La reacción social
Todos los días vemos tarifazos, empresarios que lucran con la miseria ajena aumentando precios en dólares, políticos corruptos, servicios pésimos, salud deteriorada, educación malísima, y encima contaminación ambiental; todo mientras ministros y empresarios se llevan sus riquezas malhabidas en containers al exterior. Esta siempre fue una sociedad con mucha capacidad de reacción ante las injusticias sociales. Basta recordar las huelgas bravas de principios de siglo, la Semana Trágica, la Huelga de Inquilinos, el Cordobazo y el Tucumanazo, el Chubutazo y la movilización de 2001 contra López Murphy. Es imposible hacer un listado exhaustivo, son tantas, pero tantas las luchas sociales que siempre quedan muchas, y muy importantes, afuera. ¿Y ahora? Uno circula por las terminales de ómnibus, camina las calles de los barrios populares y, más que pobreza, se ve miseria, gente aplastada, desnutrida. En el país del trigo y las vacas, un tercio de la población pasa hambre.
Una cantidad de analistas insisten que la apatía popular tiene que ver con las redes sociales («están todo el día dale que dale con el celular»), otros les echan la culpa a los medios de comunicación que «manipulan la opinión pública», la izquierda insiste que son los dirigentes traidores (por ejemplo, los sindicalistas), los kirchneristas repiten que es «la clase media que odia a los negros», y los PRO tratan de convencernos que «el pueblo entiende nuestro proyecto».
Sin embargo, hay muchos indicadores de que las cosas son más complejas y que no entendemos mucho de lo que pasa. Por ejemplo, la popularidad de Macri ha descendido 10% gracias a sus medidas económicas. ¿Diez por ciento? A los PRO les parece mucho, a mí me parece poco. Según las encuestadoras, el Presidente tiene una aprobación del 42%. ¡Increíble! ¿Serán de fiar? Sobre todo, porque solo el 30% del país cree que Macri pueda controlar la inflación y 60% piensan que el futuro del país va a ser aun peor. Este gobierno parece trastabillar de una medida a otra, pero eso si con la coherencia de siempre ajustarnos el bolsillo y beneficiar a los empresarios. Yo pensé que Macri sería como Temer en Brasil: la gente que aprueba de él es más o menos 3%, o sea, los ricos y algunos que pretenden serlo. Pero no, 40% le creen, o sea, Macri puede ganar la próxima elección.
Pero más serio aun, es que Macri cae en popularidad, pero nadie sube. Massa, Lousteau, Stolbizer, Binner, Scioli y una caterva de otros han desaparecido del mapa político nacional. O sea, ese 10% que dicen las encuestadoras que se decepcionaron del gobierno del PRO se han ido a casa y no han elegido a ningún otro político, se diga o no opositor. Ni siquiera el Frente de Izquierda ha logrado captar esa gente (bueno, si lo hubiera logrado estaría casi triplicando su caudal electoral). Indudablemente, la gente es de goma.
Pero yo no me la creo así no más. Por lo tanto, me puse a ver las estadísticas sobre conflictividad social. Según el Ministerio de Trabajo argentino, que tiende a no inflar las cifras sino a minimizarlas:
«en el ámbito privado, durante el segundo trimestre del año 2017, se registraron 125 conflictos laborales con paro que involucraron alrededor de 201 mil huelguistas y 216 mil jornadas individuales no trabajadas. [… Y] En el ámbito estatal, durante el segundo trimestre del año 2017, se registraron 210 conflictos laborales con paro que involucraron 749 mil huelguistas y alrededor de 2.810.000 jornadas individuales no trabajadas.»
Al mismo tiempo, durante el primer trimestre de 2018 hubo 517 piquetes en todo el país. Un millón de huelguistas y decenas de miles de piqueteros en tres meses revela que no hay apatía social. Es más, lo que demuestra es que, por debajo de la supuesta tranquilidad, en la Argentina hay mucho descontento social.
Entonces, ¿qué está pasando que la movilización y la protesta social no parece tener efecto sobre la superestructura política? Para los PRO «persiste la incidencia de la herencia kirchnerista» y Macri es «un dirigente mucho más honesto que Cristina», por eso mucha gente no esta dispuesta a considerar una alternativa distinta. En cambio, para los kirchneristas todo es producto de la manipulación de la opinión pública que hacen los medios como el Grupo Clarín. Para diversos intelectuales, esto es el resultado de «la despolitización» producto del incremento en la ignorancia y la caída de la educación. Y para la izquierda, «los trabajadores, las mujeres y los jóvenes» están mostrando una creciente combatividad.
Como siempre, se opina sin pensar y sin citar un solo dato. Que yo tenga memoria, Clarín siempre mintió, entonces, ¿por qué ahora logran manipularnos y antes no? Y siempre acusamos a los jóvenes de despolitizados hasta que arman lío. La educación era pobre y el analfabetismo alto en 1930 y la cantidad de luchas que hubo desembocaron en el peronismo. Ni hablar que si la popularidad de Macri cayó 10% entonces tampoco le creemos a él mucho que digamos. Sin embargo, todos tienen una partecita de razón: los trabajadores evidencian cada vez más combatividad; los medios intentan ocultar los problemas y trivializarlos; las redes sociales comunican, pero no ayudan a pensar; Cristina asusta a muchos; el pueblo conoce cada vez menos su historia. Pero estos son más emergentes que causas. Causas hay muchas, pero veamos tres cuestiones que habría que considerar.
