La cocina del infierno
El siguiente texto es un fragmento de 'El coche de Buda: Una breve historia del coche bomba', de Mike Davis, editado por Verso Libros.
Esta guerra fue lanzada para combatir el trasfondo de un miedo a los coches bomba que se había hecho omnipresente.
Rashid Khalidi
Ninguna ciudad en la historia ha constituido el campo de batalla de tantas ideologías en liza, lealtades sectarias, vendettas locales, conspiraciones e intervenciones extranjeras como el Beirut de principios de la década de 1980. Los conflictos triangulados de Belfast -tres campos armados (republicanos, lealistas y británicos) y sus respectivos grupos escindidos- eran una anécdota comparada con la naturaleza fractal o la complejidad de matrioskas rusas que escondían las guerras facciosas de Líbano (Abu Nidal contra Abu Iyad, o Franjieh contra Gemayel) insertadas en guerras civiles (chiítas contra palestinos), a su vez combinadas con guerras entre confesiones (maronitas contra musulmanes y drusos) en el contexto de conflictos regionales (Israel contra Siria) y guerras subrogadas (Irán contra EEUU), y todo ello, en última instancia, atravesado por la lógica de la Guerra Fría. A finales de 1981, por ejemplo, solo en Beirut occidental podían contarse 58 grupos armados diferentes. Con tanta gente que trataba de matarse entre sí por motivos muy distintos, puede decirse que, en punto a la tecnología destinada a la violencia urbana, Beirut pasó a jugar un papel equiparable al que ha tenido la selva tropical en el proceso evolutivo de plantas y animales.
Antes de 1981, en Beirut los coches bomba eran concebidos como medios espectaculares, pero harto infrecuentes, para la comisión de asesinatos masivos. El primer atentado de julio de 1972 fue organizado por el Mosad israelí para asesinar a Ghassan Kanafani, famoso novelista y portavoz del Frente Popular de Liberación de Palestina. Es importante destacar que el atentado, que también acabó con la vida de una sobrina adolescente de Kanafani, precedió a la masacre de Munich de septiembre de 1972: el Mosad había estado asesinando a destacados palestinos desde mucho antes de las muertes de los atletas olímpicos israelíes; estas muertes proporcionaron una nueva coartada a sus agentes para desarrollar sus actividades
Más tarde, poco antes de la navidad de 1976, y poco después del final de la tregua de la guerra civil de Líbano, un coche bomba fue detonado cerca del domicilio de Kamal Jumblatt; murieron tres personas, pero el atentado no consiguió acabar con la vida del líder de la alianza formada por los palestinos y la izquierda libanesa. En Año Nuevo, seguidores de Jumblatt respondieron detonando un coche bomba frente al cuartel general de los servicios de seguridad del Partido de la Falange, situado en Beirut oriental, asesinando a más de 25 personas e hiriendo al menos a 70. Dos años más tarde (habían pasado siete desde la ejecución de los 11 miembros del equipo olímpico israelí en Munich), agentes del Mosad dieron caza en Beirut al cerebro del grupo Septiembre Negro, Ali Hassan Salameh. El «príncipe rojo», según el nombre en clave que le habían asignado sus perseguidores israelíes, estaba conduciendo por la calle Verdún de Beirut occidental en un Chevrolet familiar, cuando los israelíes detonaron un explosivo plástico escondido en un Volkswagen aparcado en una acera. El coche bomba -recibido con alborozo en Israel- mató a Salameh y a cuatro colegas suyos, así como también a cuatro viandantes, entre los que había una monja alemana y un estudiante británico.
