Los tiempos de barbarie exigen osadía
Michael Löwy nos explica cómo la convergencia de fuerzas en el campo anticapitalista podría ayudarnos a superar los desafíos que tenemos por delante.
La pandemia de coronavirus se presentó como un desafío global y expuso las enormes desigualdades que existen entre los distintos países, desigualdades que van desde el acceso a un sistema de salud justo y de calidad hasta los distintos abordajes de la pandemia según los gobiernos de turno. Las crisis, inevitablemente, están relacionadas con las fronteras por su naturaleza internacional y por las dinámicas económicas y geopolíticas que generan disputas sobre proyectos y recursos entre distintos países. No es posible hablar, por ejemplo, de la crisis de Venezuela sin considerar los elementos externos a Venezuela. No se puede comprender el bolsonarismo sin notar la influencia ideológica de la derecha estadounidense y las dinámicas de desmonte y privatización en Brasil que complacen a una burguesía internacional.
La inminente catástrofe ecológica que, si bien excede al cambio climático, encuentra en él su mayor catalizador, nos urge a desplegar nuestra capacidad de movilización contra el capitalismo y sus falsas soluciones, mientras perseguimos al mismo tiempo la autonomía de los pueblos oprimidos. Esta conversación con Michael Löwy, militante e intelectual ecosocialista, ilumina posibles caminos para la acción.
Michael, me gustaría comenzar con un pequeño debate sobre cómo se plantea la cuestión de las fronteras en el contexto específico del siglo XXI. Parece que los cambios climáticos evidencian a veces el carácter artificial de las fronteras entre los países. Sin embargo, otras veces muestran lo importantes que son en relación con la disputa geopolítica sobre los posibles rumbos del planeta.
De hecho, la crisis ecológica y el cambio climático no conocen fronteras. Por eso el internacionalismo, la organización de un movimiento planetario contra la oligarquía fósil y, en última instancia, contra el sistema capitalista -que es, como reconoce el Papa Francisco, intrínsecamente perverso- son más decisivos que nunca.
Esto no impide que las potencias capitalistas, en tanto promueven la globalización neoliberal, estimulada activamente por el Banco Mundial, el FMI y la Organización Mundial del Comercio -todos comprometidos con la industria fósil y el ecocidio- disputen los distintos sectores del mercado mundial e intenten imponer su hegemonía imperial. La verdad es que asistimos a un fenómeno nuevo, el «nacional-liberalismo», con Donald Trump, Bolsonaro, Shizo Abe en Japón, Boris Johnson y otros, que proclaman un nacionalismo agresivo y un neoliberalismo brutal a la vez, lo que no es para nada contradictorio. A pesar de que las fronteras sean cada vez más artificiales, los distintos gobiernos de las potencias imperialistas intentan, por todos los medios, construir muros, barreras con alambres de púas electrificados, e instalan patrullas policiales para impedir el acceso de los inmigrantes desesperados que intentan escapar de sus países para sobrevivir.
¿No había explicado Marx que el sistema capitalista no puede existir sin formas de dominación violentas y bárbaras?
Es interesante, porque la derecha liberal, que ayudó a fortalecer a figuras como Bolsonaro, ahora finge ser diferente. Por ejemplo, en la medida en que la extrema derecha exhibe este fuerte tenor nacionalista y de conservadurismo social, los liberales intentan distanciarse de la imagen negativa de Bolsonaro. Pero sabemos que en realidad no tienen ningún problema en seguir apoyando las políticas de Paulo Guedes, en caso de que lleguen nuevamente al Ejecutivo. Como decías, este vínculo no es para nada contradictorio. Los estudios serios sobre la historia del liberalismo prueban su relación con los sistemas más perversos, como la esclavitud. ¿Será que lo que vivimos hoy es un modo de capitalismo que busca garantizar las ganancias sin importar los medios a los que tenga que recurrir? Lo cual valdría tanto para los gobiernos que muestran alguna preocupación por los derechos humanos como para gobiernos que parecen adquirir rasgos cada vez más autoritarios. ¿Es esta la tendencia de esta década?
