La(s) identidad(es) del historiador
Discursos que pronunció el intelectual marxista Enzo Traverso en la ceremonia de investidura como doctor honoris causa en la Universitat Autònoma de Barcelona el pasado 26 de noviembre de 2024.
Permítanme que empiece expresando el placer y la emoción que siento hoy, en esta misma sala, al recibir este doctorado honoris causa, que es, sin duda, el reconocimiento más importante de mi carrera como historiador. Importante, por supuesto, por el prestigio de la universidad que me lo otorga, pero también por los muchos lazos y afectos que me unen a Barcelona y a Cataluña. Por ello, quiero dar las gracias a Javier Lafuente, rector de la Universitat Autònoma de Barcelona, y a Margarita Freixas, decana de la Facultad de Filosofía y Letras, que hoy me dan la bienvenida, así como a Pere Ysàs y a Francisco Morente, los profesores que propusieron mi candidatura y que acaban de presentarme. Sus palabras me emocionan profundamente.
El tema que he elegido para esta conferencia --la identidad del historiador-- es a la vez sencillo y complejo: sencillo por la pregunta que plantea, y complejo porque la respuesta a tal pregunta no es sencilla en absoluto. Es tan polifacética y cambiante como las configuraciones de un prisma. Por lo tanto, mi respuesta no será más que una primera aproximación, limitada e insatisfactoria por definición. Intentaré formularla volviendo sobre mis pasos, siendo muy consciente de que mi propia trayectoria, singular como la de todos y cada uno de nosotros, no es más que la refracción de tendencias mucho más amplias, que afectan a una época y trascienden a sus actores, aunque no sean más que intelectuales.
Para definir la identidad del historiador, primero hay que ponerse de acuerdo sobre el sentido de las palabras, y hay que decir que el concepto de identidad es extremadamente ambiguo. El filósofo Paul Ricoeur ha intentado analizarlo distinguiendo entre dos formas principales de identidad: por un lado, la identidad como mismidad (en latín idem) y, por otro, la identidad como ipseidad (ipse). La primera forma se refiere a una sustancia, una cosa, y responde a la pregunta de qué somos. Podría definirse como nuestro ADN, ahora fijado en nuestros pasaportes biométricos y a menudo presentado en las series de televisión de detectives, en las que es el ADN el que permite identificar a la víctima y desenmascarar al asesino. El ADN es fijo, inmutable. La segunda es una forma narrativa; se refiere a nuestra manera de estar en el mundo y responde a la pregunta no de qué somos, sino de quiénes somos. Es el resultado de un proceso de construcción que nos sitúa en relación con el tiempo y con los demás. Esta identidad no es ontológica, porque no define a un ser inmutable, sino a un ser en permanente transformación. Tomando prestada una frase de Hannah Arendt, podríamos decir que presupone el infra, una multitud de seres, el pluralismo y la diversidad de las sociedades humanas. El racismo y el etnocentrismo siempre han descrito las culturas, las mentalidades y las formas de vivir, pensar y actuar como esencias, productos de una especie de determinismo biológico. Si, por el contrario, consideramos la identidad como una construcción social y cultural, se convierte en el resultado de un proceso abierto. Nuestras identidades son el producto de nuestras experiencias, nuestras elecciones y nuestra voluntad. La primera identidad es puramente objetiva; la segunda contiene un elemento fundamental de subjetividad. Foucault hablaría de un proceso de subjetivación.
A la luz de esta distinción, la gigantesca empresa de Pierre Nora --los lugares de memoria como colección, conservación y patrimonio del pasado francés-- podría leerse como un monumento erigido en homenaje a una identidad amenazada. Según las palabras del propio Nora, el sentido de esta empresa «es devolver al centro de la historia, al foco radiante de la identidad francesa», un conjunto de elementos que la forjaron --lugares, acontecimientos, objetos, símbolos, textos, imágenes, tradiciones-- y que ahora están amenazados porque su transmisión ha entrado en crisis. En la época de la globalización, esa transmisión ya no es un proceso natural; la tradición se disuelve y las culturas se modifican. La memoria, nos explica Nora, se ve entonces como el receptáculo de una identidad que se ha perdido o que está fallando, o al menos se tambalea. Está bastante claro que esta concepción se ocupa más de la identidad como cosa que de la cultura, de la conciencia y de la subjetividad en mutación. En otras palabras, Nora intenta reducir la memoria a la mismidad, y las transformaciones culturales e identitarias de Francia a una esencia, a las partes --los adornos-- de un monumento. En verdad, la identidad francesa no está amenazada, simplemente ha cambiado, como las identidades nacionales en todo el mundo.
