La pandemia agudiza las contradicciones del capital… también las nuestras
No llores más, dame la mano y contame tu suerte,
de esta manera quizás no sea la muerte,
la que nos logre apagar el dolor
La Renga
No hace falta abundar en que la profunda crisis que sacude a la humanidad no se debe a la pandemia del Covid 19, sino que el virus actúa reflejando y magnificando lo que la sociedad, organizada bajo el imperio del capital, ya venía incubando. Asimismo, la propia existencia de la pandemia echa raíces en la destrucción de los hábitats naturales y en los sistemas de producción alimentaria que el capitalismo promueve.
Pero el síntoma se ha hecho carne, no podemos obviarlo y necesitamos debatir las nuevas condiciones que instaura la pandemia. Tras escenarios edulcorados de unidad y consenso nacional contra un enemigo común, se agudiza la lucha de clases mientras, con su habitual inhumanidad y desprecio por nuestras vidas, las clases dominantes aprovechan para avanzar sobre los derechos populares y construir un escenario a su favor.
Hablar de lucha de clases nos remite a términos como antagonismo o enfrentamiento, que parecen desterrados del léxico de la corrección política. Pero en tiempos en que saturan mensajes emotivos que enaltecen el consenso y la armonía ante el virus, no está de más constatar que para frenar el acelerado rumbo al abismo, resulta imprescindible construir lazos comunitarios de compañerismo, pero también concentrar un sano y bien direccionado odio. Por ejemplo, Paolo Rocca, dueño de Techint, uno de los beneficiados con los subsidios en esta emergencia, que despide trabajadores, baja salarios, fuga millones, pide (y obtiene) subsidios y es responsable de la muerte de decenas de trabajadores de sus fábricas en Italia, despierta un enorme, sano e imprescindible odio. Y es apenas uno de otros muchos.
Y están Ramona Medina, Santiago Maldonado, Carlos Fuentealba, Mariano Ferreyra, Darío Santillán, Maxi Kosteki y tantes otres que nos recuerdan la enorme capacidad de construir lazos de amor y fraternidad entre les de abajo -que los de arriba intentan vanamente destruir-, así como nos señalan con certeza a los enemigos a quienes odiar.
Ante la grave situación que nos atraviesa, necesitamos repensar las limitaciones que tenemos la militancia y las organizaciones populares y de izquierda para desplegar nuestras potencialidades. No tenemos mucho tiempo. La pandemia, al mismo tiempo que agudiza las contradicciones del capital, también agudiza las de quienes intentamos construir alternativas populares para transformar el actual estado de cosas.
Entre nuestras debilidades, no es menor la de prendernos a los ejes falsos con que el sistema nos seduce, para formatear nuestro sentido común y condicionar las nuevas alternativas. Algunos temas se machacan una y otra vez, hasta que se hacen tan cotidianos que ya no admiten miradas críticas. Entre ellos se destacan algunos esenciales, como la proclamada muerte del neoliberalismo, el regreso del Estado, la dicotomía salud o economía, o por dónde pasa la política. En Argentina estos temas cobran renovada actualidad en los debates para una alternativa popular.
Los muertos que vos matáis gozan de buena salud
Si el neoliberalismo hubiera muerto tantas veces como lo anunciaron el mundo no sería éste que padecemos. Sus augures confunden lo que es una crisis de hegemonía de la ideología neoliberal, con lo que el neoliberalismo significa como fase del capitalismo, como forma objetiva en que el capital organiza su acumulación, reproducción y dominio sobre la sociedad, gobierne quien gobierne. El neoliberalismo sigue vivito y coleando. Fuera de darlo por muerto, necesitamos debatir como acabamos con su firme permanencia en todos los órdenes y pliegues de la vida económica y social.
Hoy se insiste en proclamar su deceso a manos de un capitalismo más inclusivo, que operaría a favor de las mayorías populares. Esto, más que una mera predicción, se trata de una estrategia política. Página 12 lo anuncia, “La expansión del Covid-19 dio el golpe final a la hegemonía del neoliberalismo y de la globalización neoliberal en los países centrales y periféricos de Occidente, cuyo fracaso se venía anunciando con características propias, en Francia, en Inglaterra, en Italia o en EEUU; y también en Colombia, Perú, Ecuador, Chile o Argentina” [i].
