La encerrona
Aunque la pandemia del SARS-CoV 2 aún no ha concluido y tiene ahora su epicentro en América (no pudiendo descartarse nuevos brotes en otros sitios), el proceso tiene ya rasgos definidos y sus resultados globales arrojan una imagen que, en sus trazos gruesos, es improbable que se modifique de manera significativa en el futuro. La “guerra contra el enemigo invisible” aún no ha terminado, y por ello conviene la prudencia, pero su resultado general difícilmente pueda ya modificarse de manera sensible. Las previsiones apocalípticas de 40 millones de muertos si la humanidad continuaba su vida normal, y de hasta 7 millones de víctimas fatales aún cuando se establecieran extremas medidas de aislamiento social, no se han cumplido.
Estos cálculos fantasiosos son los que sustentaron las radicales medidas de aislamiento recomendadas por la OMS y aceptadas con entusiasmo, con horror o con resignación por la mayor parte de los principales Estados del globo. Vale la pena ir a la fuente (AQUÍ) para ver qué era exactamente lo que se preveía, y visualizar la endeblez de las razones apuntadas.
Con los contagios y los decesos descendiendo abruptamente en Europa, el panorama final comienza a hacerse nítido. Y es abrumador. Europa, la región más afectada -con mucho- por la pandemia, muestra resultados de “exceso de mortalidad” que -aunque algo elevados en general y en algunos casos elevándose aún; en otros descendiendo al punto de carecer de exceso de mortalidad- no se hallan por encima de los parámetros habituales y posiblemente no tengan impacto en el recuento final del año. Conviene aclarar, por otra parte, que en aproximadamente la mitad de los años hay exceso de mortalidad en mayor o menor medida; es un fenómeno corriente, no excepcional. Tan sólo en algunas regiones muy puntuales (como la Lombardía) se pueden observar decesos fuera de lo común.
Respecto a la mortalidad por covid-19 propiamente dicha, en total, hasta el 27 de junio, ha habido 176.383 muertes en la Unión Europea (Reino Unido incluido), un bloque que tiene 512 millones de habitantes, de los que mueren cada año por todas las causas un total de 5,3 millones de personas. En EEUU, el país con más cantidad de víctimas en términos absolutos, contagios y decesos están en claro descenso, a pesar de las dos semanas de multitudinarias movilizaciones callejeras en protesta contra el asesinato racista de George Floyd (el 1 de junio) que, de ser correctas las estimaciones que legitimaron las radicales medidas de aislamiento, deberían haber desembocado en un repunte pronunciado de la pandemia, cosa que no se ha verificado a pesar de que muchos epidemiólogos lo consideraron inevitable (1).
Aunque en América Latina todavía los contagios no descienden, su situación no alcanza las cotas europeas. Asia y África (los dos grandes centros de la pobreza global) casi no se han visto afectadas. Cualquiera puede consultar los datos, por ejemplo AQUÍ
Estamos, pues, lejos, muy lejos de un escenario de catástrofe.
Al lector promedio esto debe parecerle inverosímil: no tiene nada que ver con lo que dicen los grandes medios, ni las grandes autoridades, ni los grandes expertos. Creer o no creer. O examinar los datos de manera directa, sin intermediarios. Esto sería lo aconsejable. Quien quiera, puede revisar las cifras oficiales de mortalidad que están disponibles en Euromomo (2), y sobre Covid-19 en los ECDC (3). Y cotejarlas con las previsiones del documento del Imperial College antes referido. El contraste es absurdamente abismal.
Como complemento, es muy recomendable el análisis comparativo, parcial pero muy esclarecedor, que nos ha ofrecido Paulo Costa en “Mortalidade, confinamento e síndrome de Estocolmo”(4), así como consultar la base de datos de Oxford (5) sobre la intensidad de las cuarentenas y los resultados en distintos países del mundo.
Muchos pensarán que el “éxito” sanitario se debe a las draconianas medidas de aislamiento social implementadas por buena parte de los Estados, y sin duda será ese el discurso omnipresente de los grandes medios de comunicación, de los gobiernos y de los “expertos epidemiólogos” que les asesoraron, coautores del “fiasco del siglo”(6), para decirlo con las anticipadas pero finalmente certeras palabras de John Ioannidis.
Sin embargo, no hay buenas razones para pensar que las severas cuarentenas hayan sido responsables de que la catástrofe esperada finalmente no tuviera lugar. Al respecto son muy recomendables los argumentos vertidos por el propio Ioannidis en el British Medical Journal: “Should governmennts continue lockdown to slow the spread of covid-19?”(7), en el que también se encuentran las razones esgrimidas por Edward Melnick en favor de las cuarentenas. El intercambio es de por sí elocuente.
También vale la pena consultar el trabajo de Cécile Bensimon y Ross Upshur, “Evidence and Effectiveness in Decisionmaking for Quarantine”(8), publicado en American Journal of Public Healt. La lectura de estos materiales muestra que no hay evidencia científica convincente en favor de la mayor efectividad de las cuarentenas, en comparación con otras políticas sanitarias -menos radicales y disruptivas- de contención de la pandemia (incluso dejando a un lado los elevados costos sociales y económicos del aislamiento social, que no se evalúan apropiadamente observando únicamente el porcentaje de retroceso de la economía).
Desde el Imperial College y la OMS se sigue sosteniendo, sin embargo -al borde ya del fanatismo- que el “éxito” conseguido se debe a las cuarentenas por ellos recomendadas. Se habla livianamente de los millones de vidas que se salvaron gracias a las medidas draconianas. La estimación se funda en la diferencia entre sus previsiones y la realidad. Empero, para desgracia de los pronosticadores de desastres, hay al menos dos países europeos (Suecia y Bielorrusia) que abordaron la crisis del coronavirus más o menos como se aborda cualquier enfermedad viral, sin tomar medidas excepcionales ni establecer ninguna cuarentena.
