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Cuba :: 04/11/2020

La guerra civil en Cuba: memoria y desmemoria

Rafael Hernández
Hacia 1962 la contrarrevolución interna había sido derrotada, no representaba un desafío al poder revolucionario, y si siguió viva y coleando fue por los norteamericanos

Cuando mi primo José Manuel y yo llegamos a Sopimpa, Escambray, había pasado menos de un mes de Playa Girón. Casi lo primero que hicimos fue buscar la cañabrava más alta que hubiera por los alrededores, y plantar la banderita de Territorio Libre de Analfabetismo que todos llevábamos en las mochilas. La consigna de nuestra brigada de alfabetizadores era que la bandera más alta era la que ganaba. Al otro día, la milicia serrana pasó por cada uno de nuestros bohíos, y tumbó a machetazos aquellas gloriosas banderitas, con apenas una frase de explicación: «No se puede.»

Esa noche, Chalín, el guajiro que yo alfabetizaba, me informó que íbamos a dormir en casa de su hermano, porque él tenía guardia en el hospital. «Me la tienen jurada, y no puedo dejar a la mujer y los vejigos solos aquí.» Cuando le protesté por no dejarme acompañarlo, se sonrió, y me preguntó si yo sabía manejar el R-2. Esa noche de mi primera guardia como parte de una escuadra de guajiros milicianos, en el edificio apenas terminado de un hospital serrano, todavía vacío, vigilando un valle iluminado por la luna llena, con un fusil semiautomático checo M-52 que tocaba por primera vez, me dejó una huella de esas imborrables. Yo tenía 13 años.

Mi primo, de mi misma edad, recuerda todavía la tarde en que el esposo de María, su alfabetizada, lo llevó a conocer a los viejos de ella, a un par de leguas de donde estábamos. El motivo de aquella visita era pedirles que intercedieran con su otro hijo, para asegurar que a mi primo y los demás alfabetizadores no les fuera a pasar nada. El viejo miró a mi primo con un gesto huraño, y asintió, sin más palabras. El hermano de María era uno de los cinco principales jefes de alzados del Escambray.

Desde entonces me persigue la pregunta: ¿cómo es que aquellas familias de María y de Chalín, que comían los mismos boniatos y la misma harina de maíz, en aquellas serranías a las que solo se llegaba en mulos o a pie, donde a dos años de haber empezado la revolución ya se había construido un hospital y una tropa de maestros habíamos caído del cielo, estaban en bandos opuestos? ¿Qué había causado aquella división a fondo de una comunidad campesina que compartía una vida de miseria, desamparo y olvido, de la que hoy no existe imagen ni semejanza? ¿Por qué y cómo aquellos milicianos y alzados salidos de un mismo mundo de atraso y desesperanza se enzarzaron en una vertiginosa espiral de violencia, que se prolongó tres veces más que la guerra revolucionaria contra la dictadura?

Claro que, aunque parecen las mismas, esas preguntas han ido teniendo nuevas significaciones en el tiempo, y adquieren otro alcance 59 años después: ¿Qué fue aquella guerra civil? ¿Cuál fue su huella en el proceso revolucionario? ¿Cómo marcó el socialismo cubano, entonces y en lo adelante?

Los que han aprendido a considerar la ideología como motor de la historia, y a atribuirle las causas del cambio social y de la política a la polaridad ideológica, seguramente tienen respuestas para todas estas preguntas, o más bien, una respuesta: aquel conflicto surgió del enfrentamiento comunismo-anticomunismo, es decir, se explica por la Guerra fría, y el afán del enemigo imperialista, empeñado en no cederle el territorio de la isla a la ideología marxista-leninista. Cuando razonan sobre aquellos años 60 donde todo se fraguó, algunos aquí y allá deducen que fue esa ideología marxista-leninista la que, anticipándose al Quinquenio gris (1971-76), dio lugar a todo lo humano y lo divino en aquella época, incluidos los vientos de cuaresma que ya empezaron a soplar en 1966, y que batieron al socialismo cubano desde 1968 en lo adelante.

Analizar el conflicto de intereses enfrentados, y los factores sociales que alinearon a numerosos cubanos de un lado y otro de las tensiones que atravesaban el proceso, en lugar de reducirlos a simples contenidos ideológicos, podría explicar que milicianos y alzados, sin ideas claras y distintas sobre el comunismo y el anticomunismo, combatieran una guerra sangrienta y feroz durante seis años en todas las provincias del país. Para esa explicación, desde luego, no basta una historia de las ideas o de los discursos, ni una cronología de hechos puntuales, o una saga literaria de héroes y antihéroes. Se requiere establecer la lógica del cambio real, tanto arriba como, sobre todo, abajo; en otras palabras, una historia social del proceso, hasta hoy inexistente.