Estas atrocidades esporádicas constituyeron solo el preludio de la escalada terrorista del Beirut occidental musulmán desde finales del verano de 1981 hasta principios de 1983. Era evidente que la cadena incesante de atentados con coches bomba formaba parte de la campaña orquestada por la alianza entre israelíes y falangistas para desalojar del Líbano a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Durante 18 meses se jugó un infernal juego de ajedrez en el que se utilizaron furgonetas y taxis cargados con TNT con el vano propósito de intimidar a las fuerzas populares antisraelíes de Oriente Próximo. Solo en 1981 fueron asesinados 200 civiles en 18 atentados con coche bomba en la capital del Líbano. Durante el mismo periodo, Damasco también padeció las sacudidas de varias oleadas de coches bomba, que el régimen de Asad trató de endosar a la clandestina Hermandad Musulmana, cuando parece que en los atentados también estuvieron involucrados las milicias cristianas libanesas, Irak, Jordania y/o Israel. Irán e Irak, inmersos en una guerra, y que actuaban a través de sus respectivos aliados, el Partido Al Dawa y los Muyahidines del Pueblo, también se enzarzaron en un intercambio de atentados con coches bomba en 1981-1982, que se confundía con el torbellino incesante de ataques con munición regular.
La oleada de atentados con coches bomba en Líbano empezó el 17 de septiembre de 1981, cuando un vehículo explotó en el exterior del cuartel general de la alianza formada por palestinos y libaneses de izquierda en el puerto de Sidón, asesinando a 29 personas (la mayor parte de ellas transeúntes, entre los que había más mujeres y niños que guerrilleros) e hiriendo a otras 108; casi simultáneamente, otro coche bomba destruyó una fábrica de cemento situada al norte de la ciudad de Chekka, de la que era propietario el ex presidente pro-sirio de Líbano, Suleiman Franjieh, causando 10 muertos. La autoría de ambos atentados fue reclamada por el «Frente de Liberación de Líbano contra Extranjeros»; inmediatamente, la OLP afirmó que ese nombre «solo pretendía encubrir las acciones de Israel en Líbano». Al día siguiente, un portavoz anónimo de ese mismo grupo llamó a varios medios de comunicación para atribuirse la autoría del coche bomba que asesinó a tres personas en el cuartel de mayoría chiíta de Chiya, situado en las afueras del suroeste de Beirut. Avisó de que el Frente seguiría cometiendo atentados «hasta que no quedara vivo un solo extranjero o saboteador en todo el territorio del gran Líbano» (con particular mención de palestinos y sirios). El oscuro grupo voló un cine en Beirut occidental (hubo al menos cuatro muertos), pero la policía logró desactivar un coche bomba de grandes dimensiones abandonado al día siguiente (21 de septiembre) frente a un hotel en el sector musulmán. Entonces, al cabo de una semana, un Mercedes que transportaba una carga compuesta por una mezcla de explosivos de gran potencia y bombas incendiarias estalló a las puertas de un concurrido restaurante cercano a un punto de control palestino, asesinando a 16 personas e hiriendo a otras 40, incluías muchas mujeres y niños.
En represalia, la OLP aumentó las medidas de seguridad contra coches bomba en sus oficinas y empezó a utilizar perros policía de Alemania del Este, adiestrados para la detección del menor rastro de explosivo. Pero todo aquello no intimidó en absoluto a los que ponían las bombas sacando provecho de tareas de inteligencia extremadamente precisas desarrolladas sobre el terreno. El día 1 de octubre se produjo el ataque más mortífero. Según informó desde Beirut occidental el corresponsal del New York Times, John Kifner:
Un coche cargado con medio centenar de kilos de explosivos estalló hoy en el exterior de las oficinas de la guerrilla palestina en una calle muy concurrida, asesinando al menos a 50 personas e hiriendo a más de 250, según datos oficiales. La explosión, la sexta y peor de esta clase en dos semanas, provocó graves daños en las fachadas de cinco edificios y aplastó diversos coches en el barrio de Fakhani, en el Beirut oriental musulmán. Mientras las ambulancias trataban de zafarse del tráfico y los guerrilleros apretaban el gatillo de sus ametralladoras, las fuerzas palestinas informaban de la detección de otros tres coches bomba estacionados en el área.
El barrio de Fakhani, en las afueras de la zona sur de Beirut occidental, está bajo el control y la vigilancia de la guerrilla palestina. Jóvenes armados llenan las calles de la zona que va desde un ajetreado mercado de verduras hasta la Universidad Árabe de Beirut. Se trata del barrio que el día 17 de julio recibió el ataque aéreo israelí en el que fueron asesinadas 300 personas, la mayoría civiles. El primer ministro Chafik Wazzan hizo unas declaraciones en las que culpaba de las explosiones de hoy a «agentes de Israel».