Este golpe final lo asestaría una política de “New Deal”-ya aplicada en los EEUU de los años 30, antecedente del Estado benefactor “keynesiano” en Europa y otros países tras la Segunda Guerra Mundial-, esta vez con el adjetivo “Green” adosado, para aludir a la protección de la naturaleza. Sería “una política de participación del Estado en la economía, como motor del crecimiento y garantía de bienestar de la población, con control del sector financiero y otras áreas estratégicas, combinado con una redistribución de la riqueza y de derechos laborales, que significaron un aumento de los salarios reales y otros beneficios”.
Desde ya, no argumentan sobre su factibilidad ni quién y cómo lo implementaría sino, como viene haciéndose costumbre, más que apoyarse en sus méritos y condiciones de posibilidad, se la contrapone con su horrible contracara. Agregan entonces:
“La otra opción, promovida por el Canciller alemán Adolf Hitler, fue la superación de la crisis y el desempleo mediante un impulso decisivo a la industria de guerra, junto a la persecución y el genocidio de la población considerada indeseable. Una política que llevó al estallido de la II Guerra Mundial”. De este modo se intenta que quien lo lea, recuerde enseguida a quienes hoy intentan emular al alemán del bigote cortito que tan bien parodió Charles Chaplin, como los asesinos Trump o Bolsonaro, lo que incita a aferrarse a cualquier otra alternativa, como la del “New Deal Green”, sin pensarlo dos veces.
Lo que se oculta es que el Estado “como motor del crecimiento y garantía de bienestar de la población” no fue la contracara al nazifascismo derrotado, sino a los pueblos que desde la revolución rusa en adelante, hicieron temblar los cimientos del capitalismo. El capital necesitó dar algo para no perder todo.
Esto confirma que los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo “posible”. Si el keynesianismo logró prevalecer como doctrina y explicación del rumbo de aquellos años, lo hizo apoyado en la recuperación de la tasa de ganancia que emergió de la destrucción que dejó la Segunda Guerra. El fin del desempleo con la matanza de millones de personas, el militarismo, la centralización industrial, así como la expoliación de los países dependientes, permitieron el relanzamiento de la acumulación del capital.
Hacer una relación de similitud entre la situación que genera la pandemia y aquella realidad resulta estéril. La destrucción causada por el virus no alcanza el nivel que necesita el capitalismo para relanzar la acumulación. Asimismo, no se ve desafiado, ya que, si bien el pueblo trabajador pelea, gran parte de sus organizaciones políticas y sindicales se proponen como los más seguros y potables gestores del capitalismo.
El capitalismo actual, a diferencia del de posguerra, no alienta un consumo de masas donde colocar su producción, sino empuja a grandes sectores a la marginalidad para realizar su producción flexible en nichos globalizados de alto consumo, sobre la base de un consumismo destructivo y un endeudamiento permanente. Pero el más generalizado error de quienes suponen posible superar al neoliberalismo mediante el simple expediente de cambiar de gobierno o de política, es creer que en esta fase del capitalismo perdura la existencia separada de un capital financiero “timbero” y un capital productivo “serio”, en el que sería posible apoyarse para impulsar la recuperación de la “producción y el trabajo”. Hace rato que hay una imbricación entre ambos capitales.
Dos nítidos ejemplos, entre muchos otros, son el conocido fondo de inversión Black Rock, uno de los principales acreedores de la deuda externa argentina, y el Grupo Los Grobo, de Gustavo Grobocopatel. El primero de ellos, con un capital mundial de 6 billones de dólares, tiene acciones en 17.000 empresas, muchas de ellas “productivas”, como Coca Cola, Apple, Microsoft, General Electric, Bayer-Monsanto, Telecom o YPF, entre otras. Esta última, una de las que bajó un 30% de los salarios a gran parte de sus trabajadores escudándose en la pandemia. Black Rock también compró el año pasado el 5,2% del holding energético Pampa y tiene acciones de bancos como el Francés, Galicia y Macro.
Por su parte, Grobocopatel es uno de los principales empresarios sojeros del país, al punto que Néstor Kirchner en el 2007 lo llevó a Venezuela para asesorar a dicho país en la producción agraria. Explica sus éxito en los negocios haber comprendido esta imbricación de capitales, interviniendo tanto en la producción de soja, avícola y biotecnología, como en la comercialización en todos sus tramos y en la provisión de insumos. Todo ello sin tener propiedad de la tierra sino arrendando el 90% de la misma y sin aportar capitales propios sino a través de instrumentos financieros como los fideicomisos. Este moderno empresario “productivo” fue quien en julio de 2019 afirmó que “hay que permitir que haya sectores que desaparezcan”.
