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México :: 02/06/2024

La pax obradorista

Massimo Modonesi
Nos preguntamos porque no aparecieron antagonismos significativos ni desbordes espontáneos. ¿Por el efecto esperanza? ¿Por la satisfacción de demandas básicas?

En este breve artículo me propongo analizar, entender y valorar el sexenio presidencial, la llamada 4T y el movimiento obradorista en función del aspecto fundamental de qué tanto y qué tipo de participación política y movilización social provocaron. Porque si de «hacer historia» se trata -como reza el lema de la coalición formada por Morena desde 2018-, ésta se hace a través de la lucha social y política y no puede reducirse a las contiendas electorales, a la tensión entre mayoría gubernamental y minoría opositora en el terreno institucional, ni a la esgrima verbal que se vierte en los medios de comunación masivas y las redes sociales.

Hay un ámbito de participación política fundamental que no es y no debe ser delegado, un ámbito de lo político pasa por el conflicto, la movilización y la protesta social. La organización y movilización de las clases subalternas -la autoorganización de las masas se decía antaño- es un factor de progreso social y un indicador o criterio decisivo de transformación. El progresismo de Cuarta Transformación debe medirse también en este plano. No solo, pero también. Y no lo está siendo.

De allí el peso no solo analítico sino político de la pregunta si AMLO, la 4T, Morena o el movimiento obradorista auspiciaron, presenciaron o inhibieron dinámicas de participación y de movilización y si las que se dieron en el sexenio se caracterizan por sus rasgos subalternos, antagonistas y/o autónomos.

Presentaré unas consideraciones iniciales al respecto, a reserva de presentar un balance en un proyecto de investigación que estoy coordinando en la UNAM desde hace tres años, cuyos resultados serán publicados en las próximas semanas.

Sumergidos en la campaña electoral, presenciamos la apoteosis de la que Gramsci llamaba la pequeña política, la proliferación de la vacuidad política e ideológica de los slogans, de una estrategia bipartisan de comunicación guiada no solo por las descalificaciones sino por el principio minimalista de limitar el rechazo tratando de decir lo menos posible, de no restar en lugar de tratar de sumar apoyos y consenso a partir de un trabajo de irradiación hegemónica. Otra oportunidad perdida para fomentar la participación consciente y politizar a las clases subalternas. Detrás de este telón de fondo, se asoma de forma apenas perceptible, en el horizonte, la línea clasista que conforma el clivaje principal entre el progresismo obradorista y las derechas ya que, en efecto, más allá de fronteras porosas y de las contradicciones, asistimos al enfrentamiento entre dos coaliciones de fuerzas políticas y sociales con referentes sociales diferentes -aunque con inclinaciones programáticas solo parcialmente distintas.

Sin embargo, a la polarización político-electoral, que refleja y retroalimenta la animadversión de los partidarios y simpatizantes de uno y otro bando así como las posturas de opinólogos e influencers, no corresponde una real intensificación de la lucha social, sino que impera, aun sea temporalmente, la que podemos llamar la pax obradorista, una forma nacional de gobernabilidad progresista basada en el intento, parcialmente logrado, de conciliación de clases.

Entre paréntesis, cabe preguntarse en qué medida la dinámica polarizante entre gobierno y derecha (una dinámica en varios planos: presidencialista, partidario, electoral, mediática y de redes sociales) inhibe el conflicto social porque lo substituye o, incluso se podría decir, lo simula, genera la ilusión de una lucha social que no está realmente ocurriendo o que ocurre de forma mucho más esfumada, por delegación.

En efecto, a primera vista, podemos sostener que, en las profundidades clasistas del conflicto social, los ánimos se aquietaron.

Hay que reconocer que el reflujo de la conflictualidad había empezado antes de la llegada de AMLO al gobierno, cuando se apaciguó el estallido provocado por la desaparición forzada los 43 de Ayotzinapa y, si nos vamos más atrás con el repliegue que inició después de 2006. En medio de este reflujo -con la excepción de la primavera violeta - se inserta la victoria electoral de 2018. Esto en parte explica la naturaleza eminentemente electoral e institucional del acontecimiento, a pesar de que se haya querido presentar como una insurgencia electoral, y también el consecuente carácter estatal y gubernamental de la conducción o gestión política de la llamada 4T. Al mismo tiempo, este origen no explica ni justifica que la 4T se haya montado sobre el reflujo, que lo haya prolongado e inclusive ahondado.