Efectivamente, a los capitalistas, a la oligarquía financiera, a los grandes industriales y al agronegocio solo les interesa garantizar sus ganancias. El resto son detalles sin mucha importancia. Si el gobierno garantiza una agenda económica neoliberal, como la de Paulo Guedes, contará con el apoyo -activo en algunos sectores, pasivo en otros- de las clases dominantes. Es cierto que los miembros más cultos de las élites, o más liberales en el sentido político, pueden sentirse incómodos con las locuras y el autoritarismo neofascista de Bolsonaro, pero, ¿asumirán una oposición consecuente? Hasta ahora esto no sucedió... En EEUU la situación es diferente. Un sector de la élite dominante, asociada al Partido Demócrata, está dispuesta a ponerle fin al episodio delirante de Trump.
Nada de esto es nuevo. El capitalismo puede adaptarse a casi todo: esclavitud, trabajo «libre», democracia parlamentaria, fascismo, dictadura militar, gobiernos liberales, socialdemócratas, nacionalistas o autoritarios. Lo esencial es que se garantice la tasa de ganancia y la acumulación del capital.
Las grandes potencias poseen una doctrina imperialista que concibe a sus propias fronteras como impenetrables, pero a las de los otros países como blancos a ser penetrados o demolidos. ¿Cómo se manifiesta esto en la construcción de la resistencia en los países periféricos?
Las intervenciones imperialistas se multiplicaron en las últimas décadas, tanto en América Latina como en Medio Oriente. Tenemos que combatir estas intervenciones, que obedecen exclusivamente a los intereses económicos y geopolíticos de esas potencias, en especial los EEUU, sin que eso nos lleve a apoyar los regímenes dictatoriales que se encuentran en conflicto con el imperio, en particular en Medio Oriente.
La cuestión es diferente en América Latina, donde los gobiernos son progresistas, por ejemplo, en Venezuela, en Bolivia y en Cuba, que, con todos sus límites, enfrentan la intervención imperialista estadounidense. En estos casos, la solidaridad internacional con la resistencia antimperialista es importante.
Creo que uno de los grandes méritos de la dialéctica marxista, especialmente en la interpretación del marxismo humanista, es romper con una visión dualista, según la cual los problemas estaría solamente en el individuo, que debería transformar su propia microrrealidad, o totalmente localizados en la estructura, al punto de negar la agencia de los individuos. Aun así, siento que todavía es difícil transmitir nuestros esfuerzos de politización, sobre todo porque la doctrina neoliberal hace recaer la responsabilidad simplemente sobre el individuo y algunos grupos socialistas niegan la importancia de la agencia y de la libertad individuales. ¿La conciencia ecológica puede ser un terreno fértil para unir estos campos de batalla?
En los escritos del joven Marx encontramos una concepción dialéctica humanista que rompe tanto con el individualismo liberal como con el organicismo conservador. En efecto, la lucha socioecológica es un buen ejemplo de la necesidad de una visión marxista dialéctica de la agencia individual y colectiva. Eso se traduce en dos niveles: uno es la complementariedad entre las iniciativas individuales, por ejemplo, la alimentación vegetariana, y las transformaciones estructurales como el fin de los subsidios a la industria de la carne, o la defensa de las selvas contra le expansión destructora de la ganadería. Para los ecosocialistas no se trata de oponer una iniciativa a otra, sino de ganar a los vegetarianos para las luchas sociales. Las movilizaciones socioecológicas, y un posible procesos revolucionario de transición al ecosocialismo, no son posibles sin que un gran número de individuos se unan a ese combate colectivo.
Sin duda esa lucha exige una amplia coalición social de fuerzas: trabajadores del campo y de la ciudad (de ambos sexos), juventud rebelde, comunidades indígenas, comunidades cristianas, población negra, mujeres, intelectuales, artistas y mucho más. Pero estos grupos o estas clases están compuestos de individuos, cada uno con su historia, su cultura, su conciencia. Su motivación puede ser cristiana, socialistas, ecológica, feminista, o una convergencia de todas. Puede ser también resultado de una experiencia directa de destrucción ambiental.