Hace rato que en el capitalismo prevalece una financiarización del conjunto de los capitales y de la sociedad misma en todos sus aspectos (producción, circulación, consumo), haciendo improbable un regreso a algo similar al Estado benefactor de antaño, si no se atacan sus condiciones estructurales de fondo, es decir, al capital mismo. Es así como una y otra vez entran en crisis los proyectos de alianza con el “capital productivo”, aunque una y otra vez se vuelve a la carga, con ímpetus merecedores de causas mejores y más factibles objetivos.
Esta financiarización permite entender por qué, todas las cámaras y organizaciones empresarias, entre ellas la Unión Industrial Argentina (UIA), apoyan y promueven la renegociación para pagar la fraudulenta deuda externa, notoriamente lesiva para los intereses nacionales y populares. Y comprender por qué no es dable esperar flujos de dinero hacia países destruidos -como el mentado Plan Marshall en la Europa de posguerra- ni suponer que una renegociación exitosa de la deuda abra el grifo a nuevos flujos significativos; todo lo cual resulta una vana esperanza que conduce hacia la decadencia nacional.
Hoy, lo viable e imprescindible es cortar las vías con que los fondos se escapan del país y la región, comenzando por investigar las deudas y rechazarlas por lesivas al interés nacional y popular. Y construir una independencia financiera como en su momento propuso Hugo Chávez con la creación de un Banco del Sur, para financiar producciones locales e integradas de la América Latina.
Las disputas por la hegemonía del sistema mundial entre China y los EEUU, abren fisuras que los pueblos pueden aprovechar, a condición de no suponerle carácter progresivo a ninguno de ellos, a lo que parecemos tan propensos.
Seguir ilusionando con el fin del neoliberalismo escindiéndolo del capitalismo es la vía más directa hacia equivocar las tareas del momento y asegurar nuevos fracasos.
Mientras no se toquen las bases estructurales del capitalismo en su configuración económica y social neoliberal actual, seguirán existiendo fuerzas políticas y sociales que le den sustento. No puede sorprender entonces que partidos derechistas ganen elecciones o reciban importante apoyo del electorado. Ni mucho menos culpar a la mera acción de los nefastos medios de comunicación o a los sectores populares que les dan su voto. O a ambos, si sirve para evitar autocríticas. No casualmente el macrismo, tras cuatro años desastrosos, mantuvo sus fuerzas en la franja sojera del país. Asimismo, mientras haya quienes defiendan lo establecido en la creencia de poder instalar un capitalismo moral, inclusivo, se agrandará la masa de descontentos que podrán ser, si no aparece otra cosa, base social de esa derecha.
El peligro de avances de la derecha neoliberal más rancia, ante la falta de alternativas superadoras, es grande. Así como el kirchnerismo construyó como antagonista necesario a Mauricio Macri, el actual gobierno está construyendo a Horacio Rodríguez Larreta como derecha amigable y, dentro de su propio seno, a un neofascista como Sergio Berni; junto a un PJ y una burocracia sindical que siempre se arrimarán al fogón. Mañana puede ser tarde para arrepentimientos.
La crisis del neoliberalismo como ideología es muy importante y facilita intervenir con propuestas -y con prácticas- que pongan en debate salidas de fondo a esta sociedad inmoral y de muerte. Una condición es evitar los recetarios inmaculados y comprender que, lo verdaderamente importante, es construir esas salidas de fondo desde y junto al pueblo. Todo lo demás, al igual que la muerte del neoliberalismo, será mera ilusión.
Y ahora ¿quién podrá defendernos?
Junto a la pandemia ha reaparecido con fuerza la cuestión de la intervención estatal. El “Estado presente” ha resurgido como gran vacuna para prevenir padecimientos populares y acabar con el virus del neoliberalismo. Sin dudas, un Estado que defienda siquiera algo la salud pública es preferible a uno que no lo haga. Necesitamos presionar para que intervenga más aún, garantizando reclamos y derechos vulnerados y se promulguen medidas que no acaben como meros enunciados sin efecto, como suele suceder. La intervención y organización popular puede garantizarlo.