He mencionado a Nora para observar que los historiadores también podrían ser divididos en dos escuelas: por un lado, los que yo llamaría «arqueólogos fundamentalistas» --con todo el respeto por los arqueólogos, que no son necesariamente fundamentalistas--, y por otro lado, los «constructivistas». Los primeros siempre buscan las raíces y miran el pasado como un proceso de exteriorización gradual de una esencia original; los segundos, en contrapartida, están convencidos de que no hay clases sin conciencia de clase y piensan que las naciones son ante todo «comunidades imaginadas». Imaginadas no significa ficticias o inmateriales. La definición de Benedict Anderson sugiere liberar sus historias tanto de la teleología como del determinismo. Hay que decir, sin embargo, que las historiografías europeas se han construido como narrativas nacionales en torno a un paradigma que en Francia se conoce como «novela nacional» (le roman national), pero esta definición se aplica igualmente al casticismo español, a la narrativa épica del Risorgimento italiano, a la mitología völkisch alemana o al relato providencialista de la frontera americana. Por un lado, historiadores que buscan supuestas esencias actuantes en el pasado, el «motor escondido» de la historia, como el espíritu absoluto hegeliano que se desvela en el tiempo; por otro, historiadores interesados en explorar los meandros del infra, para quienes la historia es un proceso abierto, no una narración que debe desplegarse, sino más bien un enigma que hay que resolver. Este pequeño excurso muestra que los historiadores también tienen identidades diferentes. No hay una única manera de escribir la historia: el pasado es un campo magnético en el que se cruzan muchas interpretaciones. Hay diferentes maneras de ser historiador; algunas son, sin duda, mejores que otras, pero no existe un paradigma normativo, como no existe una jerarquía de identidades.
Hoy, recibiendo este gran honor de la Universidad Autónoma de Barcelona, me gustaría hablarles de mi propia identidad como historiador. Una pequeña incursión en la «tecnología del yo». No por el placer narcisista de contar mi vida, sino para intentar arrojar algo de luz, a partir de una trayectoria individual que no es ni pretende ser ejemplar, sobre una serie de cuestiones que atraviesan la identidad de todos los historiadores.
Reflexionando sobre el exilio, Bertolt Brecht describió el pasaporte como «la parte más noble del ser humano» y Hannah Arendt añadió que solamente un pasaporte otorga «el derecho a tener derechos». Es verdad, pero los pasaportes son el espejo de un proceso dialéctico muy complejo que tiene sus propias contradicciones. Históricamente, la noción de identidad siempre ha sido inseparable de la noción de policía, orden y disciplina. Desde principios del siglo XIX, la «revolución identitaria» no fue otra cosa que la implantación de sistemas de control social y de gestión de los movimientos de población. La creación de documentos de identidad surgió de la necesidad de seguir los movimientos de mendigos y vagabundos, cuyo número se multiplicó en la época de la Revolución Industrial, y de hacer el censo de las capas marginales y subversivas de los grandes centros urbanos. Privados de ciudadanía, los emigrantes se vieron a su vez sometidos a leyes destinadas a identificarlos y mantenerlos bajo control. Siguiendo los pasos de Francis Galton, el primero en utilizar las huellas dactilares, y aprovechando la invención de la fotografía, Alphonse Bertillon desarrolló un sistema de fichaje policial basado en fichas antropométricas que, reservado en un principio a los delincuentes reincidentes, se extendió más tarde a los extranjeros en situación irregular o amenazados de deportación. La «revolución identitaria» fue ante todo una técnica de control de los individuos considerados «peligrosos» y, por tanto, «identificados». La represión de las «clases peligrosas» es consustancial a la formación de los Estados nacionales modernos. La nación moderna se construye, por un lado, incorporando a sus ciudadanos a una entidad que trasciende las realidades locales y, por otro, distinguiéndose de otros Estados situados fuera de fronteras estrictamente definidas. Excluidos de la ciudadanía, los inmigrantes son percibidos inevitablemente como un cuerpo extraño que debe ser asimilado o rechazado, según las circunstancias. Los imperios coloniales promulgaron leyes para separar a los ciudadanos de los súbditos colonizados. De ahí la distinción que subraya Foucault entre el salvaje y el bárbaro: el primero debe ser civilizado (es decir, incorporado a la comunidad nacional), mientras que el segundo debe mantenerse a distancia como un enemigo porque cualquier intrusión amenazaría la salud y la integridad del cuerpo nacional. Sus identidades son fijas, vinculadas a la condición territorial y racial. Como nos explicó George L. Mosse, al inicio del siglo xx el proceso de nacionalización de las masas acentuó y radicalizó esta tendencia al vincular las naciones concebidas como comunidades étnicas homogéneas a un conjunto de mitos, símbolos, emblemas, leyendas y tradiciones codificadas o inventadas. Hoy en día, sin embargo, la globalización nos lleva a repensar las historias nacionales no como trayectorias autónomas y paralelas, sino más bien como crisoles, lugares de intercambios económicos, transferencias culturales y mestizaje de poblaciones. Las culturas nacionales no se inscriben en singularidades originales, sino que son la refracción particular de procesos globales que las configuran y reconfiguran; nunca permanecen estáticas. Si en los últimos años hemos asistido a una fragmentación de las memorias y las identidades --una fragmentación que a veces ha encontrado su expresión en los museos y la historiografía--, ha llegado el momento de repensar nuestras historias nacionales en un espacio europeo y mundial, en lugar de replegarnos dentro de fronteras estrechas.