Según el cálculo de Pedro Etcheverry Vázquez y Santiago Gutiérrez Oceguera, en el libro Bandidismo: derrota de la CIA en Cuba; en 1960-65, hubo 4 mil alzados en todo el país, 2 mil de los cuales en la región central. Algunos expertos que conozco estiman off the record que la cifra de presos por motivos políticos en esa década debe haber alcanzado los 20 mil. Uno de ellos me comentaba que si por cada preso se estimara que había al menos tres más no capturados ni sancionados, la fuerza de la contrarrevolución habría sido formidable. Me han dicho también que a la altura de 1961-62, la contrarrevolución interna había sido derrotada, en el sentido de no representar un desafío al poder revolucionario, al punto de ser capaz de desestabilizarlo; y que si siguió viva y coleando, fue por los norteamericanos.


«El hombre de Maisinicú» (1977), filme cubano dirigido por Manuel Pérez

Sin duda, el factor norteamericano resulta inseparable del teatro de la guerra y del conflicto político que lo enmarca. Fueron los órganos de mando de la seguridad nacional de EEUU los que apoyaron con todo y desde el primer momento a la extensa familia de la contrarrevolución cubana, mediante sus alianzas con políticos y oficiales de los aparatos de represión batistianos, los viejos partidos, los segmentos de la clase alta que se fueron desmarcando frente a la Revolución, y muy especialmente, con los disidentes de las organizaciones insurreccionales, que representaron el mayor reto y el más violento en el campo político-militar. Toda esta heterogénea y conflictiva familia, que encontró abrigo bajo el ala de EEUU, constituyó siempre un bloque difícil de acoplar, por razones, digamos, estructurales: tenían intereses e ideas muy diferentes. Solo los reunía su oposición común a algo llamado «el comunismo,» que si bien facilitaba una fórmula donde se solapaban esas diferencias, mantenía intactos sus objetivos y aspiraciones particulares.

Naturalmente que en la potencia y arrastre de aquella contrarrevolución resultó clave el respaldo norteamericano, expresado en el proyecto de una intervención en gran escala, como colofón de todos los planes concebidos por la CIA y el Grupo Especial Cuba del National Security Council, entre 1959 y 1962. Esta expectativa pesó no solo en las mentes de sus numerosos líderes y organizaciones, estimadas en 86 solo en Las Villas1, sino en las de aquellos que se apresuraron a alzarse, seguros de que era cuestión de meses. Así, el antiguo capataz de Jesús Azqueta, dueño del central Trinidad y de la Papelera Pulpa Cuba, estaba listo para coger las armas, a pesar de haber rebasado los cuarenta años, en vísperas del 17 de abril de 1961, anticipándose a un probable desembarco por el puerto de Casilda. La expectativa de una invasión norteamericana con tropas que sucedió a Playa Girón lo decidiría finalmente a meterse en el monte, llevando consigo a sus dos hijos varones, muy jóvenes. Uno de ellos, Cheíto León, alcanzaría posteriormente una oscura fama como jefe de alzados.

Al mismo tiempo, sin embargo, expertos de allá y de acá también me han asegurado que la eficacia de los suministos de recursos financieros y medios militares a los grupos armados languideció desde 1963. Según documentos desclasificados que investigué en la Biblioteca Presidencial Kennedy, en Boston, y en la dedicada a los papeles de Lyndon Johnson, en la Universidad de Texas, Austin, luego de la Crisis de octubre, el denominado Plan Mangosta, eje vertebral de la estrategia diseñada por Robert Kennedy, y aprobada por su hermano JFK en 1961-62, se desvaneció. Aunque las acciones terroristas y los planes de asesinato siguieron adelante, como si fueran una rueda suelta, el agotamiento de Mangosta convertiría al embargo multilateral (bloqueo) en la pieza maestra de la política hacia Cuba. Johnson y su equipo, cada vez más concentrados en Vietnam, lo mantendrían intacto, junto al aislamiento diplomático y el Programa de refugiados cubanos obra de JFK, coronado luego con el acuerdo migratorio de noviembre de 1965, y convoyado con la Ley de Ajuste Cubano (1966), cuyo efecto combinado sacaría de la Isla más de un cuarto de millón de personas en 1965-73.