El señor Wazzan declaró: «Puesto que hasta la fecha hemos conseguido impedir que prosigan los ataques destructivos y asesinos de Israel, tanto por vía aérea como por otros medios, ahora está tratando de aplicar otra táctica, recurriendo a la ejecución de acciones cobardes, ya sea directamente o por medio de agentes».
Los atentados con coches bomba se reanudaron en diciembre con 18 incidentes, incluyendo un ataque doble antes de navidad que acabó con la vida de 13 personas cerca de las oficinas de la guerrilla palestina. «Las estadísticas de la policía libanesa», escribe Yezid Sayigh en Armed Struggle and the Search for State, «mostraban que los ataques israelíes, los enfrentamientos de destrucción mutua y los coches bomba habían causado 2.100 muertos a finales de año». Entonces, el 23 de febrero de 1982, dos coches bombas, que estallaron en un intervalo de unos pocos minutos, asolaron el destartalado mercado al aire libre instalado a lo largo de la autopista que bordea la costa -el cual había reemplazado el famoso zoco de Beirut, destruido seis años antes, a principios de la guerra civil. Abarrotado con cientos de compradores y comerciantes, el mercado de Corniche «se asentaba de forma precaria cerca de un acantilado, en una de las vistas más concurridas de la ciudad», convirtiéndose en un atractivo objetivo para cualquiera que quisiera sembrar el máximo terror posible entre la población civil musulmana. «Las detonaciones», informó el New York Times, «provocaron daños en unos 200 coches, destruyeron una gasolinera, incendiaron algunos edificios cercanos e hicieron pedazos las endebles tiendas de hojalata. Las salas de los hospitales se llenaban de víctimas mientras las milicias locales agitaban sus rifles automáticos y disparaban al aire para abrir el paso a las ambulancias». De nuevo, el oscuro Frente se atribuyó el atentado que causó cerca de 100 víctimas, del mismo modo que unos días más tarde, durante una visita a Beirut del enviado de Reagan, Philip Habib, reclamaría la autoría de la colocación del coche bomba que mató a ocho personas en la barriada chiíta de Ouzai.
Durante el asedio israelí de Beirut de ese mes de junio, los coches bombas se añadieron al terror que causaban las bombas de racimo arrojadas por la fuerza aérea de Israel, así como por los proyectiles con cargas de fósforo blanco lanzadas por la artillería israelí contra los barrios musulmanes. El 24 de junio, la primera de las nuevas oleadas de coches bomba mató a 60 refugiados; la que se produjo tres días después asesinó a 23 civiles. Tres semanas más tarde, en la carrera para alcanzar el objetivo fijado por el general Sharon de «destruir los campos de refugiados en el Líbano y la deportación masiva de 200.000 palestinos», otro coche bomba mató o hirió a otras 32 personas en Beirut occidental. Sin embargo, la sorprendentemente férrea resistencia palestina (Arafat había llamado a convertir Beirut occidental en el «Estalingrado árabe») condujo a redoblar los esfuerzos para aniquilar a los dirigentes de la OLP. En agosto, en lo que pareció ser un intento de asesinato múltiple sincronizado, terroristas israelíes destruyeron un edificio de apartamentos que durante un breve periodo de tiempo había sido utilizado por la OLP, asesinando a más de 200 refugiados. Cuando Arafat llegó al lugar del atentado para acompañar a las víctimas, se salvó por los pelos de volar por los aires por el estallido de otro coche bomba.