Tomemos la historia de mi país, Italia. En los siglos XIX y XX, época de grandes migraciones, la identidad italiana era tanto mediterránea como atlántica. En el imaginario de muchos campesinos que tenían una muy vaga conciencia nacional y cuyo idioma vernáculo era su dialecto local, Nueva York y Buenos Aires eran referencias que afectaban a su vida cotidiana. Podríamos decir lo mismo de muchos otros países, como España, si reemplazamos la palabra emigración por la palabra colonialismo, o si la agregamos. Si miro hacia atrás, podría concluir que mi carrera como historiador es un reflejo bastante fiel de esta vocación identitaria. Nací y crecí en Italia, me formé en Italia y en Francia, país en el que me hice historiador, y desde hace unos diez años trabajo en EEUU, al otro lado del Atlántico. Mi identidad intelectual es tan singular como plural.
Pero la identidad del historiador no es solo una cuestión de espacio, sino también del tiempo histórico en el que vive. Este define su generación. En el marco de una abundante literatura sociológica e histórica iniciada por Karl Mannheim, hoy es frecuente distinguir una generación --en el sentido intelectual y político del término-- de una simple cohorte, un grupo de edad. Este último reúne a un conjunto de personas en función de su fecha de nacimiento, sobre la base de una división biológica y cronológica ciertamente racional pero abstracta, porque una generación intelectual no se corresponde mecánicamente con esas divisiones convencionales. Su punto de partida es un acontecimiento fundador que marca un giro histórico y en torno al cual surgen nuevas escisiones, siempre enmarcadas en lugares y contextos particulares (sociales, culturales, políticos). Por ello, Marc Bloch subrayó el carácter «flexible» de la noción de generación, que, «a pesar de las elucubraciones pitagóricas de algunos autores, no tiene nada de regular», y distingue entre «generaciones largas» y «generaciones cortas». Es un lugar común identificar, en la Europa del siglo xx, una generación de 1914, una generación de la Segunda Guerra Mundial, una generación de 1968, etcétera. Estos acontecimientos no deben interpretarse como matrices, en el sentido determinista del término, sino más bien como momentos o campos de polarización en torno a los cuales se aglutinan las señas de identidad de un grupo, y que por tanto pueden definirse a partir de criterios que no se limitan a la edad. Cada generación intelectual y política se enfrenta a problemas a los que intenta dar respuesta, a veces elaborando proyectos, a veces construyendo un sistema de valores, inventando un estilo, un lenguaje y un comportamiento. Se forman así unidades generacionales --definidas por una problemática común-- que tejen redes de sociabilidad constituidas por movimientos, círculos, revistas e instituciones de nueva creación o transformadas por un proceso de apropiación crítica. Huelga decir que, si adoptamos esta definición histórica y no puramente cronológica, deberemos tener en cuenta subgeneraciones cuyos miembros no establecen una relación inmediata y directa con el acontecimiento que las constituye. Ninguna generación surge de un terreno virgen, y no sería difícil demostrar que a menudo elaboran y reorganizan elementos legados por generaciones anteriores, o dan forma a nuevas ideas que habían pasado por una larga fase de incubación en años anteriores.