Sin embargo, el neoliberalismo no excluye una fuerte intervención del Estado en la economía. El salvataje estatal a empresas y bancos en la crisis mundial del 2008 puede ser un ejemplo entre tantos. De hecho, no hay un solo neoliberalismo y, por ejemplo, el ordoliberalismo alemán sostiene que la economía de mercado no surge por sí misma y debe haber un ordenamiento político del Estado para que ello ocurra.
Si el capitalismo en su fase neoliberal ha logrado imponerse con la profundidad en que lo ha hecho, es justamente gracias a la acción del Estado para que todos los pliegues de la sociedad fueran colonizados por las lógicas del capital. Y fue también gracias a esa intervención que el capital logró asestar fuertes derrotas de los trabajadores, sin las cuales no hubiera podido imponer las transformaciones neoliberales y hasta hacerlas aparecer como deseables.
Este “nuevo” carácter del Estado hace inteligible porqué, en plena crisis de la pandemia y con un gobierno de los más “sensatos” en la garantización de la cuarentena, la mayor parte de los auxilios y subsidios no se dirigen hacia el pueblo sino a los empresarios. Y aún en los casos en que pareciera hay cierta voluntad de avanzar, como en la entrega de alimentos, la trama construida por décadas entre intereses empresariales y burocrático-estatales hacen imposible progresos sin la destrucción de esa trama, que desde el Estado mismo no puede encararse.
Se hace presente aquello que decía Marx acerca que “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. El fantasma del Estado “protector” o “maternal” aparece y reaparece una y otra vez, a pesar de las décadas transcurridas desde su fallecimiento. Habrá que abrazarlo, hacer el duelo y dejarlo ir, porque su descendencia, el Estado actual, poco tiene que ver.
El presidente Alberto Fernández fue tajante: “es la hora del Estado”, afirmó. Otros, de raigambre más progresista, como el periodista y formador de opinión Eduardo Aliverti, dio letra y sustento a la operación intelectual y práctica de asimilar Estado con alternativa popular y condenar al pueblo a la eterna condición de espectador. Tildó irónicamente de “flamantes socialistas” a los empresarios que en la crisis piden ayuda estatal, asimilando -adrede o inadvertidamente- presencia estatal con socialismo. Y consumó la operación de eliminar al pueblo trabajador como antagonista del capital, concluyendo que “ninguna solución de emergencia podría consistir en una política antiempresaria violenta, porque no da la correlación de fuerzas entre un Estado desvencijado y actores dinámicos de la actividad corporativa privada”[ii].
Que no disimule su intención de justificar cada retroceso o aval del gobierno a la ofensiva empresarial es lo menos grave. Lo grave es que construye un escenario en donde para enfrentar al empresariado, se hace necesario fortalecer al Estado y no al pueblo trabajador. Al parecer, Aliverti no tomó nota que reemplazar al pueblo por el Estado fue una de las principales causas del fracaso del denominado “socialismo real” y de tantas otras derrotas. Mientras caían las piedras del Muro de Berlín, debía estar distraído mirando Netflix. Más allá de lo que diga quien fuera un gran periodista, cumple el fin didáctico de reflejar las lógicas adoptadas por mucha izquierda y compañerxs.
Aparecer como “comandante” de ese Estado fuerte, es lo que cimenta el consenso y apoyo mayoritario obtenido por la figura presidencial. Pero en una sociedad cruzada por fuertes antagonismos de clase, agudizados por la pandemia y la crisis, no puede sostenerse ad eternum tal figura de consenso y deberá optar claramente por uno u otro lado del antagonismo. Se va haciendo evidente el lado elegido, con el salvataje a las empresas y la renegociación de la deuda, mientras se retrasan o directamente rebajan salarios y jubilaciones. La derecha más rancia se percata y avanza.
Que el neoliberalismo sea sinónimo de un “Estado ausente” es un mito que no resiste examen, facilitado por influyentes intelectuales y académicos que hace años auguran la desaparición de los Estados a manos de la globalización, por lo que la noticia de su “regreso” se recibe con alegría.
