La violencia: inherente a la democracia tutelada
En un estado convulsionado por la permanente intimidación delincuencial y paramilitar, y por una continuada estrategia de guerra irregular contra las comunidades del EZLN y de sus bases de apoyo, pone en entredicho la narrativa negacionista del nuevo gobierno en cuanto a la realidad en que viven millones de mexicanos en la geografía nacional.
La violencia exponencial se deja sentir en estados como Sinaloa, Guanajuato, Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Veracruz y Oaxaca, donde los cárteles ponen en jaque la supervivencia económica, la cotidianidad, la tranquilidad y la seguridad de las familias, con tasas de más de 100 homicidios dolosos diarios, control de extensas regiones en los espacios rurales y urbanos, retenes, cobranzas de derecho de piso y otras múltiples extorsiones, que, como en el caso de Morelos, recientemente cobraron la vida de dos profesores jubilados de la UAEM.
El contexto de esta trágica situación no es otro que el continuismo confeso (segundo piso) de la Cuarta Transformación, con la extensión de sus megaproyectos y programas clientelares individualizados, que en múltiples regiones operan en clave contrainsurgente, o como la ingeniería de conflictos de la recolonización de los territorios, en el proceso de una visible militarización del país, que no hay visos que va a disminuir, la presencia y actividad permanente del crimen organizado, el otro actor armado del capitalismo que va despoblando y desposeyendo, fragmentando los tejidos comunitarios, que desgasta las resistencias, y descabeza los movimientos, recluta juventud por doquier y secuestra su futuro.
Además, en los últimos meses tiene lugar una situación de emergencia que priva en territorios bajo la hegemonía zapatista, marcada por la profundización de la guerra de contrainsurgencia, a través de la acción de actores armados. Por un lado, grupos paramilitares que multiplican sus ataques contra las comunidades zapatistas, y, por otro, la presencia creciente en todo el estado de Chiapas de cárteles del llamado crimen organizado, todo ello en el marco del mencionado proceso de militarización y militarismo, acentuado de nueva cuenta por el gobierno entrante.
A lo largo de estas tres décadas, se ha denunciado la existencia en Chiapas de grupos paramilitares, cuya función es constituir la fuerza de contención activa, mientras los elementos castrenses se despliegan como la fuerza de contención pasiva, a la cual se han agregado los grupos delincuenciales que originan en su conjunto las condiciones de expulsión y desplazamiento de las comunidades indígenas zapatistas y no zapatistas. Este es sólo un esbozo de la guerra de amplio espectro que se vive en Chiapas y que se destaca con el propósito de romper el cerco mediático y el negacionismo sobre estos temas que parece imponerse en el nuevo gobierno, y estar oculto en las agendas y los recorridos de la titular del Poder Ejecutivo.
Las violencias expuestas son inherentes a la democracia tutelada por la actual forma de acumulación militarizada-paramilitar-delincuencial, ya que los poderes fácticos que la sostienen y le dan contenido, las ejercen para lograr sus objetivos económicos y políticos y, en consecuencia, hacen de la guerra contra los pueblos su razón de ser y existir, tanto en el ámbito nacional como internacional.
Sin embargo, la utopía concreta sigue también ahí, en las múltiples resistencias que se registran en la territorialidad lacerada por estas violencias, en la terquedad de pensar el mundo a contracorriente, de no dejarse arrastrar por la rutina, el cansancio y la demoledora maquinaria del pensamiento único que no admite disidencias, desviaciones, ni mucho menos sueños libertarios.
La estrategia, reiterada por los zapatistas, es la organización desde abajo, desde una izquierda que no renuncia a la construcción de mundos nuevos. Aquí se sitúa, a más de 30 años de iniciado su movimiento de insurgencia, el propio Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el Congreso Nacional Indígena y el entorno variopinto que se articula con este polo de resistencia, en el que participan colectivos, movimientos, gremios y organizaciones políticas, algunas, incluso, adscritas al marxismo y con programas y estrategias en favor del socialismo.
Atrás quedaron los afanes revolucionarios de quienes pretendieron transmutar las relaciones de explotación de la clase trabajadora mexicana y los sistemas de dominación basados en el capitalismo, para establecer el socialismo. Quienes se propusieron cambiar al Estado desde dentro, resultaron trastocados para beneficio personal y de grupo partidista, con las ventajas de otorgarles a sus narrativas justificadoras tintes progresistas, e, incluso, propósitos históricos cuartotransformistas.
A Fernando Cortés de Brasdefer
La Jornada