Pero a pesar de todos estos hilos que la vinculan al pasado, una generación intelectual tiene un perfil propio que la distingue de las que la precedieron y también, a largo plazo, de las que la siguen. Mi subgeneración es, por lo tanto, la de los años setenta. En Italia, su peculiaridad reside en el hecho de que llegó tarde, ya que el acontecimiento fundacional que la creó tuvo lugar un poco antes. Una convención muy extendida fija la fecha, simbólicamente, en 1968, aunque hay que tener en cuenta algunas discrepancias entre los distintos países europeos, así como entre Europa y América, donde la guerra de Vietnam y la revolución cubana habían anticipado el fenómeno. Quienes, como yo, despertaron a la política y descubrieron la historia a mediados de los años setenta, inevitablemente definieron su identidad en relación con un conjunto de acontecimientos fundadores que no habían vivido; reivindicaron una ruptura que otros habían logrado y empezaron a moverse en un paisaje con contornos ya definidos. No tienen la misma percepción de esta ruptura y no pueden describirla con la misma intensidad que sus mayores. No estoy seguro de que podamos hacer la misma observación en España y Cataluña, si tomamos la muerte de Franco en 1975 como un punto de inflexión histórico y simbólico. El hecho es que, en Italia, pertenezco a una generación tardía, una generación que surgió en un contexto histórico que estaba en proceso de cambio y en relación con el cual ya se había establecido, por así decirlo, una frontera. Suscribo la frase de Daniel Lindenberg: «éramos gnósticos» que, «cerca y al mismo tiempo lejos de las catástrofes del siglo, [buscábamos] una redención radical». Podría presentarme, desde este punto de vista, como un espécimen tardío, uno de los representantes de la «última generación de Octubre», la última generación que se formó alrededor de la convicción de la posibilidad de una revolución socialista en Europa occidental. La revolución era vista como una utopía concreta que fijaba el horizonte del pensamiento e inspiraba la acción cotidiana.
Cuando hoy recuerdo aquellos días, no siento nostalgia, pero tampoco vergüenza ni arrepentimiento. Puedo contemplar un mundo muy distinto del que nos rodea hoy y sonreír ante la ingenuidad, el simplismo y el dogmatismo de mis compromisos de entonces. Sin embargo, queda algo esencial, un legado crítico y utópico que acepto y del que trato de hacer un uso racional. Estos años formaron un habitus mental que ha repercutido en la manera de concebir la investigación y de elegir los temas, así como en la forma de escribir la historia. En un bello texto autobiográfico, el escritor italiano Erri De Luca describía los años setenta, evocando a Walter Benjamin, como la época de una generación que quería «pasarle a la historia el cepillo a contrapelo». Creo que este principio sigue siendo fértil. Por eso no me reconozco en el recorrido de muchos representantes de mi generación. Mi subgeneración se formó en el crepúsculo de una época de ruptura, ebullición e innovación, y alcanzó la madurez en una fase de reflujo político y restauración cultural.
En verdad, la «última generación de Octubre» es también la primera generación, en Europa occidental, de investigadores que se formaron en el mundo global, para los cuales viajar y estudiar en el extranjero ya era normal. Antes, eso era el destino de los exiliados o de una muy pequeña minoría privilegiada. En estas circunstancias, me resulta difícil encajar en una tradición nacional. Aunque mis orígenes y mi formación son indudablemente italianos, no puedo llamarme historiador italiano sin tener dudas. Vivo en EEUU y escribo, mal que bien, en varios idiomas, sobre todo en francés, pero tampoco podría, sin hacer trampas, considerarme un historiador francés. En Italia, por supuesto, no me siento extranjero, y a lo largo de los años he construido sólidas relaciones de amistad, intercambio y colaboración, aunque desde una posición de exterioridad, no solo geográfica e institucional, sino también, muy a menudo, en cuanto a mi forma de ver las cosas. Pertenezco a ese gigantesco continente de italianos expatriados (l'Italia fuori d'Italia), antaño formado sobre todo por campesinos analfabetos, hoy compuesto por profesionales e intelectuales que ven su país como un emigrante. En otras palabras, no estoy sujeto a las limitaciones de un contexto nacional y no siempre tengo los mismos reflejos que mis compatriotas o colegas del continente.
En cambio, mi «exterioridad» hacia Francia y EEUU se debe a mis orígenes. Ocupo en estos países una posición a la que se aplica bastante bien la fórmula acuñada por Peter Gay para definir a los intelectuales de la era de Weimar: the outsider as insider. En un bello texto de inspiración autobiográfica, Eleni Varikas describió perfectamente esta sensación de ligera Unheimlichkeit, una inquietud que atenaza al extranjero en relación con el nativo:
Naturalizados o no, los extranjeros nunca son lo bastante naturales; carecen de los automatismos y reflejos de los nativos, de la gramática cultural que nunca puede adquirirse por completo a pesar de los esfuerzos [de los países de acogida]. Su acento no es más que el presagio de una desviación de la norma --de otras desviaciones por venir-- que puede ser recibida con interés, diversión o recelo, pero que no puede pasar desapercibida. En efecto, cualquiera que sea el grado de familiaridad, o incluso de adhesión, al mundo de los autóctonos, se trata de una familiaridad desprovista de ese toque de irreflexión, de espontaneidad, que caracteriza la adhesión de estos últimos a los valores, tradiciones y rasgos evidentes de su mundo. Su comprensión de estos valores está siempre mediatizada por experiencias que no comparten con los autóctonos. El extranjero sabe que el mundo que le acoge no es el mundo, sino una configuración particular de él, y este conocimiento es probablemente una de las fuentes más importantes de sus malentendidos.