I.
La primera es la masificación de la pobreza. Para algunos intelectuales, con fuerte influencia del cristianismo, ser pobre es una virtud. Pero la realidad es que para la participación política la masificación de la pobreza es un problema. Por un lado, ha sido tan rápida que mucha gente está como en shock, o lo que se llama anomia; no sabe cómo reaccionar ante lo que ha sido una hecatombe social en 25 años. Todos estos argentinos empobrecidos a los golpes tienen preocupaciones más apremiantes que la política, como por ejemplo cómo sobrevivir al invierno o cómo tener vivienda. Como, además, su horizonte es relativamente cercano, saben que su supervivencia del hoy depende de negociar con el poder, y no de un hipotético cambio de situación. En ese sentido, todos los políticos son iguales y la diferencia es quién tiene algo para ofrecer a cambio de su apoyo.
A esto hay que agregar que si algo dejó como herencia el kirchnerismo es la impresión que el discurso progresista encierra mucha hipocresía, por lo que los populistas son iguales, o peores, que los liberales. Muchos trabajadores y sectores medios emergieron del kirchnerismo convencidos que no se puede cambiar nada.
Esto lleva al segundo factor de importancia. Durante 100 años, la clase dominante trató de imponer sus objetivos e intereses a través de golpes de estado y gobiernos más o menos autoritarios. Cada vez que la voluntad popular se hacía sentir por la vía electoral, los sectores de poder o derrocaban al presidente electo o lo condicionaban con presiones de diverso tipo. Y en eso se incluyó a presidentes que de progresistas no tenían nada pero que eran permeables a las presiones populares, como a Yrigoyen, Perón y Frondizi.
Las dictaduras mataron miles de argentinos, pero fracasaron. No lograron «refundar y reorganizar la República», como querían los dictadores de 1966 y de 1976. Por ende, en la década de 1980, la burguesía, a través de asonadas militares y golpes económicos, les demostró a los políticos que es muy difícil gobernar en contra de los grupos económicos. Al mismo tiempo, les ofreció los recursos necesarios para ganar elecciones y para vivir fastuosamente en lo personal. La corrupción se convirtió en la recompensa personal de todo político, siempre y cuando no incidiera en la tasa de ganancia de las empresas (por ejemplo, subiendo impuestos a los ricos para cubrir los déficits presupuestarios generados por el robo desaforado). Y fue Menem el que logró refundar la nación, y lo consagró con la reforma constitucional de 1994. El resultado fue un vaciamiento del proceso electoral, y el blindaje de los partidos políticos a la presión popular. Así el radicalismo casi desapareció en adherentes, pero retiene hasta hoy una cantidad importante de funcionarios electos. Al mismo tiempo, kirchneristas, peronistas, radicales, socialistas y liberales, plantean más o menos lo mismo, disfrazándolo un poco más o un poco menos en una retórica progresista: todos son neoliberales; ninguno piensa tomar una sola medida que ponga en jaque el curso socioeconómico diseñado bajo el gobierno de Carlos Menem. Cuando el votante no distingue entre un político y otro, no es que se confunde, sino que no hay una diferencia sustancial.
II.
A esto agreguemos algo más: no alcanza con decir lo que no queremos, o lo que está mal con Macri y sus políticas. Hay que plantear alternativas que permitan señalar un camino y acumular fuerza política en el largo plazo. Por ejemplo, ante los tarifazos la propuesta alternativa debería ser nacionalizar los servicios. Total, los empresarios hacen ganancias siderales (de tres a cinco veces la de sus países de origen), no invierten, no brindan un buen servicio, y aumentan las tarifas. Si las nacionalizamos, lo peor que nos puede pasar será que tengamos servicios malos, pero nuestros. Se es oposición cuando se ofrece una alternativa, no cuando se gritan consignas o se llama a la huelga sin ton ni son.
Ahora, más allá de esto, hay algo mucho más de fondo. La política socioeconómica aplicada por el neoliberalismo a través del mundo no solo tiene como objetivo aumentar la tasa de ganancias y la explotación, sino también dificultar la respuesta obrera. En ese sentido han aplicado una inmensa cantidad de «reformas» que han modificado la estructura socioeconómica y, sobre todo, el mercado laboral. Además de leyes que facilitan los despidos, que posibilitan la precariedad laboral, y que refuerzan la autoridad de la patronal en la fábrica, han segmentado el mercado de trabajo. Esto quiere decir que las diferencias salariales entre industrias, zonas, géneros, y sindicalización tienen variaciones inmensas. Un trabajador de luz y fuerza de Córdoba o un chofer de media distancia ganan salarios equivalentes a tres y cuatro veces el de un docente secundario, o dos veces el de un obrero automotriz, y tres veces el de un obrero de frigorífico; todos ellos sindicalizados. Ni hablar si consideramos a los trabajadores no sindicalizados, como por ejemplo a las obreras de mantenimiento de geriátricos que reciben un salario equivalente a un tercio el de la canasta familiar.