¿Era Tel Aviv directa o indirectamente responsable de esa matanza? Pocos parecieron sorprenderse cuando la coalición formada por palestinos y libaneses de izquierda mostró pruebas que evidenciaban que Israel había sido el principal patrocinador de los atentados con coches bomba en Beirut occidental. De acuerdo con el académico Rashid Khalidi (que cita informaciones actuales de periodistas de Newsweek y del Guardian), «una serie de confesiones públicas realizadas por conductores que habían sido detenidos dejó bien claro que estos [atentados con coches bombas] fueron instrumentalizados por los israelíes y sus aliados falangistas para aumentar la presión para lograr echar a la OLP». Tabitha Petran también acusa a Israel de las explosiones que causaron más de 500 víctimas civiles, y sostiene que los coches bomba fueron preparados en el enclave bajo protección israelí de Saad Haddad, en el sur del Líbano, y luego llevados a Beirut oriental para ser finalmente trasladados al sector occidental de la ciudad. La propia OLP no tenía dudas de que Johnny Abdo, el jefe de inteligencia del Ejército libanés, había sido el colaborador necesario de Israel en la preparación de los atentados.
El historiador palestino Yezid Sayigh no alberga duda alguna de que «los servicios de inteligencia hostiles también estuvieron activamente involucrados». «Un coche bomba desactivado el 13 de marzo en el campo de refugiados de 'Ayn al-Hilwa estaba cargado con 200 kilos de explosivos que tenían impresos caracteres hebreos».
Tras un atentado contra un barrio chiíta en junio de 1982 aparecieron nuevas y muy creíbles evidencias acerca de la complicidad de Israel. El periodista británico Robert Fisk no estaba muy lejos del lugar del suceso cuando «un coche bomba de gran potencia dejó un cráter de unos 15 metros de profundidad en medio de la calle y derribó por completo un bloque de apartamentos. El edificio se desmoronó como un acordeón, aplastando mortalmente a más de 50 de sus ocupantes, la mayoría de los cuales eran refugiados procedentes del sur de Líbano». Varios de los autores del atentado fueron capturados; confesaron que las bombas habían sido montadas por el Shin Bet, el equivalente israelí del FBI o de la British Special Branch. Según el relato de Fisk en Pity the Nation: The Abduction of Lebanon: «Uno de los hombres dijo que su hermano había sido apresado por los israelíes, quienes les habían amenazado de muerte si no les ayudaba a colocar la bomba. Todos los explosivos -según pudimos ver al día siguiente- llevaban impresas palabras en hebreo».
Pero, ¿quién fue el responsable de la campaña paralela de atentados en el interior de Siria? Responder a esta pregunta es como resolver un crimen de una novela de Agatha Christie en la que todos los pasajeros del tren o todos los invitados a la cena tienen motivos suficientes para haber cometido el asesinato. La mayor parte de los actores presentes en Oriente Medio -falangistas, israelíes, iraquíes, jordanos, la facción mayoritaria de la OLP, así como Francia y EEUU- podían aducir agravios contra el régimen baazista del presidente Hafez Asad en Damasco. Con la discreta autorización de Kissinger e Israel, columnas de blindados sirios habían entrado en Líbano en 1976 para rescatar a los falangistas de una derrota casi segura a manos de la OLP y de la izquierda libanesa comandada por Kamal Jumblatt. La «traición» de Asad fue consecuentemente denunciada en todo el mundo árabe, pero el salvador de los cristianos pronto entró en violento conflicto con los falangistas por sus lazos con Israel. Además, como señala el periodista británico Patrick Seale, «[Hafez Asad] había exasperado a Washington por sus ataques contra el tratado de paz entre Egipto e Israel. Había roto con Irak y, tras la aparición del ayatolá, Jomeini se había alineado con la revolución iraní. Además, tenía una muy mala relación con el rey Hussein de Jordania. Y se había enredado peligrosamente con Israel en el Líbano».