Soy muy consciente de que nunca podría escribir o expresarme como un francés, y mucho menos como un estadounidense, pero eso no significa que me sienta «fuera de lugar» en estos países. En su autobiografía, Edward Said se define out of place también porque su cosmopolitismo es el producto de una identidad negada, de un lugar que le pertenece y del cual fue expropiado. Este no es mi caso: la distinción que hace Said entre exiliados y expatriados es muy importante. Yo no soy un exiliado; soy un expatriado que puede volver a su país cuando quiera. Igualmente, nunca me siento fuera de lugar en Madrid, Barcelona o Valencia. En estas dos últimas ciudades, por el contrario, a menudo me sorprendo al descubrir cuánto me siento en casa. Es ilusorio, pero agradable. Mi posición, compartida por muchos, se acerca a lo que Georg Simmel llamaba el extranjero (der Fremde) y Tzvetan Todorov caracterizaba como el producto de una transculturación, es decir, la adopción de un nuevo código cultural que se superpone al antiguo, sin borrarlo (pero que también puede injertarse en el antiguo, transformando a ambos). En esta transculturación me gustaría encontrar algo de lo que los teóricos poscoloniales llaman hibridación cultural y Eduard Glissant conceptualiza como criollización, una postura crítica basada en la convicción de que las culturas son siempre producto de transferencias, mezclas y cruces. Me veo como alguien que vive en un punto intermedio, un poco suspendido, pero no sin hogar.
Según Siegfried Kracauer, autor de una obra capital sobre la historia, que define como el dominio de las «últimas cosas antes de las últimas», «algunos grandes historiadores deben gran parte de su estatura a su condición de expatriados». Comparó al historiador con un exiliado, porque explorar el pasado es una forma de exiliarse, de abandonar el propio mundo, como un viajero que visita el reino de los muertos, aunque sea consciente de que no pertenece a él: «Como Orfeo, el historiador debe descender al mundo inferior para devolver la vida a los muertos». Y añade que esta operación entraña riesgos, porque requiere necesariamente un cierto grado de «negación de sí mismo», el hecho de ponerse, al menos temporalmente, en la situación de los «sin hogar», porque esta es la condición para comunicarse con el material legado por el pasado. «Extraño el mundo que evocan sus fuentes», prosigue Kracauer, «la tarea a la que se enfrenta --la tarea del exiliado-- es penetrar [en el pasado] más allá de sus apariencias externas, llegar a comprender este mundo desde dentro». En resumen, el historiador emprende un camino cuyo final desconoce, y este camino es un proceso de transformación, porque él casi nunca regresa a su punto de partida. Al final de este viaje, su identidad se ha visto sacudida y cambiada.
Quisiera referirme ahora a las influencias formativas que han jalonado esta trayectoria. Entre los autores que han tenido un profundo impacto en mi formación intelectual y que han sido modelos de referencia para mí, me gustaría mencionar primero a Isaac Deutscher, Perry Anderson y Michael Löwy, que fue mi director de tesis en la EHESS, donde me matriculé en 1985.
Había leído las biografías de Isaac Deutscher sobre Trotski y Stalin, seguidas de numerosos ensayos, tanto en inglés como en traducción italiana. Me sedujeron de inmediato la elegancia y la claridad de su estilo, el aliento épico de su narrativa, la amplitud del fresco histórico que pintaba y su capacidad de distanciamiento crítico. Estas cualidades superaban con creces, en mi opinión, las limitaciones de sus obras, que no me resultaban menos evidentes, entre las que destacaba su «justificación» historicista del estalinismo (por el que Deutscher no sentía ninguna simpatía y contra el que incluso había luchado, pero que en última instancia consideraba históricamente ineludible). Fue Deutscher quien me enseñó --sin duda de forma más convincente que Braudel, ya que su longue durée no ignora los acontecimientos ni, sobre todo, la subjetividad de los actores históricos-- la necesidad y el gusto por las grandes panorámicas de una época. Deutscher me empujó a leer y admirar muchos «macrohistoriadores» muy diferentes unos de otros, como Eric Hobsbawm, Perry Anderson, Jürgen Osterhammel, Josep Fontana y Arno J. Mayer.