Pero mal puede regresar quien nunca se fue, aunque se transformó. Y si bien el capitalismo neoliberal dispersó la producción entre diferentes Estados -para aprovecharse del trabajo desigual en calificación y salario así como apropiarse de los bienes naturales- y globalizó la circulación de mercancías, no ocurre lo mismo, como señala Alan Bhir, “con la producción y reproducción del conjunto de las condiciones sociales generales del proceso inmediato de reproducción del capital, del que los Estados siguen siendo la entidad contratante e incluso, en gran medida, los ejecutantes principales. Por ejemplo, a través del aparato familiar (la familia nuclear, su reparto desigual del trabajo entre los sexos y sus tutelas estatales), del aparato escolar, sanitario, policial y judicial, etc., la reproducción de la fuerza social de trabajo (que, como hemos visto, es indispensable para la valorización del capital) sigue siendo siempre asunto de los Estados nacionales…”[iii].
Siendo un mito que el antagonista del mercado sea el Estado, sus consecuencias son tangibles, cuando organizaciones populares o de izquierda adoptan como norte bregar por un “Estado presente”, relegando a un plano secundario la construcción del protagonismo político popular. La militancia comienza a frecuentar despachos desde donde se hace la “política” y al pueblo se lo mantiene -un tanto paternalistamente- relegado al mero reclamo por demandas mínimas. La intervención en las instituciones estatales, para aportar desde allí a su propia secundarización y a la construcción del poder popular, se invalida con las estrategias que persiguen la “`presencia del Estado”. El poder popular termina siendo mera retórica. Muchas de estas organizaciones tienen una valorable implantación en barrios populares y, con la pandemia, se han hecho imprescindibles para acercar alimentos y apoyos necesarios. Pero corren el riesgo cierto de devenir en meros auxiliares secundarios de ese “Estado presente”, supliendo lo que la vieja burocracia estatal no quiere ni sabe hacer.
Como contracara de estas estrategias, aparecen las que rechazan incluir al Estado entre sus objetivos de intervención. Y si bien la trama del poder excede en mucho al Estado, no puede negarse (sin peligrosas consecuencias) que éste es uno de los nodos principales donde el poder se concentra. El “cambiar el mundo sin tomar el poder”, que brotó en los primeros años de este siglo, devino en que no logramos cambiar al mundo, pero el poder nos cambió a nosotrxs.
Como el Estado, históricamente se ha ligado a la idea de Nación, desde estos sectores se tiende a rechazar toda reivindicación nacional, en una especie de clasismo sin clase ya que, no por nada, nuestro pueblo, cuando se siente convocado, acude con el himno y la bandera. Claro que, como todo, existe el Estado-Nación del sacrificio y el capital, en la que “por último están los hombres”. Y existe la Nación a la que se refería José Martí, cuando señaló que “el patriotismo en un deber santo cuando se lucha por poner la patria en condición de que vivan en ella más felices los hombres”. Hoy en día, sin dudarlo, José Martí hablaría de los hombres y mujeres. Y la Nación sería “plurinacional”, en el seno de la patria Nuestroamericana.
En otras palabras, tendremos que lidiar con el Estado por un largo rato, buscando creativamente como hacerlo “en el Estado, fuera del Estado y contra el Estado”. La lucha por la organización y control comunitario de todo lo que incumba a la vida es lo permanente. Porque es el espacio de “lo común” lo que se opone al espacio de explotación del mercado y el Estado. Mientras el sistema limita la intervención popular a su mínima expresión y en el terreno restringido de lo político-estatal, se hace necesario expandir la acción democrática popular a todos los terrenos, invadiendo en especial lo que aseguran, debe depender del “mercado”. En esa pelea se va autoconstruyendo el pueblo trabajador. El poder lo sabe y por eso, como en Villa Azul, nuestro renacido “Estado maternal” reacciona militarizando la salud y el territorio. El poder lo sabe y nunca lo olvida. Desde las izquierdas, muchas veces, sí.
¿Salud o economía?
Uno de los puntos fuertes del consenso que construyó el gobierno se basa en haber instalado una precoz cuarentena, optando por la salud ante el dilema entre ésta y la “economía”. Nadie, salvo la derecha más retrógrada y el empresariado concentrado -al que poco le importa quién vive o muere- puede estar en contra. Comparando con un Bolsonaro, por ejemplo, no es menor ni es poco.
Sin embargo, vale preguntarse si la alternativa entre una y otra no resulta un dilema excluyente sólo dentro de las lógicas de una organización económica y social capitalista, productora y reproductora de muerte. Y si, que se implemente en el marco de estas lógicas, no termina acarreando agua para el molino de la derecha.