Marielle Franco era una persona única, singular, por su compromiso irreductible con el pueblo negro de las favelas, con las mujeres oprimidas, con el socialismo y con la ecología; pero, al mismo tiempo, era parte de varios colectivos, de organizaciones y de un partido combativo, el PSOL.
En la primera línea de combate ecológico se encuentran las víctimas directas de los desastres provocados por la voracidad destructora del capitalismo: comunidades indígenas, mujeres, movimientos, campesinos. Pero también en este caso son individuos los que encarnan el combate. Individuos que muchas veces pagan con sus vidas ese compromiso, como fue el caso, entre tantos otros, de Berta Cáceres, dirigente indígena en Honduras, víctima de la violencia paramilitar por encabezar la resistencia a los proyectos ecocidas.
No es casualidad que en estos dos ejemplos se trate de dos mujeres, que representan la dignidad y el coraje del combate sociológico: no es que exista una esencia femenina abstracta, sino que su condición social concreta hace más sensibles a las mujeres frente a los estragos ambientales que provoca el sistema.
Esa convergencia de motivaciones es algo muy fuerte en el movimiento ecosocialista. Vemos personas que se reúnen a partir de las preocupaciones más diversas. ¿El ecosocialismo es un gran punto de convergencia de las luchas sociales a partir del materialismo histórico? ¿Una síntesis socialista que, al poner la naturaleza en primer plano, suma la potencia de todas las luchas? Esto me recuerda lo que suele decir Sônia Guajajara: la lucha por la Madre Tierra es la madre de todas las luchas. Me parece que negar, como lo hacen algunas organizaciones socialistas, que la naturaleza atraviesa todas nuestras luchas representa un gran atraso.
El ecosocialismo puede contribuir a la convergencia de las luchas, al revelar, con ayuda del materialismo histórico, la íntima relación que existe entre la explotación capitalista, el racismo, la dominación patriarcal y la destrucción de la naturaleza. Pero esa convergencia debe respetar la autonomía de los movimientos y de las luchas sociales, sus respectivas agendas, sus objetivos. La convergencia no está dada inmediatamente, debe ser pacientemente construida por medio del diálogo y de las experiencias de lucha. El Foro Social Mundial, con todos sus límites, fue una experiencia interesante de convergencia de este tipo.
La cuestión ecológica, la relación con la Madre Tierra, es actualmente -y lo será más todavía- la cuestión política decisiva de nuestra época. En los próximos años, en la lucha para impedir la catástrofe del cambio climático irreversible, se decidirá el futuro que enfrentará la humanidad durante los siglos, si no durante los milenios futuros. Es muy decepcionante que tantos compañeros socialistas todavía no se den cuenta de este desafío: todavía no les cayó la ficha, como se decía en mi época, cuando todavía había teléfonos con fichas. Es nuestra tarea, como ecosocialistas, criticar esa ceguera política e intentar pacientemente convencer a nuestros compañeros.
Recientemente me topé con algunos análisis sobre el «ecofascismo», que me recuerda a ciertos elementos del movimiento ambiental más misántropo, especialmente de fines del siglo XX. Incluye desde debates que culpan al ser humano como especie, en vez de al conjunto del modo de producción y al patrón «civilizatorio», hasta discusiones alarmistas sobre el crecimiento poblacional y el miedo a los refugiados. En el fondo, me pregunto si las conclusiones de tales movimientos y personas no se conforman con una salida fácil, que parte al mismo tiempo de una respuesta equivocada. ¿Enfrentamos el riesgo de que la lucha ambiental sea cooptada, no solamente por los ecocapitalistas y sus soluciones de mercado, sino también por los conservadores de la extrema derecha?