De Perry Anderson, ampliamente traducido al italiano en los años setenta, había apreciado su crítica de Gramsci, sus estudios sobre la génesis del Estado en Occidente y, sobre todo, su interpretación del marxismo occidental, que pintaba un vasto cuadro rico en fecundas intuiciones. Nacido de la derrota de las revoluciones en Europa, el marxismo occidental llevaba los rastros de esta derrota: por un lado, una escisión entre teoría y práctica y, por otro, un repliegue filosófico y estético frente a los grandes desafíos políticos de su época. Perry Anderson ejerció una profunda influencia en mi forma de estudiar la historia del marxismo y fue una especie de brújula para mí durante unos diez años. Más tarde, sus ensayos sobre Braudel, Ginzburg, Bobbio, Deutscher, Hayek y el posmodernismo me parecieron intentos muy estimulantes de escribir historia intelectual. Anderson me enseñó a conciliar teoría e historia, a practicar una historia intelectual que no es solo una historia de las ideas, sino que conceptualiza y contextualiza, vinculando las ideas a las personas que las encarnan y a la época en que viven. Como británico, siempre ha mirado con cierta distancia la tradición cultural de su propio país, que ha descrito como un lugar privilegiado de «emigración blanca» (White emigration), es decir, conservadora, y siempre ha prestado mucha atención al mundo francófono, germano e hispanohablante, sin olvidar Italia. Italia nunca ha sido el país de la «emigración blanca», pero mi relación con la cultura italiana no es muy distinta.
Michael Löwy fue mi Doktorvater, como dicen los alemanes. Sociólogo marxista nacido en América Latina pero enraizado en la cultura judeo-alemana de Europa central, Löwy me proporcionó un conjunto de herramientas metodológicas y conceptuales particularmente rico y original. Encontré en su obra un enfoque de la historia del marxismo más abierto y radical que el de la historiografía italiana, así como un marcado interés por la encrucijada entre religión y política (con especial atención al mesianismo judío). Sobre todo, encontré en sus escritos una sociología de la cultura fuertemente marcada por una tradición germánica (Max Weber, Karl Mannheim) que me pareció más pertinente para comprender la trayectoria de los intelectuales judíos que los modelos del intelectual orgánico o del intelectual republicano desarrollados por la historiografía italiana y francesa. En términos más generales, Michael Löwy encarna una síntesis de diferentes tradiciones intelectuales --francesa, latinoamericana y judeo-alemana-- que confiere a sus escritos una amplitud de horizontes y una extraordinaria dimensión crítica. Leyéndole, tuve la impresión de asistir al encuentro entre el marxismo occidental, nacido de las derrotas del periodo de entreguerras, y la revolución cubana, entre Walter Benjamin y Ernesto Che Guevara. La obra de Michael Löwy me ha proporcionado algunas herramientas esenciales, en primer lugar, para interpretar la intelectualidad judía, luego para analizar los caminos del exilio judeo-alemán. Es cierto que su sociología weberomarxista de la cultura, cuyas raíces se remontan al joven Lukács y a Karl Mannheim, filtrada por la enseñanza de Lucien Goldmann, me distanciaba de una tradición sociológica francesa que iba de Émile Durkheim a Pierre Bourdieu, así como de una tradición marxista fuertemente marcada por el estructuralismo, la de Louis Althusser. Pero este cosmopolitismo fue un elemento esencial de mi formación.
Si tuviera que suscribir una tradición, o inventarme una, podría considerarme descendiente --sin duda, lo menos noble y probablemente también algo abusivo-- de una línea que se originó en la Europa central de entreguerras y arraigó en París. Fue trasplantada a la capital francesa por sociólogos e historiadores como Lucien Goldmann y Georges Haupt, dos judíos rumanos de habla alemana, y luego ampliada y enriquecida por Michael Löwy y otros. En realidad, no se trata de una verdadera tradición, y menos aún de una escuela, ya que no ha dado lugar a ninguna institución ni revista, sino más bien a una constelación de diferentes autores. Sus elementos distintivos siguen siendo el marxismo crítico, el método dialéctico, la sociología historicista y la filosofía humanista, a los que podríamos añadir una cierta sensibilidad romántica. Las raíces de esta constelación se encuentran en la Mitteleuropa, pero tomó forma en un espacio cultural esencialmente latino, y París fue su lugar de cristalización. Probablemente no soy el único goy entre los nietos de esta diáspora, más proclive que otras a acoger a extranjeros.