Lo mismo tiene que ver con un trabajador en Córdoba y otro en la misma industria en Jujuy; o un aceitero que está en la Federación y los que están en gremios amarillos. Las variaciones salariales y de estabilidad son inmensas. Y por si acaso se nos ocurre demandar que todos ganemos igual que los mejores pagos, entonces difunden que «los choferes (o los aceiteros, o los de luz y fuerza) ganan demasiado y es injusto». Claro, nunca dicen que los CEO y los supervisores ganan demasiado, siempre son los trabajadores, o los docentes «que tienen tres meses de vacaciones» (como se nota que nunca vieron un docente ni en foto). Por detrás existe siempre la amenaza de un desempleo que implica no solo miseria sino la destrucción de la familia y las personas. Y esto se reafirma con convenios laborales que no son más nacionales, sino que son por empresa igualito a 1920, aprovechando que los obreros en una sola fábrica tienen menos fuerza para negociar con una multinacional que el conjunto de la clase.
La fragmentación hace muy difícil que la gran cantidad de luchas confluyan en un cuestionamiento generalizado al capitalismo neoliberal. Es más, hace difícil ganar los conflictos sin altos niveles de violencia y apoyo social. Inclusive esto le permite a la burguesía lidiar con cada conflicto de a uno: a veces cediendo, otras reprimiendo, y en muchos casos dejando que se desgaste. Luchas hay muchísimas, pero también son muchas las que se pierden. Lo importante es que la gente sigue luchando. La similitud con la situación obrera en la década de 1920 es notable, con una diferencia: en 1920 parecíamos aprender más rápido de nuestras derrotas. Claro, pero en 1920 había una cantidad de sindicalistas heroicos, de izquierda y anarquistas, que articulaban las luchas y derivaban lecciones. Hoy en día es difícil sobre todo por cuanto los sindicalistas burocratizados son una de las piezas claves en este armado: convertidos en empresarios en época de Menem, enriquecidos aun más en época de los K, hoy son el principal dique de contención a la movilización obrera en contra de las «reformas» macristas. Ellos retienen y controlan las organizaciones de los trabajadores, con lo cual las sustraen a la oposición al neoliberalismo. Mientras políticos, empresarios, y burócratas sindicales (y podríamos agregar la Iglesia y los intelectuales) continúen con su alianza, el impacto de la protesta social sobre el devenir del país va a ser escaso. No importa si se dicen peronistas, radicales o socialistas; son todos neoliberales.
De ahí que no solo hay que hacer nuevas propuestas, sino que también hay que buscar nuevas formas de organización y lucha. No se trata de reemplazar a los burócratas con otros que hablen bonito; se trata de construir un movimiento obrero distinto, acorde a estas épocas. No se trata de simplemente votar, porque aun si elegimos diputados que resulten ser honestos, rápidamente encontrarán que las opciones que tienen son muy limitadas. Serán útiles como tribuna para la denuncia, pero no para forjar una alternativa al neoliberalismo. Y sobre todo hay que elegir el momento y lugar de cada lucha, y prepararla de manera que, cuando ocurran, tengan las mayores posibilidades de triunfar. Hay que salir a la sociedad, empezando por la familia obrera y aprender la experiencia de los trabajadores a nivel internacional. Sin el apoyo y la comprensión de los familiares y de los vecinos no se puede triunfar. Algunos gremios combativos norteamericanos organizan sus huelgas empezando por formar brigadas de apoyo de los hijos y los cónyuges, garantizando el apoyo de los comerciantes, y obteniendo intelectuales que analicen la situación para tener buena información que determine las medidas a tomar y también que lleguen a los medios de comunicación. Para llegar a eso hacen cursos, clubes de lectura, clases de tejido, pícnics, dan ayuda escolar: o sea, organizan a toda la familia obrera en el gremio y no solo a los asalariados.
No se trata de hacer huelgas, se trata de ganarlas. En eso hay que buscar nuevas formas de lucha; o revisar la historia a ver cuáles del pasado nos sirven el día de hoy: por ejemplo, estudiar bien la producción para ver en qué punto si la paramos, para toda la fábrica o toda la industria. Por último, hay que retomar las lecciones de anarquistas, socialistas y comunistas en cuanto a educar a los trabajadores. Pero hay que educar para liberar, y en eso habrá que forjar las propias instituciones educativas obreras: escuelas y universidades. Si los burgueses mandan a sus hijos a escuelas privadas, no veo por qué no podemos mandar a los nuestros a escuelas obreras, y que sean abogados e ingenieros obreros. Esta es una lucha cruel, despiadada y a largo plazo. Podemos vencer, pero sólo si somos más inteligentes, más creativos, más flexibles que ellos.
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