Sin duda, ese peligro existe. Hay ecologistas «fundamentalistas que denuncian a la especie humana como responsable por la catástrofe ecológica. Otros, sin ir más lejos, piensan que el problema principal es el exceso de población. Unos pocos llegan al extremo de proponer una especie de dictadura ecológica, idea con la que especuló un filósofo ecologista del siglo pasado, Hans Jonas.
Pero son pocos los que representan un verdadero «ecofascismo»: se trata, al menos por el momento, de un fenómeno marginal. La extrema derecha «fascistizante», en Europa por ejemplo, insiste en que la ecología no interesa, en que el verdadero problema son los refugiados y los inmigrantes. Manifiestan un odio exacerbado hacia figuras como Greta Thunberg, a la que algunos acusan de ser una peligrosa «hechicera», una comunista, una enemiga de la civilización occidental, etc.
Los principales representantes del neofascismo del siglo XXI, personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro, son fanáticamente antiecológicos, niegan el peligro del cambio climático y buscan, por todos los medios, promover los intereses ecocidas de la oligarquía fósil en EEUU y del agronegocio en Brasil. Terminar con los regímenes de estos personajes siniestros es un imperativo categórico y, al mismo tiempo, inseparablemente social y ecológico. Lo que están haciendo es, simplemente, acelerar al máximo el tren suicida de la civilización capitalista industrial en dirección al abismo del cambio climático. Por su parte, los «razonables», los capitalistas «ecológicos», proponen pintar de verde la locomotora.
Michael Löwy
Veo que varios capitalistas intervinieron en los debates como el Green New Deal para garantizar que cualquier proyecto de ley aprobado en ese sentido sea favorable a sus inversiones. Como muestra Naomi Klein en Esto lo cambia todo, hay hasta grandes burgueses de la industria de los combustibles fósiles que invierten en renovables. ¿Cuál es la magnitud del desafío que enfrentamos a la hora de poner la ecología en el centro del debate, si los mismos capitalistas mueven todo su aparato para avanzar un paso más en la mercantilización de la naturaleza? La financierización de la naturaleza es una realidad en el mercado global.
De hecho, hace muchos años que existe un «capitalismo verde», que está interesado en el mercado de las energías renovables, y gobiernos que proponen políticas de «desarrollo sustentables». Hasta el Fondo Monetario Internacional jura que promoverá una economía ecológica. ¿Cuál es el resultado de todo esto? ¡Nada! O peor: a medida que los discursos se vuelven cada vez más verdes, el cielo se vuelve cada vez más gris... Las emisiones de gases fósiles no solo no disminuyeron, sino que continúan aumentando, y los científicos, cada vez más preocupados, hacen sonar señales de alarma. Bajo el pretexto de «proteger» la naturaleza, se desarrollan políticas de privatización de las selvas y los bosques. Se desarrollan enormes mercados de derechos de emisión, que son un negocio óptimo para los bancos y las empresas, pero pésimo para el medioambiente.
Existen excelentes trabajos de pensadores ecosocialistas que desmitifican estas propuestas: Lo imposible del capitalismo verde, de Daniel Tanuro, y El Dios que fracasó: el capitalismo verde, de Richard Smith. El capitalismo no puede existir sin una expansión ilimitada, sin el productivismo y el consumismo, y depende, hace dos siglos, de las energías fósiles. Solo una batalla socioecológica intransigente puede hacerlo retroceder, en un primer momento, antes de superarlo con otro modo de producción, o mejor, con otro modo de vida.
¿Podría comentar cómo la colonización sigue siendo un factor central en la reproducción económica, cultural y militar de América Latina? Hay regiones ricas en bienes naturales que parecen ser muy vulnerables a la dominación extranjera, especialmente cuando existen relaciones de opresión históricas. Pienso, por ejemplo, en las mineras canadienses y en el rol destructivo que tienen en nuestra región. Actúan también de forma contradictoria en Canadá, que es un símbolo del desarrollo aunque sigue expropiando territorios a los pueblos originarios del norte.
