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Cuba :: 31/01/2023

Martí en la hora actual de Cuba

Cintio Vitier
«La esclavitud de los hombres», dijo, «es la gran pena del mundo», y a redimir o consolar esa pena dedicó su vida

Leyendo un artículo de Harold Bloom sospeché un tema que quizás sea el más abarcador y necesario, el de las relaciones de la política, el pueblo y la poesía. Dicho así, puede parecer asunto manido o demagógico, por la falta de seriedad con que estos términos se han manejado en su más burda interrelación, la manipulada por la política al uso y por lo antipolítico de moda. Pero las especulaciones de Bloom sobre «Poesía y represión», con independencia de su brillante ironía dialéctica y del insondable resentimiento en que se fundan a partir de Vico y Nietzsche, culminando en una retórica freudiana que no se priva de la Gnosis ni de la Cábala, me hacen pensar, o más bien sentir, que el concepto real de la poesía y de la crítica de la poesía que protagonizan esas páginas, deudoras de la cultura universal, no ha sido objeto ni remotamente, de exploraciones semejantes ni mucho menos aproximativas o, para decirlo mejor, integradoras.

¿Qué papel juega el pueblo, quiero decir, la vecinería, la gente común, innegable substrato del mundo en que vivimos, en que hemos vivido siempre, dentro de la historia y la vivencia de esa «poesía fuerte» que tan agudamente estudia Bloom y con él, por lo menos desde Platón y Aristóteles, una legión de filósofos de la literatura? Los ciudadanos que constituyen el tejido social en que se mueven los sucesivos señores Bloom, y que, entre otras cosas, los alimentan para que puedan pensar, ¿no tienen nada que ver con el objeto de sus indagaciones?

Y ese objeto, el más subjetivo de todos, ¿estará radicalmente divorciado de las esferas donde, para bien o para mal, se gobierna o desgobierna la vida social de las gentes? He aquí la cuestión de la que somos de tal modo partícipes que intentar dilucidarla nos produce una especie de vértigo, y sin embargo sospechamos que en no intentarlo se esconde algo así como una vergüenza, como un escándalo del ser. Quede para otra ocasión ese intento, mientras abordamos el tema que hoy nos convoca, el cual, a su vez, súbitamente, se nos presenta como una respuesta cenital.

La respuesta cubana y americana a esa vergüenza, a ese escándalo, se llama José Martí, porque en él la política, el pueblo y la poesía constituyen -a diversos niveles de significado- una sola cosa: la vida real, saturada de imaginación, no esa bruma inapresable que ahora llaman «el imaginario». La costumbre de leerlo, el hábito de citarlo, nos ha alejado de los supuestos de una obra que no estuvo ni quiso estar nunca separada un segundo ni un milímetro, no obstante su impulso siempre trascendente, de la vida corriente y circundante.

La política fue para él un asunto del alma. La originalidad individual fue para él algo que debemos a la comunidad universal, de lo que cada pueblo es como un poeta diferente, un creador distinto. La poesía, en cuanto significa creación, fue para él la consistencia de todas las cosas. Es por eso que, cuando arrecian los problemas concretos de los hombres y seres de carne y hueso que nos rodean, forman nuestra atmósfera vital y en cierto sentido nos constituyen, podemos acudir a Martí, en primer lugar, como a una inteligencia y a una sensibilidad sin compartimentos estancos, tan interesados en la vida de los insectos como en las bodas de la luz, como en los mecanismos del ferrocarril como en las leyes de la economía como en los resortes de un poema como en los sistemas de gobierno, y sobre todo interesado en la redención real de los hombres.

«La esclavitud de los hombres», dijo, «es la gran pena del mundo», y a redimir o consolar esa pena dedicó su vida, en la que estuvo siempre actuando el amor a lo que Ernesto Guevara llamó «la humanidad viviente», no la humanidad abstracta de los filósofos ni de los políticos al uso, sino la humanidad terriblemente individualizada de las madres, la vecinería entrañable, ese pueblo hacia cuyos rastros personales iba su palabra y que por fin conoció en la entera desnudez poética y política de sus últimos Diarios.

