Francisco I, lenguaje líquido para decir lo de siempre
El comandante en jefe de la multinacional cristiana ha dictado su lección magistral en castellano en la portada de 'El País'. A través de un ejercicio de antiperiodismo, el obispo de Roma Bergoglio contesta a amables cuestiones para su lucimiento personal.
En la entrevista se omiten los asuntos más escabrosos tanto históricos como de la rabiosa actualidad: la connivencia del catolicismo oficial con represiones sangrientas de apoyo a dictaduras (nazismo y fascismo), la crisis del régimen capitalista, la pederastia recurrente de la curia, el aborto, el preservativo y la opresión sistémica de clase y género en la mayor parte del mundo.
Eso sí, el papa se considera pecador y falible. Algo es algo. Por lo demás, sus palabras son previsibles, dentro del orden establecido, con someras críticas de aliño sin profundidad ni intelectual ni política. En la boca, siempre los pobres y marginados, la clientela predilecta del cristianismo, pero sin abrir cauces a una mejora sustancial, más justa y equitativa de las relaciones de poder. Lo de toda la vida, sublimación del dolor y el sufrimiento para alcanzar la verdad celestial eterna en el más allá de la quimera religiosa.
Sin embargo, entre la hojarasca del texto, destacan tres jugosas declaraciones que se cuelan de rondón como comentarios o glosas de pasada y que apuntalan el pensamiento de que en la iglesia apostólica nada cambia de verdad: su aversión escatológica al marxismo (la bicha más diabólica de todas), su misoginia irredenta (catalogando al feminismo como machismo con faldas) y su doblez ética adaptable a cada horma histórica (la crisis abona el peligro de buscar un salvador).
El catolicismo vaticano quiere ser la ética o la moral por antonomasia, esa referencia inmutable que tiene voz y voto por sus santos cojones (su machismo está fuera de toda duda) urbi et orbi. La segunda faceta de su misión es la dedicación a los pobres: pura retórica de asistencialismo caritativo adornada con un mensaje propagandístico que favorece un tímido progresismo de Francisco I, izquierdismo estético de salón alentado por el impero mediático transnacional, entre cuyos pares la primera portavocía en castellano la ostenta el conglomerado Prisa.
Parece un chiste o una ocurrencia sin fuste decir por parte del dirigente máximo del cristianismo que el peligro más importante derivado de la crisis del sistema neoliberal sea la búsqueda de un salvador, cuando precisamente es ella, la jerarquía cristiana, la que alienta y difunde desde hace más de dos mil años esa idea: el encuentro con un salvador quimérico y carismático (y, por supuesto, de derechas) en las afueras de la cruda realidad cotidiana. Esa idea de mesianismo está encarnada en la poltrona del pontífice vaticano.
Mediante el rezo y la sumisión, los problemas sociales y políticos se convierten en humo. Ese detritus emocional e ideológico siempre desea entrar en contacto con un líder de masas: Dios trasfigurado en el icono papal, o Trump, o Hitler… El peligro real reside en el fascismo, en la desigualdad, en la injusticia, en el capitalismo feroz. No obstante, Bergoglio elude llamar a las cosas por su nombre, quedándose en el juicio superficial de un comentario que no establece o indaga en la causas de la situación actual.
Tirando de eufemismos y frases hechas bracea en la superficie sin sumergirse y mancharse de esa realidad que él torea a mayor gloria del establishment. Asegura Bergoglio, con la falsa modestia del pastor populista, que es más adecuado el contacto directo con lo que el denomina concreto, la llaga del herido, la lágrima del oprimido y la desazón del marginado. Todo es finta maquiavélica y bella pose: eso que el obispo romano llama lo concreto no es más que la consecuencia de un estado de cosas y unas relaciones económicas injustas bajo la la hegemonía del capitalismo.
Bergoglio huye con pavor y alevosía de las abstracciones filosóficas porque puede meterse en un charco que no quiere pisar bajo ningún concepto. Y esas abstracciones sí que van al origen de las causas, a poner en solfa las espurias verdades acuñadas por la ideología neoliberal. El papa está con el poder, pero se debe al rol del sacerdote redentor, que de tanto tocar al pobre o al marginado en concreto se piensa a sí mismo como el culmen absoluto y moral de la humanidad pasada, presente y por venir. Y ahí se queda el gesto, en eliminar la capacidad crítica para que los pobres e indigentes puedan por sí mismos luchar a conciencia por una sociedad más equitativa e igualitaria.
De ahí, su renuencia a todo lo que huela, por activa o pasiva, a comunismo, socialismo o radicalismo de izquierdas. No pronuncia tales términos, demasiado elocuentes, escondiéndose en el vocablo maldito del marxismo, el mal de males, la doctrina demoníaca por excelencia.
