¿Leviatán frágil?
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En El hombre sin atributos (1930) de Robert Musil, ambientada en Viena en vísperas de la I Guerra Mundial, el general del ejército Stumm von Bordwehr se pregunta: «¿Cómo pueden los que están directamente involucrados en lo que está sucediendo saber de antemano si resultará ser un gran acontecimiento?». Su respuesta es que «¡todo lo que pueden hacer es fingir que lo saben!». Si se me permite caer en una paradoja, diría que la historia del mundo se escribe antes de que suceda; siempre comienza como una especie de chisme.
Cuando Donald Trump volvió al poder, los rumores se dispararon cuando los gigantes de la industria tecnológica se reunieron en su toma de posesión. Los asientos de primera fila estaban reservados para Mark Zuckerberg de Meta, Jeff Bezos de Amazon, Sundar Pichai de Google y Elon Musk de Tesla, con Tim Cook de Apple, Sam Altman de Open AI y Shou Zi Chew de Tik Tok sentados más atrás.
Hace solo unos años, la gran mayoría de estos multimillonarios eran partidarios declarados de Biden y los demócratas. «Todos estaban con él», recordó Trump, «todos y cada uno de ellos, y ahora todos están conmigo». La pregunta crucial se refiere a la naturaleza de este realineamiento: ¿es un simple cambio oportunista, dentro de los mismos parámetros sistémicos? ¿O es un momento de ruptura digno de ser llamado un gran acontecimiento en la historia? Arriesguémonos con esta segunda hipótesis.
Trump, como sabemos, es aficionado a los homenajes fastuosos. Cuando los cortesanos acuden en masa a su mansión de Mar-a-Lago, ¿no parece un Versalles en miniatura? Pero el presidente no aspira a ser Luis XIV. Su proyecto no es centralizar la autoridad en el Estado, sino potenciar los intereses privados a expensas de las instituciones públicas. Ya está tratando de revertir los incipientes intentos de intervencionismo de Biden derogando sus tímidos subsidios ecológicos, políticas antimonopolio y medidas fiscales, con el fin de ampliar el margen de acción de los monopolios corporativos en el país y en el extranjero.
Dos de sus órdenes ejecutivas, firmadas el día de la toma de posesión, subrayan esta tendencia. La primera revocó un mandato de la era Biden que exigía a los «desarrolladores de sistemas de IA que plantean riesgos para la seguridad nacional, la economía, la salud o la seguridad pública de EEUU que compartan los resultados de las pruebas de seguridad con el gobierno de EEUU». Aunque las autoridades públicas tenían antes cierta influencia en los avances en la frontera de la IA, esta supervisión mínima ha sido eliminada.
La segunda orden anunció la creación del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), dirigido por Musk. Basado en una reorganización de los Servicios Digitales de EEUU, establecidos bajo Obama para integrar los sistemas de información entre las diferentes ramas del estado, el DOGE tendrá acceso ilimitado a datos no clasificados de todas las agencias gubernamentales. Su primera misión es «reformar el proceso de contratación federal y restaurar el mérito en la función pública», garantizando que los empleados estatales tengan un «compromiso con los ideales, valores e intereses estadounidenses» y «sirvan lealmente al Poder Ejecutivo». DOGE también «integrará tecnologías modernas» en este proceso, lo que significa que Musk y sus industrias tendrán la responsabilidad de la supervisión política de los funcionarios federales.
En las primeras horas del segundo mandato de Trump, los empresarios tecnológicos consiguieron proteger sus empresas más rentables del escrutinio público, al tiempo que ganaban una influencia significativa sobre la burocracia estatal. La nueva administración no está interesada en utilizar el Estado federal para unificar a las clases dominantes como parte de una estrategia hegemónica. Por el contrario, está tratando de emancipar a la fracción más optimista del capital de cualquier restricción federal seria, al tiempo que obliga al aparato administrativo a someterse al control algorítmico de Musk.
La creciente concentración de poder en manos de los tecno-oligarcas no es en absoluto inevitable. En China, la relación entre el sector de las grandes tecnologías y el Estado es volátil, pero el primero se ve obligado a adaptarse a los objetivos de desarrollo establecidos por el segundo. En Occidente, también los organismos públicos han rechazado, en rarísimas ocasiones, el monopolio corporativo: el Congreso, el Departamento del Tesoro de EEUU y la Reserva Federal se unieron para bloquear el proyecto de criptomoneda de Facebook, Libra, en 2021.
