Imagínese
[Imagen: "El jardín de las delicias", Tríptico de El Bosco (1500-1505)]
Imagínese que usted es un creyente devoto y llega al Paraíso, ese invaluable penthouse con un jardín donde los niños juegan con leones y los leones comen pasto, como en las ilustraciones de esas revistas que usted recibe todas las semanas.
Imagínese que a sus seres más queridos (su esposa, su amante, su madre, su padre o sus hermanos) les toca el Infierno solo por no haber rezado lo suficiente, por haber dudado demasiado o por haber decidido hacer el bien sin esperar ninguna recompensa más allá de la muerte.
Imagínese que a usted no le importa nada de eso, porque se ha ganado el Paraíso en buena ley, y allí usted está obligado a disfrutar de una felicidad eterna, de una paz infinita.
Imagínese que luego de tanto esfuerzo y de tanta indiferencia usted se encuentra compartiendo el Paraíso con muchos de aquellos que le indicaron a usted el camino de la verdad y la salvación, en una iglesia, en un canal de televisión, en un gobierno elegido por las Fuerzas del Cielo.
Imagínese que se encuentra allí con un emperador sanguinario como Constantino, solo por haber hecho del cristianismo la religión oficial.
Imagínese que se encuentra con los cruzados que violaron mujeres y quemaron pueblos enteros en su camino a liberar Jerusalén.
Imagínese que se encuentra con Torquemada, con Inocencio IV, el papa que legalizó la tortura; con los reyes católicos y con conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro.
Imagínese que se encuentra con piadosos traficantes de esclavos, como el rey Juan III de Portugal o con otros creyentes intachables, como los reyes esclavistas de la civilizada Europa.
Imagínese que se encuentra con incineradores de mujeres acusadas de brujería, como el inglés Matthew Hopkins y el norteamericano Cotton Mather.
Imagínese que se encuentra con devotos exterminadores de negros, como los líderes del Ku Klux Klan, como los seguidores de las cruces de fuego.
Imagínese que se encuentra con el rey genocida de Bélgica, Leopoldo II, y con otros genocidas británicos como Winston Churchill. Todos piadosos, intachables creyentes y temerosos del Señor.
Imagínese que se encuentra con líderes y presidentes de inquebrantable fe, como Harry Truman, quien le agradeció a Dios las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; con Curtis LeMay y otros piadosos generales que arrasaron Corea y Vietnam, luego de exterminar a más de un millón de humanitos bajo las bombas y bajo la lluvia naranja de las más avanzadas armas químicas.
Imagínese que se encuentra con honorables ministros y secretarios de Estado de los imperios de turno, como Robert McNamara, Henrry Kissinger; con mayordomos del imperio salvador, como los generales Augusto Pinochet y Rafael Videla, todos héroes devotos de la santa civilización judeocristiana que usted y su secta apoyaron con tanta pasión contra los enemigos de la verdadera fe.
Imagínese que se encuentra allí con todos esos curas, pastores y televangelistas, pedófilos y puteros, pro vidas amantes de las guerras y pro muerte auto proclamados custodias de la palabra del Señor. (Imagínese que el precio del Paraíso y de la vida eterna requiriesen más que palabras.)
Imagínese que, gracias a todo el oro del mundo, usted también logre divisar en la santa larga fila a genocidas como Benjamín Netanyahu y a los muy valientes soldados mataniños de su reino que, a pesar de su desprecio por su hijo, fueron premiados por ese mismo dios, complacido por tantos adulones, distribuyendo compasión por los servicios prestados en el más acá.
Imagínese que masacrar decenas de miles de niños por orden de un dios celoso y sediento de sangre sea un mérito premiado por un dios que, por si fuese poco, es el juez y administrador de ese paraíso que le vendieron a precio de ganga, a precio de cerrar los ojos ante la injusticia humana, a precio de liquidación: arrodillarse en una iglesia con aire acondicionado y vitrales bonitos, darle limosnas a los pobres y sonreírle a los condenados al infierno.
Imagínese que usted, como tantos otros millones, lograron convencerse de su propia bondad a fuerza de rezar y que, por si fuese poco, convencieron al Creador del Universo de que se merecen la absolución de su infinita cobardía y el premio de su no menos infinito crimen contra la Humanidad.
Ahora, imagínese que se encuentra con ese ejército de fanáticos de yugulares hinchadas y de genocidas amantes del poder y del dinero, sólo porque creían lo mismo que usted, como ese señor desconocido que reza arrodillado al lado suyo en la iglesia.
Imagínese que eso es el Paraíso que le han prometido desde antes de aprender a hablar y que todo eso deberá vivirlo por el resto de la Eternidad.
Imagínese, por un momento, que en realidad eso es el Infierno que usted se imaginó para los demás, para gente que no va a rezar a ningún templo, que no quieren ni creen en una vida eterna y que no justifican las matanzas de seres humanos bajo las millonarias bombas de quienes dicen que están haciendo el trabajo de Dios.
Imagínese que Dios, luego de crear el Universo, quedó exhausto y necesita ayuda de piadosos criminales como usted.
Imagínese que a su dios le importa más la moral que la adulación universal.
Imagínese, por un instante, que tal vez usted estaba equivocado y que, por su maldito fanatismo, millones de seres humanos deben sufrir la tortura de este mundo, que es el único infierno conocido.