El protagonismo de una potencia como EEUU, y la propia naturaleza del proceso revolucionario como conflicto social y cambio radical, han contribuido a desdibujar la dimensión de guerra civil de este enfrentamiento armado. Sin embargo, entre los rasgos particulares de este conflicto hay varios que permiten caracterizarla.

Un reciente serial de la televisión ha recordado, con sorprendente fidelidad para una historia tan complicada y simplificada, que hubo alzados en Matanzas y otras provincias, y no solo en Las Villas; que entre ellos había algunos que creían en lo que estaban haciendo, aunque estuvieran equivocados; que los terratenientes, burgueses o sus parientes, afectados por las leyes revolucionarias, brillaban por su ausencia en el campo de batalla, e incluso en muchas de las decisiones tomadas; y que algunos de los que combatieron hasta la muerte, de un lado y de otro, estaban ligados por relaciones de parentesco.

¿Cómo entender que la ecuación lineal revolución-contrarrevolución, Cuba-EEUU, socialismo-capitalismo no explica del todo la compleja dinámica de aquellos años, donde tantas cosas imprevistas se desencadenaron, y con tal carga para lo que vino después?, se requiere volver a mirarlos detenidamente, con nuevos espejuelos.

II

Mi primo y yo volvimos a encontrarnos con nuestros alumnos, 59 años después de haber alfabetizado en aquellas lomas de Sopimpa. No en mulos o a pie, pues hay un terraplén hasta la misma comunidad, con casas de mampostería, luz eléctrica y agua corriente. Casi nadie anda vestido de guajiro; no parecen gente de campo, al menos hasta que hablan, porque siguen teniendo el mismo dejo, y las mismas frases a la carrera.

Volvimos a ver el hospital serrano recién construido en 1961 y otras cosas que no tenían, como escuelas, parques y tiendas, así como a algunos parientes de Miami, que los estaban visitando por fin de año. Cuando logramos que nos reconocieran, todos hablaban hasta por los codos. Nos daban señas de la parentela; los muertos y los vivos que siguen allí, o se mudaron, como si el tiempo se plegara, y el pasado se pudiera tocar. Ahí supimos de los que habían estado cuando la guerra, los que la vivieron siendo niños, los que fueron sancionados o reubicados lejos, los que regresaron y los que no, los que nacieron y tienen ahora aquella edad.

Para reinterpretar el conflicto de los años 60 se requiere, naturalmente, investigar. Estudios poco conocidos sobre la estructura social de alzados y colaboradores revelan una composición singular. Por ejemplo, en la antigua provincia de Oriente, una de las tres más agitadas por alzamientos en la etapa 1959-abril de 1961, estaban integrados por 33,4 % de pequeños agricultores, 23,7 % de obreros agrícolas, 10,9 % de exmiembros del Ejército Rebelde y 6,3 % de exmilitares de la dictadura. Entre los más de 600 alzados acumulados en esa provincia entre 1959 y 1964, solo 5 eran comerciantes y campesinos medios, 4 profesionales, 2 sacerdotes católicos y uno era hijo de un terrateniente. Entre los colaboradores, 33 % eran pequeños agricultores, 13,2 % obreros agrícolas, 6,7 % empleados estatales, 6,1 % comerciantes y 5 % trabajadores por cuenta propia. De esos 1200 colaboradores en total, solo 64 eran campesinos medios y ricos, 46 exmiembros del Ejército Rebelde, 17 exmilitares de la dictadura y 15 terratenientes.2

El predominio de campesinos y otras personas con bajo nivel escolar, incluyendo a exmiembros del Ejército Rebelde y de las fuerzas armadas de la dictadura, caracterizó a los grupos de alzados y a sus colaboradores, no solo en Oriente, sino en el resto del país.

Conocidos jefes de alzados eran campesinos: los hermanos Blas y Benjamín “Pangüin” Tardío, Margarito Lanza, “Tondike”, Manuel “El Congo” Pacheco y Rigoberto “El Negro” Tartabull. Ese era el origen social de muchos soldados y sargentos del ejército de Batista, quienes, sin responsabilidad criminal en la represión bajo la dictadura, se alzaron luego contra la Revolución, como Plinio Prieto y Porfirio Guillén. Por otra parte, no eran pocos los alzados provenientes de las filas del Ejército Rebelde, incluidos algunos jefes destacados, como Osvaldo Ramírez, Sinesio Walsh, Arnoldo Martínez Andrade, Benito Campos, “Campito”, y Juan José “Pichi” Catalá.