Para el economista Benoît Coeuré, «la madre de todas las cuestiones políticas es el equilibrio de poder entre el gobierno y las grandes empresas tecnológicas a la hora de configurar el futuro de los pagos y el control de los datos relacionados». Pero Trump está inclinando ahora este equilibrio aún más a favor de las grandes empresas tecnológicas. Tras sus órdenes ejecutivas, dio instrucciones a los reguladores para que impulsaran la inversión en criptomonedas, al tiempo que impedía a los bancos centrales desarrollar sus propias monedas digitales que podrían actuar como contrapeso. Podemos esperar más políticas de este tipo en el futuro: desregulación, exenciones fiscales, contratos gubernamentales y protecciones legales.
Este proyecto radical por parte de la principal potencia mundial podría tener graves consecuencias: remodelar la relación entre el capital y el Estado, las clases y los países, durante los próximos años. Amenaza con acelerar un proceso que se ha descrito en otros lugares, con muchas reservas, como «tecnofeudalización». A medida que las grandes corporaciones monopolizan el conocimiento y los datos, centralizan los medios algorítmicos de coordinación de las actividades humanas, desde las prácticas laborales hasta el uso de las redes sociales y los hábitos de compra. Con las instituciones públicas cada vez más incapaces de organizar la sociedad, la tarea recae entonces en las grandes empresas tecnológicas, que adquieren una extraordinaria capacidad para influir en el comportamiento individual y colectivo.
De este modo, la esfera pública se disuelve en redes en línea, el poder monetario se desplaza a las criptomonedas y la inteligencia artificial coloniza lo que Marx llamó el «intelecto general», anunciando la apropiación constante del poder político por intereses privados.
El debilitamiento de las instituciones mediadoras va de la mano de un impulso antidemocrático o, más exactamente, de un odio a la igualdad. Desde la publicación del manifiesto tecnooptimista «El ciberespacio y el sueño [norte]americano» en 1994, gran parte de Silicon Valley se ha adherido al principio randiano de que los pioneros creativos no pueden estar sujetos a normas colectivas.
El emprendedor tiene derecho a pisotear a los seres más débiles que amenazan con limitarlo: trabajadores, mujeres, personas racializadas y transgénero. De ahí el rápido acercamiento entre los liberales californianos y la extrema derecha, con Musk y Zuckerberg presentándose ahora como guerreros culturales que luchan por revertir la marea de lo 'woke' (que no llega ni siquiera a centroizquierda: se queda en cdentro). La gubernamentalidad algorítmica consagra el derecho a «innovar» sin rendir cuentas al demos.
Este régimen emergente de acumulación también reemplaza la lógica de producción y consumo por la de depredación y dependencia. Si bien el apetito por el excedente sigue siendo tan voraz como en períodos anteriores del capitalismo, el afán de lucro de las Big Tech es único. Mientras que el capital invierte tradicionalmente para reducir costes o satisfacer la demanda, el capital tecnologíco invierte para poner bajo su control diferentes áreas de la actividad social, creando una dinámica de dependencia que atrapa por igual a individuos, empresas e instituciones.
Esto se debe en parte a que los servicios ofrecidos por las grandes empresas tecnológicas no son productos como cualquier otro. A menudo son infraestructuras críticas de las que depende la sociedad. El apagón gigante de Microsoft en el verano de 2024 fue un duro recordatorio de que los aeropuertos, hospitales, bancos y agencias gubernamentales, entre otros, dependen ahora de estas tecnologías, lo que permite a los monopolistas cobrar precios exorbitantes y generar flujos interminables de datos monetizables.
El resultado final es un estancamiento generalizado de la economía mundial. Las empresas rentables de otros sectores ven debilitada su posición en el mercado a medida que dependen cada vez más de la nube y la IA, mientras que la población en general está sujeta a la depredación del capital rentista. La enorme necesidad de recursos de los tecnofeudalistas también conduce a una creciente destrucción ecológica, con nuevos centros de datos intensivos en carbono que surgen en todo el mundo. A medida que el crecimiento se ralentiza, la polarización política y la desigualdad económica se profundizan, y los trabajadores luchan por una parte cada vez menor de la riqueza.
