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Mundo, Mundo :: 22/08/2021

La fobia al Estado

Andrés Tzeiman
¿Puede el Estado ser el vehículo de procesos emancipatorios?

En el curso que dictó durante el Ciclo Lectivo 1978-1979 en el Collège de France, Michel Foucault se dedicó a realizar un análisis sobre la historia y el presente del neoliberalismo. En una de las clases de ese curso --publicado años más tarde bajo el título de El nacimiento de la biopolítica--, al referirse a la cuestión del Estado, Foucault llevó a cabo un señalamiento tan sugestivo como provocador acerca del clima de época que se vivía en Europa en el ocaso de la década del setenta. Nos alertaba: «Todos los que participan en la gran fobia al Estado, sepan bien que están siguiendo la corriente [...]» (Foucault, 2005: 225; énfasis nuestro).

Esa apreciación no parece haber resultado casual ni accesoria en su argumentación, porque Foucault advierte que su detenimiento en el estudio del neoliberalismo en aquel contexto tan particular de finales de los años setenta obedece a lo que calificó como una «moralidad crítica», vinculada justamente a la cuestión del Estado. Dicho en otros términos, la preocupación política que lo conducía a indagar en el linaje del neoliberalismo era la siguiente: «En efecto, al considerar la recurrencia de los temas, podemos decir que lo que se pone en cuestión en la actualidad, y a partir de horizontes extremadamente numerosos, es casi siempre el Estado [...]» (Foucault, 2005: 218). En ese sentido, Foucault explica allí las dos razones a partir de las cuales ese cuestionamiento al Estado se manifiesta de manera constante por aquellos años como signo de un espíritu de época. La primera razón radicaba en:

[...] la idea de que el Estado posee en sí mismo y en virtud de su propio dinamismo una especie de poder de expansión, una tendencia intrínseca a crecer, un imperialismo endógeno que lo empuja sin cesar a ganar en superficie, en extensión, en profundidad, en detalle, a tal punto y tan bien que llegaría a hacerse cargo por completo de lo que para él constituye a la vez su otro, su exterior, su blanco y su objeto, a saber, la sociedad civil. (Foucault, 2005: 219)

El segundo motivo, mientras tanto, consistía en:

[...] la existencia de un parentesco, una suerte de continuidad genérica, de implicación evolutiva entre diferentes formas estatales, el Estado administrativo, el Estado benefactor, el Estado burocrático, el Estado fascista, el Estado totalitario, todos los cuales son --según los análisis, poco importa-- las ramas sucesivas de un solo y mismo árbol que crece en su continuidad y su unidad y que es el gran árbol estatal. (Foucault, 2005: 219; énfasis nuestro)

El razonamiento es premonitorio. Tanto es así que la idea de un Estado acosador de la sociedad civil, omnipresente y todopoderoso --el gran árbol estatal del que nos habla Foucault-- acabaría por constituirse en los años ochenta en ideología dominante. Ese argumento comenzaría a permear con su impronta un sinnúmero de ideologías políticas, no solo en las derechas, sino también en el seno de las izquierdas, a lo largo y a lo ancho del planeta. Pues el nuevo termómetro ideológico existente en la década del ochenta --como bien señalan Christian Laval y Pierre Dardot-- sería el resultado de una intensa lucha ideológica librada en los años 1960 y 1970 contra el Estado y las políticas públicas. En términos de los propios autores: «El éxito ideológico del neoliberalismo fue posibilitado, en primer lugar, por el nuevo crédito concedido a críticas ya muy antiguas contra el Estado» (Laval y Dardot, 2013: 208; énfasis nuestro).

Nos guste o no, somos contemporáneos de esa gran fobia al Estado a la cual se refería Foucault. Ella forma parte del horizonte ideológico y político dominante de nuestro tiempo: el del neoliberalismo como gran paradigma ordenador de las sociedades a nivel global. Ese paradigma neoliberal, en términos histórico-políticos, tal como afirma David Harvey, se ha tratado de «un proyecto para lograr la restauración del poder de clase» (Harvey, 2015: 23); o bien, en palabras de Wolfgang Streeck (2016), una «rebelión del capital contra la economía mixta de posguerra» (Streeck, 2016: 19), esto es, la huida del sistema de regulación social que le fue impuesto al capital en contra de su voluntad a partir de 1945.

