Lenin: el dirigente, la realidad, el pueblo
La entrada de las ideas de Vladimir Ilich Lenin en Cuba tiene su historia, inseparable de los ideales socialistas y el surgimiento de la Unión Soviética. Pero la gran puerta para esa entrada la abrió el triunfo de una revolución que, hecha con los humildes, por los humildes y para los humildes, no tardó en abrazar el socialismo.
La recepción de ese proceso la abonó en Cuba una historia nacional que tuvo también, casi medio siglo antes de 1917, su propio Octubre fundador, el de 1868, inicio de sus guerras de independencia. En la búsqueda de libertad, y de justicia social, esa causa se acendró en la lucha contra la esclavitud.
En bloque, los más ricos fueron distanciándose de esa búsqueda, y desertaron del ejemplo de sembradores como Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, y el injustamente poco recordado Francisco Vicente Aguilera, entre otros. Las banderas de la lucha se concentraron crecientemente en manos más humildes.
José Martí llevó a lo más alto esas aspiraciones en la segunda mitad del siglo xix. Con luces que siguen alumbrando el camino, echó su suerte «con los pobres de la tierra» y contra el imperialismo que entonces emergía. Tal fue la herencia recibida por Fidel Castro y la etapa revolucionaria que él guio y desde 1959 transforma a Cuba.
En ese afán se asumió la principal contribución de Lenin –y de Marx, Engels y otros, pero se habla aquí del dirigente cuyo sesquicentenario se celebra–, basada en el diálogo del pensamiento y la acción. Con inteligencia, sabiduría y honradez, Lenin abrazó las ideas de Marx, interpretándolas en su tiempo y en sus circunstancias. Las aplicó creativamente en un país que estaba lejos del capitalismo desarrollado, cuyas contradicciones no darían paso a la construcción del socialismo, esperanza que Marx llegó a tener.
El escenario de Rusia y sus posesiones vecinas planteó enormes retos a los afanes socialistas, no solo en esa nación; y también los puso en contacto con la realidad colonial, tan vasta y relevante en gran parte del mundo. Entre los desafíos vale mencionar la necesidad de librarse de trabas heredadas de relaciones económicas y sociales de raigambre feudal o, pensando en otros sitios, de lastres del llamado modo de producción asiático, nombre que se discute, pero apunta a una realidad con secuelas.
Del capitalismo desarrollado no brotaría el socialismo: en él podía afincarse la barbarie y, de hecho, el capitalismo es una forma de barbarie cada vez más cruenta. En los EEUU de finales del siglo XIX –donde ya el sistema avanzaba hacia su fase más poderosa–, un revolucionario cubano, latinoamericano y universal, José Martí, apreció que en aquella sociedad no prosperaba la justicia, sino el imperialismo, como precozmente lo llamó.
Ese revolucionario murió en combate en 1895, afanado en impedir que se consumaran los planes expansionistas de los EEUU. Años después, más redondeada la realidad de ese país, le fue dado a Lenin interpretarla teóricamente, mientras guiaba una revolución para fundar el primer Estado de obreros y campesinos. Martí, por su parte, abonó la convicción que metafóricamente resumió al plantear el deber ser de los latinoamericanos: «Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig». Lo escribió en su ensayo «Nuestra América», publicado en enero de 1891.
Si Martí reclamaba que en esta parte del mundo se asumiera la realidad que a ella le tocaba transformar, Lenin hizo lo propio en sus circunstancias. No las que imaginó o hubiera querido: sino las que le correspondió enfrentar. No fue un estudioso de gabinete, sino un revolucionario que debía tomar medidas urgentes para asegurar la supervivencia del proyecto socialista que él encabezaba.
No es irresponsable suponer que no todas esas medidas lo complacían. Tampoco satisfarían a revolucionarios posteriores, necesitados asimismo de enfrentar la «realidad real», no la imaginada. En Cuba se conocen las discrepancias que la práctica económica de Lenin suscitó en un revolucionario como Ernesto Guevara. Ninguno de los dos, ni otros, tuvieron ni tendrían ante sí un mundo ideal.
En otros lares se habla hoy de traiciones entre Lenin y el Partido que él creó. Lenin no traicionó a nadie, no traicionó nada. Braceó sin cesar por entre las complejidades de la realidad, y ante contendientes de distintos signos, no todos necesariamente enemigos, y ninguno más testarudo que los hechos. Pero por delante puso luz y honrada firmeza.
Cuando el PCUS se disolvió, no era ya ni de lejos el partido bolchevique de Lenin, aunque aún hubiera en él militantes –¿cuántos?– dispuestos a mantenerlo vivo. De haber sido todavía el partido de Lenin, no se hubiera podido desmovilizar como se hizo. En todo caso, habría pasado a la lucha clandestina, en la que Lenin fue maestro. El ejercicio del poder puede ser más arduo y complicado.
Algunas encuestas revelan que la mayoría del pueblo ruso lamenta el cambio que dio paso allí a la realidad de hoy. Cabe aplaudir, sí, el papel que Rusia cumple en la política internacional, y que –en sus mejores proyecciones– parece impensable sin la herencia que le viene de la era soviética. Pero el lamento aludido requiere y merece estudiarse, no como una mera curiosidad.
Para silenciar el valor de Lenin suele acudirse a subrayar el quehacer de Stalin. Ciertamente a las personalidades les corresponde una determinada función, a veces extraordinaria; pero son parte de una realidad mayor, que las determina, por muy capaces que sean de influir en ella.
Alrededor, debajo y encima de Lenin, y de Stalin –y de otros–, estaba el partido, con sus militantes. Si la organización hubiera cumplido plenamente su papel, con inteligencia y coraje, ¿habría podido cometer Stalin los excesos que cometió? Pero tal vez nada impediría que hoy se le atribuyeran otros, así como se intenta igualarlo a Hitler, una perversa maniobra de moda.
Entre las ideas cardinales que José Martí le aportó no solo a Cuba, sobresale una que no convoca solo a quienes dirijan, sino también, o sobre todo, al pueblo, que debe hacerla valer: «Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones», como sostuvo en el discurso del 24 de enero de 1880.
Solo haciéndola valer podrán las llamadas masas cumplir su deber de lograr en los afanes socialistas un fin cuya frustración en el independentismo de nuestra América deploró Martí: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores», se lee en el citado ensayo de 1891. Subráyese: un sistema opuesto no solo a los intereses de los opresores, sino también a sus hábitos de mando.
En esas aspiraciones se unen desde sus distintos ángulos históricos y de pensamiento el legado de Martí y los de Lenin y Marx. Prueba de ello es la presencia de Martí como pauta cardinal en la Constitución de la República de Cuba, de afanes socialistas, y las de Marx y Lenin, sustentadas con la invocación de los ideales comunistas en la forma explícita que el pueblo reclamó, no como un telón de fondo tácito.
Para que, a 150 años de su nacimiento, los hechos le rindan digno tributo a Lenin, y se opongan a la posibilidad de que sea injustamente olvidado, basta lo que enseña la pandemia del capitalismo, peor que la del nuevo coronavirus, agravada por aquella. Se confirma la necesidad histórica y moral de construir un modelo político, social, cultural y civilizatorio distinto del capitalista.
Ese sistema tiene una larga experiencia en cómo sobrevivir a cualquier precio. Pero peligra la supervivencia de la especie humana, y no valen resignaciones ni conformismos. El camino está en luchar y luchar, como diría el Che, ¡hasta la victoria siempre!