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Medio Oriente :: 14/07/2024

Muerte en Palestina: ecocidio además de genocidio

David Pavón-Cuéllar
Desde el 2000 los desequilibrios ecológicos de lo que fuera Palestina se han vuelto insostenibles, pero el régimen Israelí ha permitido y a veces promovido que se profundicen y agudicen

¿Hacer florecer el desierto?

Se cuenta que Palestina era un pedregal seco, árido, estéril y desolado, hasta que llegaron los israelíes. Ellos, con su genio y con su esfuerzo, habrían cumplido la profecía de Isaías al hacer que el desierto reverdeciera, floreciera y diera frutos. Ellos habrían convertido una tierra ingrata en un paraíso terrenal, en un edén bíblico, en un vergel.

En realidad, antes de la proclamación de Israel en 1948, Palestina ya era un vergel en el que abundaban los huertos con vides, higueras, palmeras datileras, berenjenas, melocotoneros, albaricoqueros, limones y naranjos como los de Jaffa. También había manantiales y tierras de pastoreo, así como una plétora de almendros, algarrobos, imponentes robles y viejos olivos. Por entre los árboles y los arbustos, asomaban unas mil trescientas aldeas y pequeñas poblaciones, cada una subsistiendo con humildad, a su ritmo, de modo sustentable, en armonía con la naturaleza. Esta armonía, preservada cuidadosamente desde hacía miles de años, desapareció de pronto con el advenimiento del ente político israelí, el cual, desencadenando una rápida y profunda modificación del territorio, lo sumió en un caos medioambiental que se ha ido agravando en los últimos años.

Desde el año 2000, los desequilibrios ecológicos de lo que fuera Palestina se han vuelto insostenibles, pero el Estado Israelí, en lugar de intentar atenuarlos o contrarrestarlos, ha permitido y a veces promovido que se profundicen y agudicen. El actual aparato colonial de Israel ha incrementado no sólo el número anual de civiles palestinos a los que asesina, sino también el ritmo al que tala, quema o arranca los árboles que les pertenecían, que demostraban su vínculo ancestral con el territorio y que aseguraban una relación milenaria equilibrada con el medio ambiente. Hemos visto esfumarse así, en poco más de veinte años, tres millones de frutales, más de un millón de olivos cultivados y ochocientos mil olivos nativos de Cisjordania, muchos de ellos ya centenarios.

La destrucción de los olivares palestinos constituye no sólo una catástrofe real biológica para el planeta, sino un gesto simbólico altamente significativo y con un gran alcance jurídico, político e histórico. Según el Código Otomano de 1858 que el Estado Israelí se comprometió a respetar, los olivos garantizan la propiedad legal de la tierra para quienes los plantaron, de modo que arrancarlos es una condición para despojar de las tierras a sus propietarios. Por otro lado, el olivo es el símbolo por excelencia de aquello que ha posibilitado la supervivencia de los palestinos, lo sintetizado por la expresión árabe sumud, la fuerza y la firmeza, la constancia y la perseverancia, la solidez y la tenacidad, la obstinación y la entereza. Los palestinos han logrado sobrevivir inexplicablemente a pesar de la miseria, los despojos, la persecución, el éxodo, las bombas y las demás violencias infligidas por el aparato colonial de Israel, tal como sus olivos consiguen sobreponerse, de modo también inexplicable, a la pobreza del suelo, el sol ardiente, la sequía persistente y las demás inclemencias del tiempo. Al derribar cada olivo, los colonos israelíes pretenden exhibir simbólicamente su capacidad para vencer aquello palestino que se obstina en resistir, en luchar, en vivir.

¿El capital o la vida?

Es a costa de la vida que Israel existe según su modo peculiar de existencia. Desde luego que podría existir de otro modo, pero es así como existe, quizás a causa de la persistente influencia de la derecha sionista entre los colonos y en la cúpula gubernamental. Sea cual sea la razón, el caso es que la reproducción del ente socioeconómico e ideológico-político israelí parece presuponer la neutralización de la vida humana de los palestinos, pero también de la vida no-humana de muchos animales y vegetales, como las cabras y los olivos, que están inextricablemente entrelazados con sus propietarios. El entrelazamiento se pone en evidencia con las industrias israelíes contaminantes que son genocidas por lo mismo que son ecocidas.

Un buen ejemplo es el de la fábrica Geshuri de pesticidas y fertilizantes: una fábrica tan perjudicial para su entorno que los habitantes de Kfar Saba en Israel ganaron un proceso judicial para que saliera definitivamente de sus tierras. ¿Qué mejor entonces que instalarla, con incentivos fiscales de Israel, en el territorio palestino de Cisjordania? Es ahí donde la fábrica opera desde 1987, dañando los cítricos y los viñedos, así como enfermando a los habitantes de aldeas como la de Tulkarem. Lo mismo sucede en otros poblados palestinos, como el de Bruqin, donde la zona industrial israelí de Barqan ha trastornado los cromosomas y el ADN de los habitantes, matándolos de cáncer y de otras enfermedades graves, eliminándolos incluso en los vientres de sus madres al provocar abortos espontáneos. Estos efectos son análogos a los que tienen las inmensas descargas de basura israelí en territorios palestinos, descargas que incluyen desechos contaminantes, a veces patógenos e incluso letales.