Cruzando el Atlántico, esa gran fobia al Estado tuvo sus ecos y su inserción en América Latina, fundamentalmente en los años ochenta. No es casualidad que, en el ocaso de aquel decenio, el sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva lanzara la siguiente advertencia frente al retroceso de la teoría marxista que observaba en ese entonces, tanto en la intelectualidad de «Occidente» como en la de nuestra región. Señalaba Cueva:

La propuesta de desplazar el «locus» de la política hacia fuera del Estado, tal como lo proponen algunos «movimientos» de Occidente, no supone ningún acuerdo que obligue también a la burguesía a retirarse de él. Por el contrario, se basa en un «pacto social» sui generis según el cual la burguesía permanece atrincherada en el Estado (además de no ceder ninguno de sus bastiones de la sociedad civil), mientras que las clases subalternas se refugian en los intersticios de una cotidianidad tal vez más democrática, en la que el Estado no interviene en la medida en que las formas de sociabilidad elegidas no obstruyan la reproducción ampliada del sistema capitalista-imperialista. (Cueva, 1988: 92; énfasis del original)

Es que, tal como señala Eduardo Rinesi, en la década del ochenta --luego de la noche oscura de las dictaduras que asolaron a la región en la segunda mitad de los años setenta--, también en estas latitudes resultó predominante aquella gran fobia al Estado. En sus propias palabras: «[...] ante todo el pensamiento de esos años de la 'transición' tuvo entre nosotros un marcado tono antiestatalista» (Rinesi, 2018: 230; énfasis del original). De esa manera, según advierte Rinesi, en ese universo ochentista el Estado pasaría a ser comprendido, «a priori y casi por principio», como parte de las cosas malas de la vida y de la historia. Por eso, en esa década en América Latina destacados intelectuales que durante los dos decenios anteriores habían pertenecido al mundo rebelde y contestatario de las izquierdas, en el nuevo marco del «pacto social» característico de los años de la «transición democrática», pasaban a adscribir a la sentencia según la cual la conquista de la libertad y la emancipación implicaba, necesariamente, expandir el gran Otro del Estado; aquel que, en los términos de Foucault, constituía precisamente «su exterior, su blanco y su objeto»: la sociedad civil. De allí el avance de la apelación tanto a los movimientos sociales como al abandono del «locus» de la política hacia fuera del Estado que Cueva cuestionó con énfasis en la frontera de los años noventa.

Pese a la persistencia, aún en nuestros días, de aquel horizonte de época a nivel global --neoliberal y fóbico hacia el Estado--, es importante remarcar que en los comienzos del siglo XXI América Latina y «Occidente» transitaron dos temporalidades diferentes a la hora de afrontar el modelo neoliberal. El golpe de Estado en Chile de 1973 --el «primer experimento neoliberal» (Harvey, 2015: 14; Anderson, 2001: 24)-- anticipó la instauración del neoliberalismo producida años más tarde en «Occidente», en los comienzos de los ochenta. De la misma manera, las crisis del modelo neoliberal en América Latina a fines de la década del noventa del siglo XX y los primeros años del siglo XXI se adelantaron a la crisis internacional que sacudiría luego a los países centrales en el año 2008, cuyo símbolo principal fue la caída del banco Lehman Brothers en los Estados Unidos.

A la misma vez, esa temporalidad diferenciada entre las crisis del neoliberalismo en ambas partes del mundo vino acompañada de un plus político, es decir, de una notable divergencia entre América Latina y los países de «Occidente» a la hora de suturar sus respectivas crisis. Pues, tal como señalan Laval y Dardot (2013), el estallido financiero del año 2008, en vez de un derribamiento o un cuestionamiento práctico exitoso al orden neoliberal, tuvo como consecuencia en los países centrales un reforzamiento brutal de ese orden, por medio de una metamorfosis hacia una forma aún más agresiva del mismo paradigma (más punitiva, securitaria, autoritaria... o «postfascista», tal como se ha animado a llamarla el historiador italiano Enzo Traverso). Mientras que en América Latina, por el contrario, la crisis del neoliberalismo ocurrida a fines de los años noventa y comienzos de los dos mil implicó en varios países una sucesión de levantamientos populares, implosiones callejeras y ciclos de movilizaciones, que tendrían como resultado un viraje político significativo en los años siguientes.

De ese modo, en América Latina los primeros quince años del siglo XXI fueron testigos de la llegada a la dirección del Estado de una serie de gobiernos que, por medio de triunfos electorales en sus respectivos países, pudieron condensar en la esfera estatal numerosas demandas que en los años noventa habían signado los ciclos de lucha contra el neoliberalismo en la región. Entonces, el Estado, que se había presentado como el gran enemigo de las organizaciones y movimientos sociales protagonistas de las protestas contra el modelo neoliberal en los años previos, pasaba a convertirse en un territorio privilegiado de disputas con el arribo al gobierno de figuras, partidos u organizaciones que intentarían traducir en la arena estatal aquellos reclamos populares antineoliberales [1].

