La fragmentación de las luchas de clases
En homenaje a este infatigable investigador de cuestiones políticas contemporáneas y buen amigo de La Haine, publicamos este texto.
No es el supuesto cambio de paradigma lo que caracteriza la situación creada a raíz de la crisis y posterior derrumbe del «campo socialista». Al contrario, la contraposición entre paradigma de la redistribución (cuyo intérprete sería el movimiento obrero) y paradigma del reconocimiento (cuya primera encarnación sería el movimiento feminista) es más bien el indicador del cambio real producido.
Para comprenderlo no hay que perder de vista un aspecto que he señalado varias veces. Los sujetos de la lucha de clases son varios, y las luchas por el reconocimiento y la emancipación son múltiples. Entre ellas no hay una armonía prestablecida: por razones objetivas y subjetivas puede haber incomprensiones y divisiones. Los momentos más altos de la historia que se inició con el Manifiesto del partido comunista son aquellos en que se evitó la fragmentación, de modo que las distintas luchas confluyeron en una sola y poderosa ola emancipadora.
Pero esta situación es más bien excepcional. Por avanzada que sea, no hay lucha de clases que no pueda ser manipulada por el poder para incluirla en el ámbito de un proyecto global de signo conservador o reaccionario. No es ningún fenómeno nuevo, pero se acentuó y adquirió un nuevo valor cualitativo a raíz del desencanto por el resultado de las revoluciones del siglo XX y la consiguiente desorientación teórica.
Disraeli extendió el sufragio a las clases populares y promovió así su emancipación política, pero lo hizo a cambio de su respaldo a la política de expansión colonial de Inglaterra. Fue una maniobra exitosa: Marx y Engels tuvieron que reconocer que hasta la clase revolucionaria por excelencia, el proletariado, puede sucumbir a la seducción de la sirena colonialista. Hoy este fenómeno, con el neocolonialismo y el «imperialismo de los derechos humanos» –como lo llama, entre otros, un politólogo estadounidense que presta especial atención a las razones de la geopolítica–, está mucho más acentuado (Huntington 1997, p. 284). El país opresor y agresor puede envolver fácilmente en una niebla mistificadora la violencia que ejerce sobre el país oprimido y agredido.
Pero esta no es la única causa de la fragmentación de la lucha de clases. Echemos un vistazo a su tercer frente, es decir, al movimiento de emancipación femenina. El movimiento obrero reclamó durante mucho tiempo la extensión de los derechos políticos a las mujeres como parte integrante del proyecto de derrocamiento o superación del antiguo régimen capitalista. En 1887 Eleanor Marx, cuando aborda junto con su marido Edward Aveling la «cuestión femenina» y reclama los derechos políticos para las mujeres, además de comparar la «opresión» y la «humillación» de las mujeres con las que sufren los obreros, añade que «las relaciones entre hombres y mujeres» son la expresión más clara y repugnante de la «cruel bancarrota moral» de la sociedad capitalista como tal (Marx-Aveling, Aveling 1983, pp. 16 y 13).
En la misma época hay exponentes o ideólogos de las clases dominantes que sopesan el sufragio femenino desde una perspectiva política y social completamente distinta, e incluso opuesta. El sufragio femenino, sugiere un autor francés, podría ser «la mayor reserva conservadora». Sí, tanto en Europa como en Estados Unidos se invoca a menudo el voto de las mujeres como contrapeso de la temida influencia política de las masas populares debido a la relajación de la discriminación censitaria (Losurdo 1993, cap. 6, § 3).
En otras palabras, vemos que el poder dominante usa la lucha de clases y por el reconocimiento protagonizada por las mujeres para neutralizar o combatir la lucha de clases y por el reconocimiento promovida por las clases populares. También se puede crear otra situación: a comienzos del siglo XX, en un país como Gran Bretaña, no faltaron las mujeres que apoyaron con entusiasmo el expansionismo colonial y asumieron el papel de «Cruzadas del Imperio», ni faltaron feministas que reivindicaron la emancipación de las mujeres en nombre del lugar que les correspondía, justamente, en la construcción del Imperio (Callaway, Helly 1992 y Burton 1992). En este caso el movimiento de emancipación de las mujeres choca con el movimiento de emancipación de los pueblos colonizados.
