Los orígenes del feminismo marxista
En su texto The Rise of Neoliberal Feminism (El auge del feminismo neoliberal), Catherine Rottenberg define el fenómeno que a partir de la segunda década del siglo XXI ha supuesto la reinserción popular de los temas feministas en el imaginario dominante.
Movimientos como MeToo y Time'sUp han permitido la máxima difusión de un mensaje emancipador que ha llegado a un público tan amplio como heterogéneo. Al mismo tiempo, sin embargo, la popularidad alcanzada por el feminismo contemporáneo exige a menudo la simplificación de las diversas y complejas cuestiones que atraviesan la teorización feminista, corriendo el riesgo de reducir este movimiento político a meros eslóganes.
La corriente neoliberal del feminismo contemporáneo defiende la posibilidad de lograr la emancipación permaneciendo dentro del sistema capitalista mediante el ascenso al éxito de un número creciente de mujeres en el mercado laboral. Este planteamiento de la cuestión de la emancipación ha provocado, en el lado opuesto, un resurgimiento de la crítica feminista al capitalismo, históricamente vinculada a la necesaria erradicación de lo que se considera un sistema de producción económico, social y cultural que, para su propia supervivencia, necesita perpetrar mecanismos violentamente excluyentes y discriminatorios. Esta posición teórica ha sido seguida por una serie de prácticas para la resignificación política del 8 de marzo por parte de movimientos como No Una di Meno.
En momentos en que la cuestión de los derechos de las mujeres es utilizada cada vez más por la extrema derecha y el sistema capitalista en su forma neoliberal, proporcionando una nueva justificación a las perspectivas políticas nacionalistas y racistas, resulta útil recorrer la vida de tres «damas de la revolución» que, entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, vincularon la cuestión feminista a la lucha de clases.
Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo. Las mujeres y el Partido Socialdemócrata Alemán
Las divisiones internas del feminismo no deben considerarse una novedad. El movimiento siempre ha estado atravesado por profundas divergencias, pero cuando en el siglo XIX el «feminismo burgués» reivindicó la inclusión de las mujeres en la economía productiva sin considerar las injusticias perpetradas por el sistema capitalista contra las mujeres trabajadoras, se produjo una importante escisión en su seno. Por un lado están las feministas «liberales» y por otro las feministas «marxistas», para las que el trabajo asalariado constituye una situación más de explotación que nivela la condición de hombres y mujeres frente al mismo enemigo: el capital.
Lo que distingue a la corriente feminista marxista desde sus inicios es precisamente el intento de analizar la relación entre la opresión de género y el capitalismo. En las últimas décadas del siglo XIX, Clara Zetkin propuso el desarrollo de prácticas político-organizativas específicas capaces de responder a las necesidades de las mujeres trabajadoras en el seno del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) que, hasta entonces, había ignorado los problemas específicos de las mujeres pertenecientes a la clase obrera. Zetkin señala, en cambio, que aunque todas las mujeres están oprimidas como «mujeres», la forma de esta opresión se manifiesta de manera diferente según la clase a la que pertenecen.
Una posición apoyada por otra protagonista de la entonces socialdemocracia alemana, la pensadora polaca Rosa Luxemburgo, que se unió al partido a su llegada a Alemania en 1898. Luxemburgo expresó inmediatamente su apoyo a una visión internacional de la revolución proletaria, y cuando en 1914 el Partido votó a favor de la guerra se puso del lado de la capitulación del movimiento socialista ante el imperialismo. En 1916 Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, Clara Zetkin y otros formaron la Liga Espartaco, desde la que se inició una campaña ilegal contra la guerra que preparó el terreno para la huelga general por la paz de enero de 1918, de la que participaron millones de trabajadoras y fue un «ensayo general» de la revolución alemana de noviembre de 1918. De la Liga Espartaco nacerá el Partido Comunista Alemán en diciembre de ese mismo año.
Luxemburgo sería asesinada junto a su camarada Liebknecht el 15 de enero por tropas pronazis armadas por el gobierno. Su vida y su muerte hablan de su dedicación a la causa de la revolución, así como de su coraje para intentar ponerla en práctica y, gracias a sus escritos, sigue siendo hasta hoy la teórica femenina más conocida del marxismo.
Crítica del capitalismo entre el patriarcado y el imperialismo
Durante muchos años, los estudiosos han descrito a Rosa Luxemburgo como poco implicada en los asuntos de las mujeres. Sus textos atacaban a menudo el feminismo burgués contemporáneo a ella, y nada más llegar a Alemania se negó a dedicarse (como su amiga Clara) a la sección femenina del SPD para evitar la marginación dentro del partido que habría dejado el debate sobre las cuestiones centrales a los dirigentes masculinos.