Alguna combinación de estos antagonistas acabó estando seriamente involucrada en el apoyo a la campaña de atentados terroristas en el interior de Siria que había lanzado el sin duda enemigo más implacable de Asad: la Hermandad Musulmana (ikhwan). El 1979, este grupo sunnita clandestino estuvo envuelto en el asesinato sistemático de cuadros baazistas (muy especialmente de aquellos que, como el propio presidente, procedían, dentro de los chiítas, de la minoría alauita). Seale sostiene que la asombrosa eficiencia terrorista de la ikhwan (asesinó a 300 baazistas solo en Aleppo) tenía mucho que ver con la financiación encubierta que recibía. «Disponían de una fortuna en moneda extranjera, sofisticados equipos de comunicación y grandes arsenales de armas (se les decomisaron no menos de 15.000 ametralladoras). Y sus soldados no eran unos novatos. Alrededor de la mitad de los detenidos habían recibido adiestramiento en países árabes, mayoritariamente en Jordania». El propio Asad acusó a Israel, la CIA, Jordania e Irak. Esa sospecha se hizo más creíble tanto cuando Saddam Hussein admitió sin reparos haber suministrado armas a la guerrilla, como cuando en las guaridas de la ikhwan se descubrió equipamiento sofisticado con identificaciones impresas que lo relacionaban con Israel y EEUU.
En cualquier caso, la cadena de atentados con coches bomba en Damasco empezó en serio en agosto de 1981 con una explosión en el exterior de la oficina del primer ministro. Pronto fue seguida, el 3 de septiembre, por un ataque contra el cuartel general de la fuerza aérea siria que dejó al menos 20 muertos. En octubre, un coche bomba asesinó a varios consejeros soviéticos en el exterior de su complejo residencial, y Damasco «se llenó de tropas, convirtiéndose en un lugar tomado por las armas. Había puntos de control por doquier y los cacheos se convirtieron en algo cotidiano». El 29 de noviembre -mientras Asad asistía a una reunión con otros líderes árabes en Fez-, agentes de seguridad llamaron al orden a un tipo que estaba a punto de abandonar un coche en el concurrido distrito de Ezbekieh, no muy lejos del Banco Central. Cuando el conductor sacó una pistola, los agentes le abatieron de un disparo, pero un cómplice escondido en algún lugar del vecindario detonó por control remoto los varios centenares de kilos de TNT escondidos en el interior del vehículo. La gran explosión provocó el derrumbe de cuatro bloques de apartamentos cercanos y arrasó una escuela: muchos de los más de 200 muertos y 500 heridos fueron niños. Hasta hoy, ese fue el día más mortífero en la historia de los atentados con coches bomba. El gobierno inmediatamente acusó a la Hermandad Musulmana, pero el Frente anti-extrajeros -los antiguos autores de atentados con coches bomba en Beirut- llamaron por teléfono a la agencia de noticias France-Presse para reivindicar la autoría del atentado.
Sin embargo, Asad decidió castigar primero a los iraquíes. En un anticipo de lo que les esperaba a sus demás enemigos, la imponente embajada iraquí de siete pisos de altura -según Le Monde, «el edificio mejor custodiado de Beirut»- fue literalmente arrasado por un coche bomba conducido por un suicida que franqueó las sucesivas barreras de seguridad. Murieron el embajador y con otras 65 personas de su delegación. Le Monde consideró «inexplicable» que un edificio alrededor del cual se levantaba una estructura supuestamente inasaltable, compuesta por garitas de vigilancia de cemento armado, un gran muro de seguridad y un amplio contingente de guardias armados pudiera caer «como un castillo de naipes». La destrucción fue tan completa que las tareas de excavación y rescate de los cuerpos sepultados bajo las ruinas se prolongaron durante 27 días. Hubo especulaciones sobre la posibilidad que también hubiera explosivos ocultos en el interior del edificio, pero la explicación más obvia tenía que ver con que la embajada estaba localizada en un barrio controlado por las tropas sirias. Había muchas probabilidades de que Irán, que por aquel entonces libraba una cruda batalla contra el ejército de Saddam Hussein, hubiese jugado el papel de colaborador necesario; la radio de Bagdad acusó a ambos países. (El siguiente mes de agosto estalló una furgoneta en el exterior de la embajada iraquí en París, provocando un incendio en el edificio e hiriendo a seis personas; de inmediato se sospechó tanto de los servicios secretos sirios como de los iraníes).