No son los únicos Estados que prescindieron de cuarentenas. Muchos otros tampoco las implementaron, con resultados excelentes: Taiwán, Japón, Corea, Vietnam, etc. Pero Suecia y Bielorrusia son particularmente importantes por dos razones: a) en ellas hubo circulación comunitaria del virus (a diferencia de Japón y Corea, por ejemplo, que pudieron aislar los casos evitando la circulación interna), y b) se ubican en la región geográfica hasta el momento más afectada.
Puesto que Suecia y Bielorrusia rehusaron establecer cuarentenas, en ellas el coronavirus debería haber provocado lo que los “expertos” preveían. No fue así. Ni cerca. Empleando las estimaciones de Niel Ferguson del Imperial College, Suecia debería haber tenido 96.000 decesos. Tiene poco más de 5.000, y con una tasa por millón inferior a la de Italia o España, los campeones de la cuarentena. Bielorrusia ofrece guarismos aún mejores.
Por lo pronto, varias conclusiones generales se desprenden de los datos europeos. Primera: no ha habido en Europa una mortalidad apocalíptica a causa de la pandemia (ni siquiera del todo excepcional). Segunda: los países con más víctimas atribuidas al covid-19 han registrado menos víctimas por otras causas, por lo que las diferencias respectivas en la mortalidad total son mucho más pequeñas -entre unos y otros- que las diferencias en los resultados respectivos en relación al covid-19. La eficacia en la lucha contra el coronavirus no se tradujo en eficacia sanitaria sin más. Bélgica, el país con más muertos por millón de habitantes atribuidos a covid-19, no ostenta el mayor exceso de mortalidad general (el “exceso de mortalidad” se calcula a partir del promedio de mortalidad de los años anteriores). Tercera: no hay diferencias consistentes en el exceso de mortalidad general entre los países que establecieron cuarentenas y aquellos que no lo hicieron. Por ejemplo, sirven de contraste para evaluar el rendimiento de la cuarentena entre países culturalmente comparables, Noruega frente a Suecia (a favor) y Portugal frente a España (en contra).
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Sin embargo, la situación emocional y psicológica que estamos atravesando a nivel mundial hace que todo lo dicho pueda parecer inverosímil a una gran mayoría de lectores y lectoras. Estamos viviendo un momento histórico en el que el tiempo ha sido detenido aunque sigue transcurriendo, en el que el tiempo psíquico y emotivo es el que predomina por sobre el tiempo “objetivo”, como consecuencia de las nuevas e imprevistas formas de organización social, laboral y familiar: la reestructuración radical de la cotidianeidad provocada por las medidas gubernamentales de aislamiento social. La racionalidad ha quedado entre paréntesis.
A tal punto, que incluso quienes consigan racionalmente convencerse de que hay una hiper-exageración del peligro y una desproporción absoluta en la medidas tomadas, difícilmente logren sustraerse al clima emocional de la crisis pandémica. El bombardeo mediático ha sido y es tan arrollador que ha tornado virtualmente imposible toda perspectiva y discusión crítica. Aún quienes no se guíen por afirmaciones mediáticas y busquen corroborar datos y evidencias tenderán a dudar. Todos los datos indicaban e indican que la actual pandemia no tiene ninguna proporción con el Armagedón anunciado.
Transcurridos los primeros meses de propagación del virus ya se podía predecir que era muy improbable que el covid-19 llegara a figurar entre las principales causas de mortalidad en 2020. Todo indicaba desde hace meses (y las cifras ya disponibles lo corroboran ampliamente) que la pandemia no podría provocar ningún aumento significativo en la mortalidad global. Pero el bombardeo constante en los diferentes medios de comunicación y la omnipresencia del tema en las redes sociales hacen casi imposible no percibir emocionalmente la pandemia como una gran amenaza, sin proporción alguna con la peligrosidad real del SARS-CoV 2.
Basta pasar unas horas frente al televisor para ser presa del “Gran Susto”. Una irracionalidad desbordante lo ha cubierto todo. Y lo hizo, paradójicamente, en nombre de la racionalidad científica y con el aval de expertos reputados. El martilleo constante hace que aun viendo los datos sin anteojeras (es decir, en términos relativos, cotejando múltiples variables y poniéndolos en contexto) sea muy difícil escapar a la propensión a pensar: “aunque todo me indica que la pandemia no es algo tan grave, tantos expertos no pueden estar equivocados, así que, sí, quizá sea tan grave como dicen”.
¿Cómo sustraerse a la sensación de pánico que transmiten autoridades y medios de comunicación? ¿Cómo puede actuar la razón crítica cuando constantemente se nos repite que estamos ante un peligro sin precedentes? Tal vez la batalla del racionalismo crítico haya estado perdida de antemano en las presentes circunstancias. No hay argumentos ni evidencias que puedan modificar la sensación que se transmite día y noche por mil canales de comunicación. Una imagen impacta infinitamente más que un estudio científico.
Asumámoslo sin escándalo. O con escándalo, pero sin perder la cabeza, que de eso se trata. Y no olvidemos que las presentes son sólo eso: circunstancias. Hay que actuar y pensar a largo plazo. Aunque la causa de la racionalidad haya sucumbido por estos días, debemos actuar de modo que pueda recuperarse en el futuro. Y la causa de la racionalidad, no lo olvidemos, colisiona sin atenuantes con el sistema del capital: ese modo de producción en el cual la racionalidad de las partes (los agentes) lleva a una absoluta irracionalidad del todo (la sociedad).
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Pongamos al covid-19 en contexto. Cada día mueren unas 150.000 personas en el mundo por todas las causas. La malaria se cobra un millón de muertes al año, todos los años. La diarrea provoca, año tras año, casi dos millones de víctimas, la inmensa mayoría niños y niñas. La tuberculosis es responsable de al menos un millón y medio de muertes. El cólera hace estragos. Con algo tan simple como acceso al agua potable, buena alimentación y apropiadas condiciones de higiene, la mayor parte de esos decesos podría evitarse.