Porque, ¿realmente hay que elegir entre una u otra? ¿Morirse de hambre o del coronavirus, al no poder salir a ganarse el mango, es una opción viable por la vida? ¿Lamentarse por el hacinamiento en las villas, sugiriendo “cuarentenas comunitarias” o implementando guetos militarizados cuando, por ejemplo, sólo en la ciudad de Buenos Aires hay, según el Instituto de Vivienda de la Ciudad, 138.328 viviendas deshabitadas que podrían hace tiempo ocuparse, es una alternativa viable para la vida? ¿Cuánto tiempo se podrá mantener una cuarentena en defensa de la salud sí, al mismo tiempo, se consiente en su nombre y hasta alienta la implementación de una “reforma laboral” con el resultado que -según datos del Observatorio de Despidos durante la Pandemia- al 25 de mayo ya había 139.364 despidos, 1.786.878 suspensiones y 1.795.888 descuentos salariales [iv]?
¿Se elige la salud cuando se exime de la cuarentena a las actividades extractivas y a las fumigaciones con agrotóxicos, responsables de muerte, malformaciones y enfermedades? O, sin ir tan lejos, ¿se puede sostener la vida con un solo pago de insuficientes $10.000, a más de dos meses de cuarentena, a apenas el 65% de quienes han sido seleccionados para percibir el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE)? El contraste con los millonarios subsidios a empresas o para el “barril criollo” a las petroleras es muy grande. Y más grande aún si se compara con los pagos que se hicieron este año durante la renegociación de la deuda o con lo que se hubiera podido recaudar con un impuesto a las grandes fortunas.
La derecha, manejando los hilos de algunos “intelectuales”, de decrépitxs cacerolerxs, de gorilas, chetos y de mal llamados “libertarios”, ha comenzado a manifestarse contra la cuarentena. Cámaras empresarias han comenzado a organizar protestas en similar sentido. El gobierno, con una cuarentena que no adopta ninguna medida significativa que afecte en algo los intereses económicos capitalistas, empuja a millones de hambrientos que ya no pueden soportar sin changas ni trabajo, a los brazos de esa derecha criminal. Militarizando la cuarentena le regala a esa misma derecha las banderas de la libertad.
Por ahora, mantener la cuarentena sigue gozando de consenso. Pero la situación es compleja. Las izquierdas y organizaciones populares que también rechacen la cuarentena corren el riesgo (ahora sí) de terminar en el campo de la derecha, sin ofrecer una alternativa independiente.
La trampa es la suposición que la alternativa es salud o economía. Aceptar la dicotomía entre una u otra es condenarse a pararse junto con la derecha o al gobierno, enterrando cualquier construcción de alternativas populares independientes. Porque la defensa de la vida del pueblo supone indefectiblemente una unidad de salud y economía.
En el seno del pueblo, la economía no se paró. Se multiplicaron las actividades de la economía del cuidado, de la salud y la alimentación, tareas invisibles ejecutadas en su mayoría por mujeres. No habrá oposición entre salud y economía cuando la mayor parte de las actividades económicas se pongan bajo parámetros similares de solidaridad colectiva y compromiso, como las de la economía del cuidado, que reemplacen a la ganancia como motor. Mientras tanto, se puede estar tomando medidas más o menos sensatas, como las que viene tomando Alberto Fernández. Pero de ninguna manera puede creerse que está eligiendo la vida por sobre la necro-economía capitalista. La desesperación de millones que prefieren arriesgarse a la enfermedad para poder ganarse el mango, así lo confirma.
La lucha pendiente es para construir una sociedad en la que no tengamos que elegir entre salud o economía, porque toda la economía estará al servicio de la vida.
