decir, del presupuesto del Estado. Ante la ausencia de crecimiento de la productividad y la falta de motores de crecimiento de las exportaciones (el capitalismo francés se centra principalmente en la demanda interna), ésta es la única forma que tienen de obtener beneficios a corto plazo.

Por otro lado, están los círculos financieros que, privados tras la crisis sanitaria Covid del apoyo incondicional de los bancos centrales, buscan de nuevo garantías para sus inversiones y exigen la vuelta a la disciplina del mercado. Estos intereses también se ven presionados por el débil crecimiento. Sin él, los rendimientos serán forzosamente más bajos y los gobiernos más frágiles. Por ello, el mundo financiero exige una rápida consolidación fiscal, aunque ello suponga subir algunos impuestos de sociedades y recortar subvenciones. Por supuesto, no exigen una derogación de la reforma del impuesto sobre el capital de 2018, que les beneficia directamente.

Esta división en el seno del capital no es exclusiva de Francia; se está extendiendo por todo el capitalismo mundial. El primer síntoma fue la caída de la primera ministra del el Reino Unido Liz Truss en septiembre de 2022, arrastrada por una minicrisis de la deuda tras querer volver a recortar los impuestos a las empresas. Sin embargo, desde entonces, el sector financiero, que es extremadamente poderoso y tiene una gran influencia en la opinión pública dada la financiarización de las economías, se ha organizado en torno a un movimiento "libertario" que ha ganado las elecciones en Argentina y EEUU.

Nuestro capitalismo de bajo crecimiento produce, pues, tensiones internas en el capital. Si el crecimiento es débil, las ganancia que obtiene un sector es a expensas de otro. Es un juego de suma cero en el que todo el mundo intenta sacar tajada. En este contexto, es muy difícil llegar a compromisos, ya que nadie está dispuesto a ceder terreno porque hay poco margen de maniobra. El Estado se convierte así en un campo de batalla de estos intereses, a los que hay que añadir un tercer 'ladrón', el mundo de los trabajadores (también conocido como centroizquierda).

¿Qué políticas son posibles?

¿Cuáles son las opciones en un escenario así? En teoría, hay tres. La primera es que el mundo de los trabajadores se oponga frontalmente al capital aplicando una política de subida de impuestos a las dos facciones enfrentadas con la esperanza de que ello produzca una recuperación de las finanzas públicas capaz de calmar a los mercados financieros. En realidad, esta opción implica ir más lejos en la medida en que, bajo el capitalismo, el trabajo está dominado por el capital.

El riesgo de una contraofensiva en forma de doble crisis financiera y económica obliga a una política de transformación, es decir, a construir una sociedad en la que se pueda prescindir del capital. Esta posición no está en el orden del día.

La segunda opción intenta sortear la dificultad de la primera organizando una alianza entre el mundo de los trabajadores, o una parte mayoritaria de él, y una de las facciones del capital contra la otra facción. A grandes rasgos, se trataría de preservar una parte de la protección social a cambio de un aumento de los impuestos sobre las empresas o el capital financiero. La dificultad aquí es en parte la misma que en la anterior: la situación económica es tan tensa que una respuesta de la facción del capital a la que se dirigen esas medidas podría provocar una crisis.

La última opción es construir un compromiso entre las facciones del capital para preservar los intereses de ambos grupos haciendo que el mundo de los trabajadores pague mediante la destrucción del Estado del bienestar y la introducción de nuevos retrocesos estructurales. Esta es la opción ideal para el capital. El capital productivo mantiene su acceso al dinero público y, con la austeridad, ve la posibilidad de reducir el coste del trabajo y acceder a nuevos sectores cedidos por el Estado a la privatización. Por otro lado, el capital financiero ve garantizadas sus inversiones (por la reducción del déficit producida por la destrucción del Estado del bienestar) y preservadas sus ventajas fiscales.

Naturalmente, esta fue la opción que Emmanuel Macron intentó promover con el nombramiento de Michel Barnier. Pero su tarea se ha visto complicada por la situación política. El problema de la opción de compromiso interno para el capital es que es devastadora para la sociedad. En un contexto democrático, y más aún en el contexto francés, es políticamente difícil de aplicar, a pesar del constante bombo mediático a favor de la austeridad.

Las y los franceses han rechazado de plano las políticas de Emmanuel Macron y reclaman servicios públicos más sólidos y salarios más dignos. Cierto, no están de acuerdo en como lograrlo, pero la austeridad violenta en favor del capital no tiene ningún apoyo en la sociedad.

Lógicamente, los partidos de la oposición que deseen llegar al poder no podrían aceptar este compromiso interno con el capital sin perder toda credibilidad ante el electorado. Por eso, los intentos de sumar a esta opción a los 'socialistas' o a la extrema derecha (Rassemblemenet National) estaban condenados al fracaso. Michel Barnier se dio cuenta rápidamente e intentó construir una cuarta vía: la que consistiría en comprar [hacer pasar] el derecho a la austeridad con [cediendo en] algunas medidas fiscales.