Hoy nuestro pueblo no sólo tiene grandes problemas y afronta graves peligros, sino que es un pueblo en carne viva. A las escaseces de todo tipo se suma el desgarramiento de los que se van y de los que, incluyendo niños, han muerto en ese intento. Sabemos de sobra quiénes son los principales responsables de ese éxodo masivo, pero hay un hecho implacable que está más allá de toda explicación o argumento: los que se van, asumiendo mortales riesgos, son cubanos a quienes la palabra de Martí no ha llegado. ¿Culpa suya o culpa nuestra?

No importa ya. Nuestro deber es que eso no siga ocurriendo porque Martí vivió para ellos y murió también por ellos. Nuestra educación revolucionaria no ha sido bastante efectiva «para el bien de todos». Tal vez la masividad que era su obligación conspiró contra la calidad que era su ideal. En todo caso, a casi 36 años del triunfo de la Revolución, comprobamos crecientes zonas de descreimiento y desencanto en los jóvenes tanto iletrados como pertenecientes a minorías intelectuales.

Sabemos que este fenómeno del nihilismo juvenil, filosóficamente articulado por la corriente llamada «postmodernismo» es un fenómeno universal y que en nuestro país no es un fenómeno mayoritario. Pero en este campo las minorías tienen un peso específico imprevisible y la Revolución, por muy masiva que sea, tiene que ver en cada joven desmoralizado, escéptico político, marginal o antisocial, un innegable y doloroso fracaso.

La Revolución no se puede resignar a este tipo de fracaso, por relativo que sea. La Revolución no puede conformarse con decir de los que se lanzan al mar en embarcaciones frágiles y arriesgan las vidas de sus niños y ancianos son delincuentes, son irresponsables, son antisociales. En todo caso son nuestros delincuentes, nuestros irresponsables, nuestros antisociales. La Revolución también se hizo y se hace para ellos, no puede admitir que sigan siendo subproductos suyos. Hagamos nuestro máximo esfuerzo porque la palabra de Martí llegue a ellos con algo más que pueriles juegos de manos en la televisión.

Imaginemos a un ciudadano, nacido dentro de las peores circunstancias económicas y familiares, a quien, de niño, en el Círculo Infantil y en el preescolar, le hayan hablado adecuadamente de Martí; que entre los cinco y los once años, le hayan leído los cuentos de La Edad de Oro y él mismo haya leído algunos poemas de Ismaelillo y el prólogo de los Versos Sencillos, con el contexto biográfico e histórico asequible a su edad; que de los doce a los catorce años, en la Secundaria Básica, ampliando las lecturas anteriores y siempre con la iconografía correspondiente, haya entendido la dedicatoria de Ismaelillo y el prólogo de los Versos Sencillos, mediante una breve explicación de lo que fue la Primera Conferencia Internacional Americana, así como, con análoga contextualización biográfica e histórica, textos como «Céspedes y Agramonte», «Rafael María de Mendive», «Mi Raza», «El General Gómez», «Antonio Maceo», «Mariana Maceo», el prólogo a «Los poetas de la guerra» y las «Cartas a María Mantilla», que, ya en el noveno grado, ha sido capaz de redactar una síntesis de la vida y obra de Martí, con sus impresiones personales de las lecturas realizadas.

Ese adolescente, en tránsito hacia la primera juventud, continúe o no estudios preuniversitarios o politécnicos, de los quince a diecisiete años, debiera tener a mano, como compañía vitalicia de un maestro cuyo gusto ya ha adquirido, «El Presidio Político en Cuba», las cartas a Gómez y a Maceo del 20 de julio de 1882, «Vindicación de Cuba», el discurso «Madre América», fragmentos de las crónicas sobre el Congreso Internacional de Washington y la Conferencia Monetaria, «Nuestra América», «Con todos y para el bien de todos», «Los pinos nuevos», las Bases del Partido Revolucionario Cubano, la carta abierta a Enrique Collazo, «El tercer año del Partido Revolucionario Cubano», «La verdad sobre los Estados Unidos», «Los pobres de la tierra», las cartas a Federico Enríquez y Carvajal y de despedida a la madre y al hijo, el Manifiesto de Montecristi, el Diario de Campaña, las últimas cartas a la familia Mantilla y la carta trunca a Manuel A. Mercado.

Juventud Rebelde, 18 de septiembre de 1994.

 

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