Sin embargo, investigaciones más recientes de la filósofa Raya Dunayevskayan han puesto de relieve la dimensión feminista que atraviesa tanto la vida como el pensamiento de la revolucionaria polaca. Además de apoyar el trabajo de su compañera Clara Zetkin en su intento de proyectar la emancipación de la mujer como una dimensión integral de la transformación socialista, Rosa Luxemburgo apoyó abiertamente el derecho al voto de las mujeres en un documento de 1902, explicando cómo la emancipación de la mujer debía considerarse un elemento indispensable para reformar la socialdemocracia y derrocar el capitalismo.
En 1912 defendió la necesidad de separar el movimiento feminista de las mujeres de la clase obrera de las reivindicaciones de los movimientos femeninos burgueses y fue la propia Luxemburgo quien, en 1918, instó a Clara Zetkin a crear una sección femenina de la Liga Espartaco.
En su texto principal La acumulación del capital, Rosa Luxemburgo retoma y amplía las categorías conceptuales marxianas y desarrolla su «teoría del imperialismo» basada en el análisis del proceso de producción y acumulación social del capital realizado a través de diversas formas excluidas del sector reconocido de la producción de mercancías, entre ellas el «trabajo de cuidados» y la colonización de «países no europeos».
La pensadora polaca pone de manifiesto en la teoría lo que para la mayoría de las mujeres proletarias de su época representaba --y sigue representando-- un riguroso problema real: la falsa creencia en torno a la improductividad del «trabajo de cuidados» de las mujeres en el hogar y en el espacio público.
La obra de Luxemburgo pone de manifiesto la necesidad de entender la cuestión de la opresión de las mujeres como un producto histórico del antagonismo entre el capital y el trabajo, lo que nos permite vincular la liberación de las mujeres y la crítica a ese sistema de producción que, para sobrevivir, requiere mecanismos de subordinación, explotación y discriminación que actúan tanto sobre la categoría identitaria de género como sobre las de clase y «raza».
Describiendo el imperialismo como la estructura central del funcionamiento del sistema de producción capitalista en todas sus fases, subraya que la opresión de los sujetos «colonizados» no debe considerarse como una simple consecuencia del capitalismo, sino que constituye su fundamento. De ello se desprende que mientras exista el capitalismo no puede haber lugar para ninguna forma de emancipación, ni para la clase obrera ni mucho menos para la feminidad oprimida. La única solución esbozada por Luxemburgo al problema de la opresión de los sujetos subalternos es la revolución proletaria, participada por todos y extendida internacionalmente.
Aleksandra Kollontaj y la revolución rusa
Atenta estudiosa de las obras de Luxemburgo, otra revolucionaria de orientación marxista, Alekandra Kollontaj, estuvo entre los obreros que marcharon al Palacio de Invierno en 1905. Al igual que Zetkin y Luxemburgo, la vida de Alekandra Kollontaj es un testimonio de su lucha política. Nacida en el seno de una familia de la nobleza rusa --su padre fue general del Zar--, Kollontaj optó por alejarse de ese entorno casándose con un ingeniero.
Tras una visita a la fábrica textil en la que su marido trabajaba en el sistema de ventilación e impresionada por las inhumanas condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores, decidió dedicarse al estudio de la economía política en Zúrich. La educación de Kollontaj la llevó a considerar la liberación de la mujer como parte integrante de la lucha por la construcción de una comunidad socialista, por lo que dedicó su vida a la lucha por una mejor comprensión de los problemas de la mujer.
Obligada a abandonar Rusia por haberse opuesto a la Duma zarista, Kollontaj migró a Alemania y fue allí donde entró en contacto directo con la socialdemocracia e inauguró una colaboración con Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo, profundizando en la cuestión de las mujeres y participando en la primera Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas en Stuttgart. Cuando Alemania declaró la guerra a Rusia en 1914, Kollontaj tuvo que abandonar el país; en 1915 se afilió al Partido Bolchevique.
Tras los acontecimientos revolucionarios del 23 de febrero de 1917 (8 de marzo, según el calendario occidental), regresó finalmente a Rusia, donde fue recibida como una heroína y se convirtió en miembro del ejecutivo soviético. Inmediatamente después de la Revolución de Octubre, Kollontaj fue elegida Comisaria del Pueblo para la Asistencia Social. Fortalecida por su posición, pudo participar en la redacción de normas que reconocían a las mujeres como ciudadanas con igualdad de derechos en el nuevo Estado obrero.
