Huerta Orgazmika: temporada de caza en Buenos Aires
Eran las 4:30 de la madrugada del lunes. Una vecina despertó con un ruido diferente al tren y se asomó por la ventana. Parecía una invasión: cuatro topadoras, reflectores y decenas de hombres destruían la Huerta Orgazmika, a pocos metros de Rojas y la vía, casi pegada a la estación Caballito. La huerta había sido creada en el 2002 las asambleas por las populares de la zona. Al principio era un basural, pero con el tiempo se convirtió en un oasis con más de 100 especies de plantas medicinales, aromáticas, verduras y hortalizas.
La mujer dio la alarma. Gastón fue uno de los primeros en llegar. Se paró frente a una topadora, pero no tuvo tiempo de nada: cuatro tipos de civil lo desmayaron a golpes y lo arrastraron unos 50 metros. Más tarde se sabría eran matones de la UCEP, la fuerza de choque macrista, que esa noche actuó junto a la Policía Federal. Atrás de Gastón apareció Nahuel. Él tiene 27 años, rastas por la cintura, viaja en bicicleta y no usa celular. Esa madrugada la sacó barata: dos grupos de infantería lo corrieron por las vías del tren, pero no lo alcanzaron porque sus botas se trababan entre los rieles.
Nitai tiene 23 años y mide un 1,50. Su nombre es hindú: significa “la que reparte alegría”. Al inicio del desalojo, Nitai se paró en el límite entre la huerta y la plaza. Se le sumaron cuatro de sus compañeras, todas tan pequeñas como ella. Un policía les gritó que se fueran. De fondo, varios hombres de la UCEP destruían la casa que habían construido con barro y paja, el calefón ecológico, el invernadero. Para ella eran siete años de trabajo, de aprender permacultura, de agrietarse las manos. Miró fijo al policía y le dijo no, no nos vamos. Avanzó otro grupo de infantería. Las chicas se abrazaron y retrocedieron empujadas por los escudos.
Dos horas después, se había reunido una pequeña multitud: desde la vecina que iba a buscar romero para la cena hasta los inscriptos en los talleres de comida peruana o medicina. Por la tarde, los manifestantes sumaban 400 y marcharon por las calles del barrio.
-Desalojo ilegal
El predio de la huerta pertenece desde 1945 al Estado Nacional. En el 2000, Nación se lo entregó al Gobierno de la Ciudad, con una tenencia precaria que caducó en el 2008. En el interín, parte de los terrenos fueron saneados por la asamblea popular del barrio para instalar la huerta. En Octubre del 2003, un decreto de Ibarra creó la Plaza Giordano Bruno, que se construyó en un terreno lindante. También hizo una denuncia por usurpación contra la huerta, pero en Noviembre del 2007 el Juzgado Nacional en lo Correccional N° 5 archivó la causa por inexistencia de delito.
La plaza fue re-inaugurada en Enero del 2008 por funcionarios de Macri. La huerta quedó a un costado. En Setiembre del 2008, los granjeros urbanos fueron notificados de un decreto de Rodríguez Larreta, que los intimaba a desalojar el predio. El decreto tenía problemas: hablaba de un lugar que no les pertenecía y con una figura que no correspondía. “El desalojo administrativo -explicó a Miradas al Sur una fuente de la justicia porteña- es una facultad extraordinaria: se utiliza si hay peligro de derrumbe o para salud, la moralidad o la seguridad pública. Pero Macri lo usa cada vez que quiere ‘limpiar’ el espacio público”. Aun así, esos decretos se pueden apelar y el gobierno está obligado a responder. La Asociación Civil que acompaña la huerta presentó un recurso de reconsideración, que nunca fue respondido.
Después del decreto, el diálogo quedó en manos del CGPC Nro. 6, el Centro de Gestión y Participación Ciudadana de Caballito. Su titular, Marcelo Iambrich, expresó su intención de integrar la huerta a la plaza, tal como pedían sus miembros. Pero el Lunes 19 de Mayo, el propio Iambrich -no un fiscal, no un juez- encabezó el desalojo.
Ese día no se presentó ningún tipo de aval legal. Solo un comunicado de prensa del Gobierno de la Ciudad, donde afirmaban que en la huerta “había una letrina, un horno a leña y dos bateas con algunos cultivos y agua servida acumulada en su interior” que podían propagar el dengue. La letrina, en realidad, era un Baño Seco Pampeano -con planos que están en la página del INTI -que recicla los excrementos para convertirlos en fertilizantes. Y la batea con agua tenía plantas acuáticas que evitan la propagación de insectos.