José Carlos Mariátegui, el genial fundador del marxismo latinoamericano, advirtió en 1928: si no hay una alternativa socialista indoamericana (hoy diríamos afroindoamericana), los países de América Latina están condenados a ser semicolonias del imperio norteamericano. Es lo que vemos hasta el día de hoy, bajo formas «modernizadas»: para retomar la famosa imagen de Eduardo Galeano, las venas de nuestra América siguen abiertas, y nuestras economías siguen sometidas a los imperativos del mercado mundial, controlado por Nueva York, Londres, Berlín, etc.
Y no se trata solamente del pillaje de nuestras riquezas naturales: se trata de la destrucción sistemática del medioambiente, de los bosques y las selvas, del envenenamiento de los ríos. El caso de la multinacional petrolera Chevron en Ecuador, que dejó un inmenso territorio completamente contaminado y destruido, es solo un ejemplo entre muchos. Todo esto sucedió, bien entendido, con la complicidad activa de los varios gobiernos neoliberales que se sucedieron en América Latina durante las últimas décadas.
La excepción fue Cuba, desde 1959, y, de forma parcial, algunas experiencias antimperialistas en el continente, como la de Hugo Chávez en Venezuela. Marx había previsto, en El capital, que el «progreso» capitalista es un progreso sobre la ruina de dos fuentes de riqueza: la tierra y el trabajador. América Latina es un bello ejemplo de esa regla.
Está claro que las multinacionales yanquis no son las únicas que promueven la destrucción ambiental. Las canadienses no se quedan atrás, en términos de devastación de nuestro continente, y enfrentan, en muchos casos, tenaces resistencias populares. Es el caso, por ejemplo, de Perú, en donde la población de Cajamarca se opuso a una empresa minera canadiense que pretendía explotar una mina de oro utilizando el agua de los ríos. Bajo la consigna «¡Agua sí, oro no!», se inició una movilización popular contra este proyecto destructivo.
Incluso en Canadá, las multinacionales que explotan el petróleo más sucio del planeta, en términos de emisiones de CO2, y las llamadas «áreas bituminosas», intentan expropiar las tierras indígenas y construir enormes oleoductos en sus territorios. James Hansen, el famoso científico del clima estadounidense, dijo que, si ese petróleo llega a ser extraído y exportado por los oleoductos, la lucha contra el cambio climático estará perdida. Las comunidades indígenas de Canadá desplegaron una lucha audaz contra estos siniestros proyectos de «desarrollo», con apoyo de socialistas, ecologistas y sindicalistas. Al defender sus territorios ancestrales y sus ríos, esas comunidades están en la primera línea del combate de la humanidad para prevenir la catástrofe ecológica planetaria.
Los anticolonialistas se movilizan en todo el mundo en solidaridad con los indígenas de Canadá. Recientemente se publicó en varias lenguas un manifiesto internacional de apoyo a su lucha, firmado por alrededor de doscientos artistas y poetas surrealistas de decenas de países.
En uno de tus textos recientes se habla de la «racionalidad democrática de las clases populares». Una visión tradicional y elitista de la política afirma con frecuencia que la mayor parte de la población tiene prejuicios que le impiden participar en política más allá del voto, pero creo que se trata de un problema de tiempo y de organización política. Una mujer de la periferia trabaja ocho horas al día fuera de su casa, pasa tres horas en el transporte público y además realiza las tareas domésticas. Si no participa de las decisiones políticas cotidianas no es necesariamente por falta de interés, sino por cansancio. ¿Qué políticas pueden ayudarnos a romper las barreras temporales de disponibilidad para facilitar el florecimiento de esa racionalidad democrática?
La racionalidad democrática de las clases populares es una apuesta de los revolucionarios. No siempre el comportamiento de la población obedece a tal criterio pero, en última instancia, nuestra esperanza es que esa racionalidad se vuelva hegemónica.
