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Chile :: 11/09/2023

Miguel Enríquez, el menos muerto de todos

Andrés Bianque
A 50 años del 11S :: Martes 11S, Allende no acepta planes de retirada ni huidas por patios traseros. Se queda. Envía una sola frase al Secretario General del MIR: ¡Ahora es tu turno, Miguel!

[Artículo publicado en La Haine el 5/10/2009, que reproducimos hoy por su actualidad.]

Sábado 5 de octubre de 1974, la vela del día está a medio consumir, como un niño temeroso corre despacio el viento por Calle santa Fe, allá en la comuna de San Miguel.

Pequeño el piano que descansa sobre una mesa delicada y barretín, como pequeña es la máquina de escribir que va martillando bemoles negros sobre la hoja blanca, procurando no elevar los tonos de las notas que van pulsando el ruido de las teclas. Las palabras se unen y se abrazan en una canción de protesta, de reclamo, de grito callado que espera ir a posarse sobre las bocas que enmudecen de tanto terror. Acordes que pretenden levantar y unir las voces en contra de la dictadura gorila golpista y grosera de Pinochet y compañía.

Martes 11 de septiembre, Salvador Allende no acepta planes de retirada, ni huidas por patios traseros, ni fugas por pasajes escondidos. Se queda. Entremedio del fuego envía una sola frase al Secretario General del MIR: ¡Ahora es tu turno, Miguel!

Ese mismo 11, se reúnen en la fábrica metalúrgica Indumet, dirigentes socialistas, comunistas y miristas. Hay que hacer, levantar y coordinar la Resistencia armada Insiste Miguel, sabiendo que sobre su hombros descansan las esperanzas, tanto de Allende, como del pueblo en su conjunto también.

Los del Partido Comunista insisten en que hay que esperar, los militares no se atreverán a cerrar el Congreso, los medios de comunicación, “desde allí se les debe enfrentar y luchar” exclaman.

Miguel golpea la mesa, insiste y maldice. Hay que luchar, no nos podemos quedar sólo a mirar.

Y por las calles de Santiago, interminables hileras de rostros asombrados, desconcertados, idos, como sonámbulos que no escuchan los aviones, ni las balas rugir, deambulan con preguntas y un nudo el pecho que va ahorcando las gargantas.

Sólo unos pocos se desempolvan de miedo y terror.

La reunión queda a medio terminar. Fuerzas armadas comienzan a cercar la fábrica.

Un temporal de balas se deja caer sobre los presentes.

A punta de balazos los dirigentes rompen el cerco, algunos compañeros y obreros quedan aceitando con su sangre la vieja fábrica que nunca más se levantará.

Ya ha pasado el mediodía de ese abominable 11, ya poco se puede hacer, los hechos están consumados, quemados y despedazados.

Meses antes de la asonada militar, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria vociferaba a los cuatro vientos que las condiciones serían desastrosas si el pueblo no pasaba a la ofensiva. Se fraguaba una intervención sangrienta por parte de la burguesía. Había que actuar.

El 11, una frágil flor de cristal se rompe en mil pedazos. Las esquirlas se rompían en llanto allá en La Moneda, esquirlas que también herían y cortaban con su trazo a lo largo y ancho de un país.

El barco se hundía en un mar de llamas y ciertas ratas corrían con sus maletas bajo el brazo el mismo día o a los días siguientes.

Mientras tanto, cientos se iban a las embajadas y de allí directo al extranjero. Donde un alto porcentaje, hasta el día de hoy, actuaron y actúan como méritos parásitos de la lucha que otros dieron, de esos que se quedaron. Míralos ahora, empresarios, fanáticos cristianos, renegados, relavados, apóstoles de apostasías, es decir paradigmas y estigmas de traición e inconsecuencia.

Y Miguel es claro y decidido. El Mir no se asila. El Mir se queda y combate.

Irse sería como desertar, como abandonar la lucha, dejar botado al pueblo a su suerte.

Miguel pasa a ser clandestino, destino de millones de chilenos.

Parapetado en trincheras invisibles al ojo del halcón trabaja incansablemente. Mientras tanto, él estudia, analiza, lee y relee cientos de recortes de noticias, de informaciones que puedan dar luces a las causas más directas del golpe, de cómo serán las siguientes acciones.

Grandes clásicos le soplan ciertas ayudas y él saca ciertas respuestas que se van haciendo más y más claras.

Uno a uno van cayendo sus amigos, sus amigos compañeros. El rumor de la muerte anida en cada boca. Las puertas se cierran, las ayudas desaparecen. Las espaldas se multiplican, las bienvenidas ya no existen, se oye insistente el cerrar de puertas.

Los que no caen muertos, se rompen en la tortura y con dedos quebrados apuntan y señalan a los que quedan.

Las caras son todas extrañas, las calles son bocas de lobo donde pernocta la muerte.

Y Miguel insiste en ir a rescatar a sus compañeros. Los milicos tiemblan escondidos en las ratoneras que le han preparado, no se atreven a mover. Y otras veces, Miguel se abre camino a balazos y la muerte le guiña un ojo cuando lo ve alejarse.