Todas estas contradicciones, que reflejan una compleja situación objetiva (cuando no son el resultado de los manejos del poder), solo en ocasiones especiales, gracias a convincentes síntesis teóricas o a la influencia de grandes revolucionarios o de proyectos revolucionarios maduros, se resuelven y desembocan en la unidad, no sin oscilaciones y dificultades de todo tipo. Durante la primera guerra mundial, Lenin, por un lado, emplaza al proletariado de Occidente a levantarse contra la burguesía y transformar la guerra imperialista en guerra civil revolucionaria, y por otro saluda las luchas y las guerras de liberación nacional de los «pueblos coloniales» y los «países oprimidos» en general, y llama la atención sobre la permanente condición de «esclava doméstica» a la que está sometida la mujer (LO, 23; 31 y 70), excluida de los derechos políticos junto con los «pobres» y «el estrato inferior propiamente proletario» (LO, 25; 433 y LO, 22; 282). En este caso sí convergen los tres frentes de la lucha de clases.
Con cerca de un decenio de diferencia, a partir de las áreas rurales, Mao (1969-1975, vol. 1, pp. 41-43) promueve una revolución que, en el ámbito de una profunda renovación nacional y social de China, también cuestiona «el poder marital», la otra «gruesa cuerda» que llevan las mujeres al cuello además de las que estrangulan al conjunto del pueblo chino. Otras veces la unificación de los frentes de la lucha de clases resulta más difícil.
Ciertamente, también para Frantz Fanon «la libertad del pueblo argelino se identifica […] con la liberación de la mujer, con su ingreso en la historia». No es una mera declaración de principios. Con su participación activa en la guerrilla, la mujer deja de ser una «menor», pues esta participación cuestiona la segregación sexual y el «tabú de la virginidad»; en todo caso, «el viejo miedo a la deshonra resulta completamente absurdo comparado con la inmensa tragedia del pueblo» (Fanon 2007, pp. 94-96). Pero no conviene perder de vista otro aspecto de la cuestión:
Los responsables de la administración francesa en Argelia, nombrados para destruir la originalidad del pueblo, encargados por las autoridades de disgregar a toda costa unas formas de existencia capaces de evocar con más o menos fuerza una realidad nacional, centran al máximo sus esfuerzos en el uso del pañuelo, entendido en este caso como símbolo de la condición de la mujer argelina […]. La agresividad del ocupante, y por lo tanto sus esperanzas, se multiplican a punto de desvanecerse con cada rostro descubierto […]. Con cada pañuelo quitado, es como si la sociedad argelina aceptara ingresar en la escuela del amo y cambiar sus costumbres bajo la dirección y con el patrocinio del ocupante (Fanon 2007, pp. 40 y 44-45).
En un contexto objetivo bien determinado, la liberación nacional, al menos en lo inmediato, puede entrar en conflicto con la emancipación de la mujer. Este riesgo ha aumentado claramente hoy en Oriente Próximo donde, tras la crisis de comunismo y el marxismo, son los partidos de orientación religiosa los que llevan las riendas de los movimientos de liberación y resistencia nacional. En el pasado, las potencias coloniales (incluyendo la Italia de Mussolini) promovieron su expansión en nombre de la emancipación de la esclavitud, todavía vigente en África, pero impusieron el trabajo forzado con formas aún más odiosas y no a una clase determinada, sino al conjunto de la población indígena.
Hoy en día el proyecto neocolonialista a veces levanta, no sin éxito, la bandera de la emancipación de la mujer, pero no para atacar a países como Arabia Saudí –donde la segregación y la esclavitud doméstica de la mujer persisten en su forma más rígida y obtusa–, sino a países que se rebelan contra Occidente como Irán, donde las discriminaciones contra las mujeres, aunque siguen siendo fuertes y odiosas, han disminuido de forma considerable (las muchachas constituyen la mayoría de la población universitaria y gozan de una notable movilidad social).
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Fuente: Apartado 4 del capítulo XI del libro de Domenico Losurdo La lucha de clases. Una historia política y filosófica.