La revolución irlandesa podría haber dado un giro radical
El artículo que sigue es una reseña de 'Spirit of Revolution: Ireland from below 1917-1923', editado por John Cunningham y Terry Dunne (Four Courts Press, 2024).
Irlanda está saliendo de la «década de los centenarios». Hace un siglo, la lucha por la independencia nacional resurgió en forma de insurrección en 1916 y de una prolongada guerra de guerrillas en 1919-1921 seguida de una guerra civil en 1922-23. El programa de conmemoración, patrocinado por el Estado, se inclinó fuertemente hacia la Irlanda oficial e incluso tuvo en cuenta el empaquetado de nuestro patrimonio para el turismo.
Pero también dio cabida a un auténtico compromiso popular con la historia y a una cosecha de nuevas exploraciones de la misma. Spirit of Revolution: Ireland from below 1917-1923, un libro de ensayos de reciente publicación, ofrece una excelente introducción a la movilización popular durante el periodo revolucionario irlandés, haciendo mucho más hincapié en la clase y el género que gran parte de la historiografía tradicional.
Resistencia popular
Tradicionalmente, el enfoque para este periodo ha sido abrumadoramente militar. Los relatos de emboscadas republicanas y valor heroico solían dominar la representación. Incluso la escuela «revisionista» de historiadores antirrepublicanos no hizo más que dar la vuelta a la imagen, sustituyendo una saga positiva de heroísmo por una desaprobación negativa del militarismo. Aunque la historiografía más reciente ha rebajado la dosis de heroísmo, el aspecto militar suele estar muy presente.
Esto es comprensible, hasta cierto punto. Los conflictos armados tienen un drama inherente, sobre todo cuando unos desvalidos precariamente armados se enfrentan al poderío de un imperio y luchan contra él hasta paralizarlo. La resistencia militar de esos años, y el amplio apoyo que la alimentó, tienen que ser fundamentales para cualquier comprensión de la etapa.
Pero hubo mucho más que eso: existió también una resistencia más profunda al statu quo. A finales de la Primera Guerra Mundial, una huelga general de un día formó parte de una campaña masiva que frustró un intento de reclutar irlandeses en el ejército británico. En 1920, franjas enteras del país se convirtieron en zonas prohibidas para los militares británicos, no solo porque el Ejército Republicano Irlandés (IRA) les tendía emboscadas, sino también porque los ferroviarios se negaban a permitirles subir a sus trenes. Ese mismo año, el gobierno británico se vio obligado a liberar a cientos de prisioneros republicanos debido a una huelga general en la que los comités de trabajadores empezaban a asumir funciones administrativas en sus localidades.
Como señalan los editores de esta colección, «había un cuestionamiento casi universal del estado de las cosas». Irlanda no fue en absoluto inmune a la ola de optimismo radical que recorrió el mundo tras la Revolución Rusa. Una reunión en Dublín en solidaridad con esa revolución estaba llena a rebosar, y el debate sobre sus logros --junto con la ambición de emularlos-- distaba mucho de estar confinado a la prensa de izquierda.
Cuando la gente se rebelaba en la Irlanda de aquellos años, no solía imponer límites a aquello contra lo que se rebelaba. Cuando decían que querían que fuera el pueblo irlandés el que dirigiera el país y no el gobierno británico, normalmente se referían a una Irlanda en la que ese pueblo tuviera una vida segura y un techo decente: libertad en el sentido más amplio. La lucha contra la injusticia social no estaba separada de la «cuestión nacional», sino que se consideraba una parte necesaria de ella. Los sindicalistas y los guerrilleros republicanos eran a menudo las mismas personas.
La Irlanda soviética
Uno de los rasgos distintivos de cualquier periodo revolucionario es la idea común de que, lejos de ser una serie de «cuestiones» aisladas, la injusticia debe entenderse y cuestionarse en su totalidad. A menudo podemos ver esto en acción en los autodenominados «soviets» que se proclamaron a lo largo y ancho de Irlanda en aquella época.
Una de las primeras experiencias de ese tipo, en Limerick, en 1919, comenzó como protesta contra las restricciones militares impuestas a la ciudad y acabó imprimiendo su propia moneda. Las ocupaciones de centros de trabajo con la bandera roja en alto desafiaron a los empresarios más recalcitrantes, mayormente de tendencia probritánica, y contaron con la simpatía de los agricultores locales para mantener las empresas agrícolas bajo el control de los trabajadores.
Llama la atención el hecho de que gran parte de esta actividad tuviera lugar en pueblos rurales y no en las ciudades. En aquella época, las relaciones sociales características del capitalismo eran aún nuevas en el campo irlandés y estaban abiertas al cuestionamiento, y seguía viva una profunda tradición radical que reivindicaba la tierra para el pueblo. Johnny Burke describe aquí la deliciosa ironía de los pequeños propietarios que se enfrentaban a los terratenientes y a los grandes agricultores, enviándoles colectivamente notificaciones para que renunciaran a sus tierras.