Y atiende los puntos de esa madeja que poco a poco se va deshaciendo. Cada día son menos. Cada día llora cuando nadie lo ve. Y sé da ánimos y valor. Y vuelve a la calle y vuelve a atender, a organizar. Arriesga el pellejo una y otra vez, mientras otros se escondían debajo de las camas o contaban en restaurantes finos, lo duro que fue su estadía allá en ese Chile de Allende.

En el Combate de Quebrada del Yuro cae herido por un balazo en su pierna izquierda el Che Guevara y es hecho prisionero. Como a la una de la tarde, un 9 de octubre cae asesinado por dos ráfagas militares el Guerrillero heroico.

Es la una de la tarde del sábado 5 de Octubre, la compañera de Miguel vuelve con bolsas de mercadería, y también cansada de buscar algún otro alojamiento.

Miguel le dice a quemarropa que han visto autos sospechosos pasar. Le ordena que tome los bolsos con importantes papeles y documentación.

La policía se detiene frente a la casa. Son ellos exclama Miguel.

Su fusil AK tiembla de miedo y nerviosismo y Miguel le ofrece su hombro sereno, lo calma, lo abraza y este comienza a disparar.

El sonido de las balas calla el vecindario. El sonido también calla a esos que sólo hablaban y no paran hasta el día de hoy de sólo hablar.

Miguel no se rinde. Sigue disparando. Los Policías cierran los ojos y disparan sin parar.

Con la voz hecha un hilo, uno de ellos pide insistentemente refuerzos.

Buses repletos de policías y soldados. Comandos, mercenarios y carniceros despostando el ambiente.

En un momento Miguel les grita. ¡Hay una mujer embarazada aquí!

Obviamente, eso es muy poca cosa para ser tomada en cuenta por los valientes soldados.

Cuentan que los que estaban con él huyeron por los techos, dejándolo indefenso. Cuentan que lo creyeron muerto.

Que las granadas que los policías arrojaban habían ya matado a su compañera que yacía herida de muerte sobre el suelo.

El caso es que Miguel cae herido, desmayado y muerto por algunos impactos.

Una bala le entró por uno de sus ojos y le destruyó el cráneo.

La tanqueta aquieta sus correas, el helicóptero se queda estático como una libélula venida del infierno. Los hombres sienten como el sudor frío les baja por el pecho.

Una carta rota que nunca tendrá destinatario. Una estampa que tiñe de sangre el polvo del patio. Los uniformados sueltan un respiro de alivio.

Y las convicciones levantan y traen de vuelta a Miguel. Y se levanta y afina puntería y de nuevo comienza a dispar. Y cientos de policías disparan histéricos una y otra vez, una y otra vez contra la casita de Santa Fe.

Y Miguel cae desplomado debido al peso del plomo sobre su cuerpo. No se escuchan más disparos. Lo piensan una y otra vez, una y otra vez. Hasta que un capitán da la orden de entrar. Ya muerto lo vuelven a rematar. Se levantó una vez, no sería bueno que se vuelva a levantar.

Diez balas lo duermen para siempre, es decir, el siempre de ellos. Ese término que no es más que el principio de un jamás.

Y es que la Muerte sólo existe para quienes creen en ella.

Hoy fue el turno de mi Miguel, mañana el tuyo, el mío, el de nosotros. Tarde temprano la carroza de la muerte nos llevará.

Seamos nosotros los que conduzcamos esas riendas camarada, conduzcámosla a parajes indómitos, decentes, valientes, honestos, al pastizal que hará arder la historia de los explotadores. Esa historia que no será más que un mal preámbulo, un mal recuerdo para los años hermosos que vendrán.

Vamos compañero, vamos…

Y es que a los muertos se les recuerda con alegría, con fuerza, pujantes o sino no se les recuerda nada carajo.

Que partan ahora los presentes a hacer sus testamentos, esos que quieren ser recordados con sólo llanto y lágrimas penitentes.

A los muertos se les recuerda con alegría carajo.

Y es que no necesitamos a la muerte para venir a inyectarnos vida.

Necesitamos Vida, más vida, mucha vida, para derrotar a la Muerte.

El dolor sólo atrae más dolor.

Los verdaderos analistas, insisten en que Miguel cometió infinidad de errores cuando estuvo vivo. A ratos dibujan una caricatura simplona e incendiaria de su persona.

Acertados o no, lo cierto es que a casi 40 años de la caída de la Unidad Popular, la realidad, el ahora, esto que vivimos, esto que palpamos día a día, reafirma más que mil análisis la certeza preclara de quien organizaba la Resistencia personalmente en sus primeros días contra la dictadura del capital.

Entonces…

Alégrate por Miguel, murió en combate, tuvo la oportunidad de pelear, no de morir amarrado a una silla. La vida lo premió con laureles.

Tuvo la suerte de no ser devorado por el tiempo y los pactos, y el dinero y los diálogos y los cargos, un guerrero en medio de un gallinero de loros que hablaban mucho y gallinas que sólo han hablado y hablado hasta el día de hoy.

No necesitamos golpearnos el pecho por su partida.

Necesitamos golpear el pecho de los que explotan a nuestra Tierra.

Escucha su Risa, no su llanto. Escucha sus palabras y su canto.

Que se escuche más fuerte que nunca.

¡Pueblo Conciencia y Fusil!
¡Pueblo Conciencia y Miguel!

Hasta la Victoria Siempre.

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