Puede que la pacificación/pasivización sea solo aparente y coyuntural, pero sin duda no asistimos en este sexenio a las tempestades que embistieron a los anteriores, en particular en ocasión de las coyunturas electorales. Más allá del palabrerío altisonante de las redes y de algunos medios de comunicación masiva, el vasto rechazo al obradorismo -claramente inferior al apoyo pero, sin embargo, amplio y significativo- no encuentra un referente político potable y, por otra parte, los grupos dirigentes de las derechas solo alcanzan a vociferar en el desierto que los rodea. Después de la aceleración intentada, valga la paradoja, por el FRENAA y del sobresalto de la defensa del INE, menguó la disposición y la capacidad para convocar a las calles al antiobradorismo y la mira se colocó en el terreno electoral, bajo la hipótesis de un resultado electoral aceptable y, en todo caso, atrincherarse esperando que cambie el viento.

En este clima templado, importantes sectores del mundo empresarial y financiero festejan públicamente la salud de la economía mexicana en el contexto favorable del dopaje del nearshoring y llegan hasta a señalar el impacto positivo de los aumentos salariales y las políticas sociales en relación con el mercado interno. Pero nadie señala explícitamente -y le agradece a AMLO y a su gobierno- el logro histórico de haber implementado la pax obradorista. A todos les resulta una verdad incómoda. A la derecha, que le envidia silenciosamente ese resultado, pero también al campo morenista, ya que reconocerlo significaría aceptar el principio de la desmovilización a contrapelo del discurso oficial del pueblo activo, consciente y politizado. También en la izquierda antisistémica no se subraya este acontecimiento ya que sería una aceptación de impotencia considerando que no se ha logrado impulsar una línea opositora a partir de la movilización y la lucha social, es decir a partir del lugar natural de surgimiento y crecimiento de las izquierdas y los movimientos sociales. Aunque los «conservadores» y los «oligarcas» no se lo quieren reconocer, Andrés Manuel López Obrador logró algo que ningún gobierno panista o priista había alcanzado en casi 80 años de historia, desde la época de Ávila Camacho, posiblemente gracias a la labor de Lázaro Cárdenas en la combinación de reformas sociales y organización corporativa: un entero sexenio marcado por la contención y la paz social y la estabilidad política, incluida la etapa sucesoria.

Más allá de las controversias respecto sobre quienes tienen los datos correctos, de si realmente el obradorismo es posneoliberal, si ha cumplido lo prometido, y si eso ha realmente beneficiado a las clases subalternas, la conformación política que rigió el sexenio obradorista sexenal puede y debe, a mi parecer, entenderse a partir de ese elemento o factor: la pax obradorista.

No solo, pero en gran medida. A otros tres elementos dediqué algunas reflexiones en los últimos años. En el El progresismo tardío, es decir fuera de fase y decadente al nacer, resalto los rasgos conservadores en relación con otros progresismos latinoamericanos de la primera ola. En El tercer eclipse de la izquierda mexicana sostengo que la izquierda anticapitalista fue eclipsándose detrás de la izquierda nacionalista y reformista. En El centro obradorista caracterizo esta construcción política a partir de tres elementos: centralidad hegemónica, centrismo político-ideológico, concentración de poder. En este último abordo una temática, la de Morena, que es crucial para entender la dinámica política del sexenio en la medida en que pasa por la pregunta de si el partido del obradorismo ha sido y sigue siendo una instancia de participación política que canaliza energías antagonistas y autónomas o, por el contrario, un instrumento de control político que las va disciplinando, apagando, institucionalizando. Me inclino por la segunda opción pero no niego que persisten elementos de la primera.

Antes de formular un primer esbozo de caracterización general de las formas de contención del conflicto, cabe adelantar, para evitar malos entendidos, que obviamente subsiste y hay que reconocer y valorar un nivel que podríamos definir fisiológico, de ordinaria conflictualidad propia de una sociedad capitalista dependiente como la mexicana. Luchas cotidianas a las cuales hay que sumar unas de mayor trascendencia, de alcance antagonista, que algunos sectores en particular lograron instalar y sostener, aún a contrapelo de la tendencia dominante a la contención del conflicto. En efecto, el perímetro acotado de estas aristas conflictivas confirma el carácter fundamentalmente no conflictivo de estos seis años. Sobre todo en comparación con los anteriores.

Me limito aquí a algunas consideraciones generales y puntuales, a modo de inventario, remitiendo una vez más a los recuentos puntuales sectoriales del proyecto de investigación antes mencionado.