Muchos de los ensayos ofrecen una visión desde la base de los acontecimientos de la época en un distrito u oficio en particular, proporcionando una visión real de los entresijos de cómo tuvo lugar una revolución. Brian Hanley examina el aspecto internacional de la misma a través de las huelgas de los estibadores en Nueva York y Liverpool en solidaridad con la causa irlandesa. Varios ensayos remedian el papel largamente olvidado de las mujeres en el activismo obrero y nacional.
Este libro pone de manifiesto la aparición de una escuela de historiadores que están trabajando para restaurar las multifacéticas corrientes cruzadas de clase y género en nuestra comprensión de la revolución irlandesa. Se mueven con soltura a través del material histórico, desafiando viejas simplificaciones con un enfoque sin remordimientos en aquellos que han sido excluidos de la narrativa durante demasiado tiempo. Su trabajo abre nuevas vías que los historiadores del futuro podrán explorar.
Futuros posibles
Al intentar sintetizar todo esto, una cosa que salta a la vista es la profunda desconexión entre las bases y el liderazgo. Sobre el terreno se extendió un espíritu instintivo de radicalismo, que unía de forma natural la causa de la libertad política con la libertad social y económica. A nivel nacional, sin embargo, las cosas no estaban tan bien integradas.
El movimiento independentista proclamó repetidamente su simpatía por las aspiraciones de los trabajadores, pero tales aspiraciones no figuraban en su balance final. El establecimiento de un Estado irlandés era el objetivo primordial, y las reivindicaciones de los trabajadores a menudo se tachaban de distracciones divisorias de la cuestión principal. Se prometieron medidas para hacer frente a la injusticia social pero se pospusieron hasta que se obtuviera la independencia. Aunque los voluntarios del IRA habían participado con frecuencia en el reparto de tierras y en acciones industriales, más tarde fueron enviados para devolver las tierras a sus antiguos propietarios o incluso para romper huelgas.
A medida que crecía el movimiento obrero en Irlanda, sus líderes se concentraban en la consolidación organizativa, dudando en adoptar una postura propia sobre las grandes cuestiones políticas del momento. A partir de 1916, casi todos los movimientos de la sociedad irlandesa sufrieron agitaciones y cambios, pero las mismas personas permanecieron en la cúspide del movimiento obrero en todo momento. Aunque su lenguaje a menudo se hacía eco del espíritu revolucionario de la época, sus acciones distaban mucho de ponerlo en práctica.
El ensayo de Dominic Haugh sobre los soviets de Munster destaca el papel desempeñado por los marxistas individuales en las luchas, pero estos militantes nunca consiguieron articulación suficiente como para dar una dirección alternativa a escala nacional. Incluso si la hubieran alcanzado, equilibrar los diversos aspectos de la revolución habría sido una tarea nada fácil frente a alternativas mejor organizadas. Las condiciones objetivas también conspiraron contra ellos, con una recesión en 1921 que frenó la militancia obrera cuando la ola revolucionaria internacional se estaba apagando.
El resultado de todo ello fue una Irlanda dividida en dos Estados, ninguno de los cuales parecía muy atractivo: el «carnaval de la reacción tanto en el Norte como en el Sur» del que advirtió James Connolly. Pero, como señaló Victor Serge, no es prudente juzgar a una persona viva por los gérmenes que se encuentran en su cadáver. Siempre había otras posibilidades.
En el norte se abrió «una breve ventana», como dice Fearghal Mac Bhloscaidh, y los socialistas partidarios de la independencia de Irlanda obtuvieron un apoyo significativo entre la clase obrera de Belfast. El papel que desempeñaron las mujeres, generalmente contra viento y marea, prefiguró una Irlanda en la que sus derechos podrían haberse hecho realidad en lugar de ser pisoteados. El ejercicio del poder de la clase obrera, a menudo en la lucha contra el Imperio Británico, mostró el potencial de luchar por una república basada en ese poder.
El pasado nunca es ajeno, y menos aún en Irlanda. La conmemoración de sus años revolucionarios coincidió con un creciente cuestionamiento del acuerdo de 1921. El Brexit puso de relieve la dura realidad actual de la partición impuesta entonces, y el fin de la frontera se convirtió en un tema de debate cotidiano. El viejo molde de la política en el sur se hizo añicos desde que el «Tigre Celta» se derrumbó ignominiosamente en 2008. Hace cien años era «una época para imaginar todos los futuros posibles», escribe Theresa Moriarty. Aprender más sobre ella puede ayudarnos a imaginar algunos más.
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