Resulta revelador que Palestina se haya convertido en el basurero de Israel, en su vertedero de residuos tóxicos, en el destino preferido para desterrar industrias venenosas. Con todo esto podría estarse corroborando lo que ciertos israelíes, no todos y tal vez ni siquiera mayoritarios, desean para los palestinos: intoxicarlos, envenenarlos, darles muerte. Además de un deseo, los mismos israelíes quizás estén delatando aquí metonímicamente su representación de los palestinos como desechos, como basura, como algo tóxico y venenoso.

Hay israelíes que parecen representarse a los palestinos como algo de lo que hay que deshacerse, como un obstáculo que debe superarse, como un problema que ha de solucionarse. Al igual que el problema judío en la Alemania de los nazis, el problema palestino en el Israel de los sionistas exige una “solución final”, como lo ha advertido Raz Segal, un destacado estudioso judío israelí especializado en el holocausto. ¿Y si esta solución final fuera lo que se va esbozando en los últimos nueve meses de bombardeos en Gaza?

Los recientes bombardeos, con los que se han lanzado ni más ni menos que cincuenta mil bombas altamente contaminantes, podrían convertir la Franja de Gaza en una zona inhabitable. De lo que se trataría, en efecto, es de transformar la región en “un lugar donde ningún ser humano pueda existir”, según lo que ha confesado Giora Eiland, exjefe del Consejo de Seguridad Nacional Israelí. Esta confesión equivale al reconocimiento de que el objetivo de Israel es vaciar por siempre a Gaza de sus habitantes.

Aparentemente, para deshacerse de los palestinos, ya no basta con desalojarlos de sus tierras y desvincularlos de ellas al arrancar sus olivos, sino que se necesita destruir las mismas tierras, quemarlas y envenenarlas, volviéndolas inhóspitas. Esto no impedirá, sino que facilitará, que la economía israelí se beneficie con la extracción de los miles de millones de dólares de gas natural que yacen en el subsuelo de Gaza. De ser así, algo tan inerte como el capital concentrado y acumulado en Israel suplantará una vez más la profusión de vida humana y no-humana de Palestina, pero antes habrá que deshacerse de esta vida con el fuego de las bombas y con el veneno de sus restos químicos.

Infiernos terrenales y paraísos artificiales

Lo que ha creado el aparato colonial israelí son infiernos y no paraísos terrenales, vertederos y no edenes bíblicos, fosas comunes y no lugares habitables, desiertos donde hubo antes vergeles y no vergeles donde el desierto reverdecería, florecería y fructificaría. No se ha hecho brotar lo vivo de lo muerto, sino que se ha dado muerte a la vida que rebosaba por todos lados. He aquí lo que han hecho algunos israelíes, algunos y no todos, con la tierra con la que pretenden tener un vínculo privilegiado. Si la tierra les fue verdaderamente prometida y concedida, ¿fue para que la destruyeran como lo están haciendo? ¿Acaso esta destrucción forma parte de la promesa que hoy se hace llamar “Israel”?

Quizás el nombre de “Israel” se asocie hoy en día simbólicamente con admirables proezas económicas y tecnológicas, pero designa también con seguridad la expoliación y exterminación del pueblo palestino, así como la devastación de la tierra de lo que fue alguna vez realmente Israel. Ha sido al destruir lo terrenal, volviéndolo infernal, como los israelíes han creído construir su paraíso terrenal. Es verdad que han acondicionado por ahí algunos ambientes pretendidamente paradisiacos, pero no han sido más que espejismos, paraísos artificiales tan ilusorios como lo son los fraccionamientos de lujo y los centros comerciales al estilo estadounidense. También es verdad que Israel ha creado algunos vergeles igualmente artificiales que no existían, pero ha sido generalmente a costa del medio ambiente, a través del peor tipo de monocultivos y agroindustria.

Israel ha terminado convirtiéndose, de hecho, en líder mundial en el uso de agrotóxicos. Han bastado unas cuantas décadas para que los fertilizantes y pesticidas israelíes arruinen las tierras arrebatadas a los palestinos en las que se cultivaba de modo limpio, sano y sustentable durante varios miles de años. Es lo mismo que ha ocurrido con fuentes milenarias de agua como el Río Jordán, las cuales, además de convertirse en alcantarillas, han ido agotándose por efecto de la agricultura intensiva y las diversas actividades industriales de Israel. Estas actividades están secando también el Mar Muerto del que se extraen agua y minerales. No hace falta decir que semejantes crímenes medioambientales no son únicamente contra Palestina, sino contra el conjunto de la humanidad. Además, en su aspecto simbólico, los mismos crímenes contra sitios bíblicos tan importantes como el Mar Muerto y el Río Jordán, considerados sagrados por muchos creyentes, podrían interpretarse como atentados contra la misma civilización cristiana occidental que no deja de brindar su apoyo incondicional a Israel.

