Las paredes negras de Al-Ameriya
Cerca del Tigris, y cuando llegué allí, años después de la matanza, el lugar casi me pareció anodino: no recuerda a los búnkers de la Segunda Guerra Mundial que la memoria del horror ha guardado para el mundo, pero el 13 de febrero de 1991 dos misiles norteamericanos (“bombas inteligentes” de dos mil kilogramos) guiados por láser, fueron lanzados contra Al-Ameriya.
En Bagdad había un total de treinta y cuatro refugios: no son subterráneos, están a ras de suelo. En Al-Ameriya las personas refugiadas podían permanecer durante tres semanas, de acuerdo con los alimentos disponibles para las emergencias, pero no estaba pensado para proteger a la población civil contra los misiles que se dispararon contra él. La cubierta del refugio tenía dos metros de espesor y contaba con cinco capas de hierro y hormigón. El primer misil lanzado por el Pentágono atravesó el techo e hizo un agujero circular: vi los gruesos hierros del hormigón retorcidos como si fueran fino alambre. No fue casual, el mando norteamericano quería entrar por ese boquete con el segundo misil, para que la explosión fuera allí donde causase la mayor destrucción.
Dentro, había literas de tres pisos, llenas de mujeres y niños. Los niños dormían arriba: son más ágiles para subir y pesan menos que los adultos. La fuerza de la explosión fue tal que los cadáveres de los niños quedaron pegados en los techos, en las paredes, en el suelo, en las columnas. Algunos cuerpos salieron despedidos fuera del refugio, y los horrorizados equipos de rescate iraquíes tuvieron que recoger después manos y pies infantiles entre los hierros retorcidos y los cascotes de hormigón de Al-Ameriya.
El propósito era también acabar con todo el oxígeno del interior. La temperatura alcanzó los cuatrocientos grados. Todos murieron horriblemente carbonizados, hasta el punto de que nadie pudo después reconocer a sus muertos: apenas eran amasijos negruzcos. Quienes estaban en el piso de abajo murieron como consecuencia de la presión insoportable. En una pared, pude ver la silueta de una madre con su hijo; era un espanto; murieron allí, aplastados. Al lado, vi también el contorno de la cabeza de una anciana, separada del cuerpo. Todo estaba en una de las paredes negruzcas de Al-Ameriya, junto a los cables que colgaban de los techos, los trozos de plancha destrozados por los suelos, los restos de la destrucción. En una de las escaleras, vi conmovedores dibujos de niños, que recordaban la tragedia años después.
Murieron 408 personas, sólo sobrevivieron catorce refugiados: quienes estaban cerca de las puertas. La empresa finlandesa que había construido el refugio facilitó los planos del mismo a los guerreros de Washington, a los fríos generales que supervisaban los mapas sobre los que sus aviones iban a lanzar la muerte, apenas recibiesen la menor indicación. ¿Sabían los norteamericanos que en aquel refugio solamente había mujeres y niños? La serena mujer que me contaba la tragedia, una de las pocas supervivientes de la matanza, que había perdido allí a sus hijos y enseñaba el refugio destruido sobreponiéndose al recuerdo del horror, no dudaba: sí, lo sabían, aunque después dijeron que era un refugio para militares, añadiendo mentira a la ignominia. El Pentágono no podía alegar ignorancia, porque la información de sus servicios secretos era muy precisa, y vigilaban el lugar con sus satélites. EEUU admitió después que el bombardeo fue un error, pero nunca hubo indemnizaciones para las familias de los muertos.
Recuerdo que, entonces, miré las paredes negras de Al-Ameriya, las manos carbonizadas de niños que siguen incrustadas en el techo, y la brecha por donde entró el misil: tenía forma de un sol radiante, con los gruesos hierros retorcidos como si fueran rayos, pero era el agujero negro de la muerte, que los militares norteamericanos hace tanto tiempo que vierten sobre el atormentado Iraq.
Mundo Obrero