La automatización podría liberarnos… si no viviéramos en el capitalismo
El año pasado, Ben Shapiro, del Daily Wire, debatió con Tucker Carlson sobre la cuestión de la automatización. Ventrilocuando un argumento conservador de mercado muy familiar, Shapiro preguntó a bocajarro a su invitado si apoyaría restricciones en el uso de la tecnología para proteger los puestos de trabajo. En su respuesta, Carlson se mostró poco menos que incrédulo.
Shapiro: En [tu] libro hablas de la tecnología y de cómo está cambiando y quitando puestos de trabajo a la gente, y haces referencia específica a la conducción de camiones y al hecho de que va a haber estos coches automatizados en las carreteras.
Entonces, Tucker Carlson, ¿estarías a favor de restringir la capacidad de las empresas de transporte para utilizar este tipo de tecnología específicamente para mantener artificialmente el número de puestos de trabajo disponibles en el sector del transporte por carretera?Carlson: ¿Estás de broma? Un momento. En otras palabras, si yo fuera presidente, ¿le diría al Departamento de Transporte: «No vamos a permitir que los camiones sin conductor circulen por las carreteras, y punto»? ¿Por qué? Muy sencillo. Conducir para ganarse la vida es el trabajo más común para los hombres con estudios secundarios en este país.
En esta respuesta hay una pista de dónde radica en última instancia el argumento de Carlson. Para él y otros conservadores sociales, la cuestión de la automatización tiene que ver sobre todo con la estabilidad de la unidad familiar tradicional, con el hombre como sostén de la familia en su centro. En cuanto a sus recetas, Carlson llegó a decir que el gobierno debería inventar un pretexto falso para prohibir totalmente los camiones autoconducidos.
Hay, por supuesto, una tercera opción que ni el dogmatismo de mercado de Shapiro ni el ludismo reaccionario de Carlson están dispuestos a contemplar. Como conservadores, ambos ven claramente algún bien inherente en que la gente tenga que trabajar. Uno puede estar a favor de la «destrucción creativa» provocada por los mercados, y el otro de ciertas restricciones a los mismos, pero ninguno ve la tecnología como una herramienta potencialmente liberadora para los trabajadores.
Y, sin embargo, debería serlo. En el siglo XIX y principios del XX, muchos simplemente asumieron que la nueva tecnología acabaría dando lugar a una sociedad del ocio en la que las personas libres de la necesidad de trabajar tendrían todo el tiempo para explorar el mundo y perseguir sus intereses como les pareciera. Exactamente una mitad de esa ecuación resultó ser cierta. La tecnología ha hecho que todo tipo de tareas difíciles sean más fáciles y menos laboriosas, al tiempo que ha aumentado la eficacia de la producción. Entre 1950 y 2020, EEUU experimentó un aumento del 299% en la productividad laboral, y trabajos de todo tipo se hicieron más seguros y fáciles.
Sin embargo, también se eliminaron muchos, y con ellos los medios de vida que antes sustentaban. Una mejor tecnología de telecomunicaciones, después de todo, significa que no se necesitan telefonistas. Los cajeros automáticos reducen las oportunidades de empleo en el comercio minorista. Con la ayuda de las máquinas, las fábricas pueden producir más con menos trabajadores. Con la llegada de las tecnologías de inteligencia artificial y los vehículos autoconducidos, el mismo proceso se desarrollará a un ritmo acelerado en las próximas décadas.
Las consecuencias sociales de esto son francamente alarmantes de contemplar. A pesar de ser más productivos que nunca, los salarios de los trabajadores llevan mucho tiempo estancados, y las jornadas laborales punitivamente largas ya están causando setecientas mil muertes innecesarias al año, según la Organización Internacional del Trabajo. A medida que se eliminan millones de puestos de trabajo y que el trabajo de servicios en particular se vuelve más precario, un proceso que podría y debería beneficiar a los trabajadores será en cambio uno que haga sus vidas más difíciles e inseguras.
Que el actual clima político impida posibles soluciones a este problema no hace que esas soluciones sean menos obvias. La modernización presenta una clara oportunidad para legislar semanas laborales más cortas, algo para lo que ya existe un precedente histórico. Como dijo recientemente Bernie Sanders, «En 1940, la Ley de Normas Laborales Justas redujo la semana laboral a 40 horas. Hoy, como resultado de los enormes avances en tecnología y productividad, es el momento de reducir la semana laboral a 32 horas, sin pérdida de salario» (el experimento de Islandia en este sentido, por cierto, ya ha dado grandes resultados).
Durante una entrevista reciente con Margaret Brennan de la CBS, Sanders también planteó la perspectiva de un impuesto sobre los robots que obligaría a las empresas a pagar una prima por sustituir a los trabajadores. Aunque la idea sigue sin desarrollarse al nivel de detalle, lleva flotando en diversas formas desde la década de 1980 como posible respuesta a la automatización y podría ayudar a generar los ingresos necesarios para financiar nuevos bienes públicos y servicios universales.
En última instancia, son esos bienes y servicios públicos los que representan la mejor solución a los problemas de la automatización. A pesar de lo que insisten algunos en la Derecha, no hay necesidad de limitar artificialmente la tecnología para preservar los empleos que pueden realizar las máquinas. Con unos servicios universales de alta calidad y una economía estructurada en torno a los imperativos de la necesidad social y no a los del beneficio privado, la importancia del trabajo en la vida cotidiana retrocedería drásticamente. Liberados de la carga constante de trabajo tedioso e innecesario, incontables millones de personas podrían dedicar su tiempo a lo que quisieran sin tener que luchar para obtener lo estrictamente necesario para vivir.
A menos que te aferres a ideas retrógradas sobre el trabajo, el género y la familia, no hay razón para no recibir un futuro así con los brazos abiertos.
Jacobinlat. Traducción: Florencia Oroz