En la lucha para permitir que los sectores oprimidos, en particular las mujeres, puedan participar de la vida política, la exigencia de la reducción de la jornada laboral juega un papel muy importante. Con menos horas de trabajo y más tiempo libre se generan condiciones para una efectiva participación democrática. No es casualidad si Marx escribió en El capital que la reducción de la jornada laboral era el primer paso para instituir el reino de la libertad. En el caso de las mujeres, es esencial la lucha por los servicios públicos dirigidos a las infancias, como las guarderías, y la repartición igualitaria de tareas domésticas entre los sexos.
Con todo, aun en las difíciles condiciones actuales, y en las últimas décadas, no faltaron momentos en que la irrupción de las masas populares, de los trabajadores, de la juventud, de las mujeres, logró colocar en el orden del día una agenda democrática y popular: las grandes huelgas del ABC en 1978-1979, la fundación del PT en 1980 y del MST algunos años después, la movilización por las «Directas ya» en 1984, la campaña por el impeachment de Collor, y así hasta llegar a las jornadas de 2013. No tengo duda de que volverá a suceder lo mismo, tarde o temprano, frente la banda neofascista que actualmente gobierna Brasil.
En el caso de 2013, tuvimos un desafío. Las jornadas tuvieron al comienzo rasgos populares, especialmente la reivindicación por el derecho a la ciudad, pero la despolitización creció a medida que las calles se llenaban. Veo que existe hoy en la izquierda un cierto miedo hacia los movimientos masivos sin direcciones centralizadas, pues la derecha, sobre todo a través de los grandes medios, tiene una capacidad de cooptación enorme. Al mismo tiempo, Bolsonaro y Trump alimentan la desconfianza contra los grandes medios que no los favorecen, pero con la intención de promover fake news que son todavía más despolitizadoras. ¿Cómo desplegar una batalla por la comunicación y por medios más democráticos en este contexto?
Es muy importante que la izquierda y las fuerzas populares construyan sus propios medios y utilicen las redes sociales para difundir su mensaje. En Brasil, un sector importante de la Iglesia es solidario con los movimientos sociales y utiliza sus propias redes de comunicación. Existen también algunos espacios en los grandes medios que pueden ser utilizados, sobre todo cuando estos se ven obligados a oponerse al gobierno, como sucede en Brasil. Tenemos que utilizar todos los medios para combatir las fake news que siempre fueron, desde Joseph Goebbels, el método favorito de los fascistas.
La batalla por la comunicación en Brasil no pasa solamente por los medios. ¡El Carnaval es un espacio fundamental y la actuación de las Escolas de Samba de izquierda el año pasado fue un gran avance! Lo mismo vale para las hinchadas de fútbol, que este año asumieron la vanguardia en la protesta contra Bolsonaro.
Es verdad que la derecha logró hegemonizar las protestas callejeras de 2014 a 2016, pero es improbable que esto suceda de nuevo dado que la capacidad de movilización del bolsonarismo está en franca decadencia.
Cuando se declaró la pandemia de coronavirus, se habló mucho en los grandes medios sobre una «nueva normalidad», en la que las personas se sentirían más conectadas y revisarían sus posturas frente a la muerte y al sufrimiento. Sin embargo, el sistema parece haberse adaptado una vez más. ¿Es posible que un gran acontecimiento global funcione como catalizador de un cambio civilizatorio, sin que este sea consecuencia directa de una campaña ecosocialista?
No puedo prever si habrá o no acontecimientos catalizadores en el futuro. Pero no podemos esperar a una catástrofe o epidemia para luchar por un cambio civilizatorio. Necesitamos comenzar ya mismo a popularizar nuestro programa ecosocialista. Es muy importante difundir conferencias, panfletos, libros y multiplicar las iniciativas en las redes sociales para explicar nuestra propuesta, la imposibilidad de un «capitalismo verde» y la necesidad de una transición ecológica revolucionaria. No es casualidad que el interés por el ecosocialismo esté creciendo en Brasil y en todo el mundo. Por cierto, acaba de fundarse una Red Global Ecosocialista (Global Ecosocialist Network) que se propone establecer vínculos entre los ecosocialistas del Norte y del Sur globales.