A su vez, dentro de sus objetivos políticos esos gobiernos apelaron de forma permanente al concepto de desarrollo como horizonte de las transformaciones que pretendían llevar a cabo, invocando de ese modo lenguajes con una larga trayectoria política e ideológica en la región. Así, el Estado y el desarrollo se convirtieron, desde nuestro punto de vista, en uno de los núcleos articuladores de los principales debates acerca de los procesos políticos latinoamericanos en los primeros quince años del siglo XXI.

Las páginas que componen este libro se enmarcan en el doble horizonte de época reseñado hasta aquí: por un lado, el de un neoliberalismo que se instala en los años ochenta a nivel global como orden dominante en los múltiples aspectos de la vida social, y cuyo predominio persiste aún en nuestros días en la mayor parte del planeta --bajo formas cada vez más agresivas--; y, por el otro lado, el de un conjunto de gobiernos que llegan a la dirección estatal en América Latina producto de las eclosiones de fines de los años noventa y comienzos de los dos mil, cuyo accionar se despliega desde el Estado y a destiempo de la persistencia del neoliberalismo como paradigma ordenador de las sociedades a nivel mundial (y del orden global en su conjunto).

Nos referimos a un doble horizonte de época que, creemos, impregna inevitablemente, y de diferentes maneras (por supuesto), los modos en que aún hoy son leídos los procesos políticos que atravesaron a nuestra región en los primeros quince años del siglo XXI. Tanto es así que todavía sigue pendiente una respuesta sólida a la pregunta acerca de cómo llamar a esos gobiernos: ¿posneoliberales?; ¿progresistas?; ¿nacional-populares?; ¿de centro-izquierda? Aún hoy, cuando nos encontramos ingresando ya en la tercera década del siglo XXI, persiste ese «malestar en la nominación». De hecho, el debate al respecto no parece haber sido saldado... ¿No será acaso ese persistente «malestar en la nominación» un síntoma del carácter contradictorio y aún no resuelto de la etapa, en el marco de un orden mundial en transición y envuelto en una incertidumbre permanente? [2].

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Notas

[1] Respecto a un análisis focalizado en los debates teóricos sobre la traducción de demandas populares en el Estado en los procesos políticos latinoamericanos, ver Cortés y Tzeiman (2017) para mayores precisiones.

[2] Nos servimos de la idea de un «malestar en la nominación» a partir de un texto de Gisela Catanzaro (2018), donde la autora utiliza esta expresión para preguntarse por los fenómenos políticos representados en los liderazgos de Donald Trump, Marine Le Pen y Michel Temer, entre otros. Como ha sido señalado más arriba, aquí nos interrogamos por otros fenómenos, pero de cualquier manera nos parece pertinente recuperar para nuestra propia pregunta el espíritu de aquella idea de «malestar en la nominación» formulada por Catanzaro.

Referencias bibliográficas

Althusser, Louis (2015). Defensa de Tesis en la Universidad de Amiens. En La soledad de Maquiavelo. Marx, Maquiavelo, Spinoza, Lenin (pp. 209-247). Buenos Aires: Akal.

Anderson, Perry (2001). Neoliberalismo: balance provisorio. En Emir Sader y Pablo Gentili (Comps.), La trama del neoliberalismo (pp. 13-27). Buenos Aires: EUDEBA, CLACSO.

Catanzaro, Gisela (19 de febrero de 2018). La imaginación punitiva. Intersecciones. Teoría y crítica social. Recuperado de https://www.intersecciones.com.ar/2018/02/19/la-imaginacion-punitiva/

Cortés, Martín y Tzeiman, Andrés (2017). Discutir el Estado. Dilemas estratégicos a la luz de los procesos políticos latinoamericanos. Theomai, 35, 202-218. Recuperado de http://revista-theomai.unq.edu.ar/NUMERO_35/13.%20Cortez-Tzeiman.pdf

Cueva, Agustín (1988). El análisis "postmarxista" del estado latinoamericano. En Ideología y sociedad en América Latina (pp. 77-95). Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.

Foucault, Michel (2005). El nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: FCE.

Harvey, David (2015). Breve historia del neoliberalismo. Buenos Aires: Akal.

Laval, Christian y Dardot, Pierre (2013). La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal. Barcelona: Gedisa.

Rinesi, Eduardo (2018). La democracia, los derechos y el Estado. En Gabriel Vommaro (Coord.), Estado, democracia y derechos. Controversias en torno a los años kirchneristas (pp. 227-240). Los Polvorines: UNGS.

Streeck, Wolfgang (2016). Comprando tiempo. La crisis pospuesta del capitalismo democrático. Buenos Aires: Capital Intelectual, Katz.

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