Esta estrategia estaba a medio camino entre un compromiso interno dentro del capital y un compromiso entre una facción del capital, en este caso el capital financiero, y la centroizquierda. Se reducían las subidas de impuestos que afectaban al sector productivo, y se justificaban importantes recortes del gasto público. El objetivo era construir una mayoría política a favor de la austeridad. La Ley de Finanzas para 2025 [que no ha tenido mayoría parlamentaria el lunes 2] es el producto de este intento.

Pero suponía subestimar el estado real del capitalismo francés. Como se ha dicho, en un juego de suma cero, el compromiso es imposible. La oposición no podía aceptar la austeridad a cambio de subidas temporales de impuestos que preservaran la mayor parte de las ganancias obtenidas por el capital desde 2017. Pero, por su parte, el capital no podía aceptar ninguna concesión que le redujera sus ganancias, dada, como hemos visto, su situación.

Desde hace dos meses, la patronal francesa [el Medef] pone el grito en el cielo por las escasas subidas de impuestos que se plantean, mientras que el capital financiero presiona en el mercado de tipos de interés para lograr una reducción drástica del déficit. Políticamente, esto se reflejó en el mal humor del bando macronista y su falta de entusiasmo para apoyar al ejecutivo.

La elaboración de los presupuestos se convirtió entonces en un rompecabezas imposible de resolver: cualquier concesión por un lado llevaba a un desequilibrio que hacía perder al Gobierno su mayoría o la confianza de los 'mercados'. La anunciada caída en desgracia de Michel Barnier es una clara muestra de la imposibilidad de resolver esta situación en un marco parlamentario y democrático.

El imposible desenlace democrático

La conclusión que cabe extraer de este asunto es evidente. En primer lugar, en la situación económica actual, el capital no está dispuesto a aceptar ninguna concesión al mundo de los trabajadores y al Estado social. Su exigencia es la austeridad violenta, la única manera de mantener el flujo de dinero del Estado al capital productivo preservando al mismo tiempo los intereses del capital financiero.

En segundo lugar, no existe ni de lejos una mayoría política a favor de tal política en el contexto actual. Este es un punto importante: ningún partido de la oposición tiene interés en mantener a Michel Barnier en Matignon [sede del primer ministro] a costa de perder credibilidad antes de las próximas elecciones presidenciales. Esto no tiene nada que ver con políticas futuras. No cabe duda de que la Rassemblement National (o una parte de la centroderecha) está dispuesta a llevar a cabo las políticas exigidas por el capital. Pero lo que está en juego para el capital es garantizar la posibilidad de recuperar al poder. Apoyar esa política de austeridad antes de las elecciones presidenciales sería suicida.

Desde el punto de vista del capital, las cosas están cada vez más claras. Como la austeridad social es la única opción aceptable para ellos y la sociedad no la quiere, hay que imponerla a pesar de la sociedad. En otras palabras, la única política posible es una política autoritaria.

La actual crisis política en Francia refleja este hecho: la democracia y el parlamentarismo se están convirtiendo en obstáculos para el capitalismo francés. Por supuesto, este fenómeno no es nuevo; es el producto de un largo proceso en el que, durante los dos quinquenios de Emmanuel Macron en el poder, el autoritarismo al servicio del capital no ha dejado de crecer. Pero a medida que 2024 se acerca a su fin, no puede haber más dudas.

Hay dos resultados posibles. O bien una suspensión de facto de las instituciones democráticas, como ocurrió durante la crisis de la deuda de la eurozona en varios países entre 2010 y 2015. En este caso, el resultado de las elecciones es irrelevante; la presión de los mercados financieros conduce a que las fuerzas políticas se alineen en torno a la política deseada por el capital. Un gobierno técnico o un gobierno de unidad nacional podrían asumir esta opción. Pero la centroizquierda también puede desempeñar este papel si es necesario, como en Grecia en 2015 o en Sri Lanka hoy.

La segunda opción es la de la extrema derecha. En este caso, la austeridad se esconde detrás de una política de represión contra las minorías. En el actual juego de suma cero, una parte del mundo de los trabajadores puede unirse a la opción favorecida por el capital con la única ventaja de ver a una parte de la sociedad peor tratada que ella misma.

El contexto cultural y político actual hace que esta opción sea una posibilidad para Francia, y que una parte del capital pueda sumarse a ella. Recordemos que durante la campaña legislativa de junio, el presidente de la RN, Jordan Bardella, preparó el terreno con su "auditoría de las finanzas públicas" previa a cualquier política de austeridad severa, que ahora pretende rechazar.

El contexto francés no es aislado. Confirma que la situación actual está acabando con la estúpida ilusión de que capitalismo y democracia son inseparables. Por el contrario, el reto consiste ahora en tomar conciencia del callejón sin salida al que conducen los intereses del capital y comprender que la defensa del Estado de derecho y de las libertades exige luchar por una transformación económica y social de gran envergadura.

mediapart.fr

 

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