Cada año, en el mundo mueren unos 60 millones de personas. Más del 10% -unos seis millones y medio- son menores de 15 años, cuya causa de muerte está asociada en la mayor parte de los casos a la desnutrición. La mayoría de estas muertes (sobre todo la de infantes) son indudablemente evitables. Incluso fácilmente evitables. No lo olvidemos: el principal problema sanitario en términos mundiales sigue siendo el hambre. Que el árbol no nos tape el bosque.
El covid-19 no ha provocado todavía 500.000 decesos. Difícilmente supere los 650.000 -que es la cifra que ha llegado alcanzar la gripe en temporadas especialmente fuertes- y es absolutamente improbable que alcance el millón de víctimas. Pero además sus víctimas son principalmente ancianos (más del 80% mayores de 65 años) y personas con enfermedades preexistentes (al rededor del 95 % de los casos), un buen número de las cuales fallecería con toda probabilidad este mismo año con o sin pandemia. El promedio de edad de las víctimas del covid-19 es de cerca de 80 años: una cifra por encima de la esperanza de vida promedio mundial.
Por sí sólo, el coronavirus es responsable de entre el 1% y el 10% de las víctimas que han dado positivo en las pruebas diagnósticas (hay variaciones según los países o los estudios). La gran mayoría muere con covid-19, antes que de covid-19. Puestas las cosas en estos términos -que son los correctos- no parece que estemos ante un enemigo especialmente temible. Si se observan las cifras y las evidencias sin hacer caso a la propaganda mediática, observando el desempeño sanitario total -y no únicamente lo que sucede con un problema puntual- la pandemia de SARS-CoV 2 es un problema sanitario real, pero en modo alguno catastrófico.
Muchas personas concederían el punto: “efectivamente -podrían pensar- hay una hipocresía muy grande en la alarma general provocada por el covid-19 y la casi completa despreocupación ante problemas sanitarios más letales y muy fácilmente solucionables”. Es una reacción humana muy comprensible. Pero como asumen en paralelo que la pandemia en curso es una amenaza gigantesca, tienden consciente o inconscientemente a concluir: “Ya nos ocuparemos, cuando pase todo esto, de todas esas muertes absurdas, evitables y sustancialmente injustas; pero ahora lo urgente es frenar al virus, como sea y sin reparar en costos”. Pero es problemática.
Y se torna muy problemática si en base a la misma se justifican medidas extremas y sin precedentes tomadas por las autoridades, cuyos efectos pueden ser mucho más negativos que los males que pretenden evitar. Cabe preguntarse: ¿por qué, si antes de la pandemia los problemas sanitarios más letales y fácilmente evitables fueron ignorados, serían solucionados luego de que pase ésta? Las consecuencias sociales, económicas y políticas de la gran encerrona planetaria, por lo demás, son todavía difíciles de prever.
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La gran mayoría de los Estados tomaron medidas en función de previsiones apocalípticas que vaticinaban millones de muertos. ¿Eran realistas tales previsiones?
Pongámoslo en los siguientes términos. ¿Qué pensaría usted si alguien le informara que en alguna región remota se ha hallado un caballo que es diez veces más grande y pesado que un percherón y dos veces más veloz que un corcel árabe? Seguramente le resultaría extraño, difícil de creer. Un hombre de campo no dudaría en pensar que le están tomando el pelo. El mundo de los virus es menos conocido que el de los equinos, y por ello cabe estar abiertos a la aparición de “sorpresas” mayores. Pero no es razonable creer de buenas a primeras en la existencia de variedades totalmente fuera de lo conocido.
Como toda analogía, la presente debe ser tomada con cuidado, pero en principio establece bastante bien las proporciones respectivas: un coronavirus con la tasa de letalidad y de contagio que inicialmente se le imputó es algo muy parecido al imaginario equino descripto. En cualquier caso, no es sensato asumir con escasísima evidencia la existencia de fenómenos tan poco plausibles. Mucho menos sensato es tomar en base a ello medidas extremas de consecuencias incalculables. Eso es precisamente lo que ha sucedido con este coronavirus (no olvidemos que hay muchos coronavirus, usualmente responsables de aproximadamente un quinto de los decesos por pulmonía).
¿Era razonable creer en la existencia de un virus tan inusual? ¿Era sensato prever una pandemia capaz de causar millones de muertos? No lo parece en lo más mínimo. Un virus natural con semejantes características en su interacción con los humanos sería verdaderamente extraño. La prudencia aconsejaba estudios más detallados y exhaustivos. Cabía, claro, la posibilidad que fuera un virus de laboratorio. Rápidos estudios descartaron esa posibilidad. Podía quedar la duda. ¿Pero era una duda suficiente como para tomar medidas sin precedentes? No lo parece. Y en todo caso, nadie lo esgrimió como argumento.
Desatada la pandemia, podría suponerse que no sería improbable un escenario semejante al de 1918, con la mal llamada “gripe española”. Si pasó antes, ¿por qué no ahora? Muy cierto. Pero sucede que no en vano ha transcurrido un siglo: las situaciones respectivas son radicalmente diferentes. En 1918 se vivían los estertores de la más grande carnicería humana conocida hasta entonces, en Asia había hambrunas, los hábitos de higiene eran casi desconocidos, el jabón un lujo, las viviendas carecían de todo, los sistemas sanitarios eran precarios, no había antibióticos, etc. El promedio de edad de las víctimas de la pandemia de 1918 fue de 28 años (recordemos: el promedio de edad de los muertos del covid-19 es de 80 años).
El lavarse las manos con agua limpia y jabón (algo de todos modos inaccesible hoy en día a buena parte de la población) quizá sea la causa más importante para explicar la duplicación de la esperanza de vida global (con escandalosas diferencias geográficas y de clase) que se ha registrado en los últimos 60 años.
Ningún virus semejante al de 1918 podría provocar hoy nada parecido. La comparación es en verdad absurda: la pandemia de 1918 provocó 100 veces más muertos de los que ha provocado la de 2020, en un mundo que tenía la cuarta parte de la población actual. Aterrorizar a la población con los sucesos de 1918 (como lo ha hecho recientemente la OMS AQUÍ) sólo puede ser producto de la estupidez o de la malicia.