Mientras tanto, el principal punto de partida son las luchas socioecológicas concretas que se enfrentan con la lógica del sistema. Por ejemplo, las luchas de las comunidades indígenas en el Amazonas y en otras regiones del país contra la devastación de nuestras selvas y nuestros ríos que ocasionan la megaminería, el agronegocio, la expansión de la ganadería y la soja; la lucha del MST contra los pesticidas y por una reforma agraria que favorezca la agricultura orgánica, y la lucha de la juventud de las grandes ciudades por el transporte público gratuito. Podría multiplicar los ejemplos. Es en estas luchas que se desarrolla la conciencia anticapitalista, como también la comprensión de la necesidad de la autorganización desde abajo y la conciencia de que solamente mediante el combate colectivo se consigue imponer las exigencias de los oprimidos y de los explotados.
La tarea de los ecosocialistas es participar de estas luchas, apoyarlas, ayudarlas, organizarlas e integrar en ellas la propuesta ecosocialista.
Si lo «normal» era parte del problema y la «nueva normalidad» es más de lo mismo, especialmente cuando consideramos el enriquecimiento del que se beneficiaron los multimillonarios durante los períodos más duros que enfrentó la población mundial, ¿qué medidas inmediatas serían útiles para unir las demandas generales y desafiar ese orden que vuelve a imponerse?
En efecto, las clases dominantes, apenas la pandemia se los permita, intentarán retomar la normalidad de los negocios, volver a lo mismo de siempre, al paraíso de los explotadores, en el que una decena de multimillonarios posee el equivalente de la riqueza de la mitad de la humanidad.
Elaborar un programa de reivindicaciones es una tarea colectiva, no puedo dar una respuesta concreta. Pero creo que un programa de este tipo, en Brasil, debería incluir, entre otros objetivos, una profunda reforma fiscal que termina con los escandalosos privilegios de una ínfima minoría de oligarcas; una reforma agraria radical, con criterios ecológicos, que favorezca la agricultura campesina y orgánica contra el agronegocio ecocida; la defensa del Amazonas y de los pueblos que viven en ella contra la saña destructora de las mineras y de los terratenientes, y la reducción de la jornada laboral, sin disminución del salario, como solución al dramático crecimiento del desempleo.
Frente a todo esto, ¿es posible mantener «el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad»? Mientras el coaching liberal promueve la búsqueda del «lado bueno de las cosas», es fácil para nosotros desanimarnos con las derrotas. ¿Qué habría que decirle a alguien que se siente desanimado políticamente en este momento?
Las derrotas, como las victorias, forman parte de la historia del socialismo y de las luchas sociales. El pesimismo de la razón nos advierte sobre la gravedad de la situación, el peligro creciente de la catástrofe ecológica y el gran poder de nuestros adversarios, los neofascistas y los neoliberales (¡o los dos al mismo tiempo!). Pero también hay señales de esperanza: el socialismo nunca tuvo tantos partidarios y simpatizantes en EEUU y en Inglaterra como hoy. La movilización de la juventud contra el cambio climático, inspirada por Greta Thunberg, logró el apoyo de millones de personas en todo el mundo.
Podríamos multiplicar los ejemplos, incluso en Brasil. Obviamente, no hay ninguna garantía de que el ecosocialismo vencerá, ni de que la humanidad logrará escapar a la catástrofe. Esta es, como dirían Lucien Goldmann, mi maestro, y Daniel Bensaïd, mi compañero, una apuesta en la cual se nos va la vida, en términos individuales y colectivos. Si los revolucionarios solo se movilizaran cuando están seguros de la victoria, nunca habría habido una revolución. Entonces, se trata del optimismo de la voluntad: como decía Brecht, quien lucha, puede perder; quien no lucha, ya perdió.
jacobinlat.com. Traducción: Valentín Huarte