Dos meses más tarde le tocó el turno a la ikhwan en una emboscada de una patrulla del ejército, cuando Asad lanzó las despiadadas Saraya al Difa (Brigadas Especiales de Defensa) comandadas por su hermano Rifaat sobre un enclave de la Hermandad, la ciudadela de Hama, una pintoresca ciudad antigua atravesada por el río Orontes, a unos 200 kilómetros de Beirut. La batalla duró más de un mes. Cuando el periodista Robert Fisk visitó Hama un año después, ésta se había convertido en una especie de Cartago contemporánea: «la ciudad antigua -los muros, las callejuelas, el museo Beit Azem- simplemente habían desaparecido; las viejas ruinas habían sido arrasadas y el lugar convertido en un enorme aparcamiento para coches». Fisk estimó que los comandos de Rifaat asesinaron al menos a 10.000 seguidores de la ikhwan (otros recuentos hablan de 20.000). En un discurso pronunciado en Damasco poco después de la batalla de Hama, el presidente Asad acusó al «carnicero de Bagdad», Saddam Hussein, de instigar la actividad de la Hermandad, al tiempo que la televisión siria emitía imágenes de armas requisadas que llevaban estarcida la inscripción «Propiedad del Estado de Irak», así como otras que exhibían distintivos estadounidenses.
A la vez que acababa con la ikhwan, Asad estaba también secretamente en guerra contra los franceses. Francia, el arquitecto histórico de la supremacía maronita, había regresado con fuerza al Líbano en 1978 cuando un batallón de los cascos azules de Naciones Unidas entró en Tiro. Las relaciones con Siria se enturbiaron cuando, en 1981, París rechazó entregar los exiliados acusados de planear y organizar los atentados con coches bomba en Damasco. Ese mismo mes de septiembre, el embajador francés en Beirut fue asesinado por un pistolero chiíta, al que la prensa libanesa, y más tarde la televisión francesa, vincularon con los servicios secretos de Siria. «La responsabilidad siria por el asesinato del embajador francés», informó el Washington Post, «era lo que muchos libaneses informados daban por descontado». Luego, en marzo de 1982, un coche bomba hizo añicos el vecindario que rodeaba el Centro Cultural Francés en Beirut occidental. Un mes más tarde, en la hora punta de la mañana, explotó otro coche bomba en París delante de las oficinas del periódico anti-sirio redactado en árabe Al-Watan Al-Arabi, matando a una mujer embarazada que pasaba por allí e hiriendo a otras 60 personas.
Los investigadores llegaron a la horripilante conclusión de que con la colocación de la bomba se pretendía matar al mayor número posible de inocentes. Henry Tanner lo relató del siguiente modo en el New York Times:
La policía informó de que 11 de los 46 heridos se encontraban en estado crítico, incluido el adolescente cuya pierna quedó destrozada por la detonación. Fuentes de la policía confirmaron que el coche había sido abandonado en un punto en el que era mucho más seguro que la explosión hiriera o matara a un gran número de transeúntes que no que causara daños en las oficinas del periódico al otro lado de la calle. La policía contó que el coche llevaba matrícula de Viena, pero que había sido alquilado en Liubliana, al norte de Yugoslavia. Quedó completamente destrozado por la explosión. Más de una docena de vehículos estacionados en las cercanías también quedaron destrozados o sufrieron graves daños. El estallido hizo añicos los escaparates de las tiendas e incluso rompió los cristales de las ventanas de los pisos más elevados de los edificios próximos.
Aunque la prensa especuló que el atentado podría estar relacionado con la apertura del juicio contra dos terroristas relacionados con Carlos El Chacal, la opinión oficial del Elíseo quedó claramente expresada con la expulsión inmediata de dos diplomáticos sirios identificados como miembros de los servicios secretos y con la retirada del embajador francés en Damasco. Los franceses apenas podían imaginar qué iba a ocurrir el día 25 de mayo.