Para provocar en el mundo actual efectos semejantes a los de la “gripe española” un siglo atrás, la pandemia debería estar fundada en un virus abrumadoramente excepcional. SARS-CoV 2 no lo es. Los estudios más recientes muestran que su tasa de letalidad oscila entre 0,1 y 0,6%. Esto significa que, en conjunto, es unas diez veces menos letal de lo que indicaban las cifras oficiales de la OMS, tomadas en los primeros momentos, pero metodológicamente deficientes por estar hechas sobre los contagios relativamente graves detectados en los centros hospitalarios, cuando ya se sabe que la gran mayoría de los contagiados son asintomáticos. Los guarismos son muchísimo más bajos en la población de menos de 65 años.
No estamos lejos, pues, del rango de una gripe fuerte, o poco más en algunos casos. Su contagiosidad es dudosa: puede que sea mayor que la de otros virus, pero no hay indicios de que sea varias veces superior. Pero, ¿y los muertos en las calles, las tumbas masivas, los hospitales colapsados? Cosas así ocurrieron, pero excepcionalmente (también ha habido abundantes fakes news). Por ejemplo, en Europa 50 regiones (de 500) concentran la mitad de los muertos por covid-19. Y no está nada claro hasta qué punto esa distribución se debió al virus, al pánico, a las respuestas centradas en los hospitales o a circunstancias especiales, como la presencia (pasada) de industrias del amianto.
Todo indica, por ejemplo, que la concentración de afectados en los hospitales -siguiendo las recomendaciones de la OMS- sirvió más para propagar la peste que para mitigar sus efectos; en tanto que el encierro de ancianos en asilos propició su muerte. Por lo demás, hospitales que colapsan son postales frecuentes en muchos países (incluyendo los “desarrollados”) y se han multiplicado con los recortes a la sanidad en los últimos lustros. Un ejemplo español del año 2019, AQUÍ
Estas situaciones, por lo general, eran motivo de notas breves perdidas en periódicos regionales: durante la pandemia fueron notas de tapa globales multiplicadas ad infinitum. Aunque se siga repitiendo hasta el cansancio que nos enfrentamos a una amenaza tremenda, las cifras disponibles muestran a las claras que no es así.
Los países que hicieron caso omiso a las recomendaciones de la OMS pero tomaron cautas y sensatas precauciones (aislamiento de los contagiados, detección temprana, tratamiento de los enfermos leves -la gran mayoría- en sus domicilios para evitar la infección nosocomial que hizo estragos en España e Italia, etc.) han sobrellevado la pandemia sin mayores problemas, evitando en general la desocupación masiva, la quiebra de pequeños negocios, la perdida del ciclo lectivo, el encierro de la infancia, el estrés social masivo, la militarización de la sociedad y todas las consecuencias relacionadas con las cuarentenas severas. Hay ejemplos de Estados que han tomado medidas sensatas, suaves y eficientes, sin caer en el pánico ni descalabrar la vida cotidiana. Y se ubican en todos los niveles de ingreso, perfiles políticos y regiones geográficas: Suecia, Japón, Taiwán, Corea, México, Vietnam, Laos, Camboya o el Estado de Kerala (India).
Sin embargo, la reacción mayoritaria ante el covid-19 fue digna de un brote masivo de ébola. En algunos casos se lo vivió como una invasión zombi, literalmente.
Las previsiones de unos 40 millones de muertos globales, 2,5 millones en USA y de 500.000 en Inglaterra, quedarán en los anales de los grandes yerros científicos. La implausbilidad de los modelos matemáticos carentes de toda fineza para analizar dinámicas de grupo, y fundados en tasas de contagio y letalidad obtenidas con demasiada prisa y que se demostraron finalmente erradas (astronómicamente erradas, como dijera Ioannidis) ya han sido objeto de sólidas críticas académicas.
Pero podría pensarse que al comienzo de la pandemia esto no era nada claro, y que, en consecuencia, sería “mejor prevenir que curar”. Que prevenir es mejor que curar es uno de los dogmas contemporáneos. Pero no siempre es cierto: a veces la prevención causa daños mayores, sobre todo cuando las medidas de prevención son de alto impacto. Es la “Regla del Rescate” en su expresión máxima (por evitar el mal presente provocar el mal futuro). El film Rescatando al soldado Ryan ilustra muy bien la perversidad que puede entrañar la búsqueda ciega de ciertos fines.
Por lo demás, aún cuando las previsiones del Imperial College fuesen más o menos correctas, ello no aconsejaba necesariamente la implementación de cuarentenas drásticas, de consecuencias imprevisibles y de efectividad no demostrada: en un mundo sustancialmente rural con poblaciones fundamentalmente aisladas, las cuarentenas eran viables, de bajo costo social y en general efectivas. En un mundo industrial y globalizado ello es improbable, salvo que uno considere razonable una cuarentena de 18 meses, como han postulado AQUÍ científicos del propio Imperial College, con una ceguera y una unilateralidad verdaderamente proverbiales.
Es al leer estas recomendaciones tan estrafalarias que nos preguntamos si se trata sólo de estrechez mental, o si hay detrás intereses ocultos. Habrá que prestar atención e investigar el tema. Y no menospreciar ni la hipocresía ni la capacidad de manipulación de la burguesía, capaz, por ejemplo, de atiborrar a las clases populares con insanas bebidas gaseosas que ella no consume, o multiplicar exponencialmente tecnologías digitales (que ya han cambiado de manera pocas veces prevista la forma de vida) de las que ponen a resguardo a sus propios hijos (9).
Pero además de cifras de mortalidad groseramente exageradas, lo que estaba implícito en esas previsiones catastrofistas (así al menos lo percibió el gran público) es que esos 40 millones de muertos se adicionarían a los “normales”; es decir que habría 40 millones más de muertos. Esto también era improbable, y ya con los primeros datos estaba claro que no sería así de ninguna manera: el covid-19 afecta mortalmente a personas muy vulnerables, que muy probablemente fallecerían de todos modos poco después. El mínimo impacto en la mortalidad global de Europa tiene que ver con este fenómeno. Quizá el covid-19 ha causado ya en el mundo 500.000 muertos. Pero no hay 500.000 muertos más de los esperables sin pandemia. De hecho, casi no hay exceso de mortalidad a nivel global en lo que va de 2020.