En cuanto a los acuíferos, primero fueron confiscados a los palestinos, luego han sido sobreexplotados por los israelíes y finalmente se han ido secando a causa de la sobreexplotación. Lo mismo sucede con muchos manantiales. El agua que Israel absorbe de modo ansioso e insaciable no proviene tan sólo de las tierras que se ha ido apropiando, sino también de los cada vez más estrechos territorios que ha dejado a los palestinos. El 91 por ciento de los recursos hídricos de Cisjordania, por ejemplo, son expropiados para uso de los colonos de Israel. A fin de cuentas, mientras que un israelí consume en promedio unos 300 litros diarios de agua, cada palestino debe arreglárselas con un consumo que oscila entre 20 y 80 litros diarios.

El agotamiento del agua es correlativo de la devastación israelí de los territorios palestinos. Los desiertos y los escombros avanzan ahí donde antes podían verse huertos y pequeños pueblos respetuosos de la naturaleza. Mientras tanto, en las amplias regiones ocupadas por Israel, el asfalto de las carreteras y de los estacionamientos aplasta y sofoca tierras donde antes hubo arroyos y piedras cubiertas de líquenes, cabras y pastores, lagartos y pequeños mamíferos, así como los más diversos árboles y arbustos.

En el mejor de los casos, ahí donde antes crecían robles, algarrobos, olivos y otros árboles autóctonos cuyas hojas abonaban el suelo, aparecieron súbitamente monótonos bosques artificiales de pinos, como el de Yatir, con los que se ha intentado complacer la occidental u occidentalizada mirada israelí con un inverosímil entorno europeo en Medio Oriente. Desgraciadamente, además de ser una evidencia fehaciente de la inadecuación cultural-histórica entre el aparato colonial de Israel y el territorio que se adjudica, esos pinos provocan un irreparable daño ambiental al envenenar la tierra con sus hojas ácidas, al no dar alimento a la fauna de la región, al impedir el crecimiento de la maleza y al incendiarse constantemente con sus resinas inflamables. Por si fuera poco, la creación de los tóxicos bosques artificiales israelíes ha servido como justificación para confiscar tierras y desalojar a los habitantes originales que vivían de modo verdaderamente armonioso con la naturaleza.

Los pinos crecen ahora sobre los escombros de las antiguas casas de los palestinos y de otros habitantes originarios, como los mil beduinos árabes que vivían en los pueblos de Néguev, Atir y Umm al-Hiran hasta que fueron desalojados en 2015 para ampliar el bosque de Yatir y de paso construir la ciudad israelí de Hiran. A veces, de hecho, los bosques no han sido más que una justificación engañosa, como en Belén, donde se expulsó a la población palestina de la montaña de Abu Ghuneim para crear ahí una gran área verde que finalmente acogió el asentamiento israelí de Har Homa. En este último caso, los palestinos fueron desalojados con el pretexto de plantar árboles, pero el verdadero propósito fue claramente el de sembrar a colonos israelíes en agradables zonas arboladas.

Lluvia de fuego y calentamiento climático

Quizás haya quien se consuele al pensar que las coníferas de Israel servirán al menos para atenuar el calentamiento climático, pero es todo lo contrario. Al ser vistos desde el espacio, los bosques de pino creados por los israelíes aparecen como pequeñas manchas oscuras, las cuales, por su oscuridad, no reflejan los rayos solares y por consiguiente retienen en la tierra más radiación del sol, más calor, que los claros paisajes preservados por los palestinos. En comparación con estos paisajes, los bosques artificiales de Israel tienen un efecto agravante para el calentamiento global que es considerablemente mayor que su efecto atenuante por la absorción de bióxido de carbono, como lo han demostrado Eyal Rotenberg y Dan Yakir, mediante cálculos bastante precisos, en un artículo publicado en Science.

Israel no sólo calienta el planeta con sus aberrantes bosques de pino, sino también con su devastación de la flora nativa, con sus altos niveles de consumo, con el asfalto de sus autopistas y de sus estacionamientos, con sus industrias y también evidentemente con sus infames actividades militares, como sus actuales bombardeos contra la Franja de Gaza. Estos bombardeos, además de acabar con decenas de miles de vidas palestinas y de paso envenenar la tierra de modo irreversible, han generado, tan sólo entre octubre de 2023 y febrero de 2024, aproximadamente medio millón de toneladas de bióxido de carbono, que es lo equivalente a las emisiones anuales de gases de efecto invernadero de más de 26 países de los más vulnerables al cambio climático. Por lo tanto, en lo que se refiere al calentamiento global con sus consecuencias catastróficas para la humanidad y para la naturaleza, el Estado Israelí tiene también una parte importante de responsabilidad.

Con sus bombardeos y sus demás actos ecocidas, el aparato colonial de Israel no sólo ha convertido a Palestina en un infierno, sino que está contribuyendo, mediante su importante aporte al cambio climático, a que nuestro planeta entero se convierta en el mismo infierno terrenal. Este infierno es una realidad tras la ilusión del paraíso terrenal en el que el Estado Israelí pretendía convertir el desierto. Ningún desierto reverdece ni florece al regarlo con una lluvia de fuego.

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