En primer lugar, se nota una trayectoria que indicaría que el conflicto pasó de más a menos a lo largo del sexenio (los detalles los darán los compañeros respecto de los casos y la temporalidad en que ocurrieron), con un sobresalto hacia el final, ligado en particular a las movilizaciones de la CNTE y de los padres y compañeros de los 43 de Ayotzinapa. Los años pandémicos marcan un parteaguas, pero este pasaje no explica todo y queda la sensación de que la disminución de la conflictualidad se deba más bien el efecto de asentamiento de la 4T, de cierta irradiación hegemónica del obradorismo, de capacidad de gestión y de manejo de conflictos. Una hegemonía débil, pero real y operante. En efecto, Morena no solo ocupó el poder político estatal sino que lo usó eficazmente para legitimar su papel de dirección frente a sectores próximos e inclusive otros más alejados, perdiendo menos en el camino de lo que fue sumando, es decir incrementando su presencia y alcance político y social. Más allá de la calidad hegemónica, hay un indiscutible crecimiento de su peso cuantitativo que se mide en votos y niveles de aprobación.

A nivel puntual, en medio de la dispersión de acciones microscópicas o esporádicas, sobresalen algunos episodios de protesta. En primer lugar, hay que señalar las dinámicas de confrontación de grupos que previamente estuvieron próximos al obradorismo y quedaron decepcionados -como es el caso de la CNTE o de los familiares de las víctimas de la violencia, en particular el caso paradigmático de los 43 de Ayotzinapa. En otros casos, por el contrario, mostraron tener un margen de maniobra sectores no situados en la órbita de las políticas asistenciales, como el movimiento de mujeres, que tuvo momentos álgidos de movilización para después menguar, o algunas luchas autonómicas o en defensa del territorio contra el extractivismo pero también los megaproyectos que el gobierno actual no ha abandonado o aquellos que ha emprendido por su cuenta.

En el vasto universo de los trabajadores organizados, hubo algunos episodios importantes de movilización en algunos sectores obreros o de trabajadores del Estado, pero no se abrió un ciclo de lucha por demandas fundamentales: ni en clave de apertura democrática de los sindicatos (ya la reforma produjo resultados discutibles, permitiendo algunas conquistas pero legitimando burocracias otrora impresentables), de condiciones de trabajo (en contra de la precarización, de salud, de horario) o de acceso a las ganancias extraordinarias que ocurrieron en tiempos reciente. Aunque hay que registrar, sin que haya surgido de demandas y de presiones, es decir sin que sea realmente una conquista sino una concesión, una dinámica de aumentos salariales, que arrancó de los aumentos legales al salario mínimo, cuyo nivel sigue sin embargo siendo bajo, en términos reales, en relación con otros tiempos y en términos comparativos, de otros países de la región y de la OCDE. No se registraron movilizaciones relevantes, es decir sostenidas y transcendentes, ni en el universo estudiantil, salvo excepciones, ni en el movimiento campesino, ni en el urbano popular, a pesar de que hubo protestas puntuales.

A pesar de que, al disminuir la represión, se generó una oportunidad para el florecimiento de la organización desde abajo, esto no ocurrió.

Resistieron mejor a esta tendencia desmovilizadora o de contención de la protesta, grupos con tradición y arraigo previo, capaces de modular la acción colectiva o de recular en defensa de una autonomía organizacional. Son muchos los casos en los cuales, a pesar de la insatisfacción o el malestar, se renunció a la protesta y al antagonismo para preservar los espacios de autonomía conquistados previamente, para negociar lo negociable o para ganar posiciones o interlocuciones con los núcleos directivos del obradorismo.

En este rubro, y eso es alarmante, podemos hipotizar que, en el sexenio, no solo el ejercicio del antagonismo, sino los ámbitos de autonomía -es decir de autoorganización y de autodeterminación- tendieron a reducirse aunque persistieron. Seguramente no crecieron y, aún menos, proliferaron.

Un dato innegable es que no se registran en estos seis años nuevos significativos focos de conflictualidad y, menos aún, oleadas de movilización y politización como las que habían marcado el electrocardiograma socio-político de los sexenios anteriores del milenio: marcha por el color de la tierra, desafuero y luchas contra el fraude, Paz con Justicia y Dignidad, Apoyo al SME, luchas del magisterio en contra de la reforma educativa, #Yosoy132 y Ayotzinapa. Estos hitos de indignación y de participación que, aun siendo extraordinarios, retroalimentaron las luchas cotidianas y las insertaron en una historicidad y una politicidad de otro nivel.