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Para justificar medidas de reclusión extrema, en Argentina se dijo que era preferible un 10% más de pobres que tener 100.000 muertos. A casi todo el mundo le pareció una perspectiva muy razonable. ¿Lo era? No lo parece en lo más mínimo. Los pobres viven en general bastante menos que los ricos. Aumentar la pobreza para evitar algunas muertes hoy puede redundar en mayores muertes mañana. Los pobres son mayoritariamente niños y niñas; las víctimas del covid-19 casi todas de muy avanzada edad. Y era poco probable que una cuarentena prolongada provocara tan sólo un aumento de un 10% en la pobreza: de hecho, ya parece haberlo superado (10).
En paralelo, aceptar la probabilidad de que el covid-19 provocara 100.000 muertes implicaba creer ciegamente en cálculos infundados, desconociendo además lo que ya empezaba a estar claro: que las tasas de letalidad habían sido exageradas (como lo mostraban involuntarios experimentos piloto como el desarrollo de la pandemia en el crucero Diamod Princess: una tasa de letalidad casi cuatro veces inferior a la declarada por la OMS y con una población con un promedio de edad muy por encima del de Argentina). También entrañaba ignorar que hay una serie de precondiciones que favorecen el impacto del virus, por lo que no es posible extrapolar cifras mecánicamente de un lugar a otro. Hay claras diferencias regionales en el impacto de la pandemia. Lo ha mostrado Federico Mare junto a uno de nosotros en el artículo: “Covid-19: estructura y coyuntura, ideología y política” (11).
En cualquier caso, para que Argentina tuviera 100.000 muertes debería tener una performance cuatro veces peor que la de los estados más afectados por la pandemia. No parece una previsión muy razonable.
Desatada la locura, todo fue coronavirus. Ninguna otra cosa importa. En lugar de evaluar el comportamiento sanitario global, observando no sólo los contagios y decesos por covid-19 sino la evolución sanitaria en su conjunto (¿cuántos decesos ocurrieron y ocurrirán por tratamientos y operaciones suspendidas o por pacientes que no se atreven a ir al hospital?); en vez de comparar la mortalidad de cada semana con la misma semana en años anteriores, todo se centró en contagios y decesos atribuidos al covid-19.
Después de casi cien días de cuarentena, el ministro de salud de Argentina reconoció que en el país hay 6.000 camas reservadas para internados con coronavirus. Ocupadas: 380. Muy lejos de un posible colapso en ciernes: estos datos más bien nos hablan de una situación cómodamente holgada. Sin embargo, temiendo una multiplicación de los contagios, se han redoblado las medidas de confinamiento en el conglomerado urbano AMBA, luego de varios días de “relajamiento”. ¿Alguien lo podría explicar? (12)
Hospitales que colapsan no son algo inusual en la Argentina. Es algo que viene ocurriendo localmente, aquí y allá: algunos hospitales -en donde se atienden mayormente pobres- no pueden recibir nuevos pacientes por carecer de camas disponibles. Poca atención mediática y escasa preocupación política genera esta situación habitualmente.
Temiendo un colapso sanitario (es decir: no sólo de los hospitales a los que suelen concurrir los pobres, sino también de las clínicas privadas en las que se atiende la clase alta y media) se estuvo dispuesto a hacer lo que fuera para evitarlo, sin medir consecuencias. Argentina se autoimpuso la obligación de tener, en medio de una situación excepcional, unos resultados sanitarios mejores de lo habitual. Es muy probable que se lo consiga. El costo social, económico, educativo, psicológico e incluso sanitario (a futuro) será inconmensurable. Pirro no lo hubiera hecho mejor.
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Aunque ya no hay dudas de que el 2020 no ostentará ningún aumento significativo en la mortalidad general, siendo desde este punto de vista un año absolutamente normal, lo cierto es que ha sido un año absoluta, completamente anormal. Hemos vivido un acontecimiento histórico sin precedentes. Una ola de pánico global que, por comparación, hace del “Gran Miedo” durante la Revolución Francesa una anécdota insignificante. El encarcelamiento de millones de personas en todo el globo no tenía ningún precedente (y esperemos que no tenga ninguna réplica).
Casi todos los Estados han tomados medidas inauditas, de consecuencias enormes y difíciles de mensurar: miles de millones de personas recluidas en sus casas; millones de niños sin poder salir a la calle ni visitar a sus amigos; decenas de millones de trabajadores han perdido sus empleos; la pobreza se multiplicó en casi todos lados; millares de pequeñas empresas fueron a la quiebra; los sistemas educativos vivieron algo parecido al colapso. Y la lista podría seguir. Todo en nombre de un épica batalla contra un virus. Pero, sobre todo, se ha alcanzado un abismo de dimensiones grotescas entre la realidad objetiva y la sensación subjetiva. Nunca antes hubo tanta distancia entre la amenaza real (relativamente baja) y la percepción de la amenaza (apocalíptica).
Inmersos todavía en el shock de la propia crisis -que ha trastocado casi todas las vidas humanas durante semanas- esta disociación no es todavía claramente percibida, ni lo será fácilmente en el futuro. Siempre cuesta admitir los errores, y cuando los errores son astronómicos es casi imposible que se los admita.
¿Cómo explicar tamaña desmesura?
Entender cómo pudo ocurrir un fenómeno de tal magnitud y naturaleza será una cuestión clave para orientarnos y actuar en el mundo de los años venideros. Todo el tiempo se dice, casi siempre con escaso fundamento, que tal o cual evento cambiará la historia (y a veces se agrega: para siempre). En general, luego se constata que muy poco ha cambiado. Sin embargo, hay sucesos que efectivamente cambian la historia.