Su ideología anticomunista hiede a trasnochada. Bien sabe en su interior pecador que ese análisis marxista de la realidad es el que ha posibilitado que la clase trabajadora se convirtiera en sujeto de su propio devenir histórico. Que el marxismo en su conjunto, más allá de sus implicaciones políticas fallidas, descubrió las falacias de la dominación capitalista y cómo se produce la explotación en el día a día.
Con suave saña llama desviados a los teólogos de la liberación. Sabe perfectamente que sus palabras se dirigen a un público hispano, al que muestra la línea recta del cristianismo, cuya arma es el amor indiscriminado sin límites a verdugos y víctimas y la emoción del éxtasis místico. Los desviados no aman correctamente, su visión de la realidad es demasiado científica: desean que el yo colectivo prime sobre la ficción del individualismo doliente. Y desviados son los que se apartan conscientemente de la norma: revolucionarios, rebeldes, críticos, feministas, radicales de la razón. Se sobreentiende que con esta andanada condena asimismo la pedagogía del oprimido de Paulo Freire y sus secuelas diversas, entre otras las tesis de la sociedad desescolarizada de Iván Illich. En el fondo de su pensamiento subyace de modo subliminal que todo desviado puede caer en la condición de terrorista, una lacra que hay que combatir desde sus raíces intelectuales.
Desde Marx, aun con errores, sabemos que la historia del ser humano en el planeta tiene causas que pueden conocerse y que los dioses son elaboraciones culturales para llenar los vacíos existenciales de millones de personas. La religión da la sensación de estar conformada por espíritus evanescentes y almas inmateriales, pero sus designios y proclamas no son más que materia del pensamiento incardinada en la realidad contradictoria. O sea, materia, realidad. Todo lo racional es real y real lo racional, como dejara dicho Hegel.
Tocar a un harapiento es una sublimación de la realidad, un momento que muere al instante de producirse, una caridad de arriba-abajo, un artificio para salvar la ética de aquel que da sin ofrecer a cambio una alternativa política al dolor del paciente. El oprimido sigue siendo oprimido mientras que el virtuoso puede elevar su ego a la estirpe de mártir o santo. El segundo viaja al cielo pero el primero persiste en su ser miserable. Ese es el camino de la salvación del ínclito Bergoglio: que todo cambie en apariencia para que nada cambie en realidad. O sea, ser apóstol de la falsa conciencia.
El tercer punto de interés se centra en la misoginia y el recalcitrante antifeminismo del papa argentino. Nos alerta sobre otro peligro que se cierne sobre la faz terráquea: un machismo con faldas en aumento al abrir a puestos de responsabilidad a las mujeres. Completa su sesgo de buena hombría tradicional dejando una perla inefable: a la mujer le está reservado un puesto estelar, y a él ha de ajustarse en su desenvolvimiento mundano, ser la esposa de Jesucristo. ¡Toma ya! ¡Ahí es ná, como exclamaría el castizo!
El evangelio cristiano ya sabemos que es maleable desde tiempos inmemoriales y estirando su interpretación pueden caber las paradojas y los oximorones más osados y atrevidos de las leyendas habidas y por haber. Continuando que la mujer se hizo de la costilla adánica, por tanto su sustancia no es original como la del varón, ahora el papa actualiza el mensaje clásico dejando a la hembra en esa posición secundaria de ser la mano derecha del poder: la esposa fiel y sensible del activo cazador del sustento diario, esto es, el hombre, su mentor a todos los efectos.
El feminismo, por tanto, también se sitúa en el radio de acción preferente del papado. La mujer debe ser mujer, una tautología neoconservadora para encubrir la supeditación al orden patriarcal. Lo que da la sensación de ser un exabrupto una vez analizado con cierta reflexión, en la mirada ecuménica y moralizante de Bergoglio se queda en una sutileza semántica sin casi recorrido, sin apenas fuelle dialéctico, pero en realidad supone un puñetazo eclesial a lo jesuita para descalificar las ínfulas y los logros de la mujer a través de la historia, reivindicando la familia como dios manda como unidad indisoluble para que sus afectos mitiguen los duelos e injusticias ocasionados por la lucha social.
La homilía en castellano no aporta nada nuevo al panorama político. La iglesia cristiana parece que se mueve pero siempre se mueve a favor de corriente. Su lenguaje es líquido y posmoderno, se atisba a la legua que ha leído con detenimiento a Zygmunt Barman y lo ha adaptado al neomensaje católico para decir lo mismo de siempre con palabras de última generación cibernética. A calor de esa posmodernidad líquida, se modifica el tono pero no la sustancia.
El cristianismo trabaja al pobre como un objeto moral de malsana adoración. Por su parte, el marxismo solo pretende que el pobre (la mujer, el trabajador, el refugiado) sea sujeto de su propio destino. La diferencia salta a la vista, y Francisco I tiene muy claro cuál es su opción preferida y la de que deben seguir sus acólitos: resignarse a su suerte y ser los primeros a la diestra de dios padre. Más de lo mismo con distinta sintaxis.
CALPU