En la orfandad temporal de estos momentos catárticos, la lucha social más que estructuralmente pacificada está paz-mada, es decir semi paralizada por una pacificación que se origina desde adentro y desde afuera, y que en parte es real y en otra puede resultar superficial y solo coyuntural.

Preciso esta idea de pacificación o pasivización desde adentro y desde afuera, distinguiendo estos dos niveles.

Desde adentro, opera en el periodo, no solo corto sino de mediana duración, una tendencia a la subalternidad, que remite a las vicisitudes acumuladas en sexenios anteriores y que radican en las entrañas de la condición social de explotación, opresión y sumisión. Esta acumulación de experiencias subalternas se refleja también en el movimiento social, es decir entre aquellos que se organizan y resisten, en tanto pesan inercias societales que tienden a la desmovilización: el repliegue en el corporativismo y el clientelismo, la delegación del poder a instituciones (presidencia o gobernaturas, partido y dirigentes) la fe y la esperanza de origen exógena -generada y sostenida desde afuera-, el aislamiento autoreferencial de los grupos dirigentes y las dificultades objetivas y subjetivas de revertir tendencias inherentes a la forma social capitalista, contraparte de la individualización -el consumismo y la diáspora del «sálvese quien pueda».

Sin embargo, reconocer esta tendencia a la subalternidad que se reproduce en las entrañas del movimiento social no debe derivar en una lectura fatalista, ni debe servir de tapadera, como ha ocurrido en argumentaciones que pretendían justificar el desapego de otros gobiernos progresistas latinoamericanos recientes respecto de los movimientos sociales a los cuales debían en gran medida su surgimiento, negando así toda responsabilidad política respecto de una serie de tendencias hacia la desmovilización y la pasividad que operan desde afuera. Como si el horizonte interior de los actores y el contexto en el que se mueven fueran compartimentos estancos. Hace tiempo que la reflexión sociológica sobre la acción colectiva superó esa dicotomía.

Como contraparte a las tendencias internas que derivan de y reafirman la condición subalterna, hay que registrar críticamente una operación -intencional o no intencional según los actores involucrados- de contención del conflicto que se realizó desde afuera y desde arriba. Podemos señalar cuatro vías principales por medio de las cuales ésta se fue diseminando y fue germinando:

La implementación de la políticas sociales que producen cierto apaciguamiento de demandas -que puede resultar solo transitorio, pero en el corto periodo es significativo- y que comportan cierta componente de clientelismo, entendido en un sentido amplio, de dependencia respecto a la concesiones de arriba a cambio de apoyo, lealtad política y obviamente renuncia a la protesta. El perímetro del apaciguamiento vía satisfacción de demandas es obviamente más amplio que los vínculos clientelares más directos, que remiten a sectores específicos. Repito, la capacidad de contención social por esta vía puede ser temporal y engendrar paradójicamente en el futuro próximo cierta espiral de expectativas crecientes que redunde en protestas, originadas en el marco del vínculo clientelar y de demandas puntuales, ligadas al esquema asistencial y paternalista de la política social en curso. Más allá de la valoración de qué tan intencional ha sido la contención vía políticas sociales, el efecto desmovilizador, de fragmentación e individualización no puede pasar inobservado y desatendido -si de poder popular se trata, es decir si éste es o debería ser el norte de la brújula política. Hay que reconocer que en algunos contados casos, las políticas sociales vienen acompañadas de formatos participativos (como en el programa de sembrando vida o la escuela es nuestra). Habrá que valorar puntualmente su realización y sus alcances. La cooptación de liderazgos y grupos dirigentes (transformismo). Este tema ameritaría una investigación específica: un quién es quién, como le gusta al Presidente, o quién se volvió quién. El transformismo se refiere al desplazamiento de grupos dirigentes que pasan de un campo al otro, que dejan de cumplir la función de acompañar y orientan movimientos y organizaciones sociales en términos de movilización y pasan a desmovilizarlos y a integrarlos en la lógica estatal o gubernamental, aun cuando operen el cumplimiento de demandas puntuales (vías las políticas sociales del punto anterior). Gramsci hablaba explícitamente de transformismo como «decapitación» de las clases subalternas. La categoría permite captar, más allá del moralismo de las acusas de traición o los límites de la noción de cooptación, lo acontecido no solo en estos años con Morena sino desde antes con el PRD -por lo menos desde 1997, cuando no tan casualmente era AMLO el presidente-: el desplazamiento de grupos dirigentes del campo de la movilización y la activación social al campo de la contención del conflicto y su integración al ámbito y la lógica estatal y de conciliación de clases. En la frontera de este universo, existen una serie de organizaciones sociales independientes que históricamente destacaron por su posicionamiento activo en clave antineoliberal, un universo diversificado, en el cual encontramos en el sexenio algunas expresiones de autonomía y combatividad, pero en mucha gran medida de negociación para fines pragmáticos, o de autocontención por razones tácticas. Sobre este tema, estamos realizando, con Joel, una investigación en relación con los posicionamientos de las principales organizaciones sociales, sindicales en particular, en la campaña electoral de Claudia Sheinbaum, replicando otra que realicé en ocasión de la elección de 2018. La concentración de poder político en instancias políticas: en la presidencia con el superliderazgo de AMLO, pero también a los grupos dirigentes de la 4T, en el gobierno federal y los gobiernos locales, en el partido. Este tema aparece en el artículo titulado el centro obradorista que ya mencioné. El punto nodal a la delegación, a la centralización del poder en los grupos dirigentes de la 4T, al vaciamiento desde arriba de las capacidades de antagonismo y de autonomía de las clases subalterna La negociación de los conflictos emergentes. Al margen de si el establecimiento de diálogo implique o no la aceptación de las demandas, éste ha sido un recurso reiterado y eficaz de este gobierno, motivo de orgullo que AMLO no cesa de invocar. Sin duda, ha sido una virtud respecto de la tendencia a la represión que primaba en los sexenios anteriores, golpeando a los movimientos populares. Ahora bien, hay que reconocer que tampoco fueron muchas y particularmente violentas las situaciones en la cuales se optó por no reprimir. Y, sin embargo, es un hecho que la actitud y la práctica negociadora ha sido un rasgo y un fuente de pacificación. Solo en el caso de la CNTE y de los padres y compañeros de los 43 no funcionó.