A 50 años del “obreros y estudiantes” y a 20 años del “piquete y cacerola”
A pocos días de cumplirse un nuevo aniversario del “Cordobazo”, recordaba el “obreros y estudiantes, unidos y adelante” que brotaba de las gargantas en cada pelea popular. Los sueños de una nueva sociedad se expresaban en este grito de bronca y esperanza, que al mismo tiempo señalaba con certeza quienes serían sus constructores. Mucho después, en el 2001 y en una realidad muy diferente a la del Cordobazo, gritábamos “piquete y cacerola, la lucha es una sola” expresando similares sueños de rebelión. Diferentes cánticos para un mismo protagonista, aunque cambien las formas y el modo de nombrar al pueblo, los de abajo, ahora les de abajo, a quienes ponen manos a la obra para acabar con esta inmundicia y construir lo nuevo. Porque nunca podrán matar esos sueños ni que haya quienes los encarnen, solo podrán hacerlos más urgentes. Eran mucho más que cánticos y sueños, expresaban tareas que se encaraban con seriedad, la seriedad que merecía construir la difícil unidad de los diferentes sectores del pueblo para tan importante objetivo.
Desde entonces, ya no se habló más, o casi nada, de los sujetos o protagonistas colectivos. Y no es que no los haya. Asambleas de pueblos fumigados o contra la megaminería, jóvenes contra el cambio climático, comunidades originarias, trabajadorxs precarizadxs o de la economía popular, feministas, por nombrar solo algunos. Y los viejos protagonistas, los obreros y los estudiantes, diferentes claro, pero que perduran. Y cuando se habla de ellos, ya es solo para mencionar reclamos particulares, como el rechazo al glifosato o a la contaminación minera, derechos laborales, aborto. Importantes, pero nunca más se los consideró como protagonistas colectivos para idear, construir e imponer una nueva sociedad.
Para eso se recurre a los partidos políticos o peor, apenas a meras personas que vaya a saber por qué, perdieron en algún momento los apellidos y quedaron sólo con sus nombres de pila, como Néstor, Cristina, Alberto o, para algunos, incluso Mauricio. O ya ni siquiera, y fueron “él” o “ella” los arquitectos de una nueva sociedad. Y se elaboraron teorías de un mundo de “narrativas” que cualquiera puede enunciar, libre de las fuerzas sociales y los intereses materiales. Y se hicieron “memes” para burlar a quienes hiciera referencia a algo tan “vetusto” como las clases sociales.
Gran parte de las izquierdas oscilan entre intercalar sus propios nombres de pila en esa larga lista de “protagonistas”, o añorar sujetos más acordes a revoluciones pasadas e imaginar dirigirlos, o prefiere corporativizar reclamos y suponer que alguno de los nuevos sujetos de transformación pueda elevarse para prescindir del resto.
En el fondo, parece haberse perdido en las organizaciones populares y de izquierda la confianza en que el pueblo trabajador sea capaz de unirse para transformar este mundo. Cuando la pandemia es apenas un botón de muestra de lo que puede venir, no se puede seguir apostando a que la opción sea mejorar el capitalismo y enterrar nuestros idearios de un ecosocialismo feminista del siglo XXI que hará de este mundo al borde de la extinción un mundo vivible para todo el pueblo. Tenemos que superar el trauma de las derrotas y fracasos de los ensayos previos en los que se intentó terminar con el capitalismo patriarcal, colonial y racista, y reconstruir a partir de las experiencias acumuladas, balancearlas y aprender de las mismas, con sus virtudes y errores, para encarar las tareas del presente en un mundo que ha mutado enormemente por lo que el desafío es aún mayor.
Sin proponer y luchar -teórica y prácticamente- por una sociedad nueva, verdaderamente humana y en armonía con la naturaleza, las izquierdas seguiremos siendo criticadas, y con razón, como pájaros de mal agüero que sólo sabemos anunciar crisis y catástrofes. Aunque sea el capital quien las produzca.
Tenemos condiciones para avanzar y también, nuevas dificultades. Como señala Enzo Traverso, “hoy el pensamiento crítico es mucho más sofisticado, mucho más rico, mucho más argumentado que hace un siglo. Pero se muestra incapaz de conectarse a un movimiento real y elaborar proyectos de cambio. Hace un siglo, este pensamiento era mucho más primitivo, pero tenía conexiones orgánicas con los movimientos sociales que lo hacían más poderoso e influyente” [v].
Agrego que muchas de las mejores elaboraciones de este pensamiento crítico han nacido de un trabajo intelectual en estrecha relación con movimientos populares, como el Zapatismo, el Movimiento sin Tierra, movimientos antiextractivistas y ecologistas, piqueterxs, indigenismo, el bolivarianismo, el feminismo. El marxismo que se concibe como instrumento y no como frontera ha registrado también nuevos aires. Quienes entendieron que la “verdad” se encuentra en sólo alguna de estas vertientes, se estancan y retroceden.