La embajada francesa en Beirut, la cual, como en su momento la embajada iraquí, era considerada un lugar casi inexpugnable y estaba custodiada por un contingente recientemente reforzado de paras de elite, saltó por los aires cuando explotó la bomba oculta en el coche del secretario del embajador. En algún momento del fin de semana anterior, alguien había conseguido esconder 50 kilos de explosivos en el maletero del vehículo, que después sería detonado por control remoto cuando entró confiadamente en el complejo diplomático la mañana del lunes. Además del secretario y un para, la otra docena de muertos eran libaneses que hacían cola para solicitar el visado francés. Aunque un grupo desconocido que se autodenominaba «Organización Liberal Nasserite» reivindicó la autoría de esta compleja operación terrorista, la mayor parte de la prensa francés lógicamente dio por sentado que se trataba de un nuevo trabajo de la inteligencia siria. Además, Le Monde reveló que los servicios secretos franceses, el SDECE, habían ejercido presión para ser autorizados a seguir el «ejemplo de las acciones de demostración de fuerza de Israel» y lanzar ataques «por sorpresa y muy selectivos» contra los enemigos de Francia; esto es, contra Siria y sus aliados en la zona. ¿Acaso Francia ya lo había puesto en práctica? ¿Fue el SDECE uno de los patrocinadores del oscuro Frente anti-extranjero? No cabe duda de que Asad sí lo pensaba.
En septiembre, otra de las bestias negras de Asad, el recientemente elegido presidente del Líbano Bashir Gemayel, sufrió un atentado (con una maleta bomba) en el que murió junto con 25 de sus seguidores en el fuertemente custodiado cuartel general del Partido de la Falange en Beirut oriental (este acontecimiento estuvo en el origen de las infames masacres de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila). Según el antiguo agente del Mosad, Victor Ostrovsky, «el atentado fue planeado por Ptabib Chartouny, de 26 años de edad y miembro del Partido del Pueblo Sirio, rival de los falangistas. La operación había sido ejecutada por los servicios de inteligencia de Siria en el Líbano dirigidos por el teniente coronel Mohammed G'anen».
El presidente sirio, al que no cabe duda de que le gustaba dejar su impronta como si se tratara de un Michael Corleone, probablemente también fue el responsable del atentado con un potente coche bomba en el valle de la Bekaa controlado por los sirios, que en enero de 1983 hizo volar por los aires un edificio de tres plantas en el que se alojaban la organización de la inteligencia militar de Al-Fatah (simplemente conocida como «17»). El día anterior, un grupo escindido palestino bajo control sirio había amenazado públicamente con asesinar a Yasser Arafat. «La declaración de Al-Saiqa», informó Thomas Friedman en las páginas del New York Times, «describía al señor Arafat como un traidor por buscar alternativas diplomáticas con el rey Hussein de Jordania, y recordaba al jefe de la OLP cómo acabaron el abuelo del rey Hussein, el rey Abdulá, y el presidente de Egipto, Anwar el-Sadat, cuando trataron de hacer las paces con Israel. Ambos fueron asesinados».
Para cerciorarse de que Arafat había entendido bien la magnitud de la ira de Damasco, un segundo coche bomba destrozó una semana después el Centro de Investigación de Palestina, la última sede de la OLP que seguía en pie en Beirut, y el edificio adyacente ocupado por la embajada de Libia. Además de causar al menos 20 muertos y 136 heridos, la deflagración destruyó lo que quedaba del archivo nacional de la cultura palestina en manos de la OLP (anteriormente mutilado y saqueado por el Ejército israelí). Aunque la OLP oficialmente acusara a Israel y su «Frente», observadores muy bien informados optaron por considerar que la explosión significaba la estocada final de la fría venganza llevada a cabo por Hafez Asad. Durante un largo año, sus servicios secretos (que un par de décadas después, en febrero de 1995, serían considerados universalmente sospechosos del asesinato con una camioneta bomba del primer ministro libanés Rafik Hariri) demostraron ser aún más aficionados que el propio Mosad a utilizar coches bomba anónimos como arma del poder estatal para cometer asesinatos. Pero el potencial asesino de ambos servicios secretos pronto se vio eclipsado por las acciones de los protegidos libaneses de Irán -y reacios aliados de Siria-, los conductores suicidas de coches bomba de Hezbollah criados en barriadas pobres.
Jacobin