En aquella abigarrada contrarrevolución, desparramada en sierras y llanos, campos de entrenamiento en la Florida y Centroamérica, reuniones secretas en Miramar y la estación JM/WAVE de la CIA, instalada en la Universidad de Miami, convergieron políticos batistianos, como los fundadores de La Rosa Blanca; combatientes clandestinos católicos contra la dictadura, como Reynol González; exministros del gabinete revolucionario, como Manuel Ray; administradores de la reforma agraria y luego alzados, como Tomás Pérez Díaz, “San Gil” y el propio Osvaldo Ramírez; militares de la dictadura como Julio Emilio Carretero; combatientes del Segundo Frente del Escambray, como Eloy Gutiérrez Menoyo; oficiales del Ejército Rebelde como Manuel Artime y su Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR). Este último era el preferido de la CIA para jefe de la Brigada 2506, poner alzados en el Escambray y reclutar jovencitos como Carlos Alberto Montaner para acciones urbanas.

Algunos autores que escriben sobre la Revolución sin haberla investigado mucho le han llamado “primera oposición cubana” a ese conjunto incongruente y violento que he apuntado, como si se tratara nada más de una alianza de partidos que buscan una solución política y pudieran encontrarse bajo otra bandera, más allá de su anticomunismo. Esa “primera oposición”, mezcla de intereses y grupos a los que EEUU intentaba, inútilmente, dotar de un mando unificado y un plan central, acabó desencadenando un conflicto que la desbordó. Precipitó una guerra civil atroz, con cientos de víctimas no beligerantes, incluidos campesinos y alfabetizadores, en una espiral de violencia incontrolada. Como es lógico, sin considerar los ingredientes sociales y políticos que concurrieron en el origen y la prolongación del conflicto armado, no es posible explicárselo.

Medidas fundamentales del programa revolucionario original, como la primera Reforma Agraria, de mayo de 1959, fueron aplicadas a veces de manera arbitraria, extremista o malintencionada, especialmente en algunas zonas serranas de la Isla. El fraccionalismo dentro del movimiento revolucionario, que provocó el cisma del Segundo Frente con el Directorio 13 de marzo, y luego con el Movimiento 26 de Julio, en la fase final de la guerra, dejó una huella de temor y confusión en segmentos de la comunidad rural del Escambray, que pervivió luego del triunfo.


Alzados, milicianos y milicianas. Sierra Maestra, 1960. Foto: Raúl Corrales.

La ola revolucionaria arrastró a numerosos combatientes con poca o ninguna conciencia política, y sembró entre algunos la noción de que el alzamiento armado era el camino más corto para capturar el poder. El sectarismo y el personalismo padecidos por algunas organizaciones revolucionarias, antes y después de fundarse las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), en julio de 1961, provocaron tempranos resentimientos y malestares.

A todo ese cúmulo de problemas se sumaba el clientelismo propiciado por terratenientes y políticos antes de 1959 en zonas rurales; el regionalismo y el proselitismo de algunos oficiales del Ejército Rebelde (como el comandante Huber Matos, en Camagüey); el alineamiento de la Iglesia católica y su activa presencia en las organizaciones armadas (como la del sacerdote español Francisco López Blazquez), capellán de la tropa de alzados de Evelio Duque, en la sierra del Escambray. Estas causas, entre otras, explican la fractura de grupos sociales que protagonizaron y fueron arrastrados por la contienda.

Si la contra tuvo fuerza, la Revolución llegó a movilizar, desde las primeras campañas —antes de abril de 1961— a más de 60 000 tropas de una sola vez, la mayoría milicianos. Si la guerra duró seis años, los que la llevaron a su fin fueron también, en gran medida, campesinos movilizados en esas milicias, familiarizados con el lomerío y habituados a caminarlo. Las políticas dirigidas a corregir errores y sectarismos, a implementar los planes nacionales orientados a la educación, la salud, las comunicaciones, el desarrollo social y la erradicación de la pobreza eran parte del programa original de la Revolución, pero también de una lucha política que, a la larga, permitiría terminar la guerra civil.