Se introdujo el matrimonio civil, se facilitó el divorcio y se declaró la igualdad de los hijos legítimos e ilegítimos ante la ley. Se concedieron a las mujeres plenos derechos civiles, se protegió su trabajo y se estableció también el principio de igual salario por igual trabajo. En 1918, tras concluir una gira de conferencias entre las trabajadoras de la zona de hilanderías del este de Moscú, Kollontaj se convenció de la necesidad de un Congreso Panruso de Mujeres. El 16 de noviembre de 1918 se inauguró el primer Congreso de Mujeres Obreras y Campesinas de Rusia, del que participaron 1147 delegadas.
El floreciente periodo de innovación social finaliza en 1921 con la aprobación de la NEP (Nueva Política Económica), que prevé la reintroducción de la propiedad y la iniciativa privadas en la economía. La vuelta a las relaciones de mercado hizo que se redujera el número de personas que dependían directamente del presupuesto público y en las ciudades las condiciones de vida se hicieron más difíciles. Esto tuvo dos consecuencias: que la construcción de guarderías, escuelas y residencias de ancianos deba posponerse y que la presión para reconstruir la familia como unidad central del bienestar conduzca a abandonar cualquier debate sobre la cuestión de las mujeres. Este es el contexto en el que madura el texto más conocido de Kollontaj, ¡Abran paso al Eros alado! (una carta a la juventud obrera).
Aleksandra Kollontaj fue la única revolucionaria rusa que se replanteó no solo la economía y la política, sino también la moral y, con ella, las costumbres. La autora subraya cómo en una sociedad comunista es necesario abandonar la idea de propiedad incluso en el ámbito del amor, contrastando con el individualismo de la sociedad burguesa que prefería la competencia al valor fundacional de la amistad. Para Kollontaj, la nueva sociedad comunista debe basarse en el principio de solidaridad, ya que está compuesta por sujetos capaces de sentir auténtica simpatía. El respeto y la comprensión recíproca y la conciencia del vínculo que une a todos en una dimensión colectiva son los rasgos que distinguen la capacidad de amar en el sentido más amplio que atribuye al término.
Esta idea del amor estaba en la base del nuevo concepto de familia promovido por Kollontaj, que la llevó a obtener importantes victorias en el ámbito legislativo (como la legalización del aborto en 1920 y la despenalización de la sodomía en 1922). Sin embargo, dada la profunda crisis económica que tuvo que atravesar Rusia en estos años, en el ámbito más cercano al corazón de Kollontaj, la construcción práctica de alternativas a la familia a través de la subvención de organismos estatales que compartieran las responsabilidades del cuidado con los ciudadanos, así como una concepción de esta responsabilidad que implicara a ambos géneros y no solo a las mujeres, nunca encontraría una formalización efectiva.
El aislamiento de Kollontaj dentro del Partido será cada vez más significativo. Aunque nunca se opuso directamente a Stalin, practicó una especie de resistencia pasiva al régimen y en 1940 consiguió mediar en la paz entre Finlandia y la Unión Soviética. En 1945 dimitió como embajadora en Estocolmo y regresó a Moscú, donde murió en 1952.
Feminismo y marxismo, entre la lucha de clases y la emancipación
Esto es solo un extracto de la vida y el pensamiento de las que fueron, sin duda, tres mujeres extraordinarias. A pesar de que se resistieron a presentarse como heroínas aisladas de una revolución que, en realidad, contó con la participación activa de miles de trabajadores y, sobre todo, de mujeres trabajadoras, tanto en el caso alemán como en el ruso, quizás hoy más que nunca es importante recordar sus luchas y reflexiones.
Clara Zetkin, Rosa Luxemburgo y Aleksandra Kollontaj inauguraron una nueva corriente de pensamiento en el ámbito filosófico-feminista. No solo hay que considerar el trabajo asalariado como un posible campo de explotación del trabajo de las mujeres, sino también y sobre todo el trabajo relacionado con el ámbito de la reproducción social y los «cuidados». En un mundo en el que las mujeres todavía no tenían ni siquiera derecho a voto, Clara, Rosa y Aleksandra ocuparon cargos oficiales, fueron embajadoras de su partido en el extranjero, inauguraron lugares de resistencia activa al poder dominante y vivieron con la convicción de contrastar siempre las posiciones contemporáneas del partido con sus propias convicciones.
Una reflexión compleja que se refleja en una vida dedicada a la revolución une a estas mujeres en su militancia contra un sistema de explotación: el capitalismo, que combina la discriminación de género, «raza», clase y orientación sexual. Una lucha que el feminismo contemporáneo no debe olvidar y de la que estas «damas de la revolución» siguen siendo hoy un símbolo en el que inspirarse.
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