Muchxs compañerxs suponen que hoy, la tarea que Traverso explicita, de “conectarse a un movimiento real” en la Argentina pasa por establecer un diálogo con el peronismo y quienes confían en el gobierno. ¿Pero cuál es el ámbito de ese diálogo? ¿Los acuerdos en el terreno restringido de lo que el sistema del capital delimita para lo político? ¿Habrá que apoyar críticamente, por ejemplo, el pago de la deuda fraudulenta, o la avanzada para la reconciliación con los militares, o las perspectivas de “consenso nacional”?
¿No sería más fértil, acaso, mantener ese necesario diálogo en la construcción de la unidad política del fragmentado pueblo, haciendo una (otra) política en y desde los territorios, las escuelas, las empresas, los campos, las calles, en las luchas y en la vida cotidiana, construyendo nuevas síntesis políticas plebeyas anticapitalistas, para invadir desde allí al conjunto de la sociedad y sus instituciones? ¿Vamos a dialogar sólo con quienes confían en el gobierno? ¿y el diálogo con quienes vayan rompiendo con él, producto de sus agachadas y complicidades con el poder económico? ¿Otra vez nos sorprenderemos de que se vayan a la derecha?
La unidad nos hace mejores, dijo más de una vez un compañero, con toda la razón del mundo. Para avanzar en la unidad necesitamos traducir a la actualidad lo que en su momento expresó el “obreros y estudiantes” o el “piquete y cacerola”, sin dudas hoy mucho más amplio y de mayor riqueza. Si las izquierdas permanecen ajena a las mayorías, no es principalmente porque sea sectaria en relación con el gobierno, sino por su sectarismo hacia el pueblo, al poner por delante sus propias organizaciones a la unidad política popular.
La historia reciente de nuestro pueblo tiene en su haber muchas experiencias de intentos de articulación política y social de organizaciones y colectivos populares anticapitalistas, feministas, ecologistas, territoriales, de trabajadores, culturales o de comunicación. La apertura a la diversidad política, social y organizativa que -por suerte- tiene hoy nuestro pueblo, es condición necesaria para nuevas, diferentes y fructíferas experiencias. Hay muchos interrogantes a hacerse.
¿Qué sector social, como en su momento lo fue un sector del movimiento piquetero, será capaz de tomar la iniciativa? ¿Sabrá evitar la escisión entre la lucha por demandas mínimas, que queda para la base popular, y la disputa política, a manos de referentes, generalmente de clase media, escisión que repite la que existe entre la economía y la política que sostiene al capitalismo, y de la división entre trabajo manual e intelectual? ¿Podrán valorarse más el tener acuerdos anticapitalistas, feministas, ecologistas generales, que precisiones programáticas que sólo pueden obtenerse realmente en el transcurso de la lucha y en la experiencia de construcción de la unidad popular?
Hay más interrogantes que certezas. Lo seguro es que el capitalismo está cruzado por una crisis civilizatoria sin parangón que avanza sin pausa sobre nuestros cuerpos, nuestras mentes, nuestros deseos, nuestra vida en general. La alternativa no admite parches ni recetas ya probadas y fracasadas. Los pueblos, como se demostró durante todo el 2019 hasta la cuarentena de alcance casi mundial, no tenemos tolerancia ilimitada, nos ponemos de pie una y otra vez para decir basta.
La rebelión del pueblo de los EEUU, que ha salido masivamente a las calles en decenas de ciudades a repudiar el asesinato de George Floyd a manos de la policía racista, puede ser un indicador de que, apenas puedan, los pueblos retomarán el camino de la rebelión. En algunos lugares de la Argentina, como en Córdoba, Chubut, Rosario, La Plata y otras localidades, incipientemente se ha retomado el camino de la lucha en las calles, a pesar de que todavía prima el consenso sobre la “unidad nacional”. El capital está cruzado cada vez por mayores contradicciones ¿sabremos superar las nuestras?
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Notas:
[i] https://www.pagina12.com.ar/264095-el-green-new-deal-para-la-pos-pandemia
[ii] https://www.pagina12.com.ar/259211-los-flamantes-socialistas
[iii] https://contrahegemoniaweb.com.ar/2020/05/01/tres-escenarios-para-explorar-el-campo-de-lo-posible/