¿Hay otros mecanismos o dispositivos de pacificación/contención/pasivización además de estos cuatro? Puede ser, estoy aquí también para escuchar los hallazgos de los compañeros y para que abramos un debate que enriquezca nuestra capacidad de análisis respecto de este punto nodal de la transformación, la que está, la que no fue y la que podría ser.

Para ir concluyendo, se combinan los elementos internos -proprios de la condición subalterna acumulada- y los externos -que remiten a la voluntad y la iniciativa política de los grupos dirigentes de la 4T o a efectos indeseados en el caso de aquellos que honestamente están pensando construir poder popular. Confluyen y coadyuvan a la contención del antagonismo, es decir limitan el recurso a la lucha y la movilización y acotan la autonomía de organizaciones existentes y de otras instancias posibles. Podemos afirmar que, en el sexenio, predominaron formas subalternas de participación/movilización y que las formas antagonistas fueron esporádicas y acotadas. Se constató la ausencia o escasez de conflictos politizados, que impugnen los límites del sistema o del ámbito de acción reformista del gobierno. La despolitización de la conflictualidad social es un rasgo que destaca en el periodo.

Ahora bien, nos preguntamos porque no aparecieron antagonismos significativos ni desbordes espontáneos. ¿Por el efecto esperanza? ¿Por la satisfacción de demandas básicas? ¿Por la eficacia del control social? ¿Porque no se acumularon contradicciones de forma suficiente? ¿Por escasos recursos de autonomía y antagonismo en el campo popular en la coyuntura?

En todo caso, podemos hipotizar que, si bien la ausencia de conflictos sociales de alto impacto es sintomática de un clima, de un momento, al mismo tiempo, no hay que subestimar la persistencia de elementos de fondo, subterraneos, latentes, pocos visibles que pudieran aflorar a la hora de estallidos de distintos niveles y escalas. Como ocurrió en varios países latinoamericanos entre 2018 y 2022 (Chile, Perú, Ecuador, Nicaragua, Colombia y Bolivia). Porque, como mencionaba de paso anteriormente, la pacificación social es en parte real y en parte superficial, es decir frágil e ilusoria. Una hegemonía débil puede generar una ilusión, un espejismo, que oculte la persistencia de los orígenes y las razones profundas del descontento y el malestar. Una vez tramontada la esperanza obradorista, considerando además que es posible que, si gana -como todo indica- Claudia Sheinbaum, entraríamos en proceso de normalización e incluso de banalización, de fin de la anomalía del líder populista, de la proyección carismática de la esperanza, de la dignificación de lo plebeyo encarnada en el gesto y la figura presidencial. La posible o probable socialdemocratización de talante más tecnocrático del post-obradorismo, en un contexto económico, ecológico y social incierto, no garantiza la prolongación de la pax obradorista.

Jacobinlat

 

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