De la “Gran Guerra de 1914-1918” se dijo que sería la guerra que acabaría con todas las guerras. Un claro error de pronóstico. Pero la llamada Segunda Guerra Mundial trajo cambios indudables y significativos. Todavía no sabemos con exactitud cuáles, pero es dable esperar que la crisis del coronavirus traiga cambios equiparables por su magnitud a los que ocasionó la Segunda Posguerra. Sus características específicas dependerán en buena medida de las luchas sociales y políticas por venir. Pero no hay dudas de que esta crisis provocará un reordenamiento de gran calado (económico, social, cultural, político y geopolítico), del tipo que usualmente fue producto -en el pasado- de grandes conmociones bélicas.
En medio de la pandemia se escribieron una gran cantidad de textos sobre el mundo del mañana. Algunos de esos escritos son muy importantes. Aquí no haremos ningún intento de prever o imaginar el futuro. Pero ello no significa que consideremos inviable o carente de significación una empresa intelectual de ese tipo. Al contrario: nos parece necesaria y posible, sin ignorar sus dificultades y sus riesgos. Pero consideramos que es imperioso comprender cómo pudo suceder un fenómeno tan extraño como el que estamos viviendo, porque ello nos habla a los gritos de nuestra sociedad mundial, de sus características y de sus problemas.
Para poder prever -y para poder actuar- es importante entender. Es lo que aquí procuraremos hacer de modo preliminar. La adecuada intelección de lo sucedido demandará estudios específicos y un proceso de deliberación colectiva. Pero, así como casi nunca es posible esperar a tener toda la información pertinente para tomar una decisión, no hay más remedio que tratar de entender lo que sucede con la escasa información y, sobre todo, con las escasas investigaciones disponibles. Teniendo en cuenta que, en general, más explica la incompetencia que la malicia, no abonamos ni descartamos de plano posibles acciones de tipo “conspiracionista” (engaños públicos deliberados con fines inconfesables). No tenemos ninguna evidencia de ello, y en ese campo permanecemos expectantes. Pero, en todo caso, ninguna “conspiración” fructifica si no existe un terreno propicio. Aquí intentaremos bucear en las precondiciones culturales y políticas que hicieron posible un evento tan distópico como la crisis del coronavirus.
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Reconstruyamos rápidamente la secuencia de acontecimientos principales. Un virus desconocido es detectado en Wuhan, China, y se lo imputa como responsable de casos de pulmonía severa. Las autoridades orientales niegan el asunto y desautorizan a los científicos que dieron la noticia. Poco después se multiplican los casos y en China se pasa, de la noche a la mañana, de negar el problema a establecer una severa cuarentena que aisló en sus hogares a millones de ciudadanos y ciudadanas en Wuhan. En occidente se observa con asombro las extremas medidas chinas, entendiéndoselas en general como producto bárbaro de un régimen totalitario. Pero poco a poco comienzan a detectarse casos en otros países.
Los contagios fuera de China tienen lugar entre personas pertenecientes a las clases medias y acomodadas, y ello hace que el impacto mediático y político sea desproporcionado: las autoridades políticas y los medios de comunicación son sumamente sensibles al humor de los “mercados”, la burguesía y las clases medias globales. La OMS declara la pandemia y -siguiendo el modelo chino- recomienda drásticas medidas de contención del virus, percibido como una amenaza gigantesca en función de estudios basados en ínfimos datos metodológicamente deficientes, y en función de modelos matemáticos plagados de presupuestos entre discutibles y falsos, típicos de una concepción de la ciencia fragmentaria, asocial y poco cautelosa.
Aunque las autoridades al principio dudaban respecto a qué hacer, se desencadena un efecto cascada. Una bola de nieve planetaria. Muchas personas comienzan a suspender sus viajes, se observan grotescas escenas en los aeropuertos y los medios de comunicación y las redes sociales multiplican el terror con el sensacionalismo habitual. Italia y España luego de unas semanas de cierta parálisis decidieron hacer caso de las recomendaciones de la OMS, basadas en un severo aislamiento social y en una respuesta hospitalocéntrica. Rápidamente, casi todo el mundo perdió la cabeza. Con las clases dominantes mayormente presas del miedo, el pánico lo inundó todo.
El debate público se redujo, por regla general, a una absurda dicotomía a favor y en contra de las cuarentenas, y a una estrecha polaridad entre “salvar vidas” o “salvar la economía”. Puestas las cosas de manera tan simple y dicotómica, el aislamiento completo (imperativo de supervivencia) se impuso en casi todos lados fácilmente y se extendió a quienes eran reticentes, ya fuera por buenas o por malas razones. Como si sólo del aislamiento dependiera el abordaje de la pandemia, como si el único problema sanitario fuera el covid-19, como si no existiera una gama enorme de medidas y combinaciones posibles de medidas a tomar, y como si los problemas sanitarios pudieran ser abordados haciendo abstracción de todo lo demás.
El ninguneo del problema sanitario por parte de dos políticos irresponsables, insensibles y esencialmente despreciables como Trump y Bolsonaro hizo el resto. Para el imaginario popular, cuestionar la cuarentena pasó a ser sinónimo de ser trumpista o bolsonarista. Intelectuales de trocha angosta y mirada corta se sumaron al tren. Otros callaron. Las fuerzas políticas al uso continuaron su tradicional batalla entre “progresistas” y “reaccionarios” que se alternan en la administración del sistema que depreda a los trabajadores y a la naturaleza, mientras el capitalismo iniciaba una reconfiguración sin precedentes y (hasta el momento) casi sin resistencias.