Las directrices que se desprenden del conjunto de mis trabajos --marxismo, historia judía, historia de las ideas, historia intelectual, teoría política-- me parecen trazar un camino. No poseo el genio de quienes, llevados por su espíritu creativo, navegan con facilidad entre campos completamente distintos. Tampoco soy un erudito que construya una obra compuesta de innumerables variaciones sobre un mismo tema. Me gustaría poder decir que este conjunto de trabajos respeta ciertas reglas, cuya formulación más clara he encontrado en mi otro maestro, Arno J. Mayer, en respuesta a sus críticos. Intentaré enumerarlas por orden, con mis propias palabras. En primer lugar, la contextualización, que significa situar siempre un acontecimiento o una idea en su propio tiempo, en su propio entorno social, en su propio ambiente intelectual y lingüístico, en su propio paisaje mental. Luego está el historicismo, la necesidad de abordar los hechos y las ideas desde una perspectiva diacrónica que capte sus transformaciones a largo plazo. Por supuesto, no abogo por un historicismo positivista o neorankeiano, más extendido hoy de lo que se cree o de lo que quieren admitir quienes lo practican y que conduce casi siempre a una visión apologética de la historia. Yo abogo por un historicismo crítico que, sin embargo, reafirme con fuerza el anclaje último de la historia, incluida la historia intelectual, a su fundamento fáctico, es decir, económico, social y cultural. La tercera regla es el comparatismo. Comparar acontecimientos, épocas, contextos e ideas es una parte esencial del intento de comprenderlos. Esta afición al comparatismo está sin duda ligada a mi condición de expatriado. También está ligada al tema mismo de mi investigación: el exilio, el cosmopolitismo de los intelectuales, la transferencia de ideas de un país a otro, de un continente a otro. A veces esta práctica historiográfica puede resultar incómoda o levantar críticas, como ocurrió este año con mi ensayo sobre la guerra en Gaza, pero no quiero renunciar a utilizarla. La cuarta regla es la de la conceptualización. Esta regla postula que, para captar la realidad, es necesario aprehenderla a través de conceptos, sin por ello dejar de escribir la historia de modo narrativo. En otras palabras, la historia trata de realidades, no de abstracciones. Conseguir que la inteligencia de los conceptos coexista con el gusto por la narración sigue siendo el gran reto de toda escritura histórica, y lo mismo cabe decir de la historia de las ideas. No pretendo haber respetado siempre estas reglas, ni mucho menos haberlas ilustrado de forma ejemplar, pero al menos me he inspirado en ellas. No me corresponde a mí juzgar los resultados.
Este conjunto de reglas no son leyes para la producción de conocimiento histórico, sino puntos de referencia útiles en el ejercicio de una profesión, como método adquirido e interiorizado más que como esquema que aplicar. Sirven para organizar un tema que tiende a ser cada vez más vasto al incluir, junto a las ideas políticas y a quienes las encarnan, sus fundamentos sociales y culturales, con sus formas literarias y estéticas, tanto eruditas como populares. La iconografía desempeña un papel cada vez más importante en mi trabajo, partiendo de la constatación de que las imágenes son también «imágenes del pensamiento» (Denkbilder), a la vez que fuentes e ideas plasmadas. Por último, la adopción de estas reglas designa o da forma a una operación --la escritura de la historia-- que, en mi opinión, permanece profundamente arraigada en el presente. Es siempre en el presente donde nos proponemos reconstituir, pensar e interpretar el pasado, y la escritura de la historia --y esto se aplica aún más a la historia política-- participa, al estar sujeta a sus limitaciones, en lo que Jürgen Habermas denomina su «uso público» (öffentliche Gebrauch der Vergangenheit). Conviene ser consciente de ello.
Los autores mencionados también me enseñaron una cierta «conducta de vida» --una Lebensführung, como diría Max Weber-- sobre la relación entre la investigación y el compromiso público del historiador. Deutscher era un exiliado, nacido en Polonia, que se convirtió en un gran historiador en lengua inglesa, antifascista y antiestalinista. Michael Löwy nació en Brasil de padres judíos austriacos y, bajo la dictadura militar brasileña de los años sesenta, cuando vivía en París, también se convirtió en un exiliado y un apátrida. Hoy es un destacado exponente de la teoría crítica y una figura importante en la cultura de la izquierda latinoamericana. Arno Mayer fue otro exiliado que llegó a EEUU desde Luxemburgo al comienzo de la Segunda Guerra Mundial; en Princeton, fue una de las voces del movimiento contra la guerra de Vietnam. Perry Anderson fue uno de los fundadores de la New Left Review. Podría añadir otra figura que desempeñó un papel muy importante en mi carrera, como guía y amigo: Pierre Vidal-Naquet, un gran helenista que había perdido a sus padres en Auschwitz, que estaba profundamente comprometido con la oposición al colonialismo durante la guerra de Argelia y que lideró una lucha ejemplar contra la negación del Holocausto. Todos ellos eran y son intelectuales comprometidos (engagés) en el sentido sartreano del término. Aprendí de ellos.