En ese comunicado también se hablaba de un informe de la Defensoria del Pueblo de la Ciudad, aunque sin dar detalles. Miradas al Sur consultó con tres fuentes de este organismo. En ningún área de la Defensoria, señalaron las fuentes, se generó una resolución que pueda justificar el desalojo. Por el contrario, el trámite más reciente es el iniciado por los miembros de la huerta para proponer la integración con la plaza.
-Temporada de caza
Además ser un proyecto que no entra en los planes de una ciudad individualista y privatizada, la concurrencia juvenil de la Huerta Orgazmika despierta resquemores en los sectores más conservadores. Para ellos, los pibes de la huerta son raros, inclasificables: ni hippies ni punks, ni vagos ni formales. En realidad, son hijos legítimos de la crisis del 2001, gente de ideologías diversas que se juntó alrededor de la idea de trabajar la tierra. Las rastas, la ropa de colores y gastada, los aros en la nariz, las bicicletas y los tatuajes son apenas accesorios, marcas de una identidad mutante. Muchos usan eso para descalificar. “Algunos -contó Nitai a Miradas al Sur- como había clases de Capoeira decían que hacíamos ‘macumbas’. Otros nos acusaban de plantar marihuana, pero sería una locura hacerlo en un lugar abierto a todo el mundo”.
El día después del desalojo, 20 de esos jóvenes marcharon hasta el CGPC 6 de Caballito, donde los recibió la infantería. Al frente estaba el subcomisario Fernando Cuartero, de la Comisaría 11. Los jóvenes tenían carteles, pintura y pinceles. Intentaron pintar la pared del CGP, pero la policía se interpuso. Las pinturas cayeron al piso y el subcomisario -un hombre muy entrado en kilos- se manchó el pantalón. Esa fue la señal para iniciar la cacería.
Nitai no tuvo tiempo de correr: quedó encerrada entre una pared y un grupo de seis infantes. Le pegaron en la cabeza, la vagina y las costillas. Lo único que recuerda, además de los palazos, es que los policías se chocaban los escudos entre sí, como desesperados por pegarle. La gente que estaba alrededor trató de rescatarla, hasta que uno la dejó salir. En el hospital le dieron seis puntos en el cuero cabelludo.
Los demás corrieron durante diez cuadras. Algunos llegaron al Centro Cultural La Sala. Allí funcionan varios emprendimientos cooperativos: una imprenta, una embotelladora de productos de limpieza, un taller de serigrafía y una biblioteca. Al parecer, la policía sabía que allí había gente de la huerta. Sin ninguna orden que los avale, al grito de ‘ahora van a ver, negros de mierda’, un grupo de infantería intentó derribar la puerta. Otro grupo entró por los techos. Adentro había unas 20 personas. La mayoría no había participado de la movilización. A los que estaban abajo los tiraron al piso, les ataron las manos con cables y los usaron de alfombra. Héctor, uno de los detenidos, quedó inconsciente después de que lo ahorcaran con uno de esos cables. Los propios policías lo arrastraron hasta la calle e hicieron correr el rumor de que estaba muerto.
Varias mujeres -una de ellas embarazada- y un pibe se habían refugiado en la terraza. A todos los bajaron a patadas. Martín, el único hombre de ese grupo, la pasó mal: cada policía que subía la escalera le pegaba. Producto de esos golpes sufrió una hemorragia en un riñón. Nahuel se escondió en la sala de máquinas. Lo encontraron pocos minutos después y se lo disputaron entre dos policías. El que se lo quedó se divirtió un rato con él: lo hacía hablar y por cada frase le daba un golpe en la cabeza. Después de amenazarlo con cortarle el pelo, de pegarle porque en el lugar había un guitarra sin cuerdas o porque se ensuciado para atraparlo, el oficial se guardó una cámara de fotos que estaba en el lugar y bajó las escaleras para que los trasladen.
Esa noche, en la comisaría 11, se concentró medio millar de personas. Entre los manifestantes, algunos cantaban contra la policía y Macri, mientras otros proponían hacer meditación. Los presos fueron liberados de a poco. Nahuel fue uno de los últimos en salir. Al salir, se enteró de que en La Sala no quedaba nada sano: apenas los restos de la biblioteca, y una faja de clausura sin firma que duró hasta que alguien se dio cuenta de que era una broma policial.
(publicado en el diario Miradas al Sur)