De la noche a la mañana poblaciones otrora orgullosas de sus libertades aceptaron sin chistar (o casi) restricciones severísimas. El control digital de la vida y el acceso a los datos privados por parte de Estados y empresas adelantó varios casilleros. Bajo el eufemismo del “teletrabajo” se avanzó raudamente en la flexibilización laboral sin necesidad de tediosas discusiones legislativas. Las “aplicaciones” impusieron condiciones de explotación grotescas e inauditas (que ocasionaron movilizaciones de protesta por parte de trabajadores y trabajadoras). La educación abrió las puertas a la virtualidad y, de su mano, a una privatización acrecentada en ciernes. La economía se desplomó, y nada hace augurar que los platos rotos no los paguen los de siempre. Algunos sectores del capital dieron varios pasos al frente mientras otros se derrumbaban; pero todos confían en que el capital concentrado será salvado por los Estados secuestrados por las corporaciones, como ocurriera con los bancos en 2008.
Los laboratorios, las empresas de telecomunicaciones, los gigantes de la virtualidad viven días de gloria. Las empresas petroleras y turísticas una pesadilla. La agro-industria está expectante. Al otro lado de la escala social, la desocupación y la pobreza crecen a un ritmo superior a la famosa curva del covid-19. Para colmo de males, dado que las granjas de aves y ganado y la desforestación de las selvas propician la proliferación de nuevos virus entre los seres humanos, la experiencia de la actual pandemia deja la mesa servida para el autoritarismo sanitario sobre poblaciones asustadas. La “nueva normalidad” se basa en individuos aislados y temerosos; habitantes de un mundo cibernético dominado por corporaciones todopoderosas que controlan a los Estados como marionetas.
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A la hora de entender lo sucedido, no es posible exagerar la importancia del impacto subjetivo producido por un virus que contagió primero a sectores sociales acomodados: si exceptuamos China, sus primeras víctimas fueron “turistas internacionales” y los países más afectados son en su mayoría Estados “desarrollados”. Para comprender este fenómeno hay que entender que las enfermedades infecciosas son un enorme problema sanitario en los países pobres, pero suelen ser un problema menor en los países ricos. El coronavirus se presentó como un problema de un tipo al que las poblaciones opulentas creían (con algo de verdad, pero también con una dosis de autoengaño) que no estaban expuestas.
Tras décadas de construir burbujas de seguridad en un mundo verdaderamente desquiciado para las clases trabajadoras, la expansión del coronavirus entre las clases opulentas desató una ola de pánico que repercutió en casi todos los gobiernos. De pronto se sintieron vulnerables; se descubrieron mortales. Percibieron que, como el pobrerío, ellos también podían morir por algo insignificante y sobre lo que no tienen el menor control. No tardaron en ver en cada congénere un potencial asesino. Y como no por nada son la clase dominante, su temor se trasladó a las clases dominadas. El Gran Miedo estaba en marcha.
Para entender la locura desatada por la pandemia, es necesario ponderar el culto a la seguridad y a la salud desarrollado por las clases altas y medias globalizadas. Uno de nosotros avanzó en esta línea de análisis en un escrito anterior, AQUÍ
Si las vidas de los pobres son comparativamente cortas, inciertas y plagadas de dificultades y tragedias; las vidas de los ricos son largas, confortables, seguras. De hecho, una diferencia esencial entre pobres y ricos ha llegado a ser el control sobre la propia vida: mientras los pobres están expuestos a todo tipo de sucesos incontrolables para ellos, los ricos lo controlan casi todo (o creían controlarlo). Tanto es así que los datos de los años recientes, desagregados por clase social, muestran que el suicidio es una práctica de sectores sociales acomodados, antes que de las clases pobres. Los ricos han llegado a controlar tanto sus vidas, que son incluso capaces de controlar su propia muerte. Con los pobres sucede todo lo contrario: mueren de hambre, de bala o de mil causas que no controlan. Pero pocos de ellos se suicidan.
A todo esto se suma la propia globalización, con su circulación inaudita de personas por todo el mundo, pero también con pautas muy uniformes de vida, consumo y subjetividad, sobre todo en la clase dominante y en las clases medias globales. Y el empleo masivo de los medios digitales y las redes sociales, que permiten la circulación de noticias casi al instante con una dinámica particular: las redes sociales llevan a la gente a comunicarse en círculos relativamente cerrados con quienes piensan más o menos parecido, y a ignorar los pensamientos contrarios. La consecuencia de esto es la creación de micromundos en los cuales las personas se convencen de que la realidad que ellos viven, y la manera en que la interpretan, es la obviamente correcta y verdadera.
Los medios masivos reproducen la misma lógica a escala gigantesca. La probabilidad de una ola mundial de terror se veía fuertemente aumentada por la tendencia al pánico de los agentes de bolsa -un sector del capital particularmente influyente en los últimos años-, y por la existencia de mucha gente esperando situaciones de desastre apocalíptico. El cine es un fiel reflejo de esto: en las últimas décadas ha habido una explosión de películas en torno a futuros distópicos. Y el auge del preparacionismo y el supervivencialismo es parte del mismo fenómeno.
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Podría decirse que en el capitalismo posmoderno la seguridad es su Dios, y la salud su nueva religión. Lo ha dicho con claridad -aunque a partir de no pocas premisas escasamente convincentes- Giorgio Agamben en el artículo “La medicina como nueva religión” (13).
Sin sobrevuelos filosóficos, pero con más conocimiento de causa, Juan Gérvas viene defendiendo desde hace tiempo una tesis semejante. Vale la pena dedicar unas líneas a esto.
El avance de la medicina, a lo largo del siglo XX, ostenta una impresionante cadena de logros. Aunque hay ciertamente un lado oscuro (experimentos atroces, abusos de todo tipo, sexismo, racismo), el balance de la medicina en la centuria pasada es claramente favorable. Para decirlo de modo sencillo: ha redundado en un aumento increíble de la esperanza de vida, alcanzando cotas desconocidas en el pasado.
Sin embargo, la medicina moderna parece hallarse ante un umbral. Luego de décadas de crecimiento sostenido en el que los beneficios superaban bastante claramente a los perjuicios, en la actualidad el balance es cada vez más dudoso. La medicalización de la vida es ya un problema de gran envergadura. Hay que leer a Juan Gérvas y a Mercedes Pérez Fernández para calibrar adecuadamente la situación de la medicina contemporánea. Desgraciadamente, su libro La expropiación de la salud es ya prácticamente inhallable. Pero se puede ganar mucho en conocimiento y reflexión leyendo la columna semanal de Gérvas, “El mirador” (AQUÍ) o en esta entrevista reciente (AQUÍ).