Creo que el papel del historiador es ante todo crítico. El historiador no es un juez que administra el tribunal de la historia, ni tiene el monopolio de la interpretación del pasado, porque la historia pertenece a todos. Un buen historiador no debe escribir para defender una causa o hablar en nombre de un grupo. Estoy de acuerdo con la observación de Eric Hobsbawm de que los historiadores no escriben para los proletarios, ni para las mujeres, ni para los homosexuales, ni para los negros, ni para los judíos; escriben para todos. Pero este universalismo no implica ninguna neutralidad axiológica ni tampoco significa indiferencia ante el ruido del mundo, ante la historia que se está haciendo en el presente. Escribir la historia --es decir, desarrollar un discurso crítico sobre el pasado-- es una forma de ayudar a la sociedad a comprenderse a sí misma y a reconocer sus responsabilidades en el presente. Por eso nunca he ocultado mis opiniones ni mis compromisos. He escrito sobre varios temas de actualidad; por ejemplo, intentando analizar las nuevas caras del fascismo en el siglo XXI. He escrito varios libros sobre el antisemitismo, la violencia nazi, el Holocausto y su impacto tanto en la historiografía como en la cultura de posguerra. Este trabajo es ciertamente muy modesto, pero me da responsabilidades y no creo que pudiera continuarlo permaneciendo en silencio sobre lo que está ocurriendo hoy en Palestina. Por eso he escrito un ensayo sobre Gaza, un ensayo histórico cuya ambición es aportar una aclaración contra el abuso de la memoria y la manipulación de la historia que hemos presenciado durante el último año para justificar una guerra que ha adquirido rasgos de genocidio. No creo haber violado mi oficio de historiador. El compromiso en el espacio público también es una dimensión de la identidad del historiador.
Para concluir, creo necesario mencionar la concepción de la historia de Walter Benjamin. Si lo hago, no es por gusto por la cita ni por el deseo de escudarme en la autoridad de un gran clásico, sino para reconocer mi deuda con un autor que es una presencia constante, a menudo explícita, a lo largo de todo mi trabajo. En el fondo, lo que creo haber encontrado en los escritos de Benjamin no es tanto una respuesta a mis preguntas como una ayuda para formularlas, premisa indispensable para cualquier investigación fructífera. Benjamin, pues, como interlocutor para cuestionar los presupuestos y el sentido de mi trabajo más que como modelo que ofrezca herramientas de aplicación inmediata. En España, me parece reconocer un acercamiento similar en la obra de un gran historiador, también muy interesado en la conceptualización, como José Carreras. El legado de Benjamin no es comparable al de Marx, Durkheim, Weber, Braudel o Bourdieu. No nos ha dejado un método, sino una profunda reflexión sobre las fuerzas y contradicciones de un enfoque intelectual que, al intentar pensar la historia, insiste en no disociar el pasado del presente. Benjamin opone al tiempo lineal, «homogéneo y vacío» postulado por el historicismo otra concepción del pasado, marcada por la discontinuidad y la ruptura, que él sitúa bajo el signo de la catástrofe. Estableciendo una relación empática con los vencedores, el historicismo fue a su juicio «el narcótico más poderoso» del siglo XIX. Es preciso, pues, invertir la perspectiva reconstruyendo el pasado desde el punto de vista de los vencidos. Nuestra relación con el pasado no puede reducirse al estudio de una experiencia definitivamente cerrada y archivada, sino que se basa en una relación dialéctica en la que «el pasado (Gewesene) se encuentra con el presente (Jetzt) en un instante para formar una constelación». De este encuentro, que no es temporal sino figurativo (bildlich) y condensado en una imagen, surge una visión de la historia como un proceso abierto en el que un pasado inacabado puede, en determinados momentos, reactivarse, rompiendo el continuum de una historia puramente cronológica e irrumpiendo en el presente. En otras palabras, la historia no es solo una ciencia, sino también «una forma de recordar» (Eingedenken).
Por último, esta concepción de la historia toca un conjunto diverso de disposiciones mentales y estados de ánimo --de la melancolía al duelo, de la esperanza al desencanto-- que la historia nos ha legado y que rondan en el presente nuestra relación con el pasado. La historiografía contemporánea está marcada por profundas tensiones entre historia y memoria, entre el distanciamiento inherente al proceso histórico y la subjetividad, hecha de ansiedades y reviviscencias, de recuerdos y representaciones colectivas que habitan en los actores de la historia. Sin embargo, el siglo xx no solo ha revelado las ilusiones del historicismo y ha ilustrado el naufragio de la idea de progreso; también ha registrado el eclipse de las utopías inscritas en las experiencias revolucionarias. Como el ángel de la novena tesis de Benjamin, Auschwitz nos obliga a mirar la historia como un campo de ruinas, mientras que el gulag nos prohíbe hacernos ilusiones o ingenuidades sobre interrupciones mesiánicas del tiempo histórico. Para quienes no han optado por el desencanto resignado o la reconciliación entusiasta con el orden dominante, el malestar es inevitable. Mi carrera como historiador de las ideas políticas y de la cultura probablemente se ha visto marcada por este malestar. He intentado que este malestar sea fructífero. No estoy seguro de haberlo conseguido.
Ediciones de la Universitat Autònoma de Barcelona