Como se sabe, ninguna guerra es nada más un conflicto armado, una serie de maniobras y despliegues de fuerzas en un teatro de operaciones, cuyo desenlace depende de la logística y el arte militar de los comandantes. La noción de la guerra como “la política por otros medios” (Clausewitz), o el axioma de que “la guerrilla es el pez y la comunidad campesina es el agua” (Mao) nos recuerdan que el espacio abarcado por el conflicto, además de un monte lleno de cuevas y escondrijos, consiste en una tupida red de relaciones sociales, a menudo invisibles. La guerra civil las tensa, en la medida en que las fuerzas enfrentadas requieren guías que dominen el terreno, suministros y, sobre todo, información de inteligencia militar, de la que depende su curso y desenlace. Pero también porque, al hacerlo, involucra estas relaciones sociales como ingredientes del conflicto, con sus propias causas y azares.

Lo que los antropólogos llaman “relaciones elementales de parentesco”, así como la red de amistad (o enemistad) entre familias vecinas, resultan nexos clave en la comunidad rural, de los cuales puede depender la sobrevivencia. Muchos colaboradores respondían a vínculos familiares, amistades tejidas desde la infancia, compromisos y deudas económicas o morales, que ellos o sus familias establecieron a lo largo de generaciones, y que eran parte del acervo tradicional donde la comunidad rural se nutre y se sustenta. Como resulta también típico en las guerras civiles, esas conexiones no responden a una determinada conciencia política o a una posición ideológica definida.


Milicias campesinas. Sierra Maestra, 1960. Foto: Raúl Corrales.

Muchos colaboradores de alzados obedecían al miedo ante la coacción, las amenazas y el peligro de muerte para ellos y sus familias. Las operaciones de los grupos armados, integrados por apenas una decena de hombres cada uno, desde fines de 1961, no se dirigían a tomar poblaciones o puntos estratégicos, a sitiar centros urbanos o presentarles combate a las fuerzas revolucionarias. Ante la dificultad de dominar un territorio fijo, su acción buscaba interferir en el control estable y permanente de las milicias en tantas zonas como fuera posible. Su táctica era escapar constantemente de esas milicias, para lo cual necesitaban poner a la comunidad rural en función suya, someterla, convertirla en base de apoyo y evitar que se pusiera del lado de la Revolución.

Para cumplir su rol paramilitar en el derrocamiento del régimen revolucionario, igual que a las organizaciones armadas en las ciudades, les resultaba orgánica una política de terror. Cuando se percataron de que los norteamericanos no iban a venir, ya era demasiado tarde para abandonar una espiral de violencia que había traspasado el umbral de no retorno, como suele ocurrir en las guerras civiles.

Según autoridades en la materia, aunque las guerras civiles puedan originarse en conflictos políticos o religiosos, la escalada de violencia llega a adquirir autonomía propia. En condiciones mucho menos brutales y sangrientas que los chuanes frente a la Revolución francesa, o los cristeros frente a la Revolución mexicana, la guerra civil en las zonas rurales cubanas también se nutrió de circunstancias sociales y culturales propias del mundo campesino. Como parte de la estrategia para ganarla, y evitar su repunte, cientos de colaboradores fueron relocalizados en pueblos de Pinar del Río y Camagüey. Aunque, en el tiempo, una parte de los relocalizados pudieron y decidieron regresar a su tierra natal, el desarraigo, la separación de los parientes y el alejamiento de la comunidad fueron parte del costo humano de aquella guerra.

Antes me pregunté cuál fue la huella del conflicto de los 60 en el proceso, cómo lo marcó en lo adelante. Anoté que el argumento sobre la ideología marxista-leninista y el anticomunismo no explica la circunstancia histórica y el cambio social, el sustrato real del proceso político y su radicalización. El socialismo que salió de aquella guerra civil fue otro, no originado en el modelo soviético o chino, pero sí con un alto componente de defensa y seguridad nacional.

Sin esa historia, no es posible comprender el conflicto con los EEUU, sus numerosas luces, y también sus sombras, incluidas las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), el endurecimiento de la política cultural desde 1968, las relaciones con la URSS, e incluso rasgos que se siguen atribuyendo a un “modelo soviético”, algunos de los cuales sobreviven 30 años después del derrumbe del socialismo en Europa. Investigar, dar a conocer y entender esa historia equivalen a otra alfabetización.

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Notas:

1 «Organizaciones contrarrevolucionarias que existieron en Las Villas vinculadas al bandidismo.» Documento del Buro de Bandas, MININT, s/f, Fondo del Museo de LCB, Trinidad

2 Leonor Hernández de Zayas, «El bandidismo en Oriente», 1990, Fondo del Museo de la LCB, Trinidad.

Rafael Hernández es el director de la prestigiosa revista cubana Temas.

 

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