Esto plantea una serie de cuestiones estratégicas para la izquierda. ¿Cómo se relaciona la lucha contra las grandes empresas tecnológicas con las luchas anticapitalistas existentes? ¿Cómo debemos concebir el internacionalismo en una época en la que el poder tecnológico trasciende las fronteras nacionales? En este sentido, puede ser conveniente tener en cuenta los principales preceptos del clásico Sobre la contradicción (1937) de Mao, hábilmente resumidos por Slavoj Žižek:
La contradicción principal (universal) no se superpone a la contradicción que debe tratarse como dominante en una situación particular: la dimensión universal reside literalmente en esta contradicción particular. En cada situación concreta, una contradicción «particular» diferente es la predominante, en el sentido preciso de que, para ganar la lucha por la resolución de la contradicción principal, se debe tratar una contradicción particular como la predominante, a la que deben subordinarse todas las demás luchas.
Hoy en día, la contradicción universal sigue siendo la de la explotación capitalista, que enfrenta al capital contra el trabajo vivo. Pero la ofensiva tecnológica representada por Trump y Musk puede cambiar esta situación, creando una nueva contradicción principal entre las grandes empresas tecnológicas estadounidenses y aquellos a quienes explotan. Si llegáramos a ese punto, la tarea de la izquierda cambiaría drásticamente. Tomando como ejemplo las guerras coloniales de China, Mao explica que
Cuando el imperialismo inicia una guerra de agresión contra un país, las diversas clases de ese país, con la excepción de un pequeño número de traidores a la nación, pueden unirse temporalmente en una guerra nacional contra el imperialismo. La contradicción entre el imperialismo y el país en cuestión se convierte entonces en la contradicción principal, y todas las contradicciones entre las diversas clases dentro del país (incluida la contradicción, que era la principal, entre el régimen feudal y las masas populares) pasan temporalmente a un segundo plano y a una posición subordinada.
En el contexto actual, esto significaría formar un frente antitecnofeudal que vaya más allá de la izquierda y llegue a diversas fuerzas democráticas y fracciones del capital en desacuerdo con las grandes empresas tecnológicas. Este movimiento hipotético podría adoptar lo que podríamos llamar una «política digital no alineada», con el objetivo de crear un espacio económico fuera del control de los monopolistas en el que se puedan desarrollar tecnologías alternativas.
Esto, a su vez, implicaría una forma de proteccionismo digital --denegar el acceso a las empresas tecnológicas estadounidenses y desmantelar su infraestructura siempre que sea posible-- así como un nuevo internacionalismo digital, en el que las personas compartan soluciones tecnológicas de forma cooperativa.
Huelga decir que cualquier alianza de este tipo tendría que enfrentarse a diversas barreras estructurales. Debido a la compleja interpenetración de los intereses capitalistas, con inversiones vinculadas entre sí en diferentes sectores y territorios, es difícil determinar qué fracciones de capital están más alineadas con las grandes tecnológicas y cuáles podrían ser presionadas para unirse a la oposición.
También está el hecho de que las burguesías nacionales son socios poco fiables cuando se trata de proyectos de desarrollo fuera del núcleo imperial; suelen estar más interesadas en aumentar su propia riqueza rentista que en efectuar el tipo de cambio estructural que pondría fin a la dependencia. Y existe el peligro de que, incluso si lograra reunir estas fuerzas, un frente antitecnofeudal sería vulnerable a la captura burocrática, confiando el desarrollo de alternativas digitales a expertos en lugar de involucrar activamente a las masas populares.
Sin embargo, los multimillonarios tecnológicos tienen sus propios obstáculos que afrontar. Su proyecto, utilizar una alianza con Trump para derribar los últimos obstáculos que quedan para el control algorítmico, tiene una base social extremadamente estrecha, y la velocidad a la que avanza seguramente generará resistencia tanto de la población general como de las élites.
También debe enfrentarse a la destreza digital de China, ya que empresas rivales como DeepSeek están socavando la imagen de invencibilidad de Silicon Valley. ¿Podría el tecnoimperialismo estadounidense convertirse en un frágil Leviatán? ¿Se recordará el regreso de Trump al poder como un «gran acontecimiento», o se trata simplemente de un falso rumor?
New Left Review / espai-marx.net