La medicina es hoy un gran negocio. Un negocio gigantesco. No es sólo eso, desde luego. Pero no se la puede entender apropiadamente sin tomar en consideración este aspecto. La obsesión por estar saludable es en verdad bastante patológica, y aunque ya se ha convertido en una conducta de masas, su desarrollo es mucho lo que debe a las campañas de la industria médica y farmacológica, de la misma manera que sucede con la compulsión al consumo ilimitado: una tendencia muy popular que hace que muchísima gente quiera consumir sin parar, y llegue a sentir que lo que desea es producto enteramente de sus deseos autónomos; cuando fundamentalmente es consecuencia de febriles y millonarias campañas publicitarias. Hace años que la industria de la medicina viene jugando con el miedo de la gente, con serias sospechas de manipulación para aumentar la venta de vacunas, como denunciara entre otros Peter Doshol en una revista tan poco izquierdista y sensacionalista como el British Medical Journal (14).
Varias veces se ha estado al borde del pánico global por razones no del todo claras pero infundadas, como el terror por la gripe A en la temporada 2009-2010.
La medicina actual -dominada por corporaciones no pocas veces inescrupulosas- posee una arrogancia infundada. Pero esta concepción a la vez arrogante e ignorante domina el campo, e influye en las personas de a pie de manera increíble, imponiendo modelos inalcanzables para la mayoría y convirtiendo a la salud en una obsesión enfermiza. La gerascofobia (el miedo a envejecer) ha dado lugar a absurdas concepciones que ven en la vejez una enfermedad que se puede detener. La visión patología de la madrastra de Blancanieves ha sido legitimada por los científicos del absurdo. Y no estamos bromeando, vean AQUÍ
En cualquier caso, la medicina actual parece pensarse a sí misma sin reconocer límites, prometiendo (más implícita que explícitamente, pero con resultados y consecuencias muy operativas) una suerte de juventud eterna. Se ha llegado al extremo de ver a la muerte -un fenómeno tan natural como inevitable- como un “fallo” de la medicina. Dese luego, con las consabidas asimetrías geopolíticas y de clase: la muerte de ancianos de clases altas/medias y de países centrales debe ser evitada sin reparar en costos; la muerte de niños y niñas pobres en barrios marginales, o en India y África, es una triste pero inevitable calamidad. Es el mundo al revés.
En realidad, basta mirar las cosas sin sesgos étnicos y clasistas para comprender al instante que la muerte en masa de niños, niñas y jóvenes por diarrea, cólera o desnutrición son fallos médicos, sociales y políticos inexcusables. La muerte de octogenarios, en cambio, es un fenómeno natural, pues todos moriremos. La negativa a aceptarlo conduce a una impasividad verdaderamente escandalosa ante los verdaderos y gigantescos dramas sociales de la pobreza, por un lado, y a un encarnizamiento médico con nuestros mayores que, lejos de evitar la muerte, termina conduciendo a muertes en condiciones indignas.
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En el pánico provocado por la crisis pandémica, y en las decisiones poco antes inimaginables para abordarla, se conjugaron de manera insospechada dos de las principales concepciones intelectuales del mundo contemporáneo: el relativismo discursivista posmoderno y el cientificismo ingenuo y pretencioso. Una mirada simplista podría llevar a pensar que posmodernismo y cientificismo constituyen dos mundos intelectuales virtualmente inconmensurables e incompatibles. Sin embargo, cuando las papas quemaron actuaron al unísono. Se rebelaron como dos caras de la misma moneda.
El Relato de la pandemia construyó discursivamente una imaginaria catástrofe sanitaria que nunca tuvo lugar; pero provocó cambios sociales sin precedentes, legitimados por un ilusorio Armagedón pronosticado por expertos poco cautelosos, e incapaces de totalizar las múltiples dimensiones de la vida social. Los relativistas depusieron todo su escepticismo y, ante la posibilidad de la muerte, creyeron ciegamente en la ciencia. O mejor, en científicos carentes de miradas panorámicas, ayunos de cautela epistemológica y dogmáticamente convencidos de que sus modelos matemáticos son un reflejo fiel de la realidad. El culto a los expertos, piedra de toque del neoliberalismo, sirvió de excusa a los políticos. Y la lógica de rebaño hizo el resto: “mejor perder la cabeza con la mayoría que conservar lo cordura en solitario”.
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Agradecimientos: quisiéramos agradecer muy especialmente las agudas lecturas críticas y los valiosos aportes ofrecidos por Federico Mare y Juan Gérvas.
Notas
- https://www.telam.com.ar/notas/202006/481011-muerte-de-floyd-contagios-covid.html
- https://www.euromomo.eu/
- https://www.ecdc.europa.eu/en/cases-2019-ncov-eueea
- https://evidentiamedica.com/mortalidade-confinamento-e-sindrome-de-estocolmo/
- https://ourworldindata.org/
- https://www.infobae.com/america/mundo/2020/03/17/la-advertencia-de-un-academico-y-epidemiologo-de-stanford-sobre-el-coronavirus-un-fiasco-en-ciernes/
- https://www.bmj.com/content/369/bmj.m1924
- https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC1854977/
- https://www.xataka.com/especiales/por-que-los-grandes-ceos-no-dejan-que-sus-hijos-se-acerquen-a-la-tecnologia-y-a-que-colegios-los-llevan
- https://news.un.org/es/story/2020/06/1476542
- https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/
- https://marcelolongobardi.cienradios.com/gines-gonzalez-garcia-revelo-que-esta-cansado-de-la-cuarentena-pero-pidio-un-esfuerzo-mas/
- https://ficciondelarazon.org/2020/05/02/giorgio-agamben-la-medicina-como-religion/
- https://www.bmj.com/content/346/bmj.f3037
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